ENSAYO

Un ambiente de descreimiento como el actual no necesariamente representa malas noticias para las sociedades occidentales

Por Diego Andrés Díaz

En la última columna extramuros del programa radial “Bajo la Lupa” del día 2 de febrero de 2023, Aldo Mazzucchelli refería a algunos aspectos relacionados a la naturaleza de las civilizaciones, y el impacto en los distintos campos sociales donde se manifiesta. Con respecto a esto, sostenía lo siguiente: “…la educación es lo primero que se rompe, y lo último que se arregla (…) para arreglar la educación haría falta primero que haya una nueva comunidad de objetivo civilizatorio, es decir, que la gente esté de acuerdo a donde queremos ir como sociedad, y sobre todo, que haya un mínimo de creencias comunes que ya no tenemos, que den una fuerza real a un sistema educativo (…) ninguna sociedad puede educar en lo que ella no cree…”. Me interesa este comentario porque contiene una serie de temáticas relacionadas, de forma directa o tangencial, de las que creo que es un momento más que oportuno para referirse, reflexionar y plantear. 

Seguramente sea la educación -en su concepción amplia y general, o acotada a la actividad institucional o académica- uno de los termómetros más interesantes para rastrear, por lo menos de forma preliminar, el estado general de la civilización. Esta hipótesis parte de que existen, en las civilizaciones, una relación entre lo que Toynbee llamaría “minorías dominantes”, o la vanguardia de una civilización, y los individuos de las sociedades que las contienen –proletariados internos, según Arnold Toynbee- y que, en definitiva, esta relación construye una serie de actos de mimesis social, fruto de la constante superación de incitaciones y construcción de respuestas a las mismas. Y todo ello no está necesariamente condicionado por la técnica -que es, en definitiva, la simplificación de dominio del contorno civilizatorio- sino por la característica social de creer en que en ese juego de incitación- respuesta, las sociedades y sus pioneros logran la autodeterminación.

Es en la educación que la sociedad manifiesta casi de forma automática su estado con respecto a las bases civilizatorias que la contienen, es decir, que acepten casi de forma automática, naturalizada y elástica -como una especie de espíritu de época- una serie de fundamentos centrales, de formas de concebir el mundo, la vida en sociedad, sus instituciones, un ethos. En este sentido, los sistemas educativos de las sociedades occidentales parecen transmitir desde hace algunas décadas una especie de agotamiento subterráneo, que se manifiesta como el síntoma de un malestar más general. En el caso específico del capítulo local de este problema -es decir, en la interpretación en el campo de las instituciones nacionales de alguna especie de malestar mayor que lo excede- podría aventurarse la idea que el descreimiento en la educación nacional parte de factores no necesariamente programáticos, o de ingeniería política, social e institucional de la misma, o de programas y planes, o de relaciones insanas de poder solamente, sino que existe operando en el fondo de todo el subsistema un malestar, y por encima de todo, un descreimiento profundo en sí mismo. 

En ese sentido, si existe una categorización funcional de este malestar, podríamos señalar que el quiebre de la mimesis de las sociedades se encuentra, en el caso educativo, en un estadio sumamente avanzado, porque lo que revela y expone todo el sistema educativo nacional (y en buena medida regional, y en parte, civilizatorio) es un descreimiento, no solo en el sentido de lo que se educa y se aprende, sino en las instituciones y actores que lo componen, y en el valor, prestigio y ponderación social de su tradición. Ese descreimiento, que transforma ese campo en una guerra constante, que proyecta socialmente un vacío y un verdadero sentimiento de “estar a la deriva”. Como pocos campos, el educativo exterioriza un verdadero cisma en el cuerpo social, vaciado en buena medida de ese factor poco tangible pero primordial que representa el hecho que la sociedad que lo contiene crea en él: “cuando la sociedad nuestra, occidental, creía en la alfabetización -sostenía Mazzucchelli en el mismo programa radial- porque creía en un modelo de ciudadanía donde la gente era capaz de leer, escribir y discutir e intervenir públicamente hasta cierto punto (…) cuando se creía en ese modelo, se educaba en ese modelo…”. Esta aseveración no deja de ser cierta en los aspectos negativos como positivos de su consideración: el programa de alfabetización fue exitoso, primordialmente, porque se creía en él, era el modelo sistémico de educación.

