ENSAYO

Por Alma Bolón

1) Heridas en las partes nerviosas

“Virus” es una palabra que ya estaba en latín, con los significados de “veneno”, “ponzoña” y más particularmente “jugo de plantas”, cuando el médico cirujano y escritor Ambroise Paré, en el siglo XVI, la trae al francés, idioma en el que se extiende su aplicación, en principio restringida a los venenos venéreos. Muy considerado y recordado por la historiografía médica actual, Ambroise Paré, cirujano de cuatro reyes de Francia, también dejó una obra “Sobre los monstruos y prodigios” (“Sobre los monstruos tanto terrestres como marinos con sus retratos. Más un pequeño tratado de las heridas hechas en las partes nerviosas”.)

En la primera mitad del siglo XIX, en 1836, el médico Jean Hameau expone sus “Estudios sobre los virus”, pero sus colegas permanecen incrédulos. Recién en 1850, un profesor de la Academia de Medicina le escribe: « Su obra interpreta hechos hasta ahora inexplicados, abre un nuevo horizonte en la etiología y la terapéutica de varias enfermedades terribles, y muestra el único camino que en lo sucesivo debe seguirse para liberar a la humanidad”.  Naturalmente, como tantas otras veces, fue la imaginación interpretativa, empujada por el deseo de saber, la que produjo conocimientos tan científicos como ninguneados.

También en esa primera mitad del siglo XIX, el médico austrohúngaro Ignace Philippe Zemmelweis enfrentará a sus colegas, reacios a sus demostraciones sobre las ventajas de lavarse las manos luego de disecar un cadáver y antes de pasar a la sala de las parturientas, si se busca reducir la mortalidad por fiebre puerperal. Louis-Ferdinand Céline, también médico, especializado en higiene pública y acuciado por la pureza moral, dejó un relato desencajado -fue su tesis de doctorado- sobre la confrontación de Zemmelweis con el establishment médico vienés.

A fines de siglo, con Claude Bernard (en 1878) y con el consagrado Louis Pasteur, los virus, los contagios y las vacunas ya estarán instalados en el paisaje cotidiano.

2) Un “yo insaciable de no-yo”

En paralelo o antecediendo la elaboración y propagación del concepto “virus” en tanto que entidad biológica que ataca la vida -mal que la vida hace a la vida- Baudelaire piensa una y cien veces la relación entre la naturaleza y el arte, o entre lo natural y lo artificial. Renegando de cualquier bondad intrínseca atribuible a la naturaleza, renegando de cualquier mito de corte rousseauniano sobre la natural inocencia, Baudelaire piensa sin cesar el paso entre naturaleza y artificio. 

El propio título de su obra más conocida, la que le valió juicio y condena, “Las flores del mal”/ “Les fleurs du mal”, en francés claramente significa el doblez de ese “mal”: dolor o enfermedad física (como cuando en español decimos “el mal de Chagas” o “el mal de San Vito”) y también padecimiento moral y religioso. En idioma francés, claramente, “mal” se opone tanto a “salud” como a “bien”, a lo natural tanto como a lo artificial (porque, ¿puede haber algo más artificial que una moral o una religión?). Análogamente, “las flores” componen ramilletes naturales o manojos artificiales -“antologías”-, puesto que eso quiere decir “antología”, de “ánthos”, palabra griega para decir “flor”. La palabra griega  “antología”, etimológicamente significa “discurso de la flor”; esta tradición lega una metáfora recurrida, “flor”, para decir “poema”. En español, entre otros ejemplos, esta tradición ofrece: “Flor nueva de romances viejos”).

Con ese título mínimo, “Les fleurs du mal”, Baudelaire pone en juego los sendos dobles carriles, naturales y artificiales, por los que corren “fleurs” y “mal”. Las flores naturalmente putrescentes y las flores artificialmente incorruptibles, las que viven en los jardines y las que viven en los poemas. El mal que sufre el cuerpo y el mal que sufre el alma; la “rose” inmarcesible contenida en la “chlorose” (clorosis) que la consume, del poema “El sol”/ “Le soleil”. 

Otro título mínimo -“Los paraísos artificiales”/ “Les paradis artificiels”- también llama al vértigo de la interpretación en claves natural y artificial. ¿Acaso “paraíso” no es el nombre de la naturaleza recién nacida, de la naturaleza intocada por el trabajo o por el deseo humano? Naturaleza natural, de jardín intacto, de hombre y de mujer sin falta, sin vergüenza y sin artificio alguno que los cubra, naturaleza pura, naturaleza hecha solamente con naturaleza. No obstante, lo sabemos, esa naturaleza natural se puso a existir de la manera más artificial que se conozca, es decir, de manera libresca, en un libro tan libro que se llama libro: la Biblia. Entonces, ¿“Los paraísos artificiales” son oxímoron (una entidad imposible) puesto que el paraíso es pura naturaleza, o son una simple tautología, puesto que el paraíso solo es y solo puede ser artificial? 

