Más que nunca estas líneas ensayan alguna idea que es extremadamente consciente de lo que el lógico Peirce (1839-1914) consideró era la base de toda su búsqueda de la verdad, a saber, la certeza de no tener certeza alguna. Así lo expresó el fundador de la semiótica moderna: “En efecto, a partir de un humilde falibilismo, combinado con una gran fe en la realidad del conocimiento, y un intenso deseo de descubrir cosas, me ha parecido que toda mi filosofía crecía” (CP 1.4).
ENSAYO
Por Fernando Andacht
En lo que sigue, tal vez equivoque el rumbo para continuar pensando sobre el inmenso témpano contra el cual la nave de la humanidad chocó hace casi 20 meses. La diferencia con el naufragio del mayor navío que nunca había surcado los mares, el 14 de abril de 1912, frente a la costa canadiense, es que la actual colisión sanitaria rebautizada pandemia se extiende interminable. Pero creo que hace mucho que no merece el nombre de ‘crisis’, y que nos hemos ganado el pleno derecho a pensar en la pandemia como un violento reacomodo de la vida planetaria impuesto con mano cada día más firme y pesada. No nos espanta más esta destrucción de todo lo que en lo normal cotidiano era vivido como bueno, deleitable, porque ese feroz puño de hierro está enguantado con los coloridos e imparables medios de comunicación, en su versión agigantada y alegremente despótica.
Le cuento o mejor advierto al amable lector que voy a escribir sobre algo muy menor que ocurrió hace pocos días. Se trata de un suceso que ni siquiera sería llamado así por casi nadie, pero ese hecho me permitió recobrar la plena sensación de lo insalubre mental y físico, de lo incomprensiblemente ilógico que ha sido empaquetado con prolijidad desde el 17 de abril de 2020, en estos pagos, como ‘la nueva normalidad’. Voy a describir como una conmovedora epifanía un ínfimo episodio humano que, seguramente, pasaría desapercibido al ojo distraído como un mero chisme o habladuría. Lo epifánico es el surgimiento en religión primero y en literatura luego, de una inesperada revelación que nos cambia para siempre, y que tiene lugar en el entorno más banal o cotidiano. La aparición pública del nacimiento del rey de reyes para buena parte de la humanidad tuvo lugar en un miserable recinto destinado a albergar animales. La llegada de una visión que surge en medio del trajín de la vida anodina para los personajes dublineses de James Joyce es una instancia moderna de la epifanía. Para Joyce, se trata de “los momentos más delicados y evanescentes”, y la misión del escritor es registrarlos. En este breve texto, me ocupo de describir uno de esos instantes que se producen de modo distraído, casi automático, pero no en el transcurso de la navegación tridimensional del mundo de la vida, sino en el mediatizado ámbito de una red social y personal como Whatsapp. Como suelen dicen en Brasil, ese día, para mí, “caiu a ficha”: el ser testigo de ese episodio trivial en extremo hizo que para mí cayera la ficha de lo real y siniestro de este tiempo como nunca antes sobre el real alcance de esta gigantesca avería pandémica. En ese momento olvidable y banal surgió con claridad meridiana que la pequeña exigencia hecha al ser humano para ser en crisis es que abandone su socialidad, su sociabilidad, su ser con otros. Como si suave y apaciblemente quisiéramos convencer a un pez que por su salud y tranquilidad mental viviese fuera del agua. Nada más que eso.
Te vacunarás en serie, pero jamás tendrás acceso a la Ley
¿Qué puede ser tan interesante para comprender algo esencial e irracional en sumo grado del inmenso relato que cayó y se dilató sobre el mundo nuestro de cada día hasta cubrirlo por completo hace ya tantos meses? Les presento la triste historia de una persona que quiso obedecer la nueva Ley al máximo, que aceptó de buen grado someter su cuerpo – y claro viene siempre con el alma – a la versión inyectable de los proliferantes protocolos que atormentan al mundo de la vida, como enorme témpanos que se interponen entre nuestra existencia y su deseo de libre tránsito. Pero su sacrificio no recibió la recompensada esperada, como verán.