No me atrevería a intentar cuantificar en qué medida este descreimiento en la educación está relacionado a cambios profundos en el mismo -y en las tecnologías relacionadas-; cuanto de consecuencia lógica de un acto nacional de idolización de una técnica efímera -es decir, cuanto de “adorar al modelo”, al ídolo vareliano victorioso en el pasado- y cuanto a descreimiento civilizatorio por los modelos que fueron naciendo y transformándose desde la llegada del industrialismo. Pero es claro que lo que representó en otra época una marca nacional, hoy es parte de un proceso de deterioro y falta de entusiasmo social por su deriva.

El descreimiento de una sociedad, o civilización, en sus pilares, suena a decadencia. El ocaso o colapso de una civilización -por poner el eje de reflexión en el ámbito más general- ha sido un tema bastante recurrente en los últimos siglos, tanto para realizar finos y sofisticados análisis de los procesos civilizatorios como para apurar -mezcla de deseo y programa propio- la debacle de un status quo, especialmente en Occidente. 

Sobre este último grupo, me parece importante referirme a una característica algo novedosa que se da en el hecho que la civilización occidental tiene en su interna un verdadero ejército de renegados -lo que definirían los rusos como intelligentsia- que, a diferencia de las características de este grupo social en siglos anteriores, no oficia de enlace entre civilizaciones, sino más bien a su interior. Profundicemos en este punto. 

Las intelligentsias fueron, históricamente, una clase social de “enlace” entre una civilización dominante ajena a la suya, y su sociedad. Cuando las características de vida de la comunidad van perdiendo los contornos tradicionales para dar paso al dominio de la cultura y forma de vida de otra civilización o cultura dominante, ha existido históricamente distintos grupos sociales que van tejiendo puntos de contacto entre ambas que van adaptando las nuevas realidades al viejo mundo. En este proceso, los primeros suelen ser los militares, diplomáticos y mercaderes que empiezan a adoptar las técnicas y métodos de la civilización dominante, y luego surgen los intelectuales como vehículos transmisores de esta realidad: el maestro que enseña la nueva técnica superior, el periodista, el académico. Los mercaderes Cohong en China, la intelligentsia india en el imperio británico, los chinovniki rusos, son ejemplos históricos de este grupo social.

Estos grupos que históricamente solían ser una clase de “enlace” en el proceso de cambio cultural y civilizatorio, está condenada a una especie de infelicidad estructural resultado del desprecio que conlleva no ser parte sustancial de ninguno de los dos mundos, el local, al que transforma con su accionar y el exótico, al que imita. Lo novedoso en el último siglo es que en occidente se fue creando una intelligentsia no como resultado del encuentro de dos civilizaciones, sino como consecuencia del encuentro de la propia civilización con una civilización imaginada, un utopismo. En este sentido, los últimos siglos en occidente han visto crecer una intelligentsia interna que intenta oficiar de enlace entre un mundo imaginado y el real, y, como las anteriores, no logra conciliar sus expectativas con el papel que las sociedades le dan.

Dentro del descreimiento que sobrevuela occidente, esta intelligentsia crece porque es la portadora de una tendencia hija de ese “mundo imaginado” que reivindica: la idea de “unidad de civilización”. Esta concepción es una enfermedad occidental -otras civilizaciones lo han vivido anteriormente- que considera que existe “una sola civilización”, una especie de “aldea global”, y es resultado de tres factores: la ilusión egocéntrica, que imagina que la expansión de los sistemas económicos y sociales de occidente -especialmente la técnica- son la demostración de la existencia de un mundo único, la idea de que Oriente es inmutable y que su actualidad es fruto de su estado de petrificación, y la ilusión que nace de la “superstición del progreso” como fenómeno determinista y lineal, fruto de los siglos XVIII y XIX.

