POIESIS / 61

Por Francisco José Martínez Morán

Pocos poetas del panorama actual consiguen lo que Verónica Aranda logra a través de sus versos: una conjunción perfecta de sensualidad, pensamiento clarividente y perfección verbal. La apabullante riqueza expresiva de sus textos, su impecable factura técnica y su aparente claridad en lo complejo sirven de vehículo expresivo para un universo cosmopolita y sugeridor en el que tan pronto se dan cita los paisajes naturales y humanos de la India como se presentan, cargados de simbolismo y sabiduría, los espacios íntimos de Japón o Lisboa. Quien lee Tatuaje, Café Hafa, o Humo de té se adentra en un territorio sensorial inolvidable, en un sutilísimo mapa de afectos en el que perderse por el mero placer de hacer de la lectura vida y de la vida, música de la palabra.


Salón de té La Española (Tánger)

Esta es una ciudad donde el deseo
ha anidado en las anclas.
Hay una culpa antigua que expiamos
en salones de té, donde es posible
construir territorios de silencio y berilo.

Se fue el transbordador de media tarde,
pero el humo azulado da paso a una memoria
cimentada en el gesto de empezar crucigramas.
Memoria huidiza, frágil
de los hombres que vienen a olvidar.

Aquí el miedo circunda unos posos de té.
Latitudes atlánticas
donde no renunciamos al abismo.

Café Baba

	La extraña forma de medir el tiempo
	en las pipas de kif, cuando el futuro
	es lancha e incerteza
	y la tarde tableros de desidia.

Puede durar un té lo que dura un otoño.
Tiempo o dilatación.
	Tiempo: salmo y liturgia.
	Tiempo: giro lunar de la mujer derviche.
Tiempo o franja de playa.
	Tiempo: vientos alisios y Levante
que forja la locura de los hombres de costa.

Veré tu nombre escrito por las barcas.
		
Carta de una desconocida            

Vino la soledad,
los viejos cines de los años 30,
más de un cartel descolorido
con el rostro ovalado de Ava Gardner,
películas de espías y entreguerras.

Vinieron los amores que duraron
lo que dura un otoño
y unos días de invierno
en que pesaban las palabras.

Vino el número tres,
la yedra seca de los manicomios,
los cementerios anglicanos
y celdas de convento con jofaina.

En una alcoba en Viena
un pianista lee una larga carta
de una desconocida.
Amores a destiempo,
resacas que duraron más de un lustro.

Nuestras manos furtivas y el regreso
a la solemnidad de la casa de huéspedes.
	     
Muerte en Venecia
					
Dejar que el tiempo sea esta evasión
en la sala de cine,
esta mezcla de planos y ciudades de agua,
cuando contamos a desconocidos
una verdad desconcertante
después de haber estado frente al mar,
frente a la duda y la desidia,
frente a amantes que observan a través de biombos.

Esta penumbra del cinematógrafo
nos restituye lo dejado atrás:
un estío remoto, la costumbre
de ascender las colinas de gladiolos salvajes
donde te revolvía los cabellos.

Aschenbach come fresas,
el tinte le chorrea por las sienes,
su delirio está hecho de música y efebos.
Busca el último soplo de embriaguez.
Pasa a cámara lenta la Belleza.

Medianoche
	
Amor de incertidumbre y alquitrán,
como flor de granado
y la caligrafía de los muertos.
El callejón oscuro
donde una viuda exprime mandarinas. 

Tangerinn
                                         
La noche, su oquedad, los jazmineros,
la comisura de sus labios
y tres copas de vino de Meknés.
	
¿Qué me define frente a los anhelos?
Olvido que el diluvio me hizo parca en palabras.
Vine a este territorio de marinos sin brújula,
a esta ciudad de espías reencarnada en sus mitos

    De Café Hafa (El Sastre de Apollinaire, Madrid, 2015)

Blanco nube            

Hoy, pelando boniatos,
pienso en aquella casa sobre el río,
en la mujer que la habitó
dos días y tres noches,
y esperó en vano una visita
que todo lo cambiara.
Subía a la azotea 							
y veía a santones mendigando
en la ribera más boscosa.							

Desde la algarabía y el pregón,
los carretes de tela
no presagiaban cuerpos temblorosos
donde anudar un sari.

Pienso en el blanco nube  
de un mercado de Madrás
que me hizo más lúcida.

El tiempo en que habitamos bodegones

Con egoísmo frágil
como papel de arroz,
esperamos 
palabras que no llegan,
retazos de relatos que nos narren
el tiempo en que habitamos bodegones.

En azoteas altas, 
era la desnudez							
un mediodía alegre.

Septiembre
             
Sé que hay caballos grises
que no temen la muerte,					
y celos como un dolor absurdo
en el talón derecho.								

Escinden nuestros nombres,
indagan en amores de septiembre,
inconclusos como una partitura.

Sé que hay caballos grises
que no pisan macetas de albahaca.				
Pasan enajenados 
bajo el sol de las cinco,							
hacen pensar en manos enfermizas,
enlazada penumbra
dentro de una bañera.  

   De Humo de té (Diputación de Soria, 2021)

Verónica Aranda (Madrid, España, 1982). Es Doctora en Estudios literarios, artísticos y de la cultura por la Universidad Autónoma de Madrid, poeta, gestora cultural y traductora. Ha recibido los premios de poesía Joaquín Benito de Lucas, Antonio Carvajal de poesía joven, Antonio Oliver Belmás, Miguel Hernández, Ciudad de Salamanca, Luis Feria, Leonor, Ciudad de Pamplona y el accésit del Adonáis, entre otros.

Entre la docena de poemarios que ha publicado, destacan: Tatuaje (Hiperión, 2005), Cortes de luz (Rialp, 2010), Café Hafa (El sastre de Apollinaire, 2015), Épica de raíles (Devenir, 2016), Dibujar una isla (Reino de Cordelia, 2017), Cobalto oscuro (Cénlit, 2020) y Humo de té (Diputación de Soria, 2021). Dentro del género de poesía infantil ha publicado Islas Galápagos (Ediciones Aguadulce, Puerto Rico, 2019).

Ha traducido a los poetas Yuyutsu RD Sharma, António Ramos Rosa, Maria do Rosário Pedreira, Clarissa Macedo, Salgado Maranhão, Firas Sulaiman, Michel Thion y Flaminia Cruciani. Dirige una colección de poesía latinoamericana actual (“Toda la noche se oyeron”) en la editorial Polibea. 

(Las fotografías son de Federico Romero Galán)