Contrariamente a la fama, en “Los paraísos artificiales”, Baudelaire no elogia ni el opio, ni el vino ni el haschisch como supremos viáticos para el paraíso. La suprema fuente de embriaguez es la poesía (o la poesía y la virtud, dirá en otros

poemas); la embriaguez que proporcionan el vino o el opio o el haschisch es imperfecta porque es infalible. Como sustancias naturales que son, su efecto está asegurado al consumirlas, por lo que solamente se trata de una simple mecánica, de un simple mecanismo de acción y reacción natural. En cambio, la poesía y la virtud, puro artificio, nada pueden asegurar en cuanto a los resultados, no ofrecen garantía ni posibilidad de cálculo previo y por eso mismo son fuente suprema de embriaguez, es decir de estado paradisíaco, al ignorar la monótona previsibilidad del mundo natural.

Ese “yo insaciable de no-yo” que es el artista baudelairiano conoce el ridículo que produce la expresión de la sinceridad y conoce cómo remediarlo: sólo el arte evita el ridículo de la sinceridad, siempre demasiado natural, demasiado desnuda y directa. Sólo el arte le impide a la sinceridad la ridiculez; el resto es un yo repleto de yo, naturalmente imbuido de sí mismo, condenado a la infalibilidad de la naturaleza repetidora, a su algoritmo perenne.

3) Nuestro natural artificio

Ya casi se había olvidado (al menos en ciertas partes del mundo) que “virus” era la vida atacando la vida y ya casi creíamos que virus era el nombre de un ataque informático a nuestros archivos, a nuestra memoria externa, a la cosecha de nuestro artificioso espíritu. En esas estábamos, con el virus y el antivirus (porque el cólera de Haití o el ébola de África ya habían cedido su nombre de “virus”), cuando el Sars-Cov2 nos recordó que los virus también atacaban y destruían los cuerpos humanos, no solamente los computarizados. La naturaleza natural hacía valer sus fueros, aunque pronto se supo que este virus tan natural obedecía a nuestro trato tan artificial con la madre naturaleza, obedecía a la producción industrial de vida animal -de carne viva-, a los artificios que alterando la naturaleza producían, o criaban, a esos virus. El virus devenido zoonosis con efectos pandémicos recibió un nuevo giro, con el cambio de prefijo -la sindemia- que politizándolo volvió a artificializarlo.

Luego, hace pocas semanas (ver Aldo Mazzucchelli en eXtramuros) supimos que ese virus naturalmente producido por nuestra artificial relación con la naturaleza (y sobran como muestra los 15 o 17 millones de visones “abatidos”, “eliminados” o “destruidos”, elija usted, lector, el verbo que corresponde a la fabricación y destrucción de visones en Dinamarca en noviembre de 2020, sospechosos de transmitir el Sars-Cov2), tal vez era otra cosa. 

Tal vez se tratara de una quimera, de una entidad completamente artificial, creada en laboratorios sino-estadounidenses, que experimentalmente (artificialmente) lograba potenciar la letalidad del virus natural. Una entidad mitológica griega, un ser de imposible composición, aparecía para nombrar el origen del virus que recorría el mundo, compuesto salido de un laboratorio lindero a un mercado chino.

Una vieja creación o invención de la técnica poética griega venía a nombrar una creación de la técnica genómica sino-estadounidense. Por cierto, el nombre “quimera” aplicado a estas entidades de laboratorio es anterior a la aparición (o invención) del Sars-Cov2, y su actual divulgación hasta lectores no especializados, como por ejemplo quien suscribe estas líneas, pone de manifiesto el conflicto acallado que nos gobierna desde marzo de 2020.

Desde esta fecha, se declaró la guerra mundial a un enemigo llamado virus, es decir, a un enemigo que es pura vida impelida a destruir la vida, puro ataque de la naturaleza a la naturaleza. Y, como cree saberse desde hace algunos escasos siglos, la naturaleza tiene sus conocedores, sus estudiosos, sus expertos, sus especialistas: los llamados “científicos”. 

(Por mucha cientificidad que reclamen “las ciencias de la educación”, “las ciencias sociales”, “las ciencias políticas”, “las ciencias históricas”, “las ciencias económicas”, “las ciencias del lenguaje”, etc., está claro que en todos estos casos la concesión del nombre “ciencias” reclama una especificación. En cambio, esta especificación sobra en “Facultad de Ciencias”, denominación que a secas dice su condición de lugar de “las ciencias”.) 

Entonces, el virus, esa pura naturaleza que ataca a la naturaleza, desencadenó una guerra que convocó a sus mariscales y a sus sargentos, a saber, los especialistas en la naturaleza, los científicos. De más está decir que los especialistas en naturaleza que nos gobiernan, o intentan hacerlo, desde marzo de 2020 no son baudelairianos. Estos científicos creen a pie juntillas en una naturaleza puramente natural, a la que creen administrarle soluciones puramente naturales. Ignoran que, baudelairianamente, está en nuestra naturaleza humana estar destinados al artificio, a la artificialidad, a las artes y a las palabras: somos, y necesitamos ser, naturalmente artificiales. En este sentido, desde marzo de 2020, bajo el fuego cruzado de “la ciencia” y de la demagogia electorera, las decisiones tomadas para la enseñanza y para las artes en nombre de “la vida” solo pueden ir en contra de ella, al ignorar nuestra naturaleza artificial.