A diferencia de este grupo social, que considera -por razones filosóficas o políticas- que occidente se encuentra en extinción de su singularidad -y de allí nace no el descreimiento, sino su supuesta obsolescencia existencial- y que esta circunstancia anticipa su tesis que existe de verdad “una sola civilización”; lo que parece existir en occidente es una especie de fragmentación interna de los “centros” -que, históricamente, tienden a moverse hacia los límites del contorno civilizatorio- y quizás represente una respuesta a la incitación a las que se ve enfrentada, y de la que el descreimiento suele ser un síntoma. 

La relación entre el descreimiento y las respuestas que una sociedad da a las incitaciones que experimenta son más estrechas de lo que se suele imaginar. El estímulo del contorno, de los golpes y las presiones que vive una civilización es constante, y las respuestas que dan las civilizaciones tienen consecuencias. Toda civilización da una respuesta a una incitación -no dar respuesta es una forma de responder- y, lo que nunca puede esquivar, son las consecuencias de esa respuesta. “Todo lo bello es difícil”.

En el caso occidental, no parece ser la primera vez que es protagonista de un proceso de fragmentación cuando los desafíos son tanto más poderosos a su interna como por amenazas externas. Señala Toynbee que “…cuando nuestros antepasados occidentales lograron repeler la arremetida escandinava, uno de los medios por los cuales alcanzaron esta victoria sobre su contorno humano fue forjar el potente instrumento militar y social del sistema feudal…”. El descreimiento, como síntoma general de una civilización, tiene la compleja condición de representar un fenómenoque se percibe, se intuye, se asimila como ambiente o espíritu de época, y no tanto se “mide”. Esta naturaleza esquiva a una cuantificación de los fenómenos sociales civilizatorios parece ser una constante de época, donde los términos y metodologías utilizados por los teóricos de las sociedades no logran despegarse del vasallaje con respecto a otros campos del conocimiento, adjudicándole a la sociedad condiciones mecánicas, orgánicas, humanas o sacras. Las dificultades de mensurar el “espíritu de época” son siempre un desafío, que no inhibe su existencia e importancia. 

Los elementos materiales que jugaron un rol clave en el proceso de alfabetización general a partir del siglo XIX en occidente no operaron en solitario, más allá que sin estos el proceso era imposible. Como en otros campos, el largo camino de empujes técnicos y tecnológicos está cruzado a lo largo por la convicción social en una serie de creencias que incitan a la mímesis, es decir, a la imitación. El desarrollo constante de la imprenta fue un factor clave para el proceso posterior de alfabetización, pero esta condición material es hija de los cambios espirituales de la Europa del siglo XV y XVI, y previamente, de la revolución técnica y filosófica que representó la práctica extendida de la “lectura silenciosa” del siglo XIV. El largo camino estuvo empedrado de la creciente convicción general de la importancia de la alfabetización. 

Sin embargo, creo que el ambiente de descreimiento no necesariamente representan malas noticias para las sociedades occidentales: en última instancia permite preguntarse cómo se llegó al estado general de malestar, cuales representaron las características más sobresalientes y fundamentales que le dieron su singular configuración, tanto en concepción existencial como diseño institucional y relacionamiento humano; y permite que se den a su interior ejemplos de lo que los griegos llamaban la conformación de una práctica “anacoreta”, y que es un extrañamiento del mundo, un “retiro y retorno” que antecede a una reformulación -exitosa o no, es irrelevante- de las condiciones que se da un cuerpo social. Y allí se reformulan las condiciones para creer, que es sentirse de una civilización y no en una civilización.