Hubo una vez una mujer madura que envió un retrato de sí que no parecía un autorretrato y/o selfie. Imagino que había otro humano del lado del lente telefónico bien dispuesto para sacar el mayor provecho posible de este momento eufórico y pronto para la salida al mundo en pos de fiestas. En un melancólico volumen, el último que publicó en vida el semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980), designa como punctum aquel elemento en una fotografía que nos conmueve sin causa aparente; el concepto procede del latín y significa algo que nos provoca una pequeña herida, como la causada por un instrumento punzante, afilado. En mi caso, el detalle de la capelina de esta mujer ya bien entrada en el sendero de las seis décadas de vida es el punctum. De su atavío que busca denodadamente expresar alegría y festejo, es el accesorio instalado sobre su cabeza lo que me toca en esa foto compartida a un grupo de Whatsapp.
La capelina me produce una emoción de modo inexplicable y súbito, que es de algún modo una epifanía, porque revela algo misterioso del Otro. Su presencia pone de manifiesto que la mujer está eufórica, algo que se encarga de corroborar la amplia sonrisa que no alcanza a disimular la sombra que arroja la capelina. El torso presenta una postura ligeramente oblicua en relación al fotógrafo celular, como si la modelo improvisada dudase de cuál es su mejor ángulo para eternizar esa imagen de alegría mundana. Tiene el aspecto de quien pasó por momentos nada eufóricos, pero ahora sí, ella está bien dispuesta a salir a encarar el mundo sin filtro. Como escuché a continuación de la imagen enviada en esta lista de Whatsapp, lo suyo es sin filtro pero con vacuna, con muchas vacunas; la mujer-de-la-capelina es casi una vacunada serial. Fue en ese espacio-tiempo peculiar y tan familiar donde le llegó a los muchos que componen y disfrutan de esa comunidad más íntima que la de Facebook o Instagram la visión alegre y ahora despreocupada de, digamos, Estela, un nombre ficticio para un intercambio real y tangible ocurrido aquí y ahora. Ella derrocha alegría debajo de su amplia capelina sobre la cual hay un elegante pañuelo marrón, que se sumó al festejo de la cabeza bien cubierta de Estela. Forma parte de mi experiencia del punctum barthesiano el hecho de que las imágenes personales enviadas a Whatsapp son efímeras. La foto impresa, revelada caía seguramente en el olvido, pero resistía el paso del tiempo heroicamente desde algún álbum o portarretrato hogareño. En la aplicación, en cambio, la imagen es vista y olvidada casi simultáneamente por todos los destinatarios. Para mi suerte, eso no ocurrió así esta vez.
Otra integrante de ese colectivo whatsappero, vamos a bautizarla Carolina, trajo de regreso a la realidad a Estela. Sería más justo e icónico decir que ella la bajó de una brutal trompada al fango pandémico, la aterrizó desde su aérea alegría con capelina-pronta-para-salir-a-navegar-el-mundo que ahora volvía a ser una fiesta. Tras aceptar con alegre resignación que su intervención podría verse como la de quien provoca un feo anticlímax – “se ve que yo soy siempre una aguafiestas” – Carolina no duda en avanzar rauda hacia la liquidación de todo vestigio no sólo de la euforia coyuntural de Estela, sino de la más mínima esperanza en un reingreso a la atmósfera normal. Carolina cuenta con un curioso dato divulgado en ese mismo medio intimista: Estela no se dio dos, ni tres vacunas, ella es de las que le ha tomado cariño y ha abrazado con entusiasmo la causa pandémica: ya recibió cuatro, sí, cuatro veces fue pinchada con esta dotación extraña de salvación inyectable y altamente falible. Pero a diferencia del falibilismo cultivado por el fundador de la semiótica, C. S. Peirce, la inmensa campaña publicitaria de estas marcas vacuniles ni siquiera menciona ese aspecto, su alto grado de incertidumbre en el mediano y largo plazo. Es lo que hay, parecen decir con arrogancia unánime todas estas dosis de dudosa salvación.
Entonces Carolina procedió a interpelarla así desde sendos audios de Whatsapp: “Estela, que tengas cuatro vacunas (pausa de reflexión para tomar
impulso), siete vacunas, o ninguna vacuna.” Cuando pronunció esa última posibilidad tan poco posible, se detuvo en seco; ni siquiera desde la altura de su rol de juez inapelable de la vida del Otro, ella se atreve a considerar esa opción seriamente. Como si estuviera en una obra teatral, Carolina utilizó un aparte, que obviamente estaba dirigido a su público más amplio en la aplicación, y no sólo a la interpelada: “bueno, ninguna vacuna capaz que es peor”, reconsideró desde su sabiduría pandémica.
Y, de inmediato, ella emprendió el segundo ataque; sus embates fueron creciendo en ferocidad, lo que no es poco relevante, dado que no se trata de un duro intercambio en Twitter sobre un asunto polémico: “¡Pero no elimina que te lo puedas agarrar!” Debería en propiedad gramatical haber usado el plural para el sujeto, porque no una sino cuatro veces Estela buscó la panacea en sus brazos. Entonces debió haber dicho ‘no eliminan’, para referirse a esa cuádruple búsqueda desesperada de inmunidad, que de todos modos, le informó sin piedad no consiguió el efecto de evitar que ella se contagiara. Así se expresó oracularmente la amiga. Luego, como si rezongara en lugar de reflexionar, se lanzó a un breve soliloquio: “Elimina que vayas al CTI… bueno ta, no es poco… en eso siempre fueron claros”. Difícil decir si lo suyo es resignación o resentimiento, por contemplar esa visión acapelinada de la otra, tan dispuesta a tomar las reuniones festivas por asalto. Por eso, avanzó encarnizadamente, como un perro que no estaba dispuesto a largar su hueso por nada en el mundo: “Pero la verdad… yo entiendo que quieras ir a todos esos lados.” Nada hay en su voz que transmita la comprensión que afirma tener; lo suyo parece más la tarea policial de reprimir al otro antes de que cometa un crimen, como en la novela de Philip Dick llevada al cine como Minority Report (2002).
Hay algo de pitonisa implacable en su veredicto: ella podrá vacunarse todo lo que quiera y más, pero eso no significa… nada: “¡La verdad que no (pausa) para mí no, no marcha esto!” Imagino una escena en la que un médico especialista – es la segunda o tercera opinión consultada – le comunica de modo seco y rotundo al paciente que no, que no hay salida, que no hay salvación posible, que lo suyo es incurable. Tras una nueva pausa cargada de dramatismo, Carolina retomó su hilo discursivo: “Porque no elimina eso las vacunas” Reproduzco nuevamente la falla gramatical – singular en vez de plural – para reproducir la densidad emotiva de decirle al otro que no tiene ya salida, que abandone toda esperanza. Lo que encuentro fascinante y aleccionador en este intercambio vuelto soliloquio es que no hay un ataque o crítica alguna contra la ineficacia flagrante de la publicitada salida química de la crisis sanitaria. Quien tomó la palabra en el foro de Whatsapp consiguió un acto de acrobacia mental admirable: ella sostuvo la necesidad de lo no necesario: las vacunas sí – muchas, siempre mejor – pero las vacunas no (= no protegen, no cuidan, no restauran la normalidad). Aún lo peor está por venir, no se vayan.
Lo transcripto hasta ahora podría asemejarse a una suerte de consejo o asesoramiento gratuito y no solicitado en aras del cuidado del otro. Veremos que no es así, porque lo que transcribí sólo fue la preparación para el duro golpe que se avecina, y que no dudará en asestarle a la otra en plena capelina alegre y bien dispuesta a reingresar a la atmósfera de sociabilidad abierta. Con un tono un poco más duro, más seco si fuera posible, llegó otro audio, que también fue inspirado por la imagen feliz de la mujer de la capelina: “¡Ay Estela, disculpá, pero yo prefiero que por un tiempo a casa no vengas, porque tú te encontrás, yo ya lo vi, en tu casa sin tapabocas… y no! ¡La vacuna no te da inmunidad, ni siquiera saben qué cornos da la vacuna!” Ahí llegó, el áspero y formidable golpe directo al vínculo con la otra, con la humanidad vacunada que, casualmente, Estela representa, que encarna con su vestido-para-celebrar-la-vida-junto-a-otros. Con su dura voz, su amiga ha dictaminado que a su casa Estela no entrará, así se vacune hasta siete veces. Quizás lo ignore, y fue sólo un golpe de suerte, pero el número que usó Carolina tiene una resonancia mística: ni siquiera siete entradas de la pócima mágica y salvadora en el cuerpo de la otra harán diferencia alguna; Estela seguirá siendo una apestada, una untore, como escribió Agamben (“Contagio”, 2020), sobre el personaje que perversamente diseminaba la muerte creado por el miedo a la peste en Milán, en el siglo 16.
El dictamen de la mujer es inapelable; no se trata de una idea que esté considerando como una opción extrema; es un juicio que me recuerda las respuestas sucesivas del formidable guardián que le impide entrar al hombre que vino a ver a la Ley, en el relato de Kafka (“Ante la ley”). Esa puerta, le dirá el esbirro antes de que muera el hombre, estaba destinada a él, y apenas su vida se extinga, él la cerrará. Con todas esas inyecciones preventivas que nada importante previenen a cuestas, Estela no podrá ingresar con su despreocupada capelina a la casa de la amiga. El dictamen sonó inapelable: el lapso indicado – “por un tiempo” – pertenece al género “hoy no se fía mañana sí” de las almacenes de antaño. La sobre-vacunada no podrá encontrarse con Carolina en su casa durante un tiempo indefinido, que siempre podría prolongarse hasta nuevo aviso.
De modo casual, la voz cantante de ese grupo de Whatsapp parece habernos dado la explicación más perfecta de la más irracional de las soluciones para salir del relato de una ilimitada crisis sanitaria: te vacunarás indefinidamente, pero nada importante cambiará en tu vida. Seguirás siendo un agente de contagio, llevarás debajo de la sonriente y clara capelina el invisible pero real estigma de ser la temible diseminadora del mal que no tendrá fin. Por algo el poder nos llevó a vivir en la Nueva (A)normalidad, y en el planeta nuevoanormal uno de los mayores crímenes es justamente disfrutar de aquello que vuelve la vida digna de ser vivida. Ya lo expresó inmejorablemente Carolina: Estela es culpable de reunirse en su casa con otros sin usar el filtro anti-personal estipulado. Ella afirmó haberlo visto; por supuesto, la evidencia la suministró la propia acusada y ahora rea: envió al grupo de Whatsapp imágenes del acto perpetrado en reiteración real de encontrarse con otros humanos, todos potenciales agentes siniestros de contagio, sin haber seguido el ritual pandémico primordial: tapar boca y nariz celosamente para que todos puedan leer en esa persona la sumisión completa al régimen sanitario impuesto hace tanto tiempo.
Claro, Carolina no tiene por qué saber lo que Estela sí supo: que el ser no nace sino que se vuelve humano en el espacio de la interacción, como lo explica Colapietro (2013): “La vida ‘interior’ de la identidad (self) humana, en su condición de actor social, es una red expansiva de relaciones reflexivas, pero se trata de relaciones establecidas, mantenidas, y transformadas principalmente en el crisol de las relaciones sociales (…) El animal humano es primero y ante nada un actor social, un ser cuya agentividad y socialidad están tan completamente entretejidas hasta conformar una única trama (p. 5; p. 10). Si el filósofo tiene razón – y creo que la tiene – lo que tan firme y poco amablemente le impuso Carolina a Estela es que deje por completo de respirar, ya no a causa del obstáculo de la máscara, sino por la voluntaria privación de libertad de asociación. No te reunirás ha dictaminado, y si lo haces será enmascarada y muy brevemente, no importa cuantas vacunas te hayas administrado ya o planees seguir trayendo a tu cuerpo. Esa es la modesta epifanía que quería compartir hoy: no es fácil encontrar una explicitación más clara del inhumano mandamiento que se ha impuesto a la humanidad nuevonormalizada hasta nuevo aviso.
Referencias
Barthes, R. (2020/1980). La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Buenos Aires: Paidós.
Colapietro, V. (2013). The ‘inner’ life of the social self: agency, sociality, and reflexivity. Revista Nóema, 4 (13), 2-12.
Peirce, C. S. (1931–1958). The Collected papers of C. S. Peirce: Vol. I–VIII. C. Hartshorne, P. Weiss, & A. Burks, (Eds.). Cambridge, MA: Harvard University Press.