PORTADA
Por Alma Bolón
Esta universidad exige y debería reconocérsele en principio, además de la llamada libertad académica, una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, más aun, el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una búsqueda, un saber y un pensamiento de la verdad. Por muy enigmática que siga siendo, la referencia a la verdad parece lo bastante fundamental como para encontrarse, junto con la luz (Lux), en las insignias simbólicas de más de una universidad. (Jacques Derrida, La universidad sin condición)
1) La voz de la ciencia médica sale por youtube, dice youtube
Días atrás varios universitarios, profesores y/o profesionales, invitados por Claudio Martínez Debat a una mesa redonda, constataron cómo youtube censuraba la difusión de ese intercambio al considerarlo “desinformación médica”. Quienes leen eXtramuros desde su fundación, pueden imaginar que los universitarios incriminados por sus dichos -Aldo Mazzucchelli, Mariela Michel, Rafael Bayce, Fernando Andacht, Luis Anastasía- en este encuentro destinado a considerar críticamente la pétrea verdad que se instaló en el mundo desde la declaración de pandemia, justamente se dedicaron a eso, es decir, a considerar críticamente un asunto por demás opaco y quebradizo.
No dejemos de recordar: de un día para otro, en marzo de 2020 el planeta se enteró de que estaba amenazado de muerte por un virus ante el cual solo cabía encerrarse en la casa o salir enmascarado (si uno no tenía más remedio que pertenecer al grupo de los que abastecían de comida a los encerrados). Sanos y aquejados de cualquier mal debían esperar encerrados en sus casas que los científicos de los laboratorios descubrieran la vacuna que terminaría con el virus. Mientras muchos (millones de millones) esperaban la vacuna mágica, unos pocos laboratorios recibían mucho (millones de millones) para encontrarla. Mientras las mutualistas y sus médicos se ponían a salvo para impedir “el colapso”, la enseñanza pasó a modo whatsapp, cundió el negocio de los tests pcr con su conocida indiferencia a la magnitud de la carga viral que identificaban y aparecieron los “asintomáticos”, categoría que logró hacer de cualquier individuo un enemigo público verificado (por un test pcr, claro). En Francia, la declaración de pandemia y la orden de confinamiento cortaron de cuajo protestas (manifestaciones, actos, enfrentamientos, debates) con las que diferentes profesiones se oponían al saqueo del Estado que lleva(ba) adelante Macron: jueces, abogados, pilotos de avión, azafatas, conductores de trenes, de metro, de autobuses, estudiantes, desocupados, artistas, maestros, profesores, enfermeras, médicos, todos ellos estaban protestando contra el desmantelamiento de los servicios y el saqueo a la sociedad que esta(ba) ejecutando Macron. En particular, el personal de los hospitales contaba con más de un año en conflicto, denunciando la destrucción del sistema público de salud (la supresión de camas, servicios, policlínicos, centros hospitalarios) so pretexto de “alcanzar mayor eficiencia en su gestión”.
Porque la declaración de pandemia no ocurrió en el vacío sideral, suponiendo que tal cosa existiera, sino que acaeció en el repleto mundo de los organismos internacionales, de sus financiadores, de los medios de comunicación, de los gobiernos, de los sindicatos, de “laciencia”, de la ciencia, de estilos de vida, de la industria de la salud, de la banca, de los capitales cuantiosos y todopoderosos, de los miedos pánicos, los miedos razonados y los deseos insensatos que suelen poseernos. Si los efectos salvíficos de las vacunas y los beneficios de la vacunación masiva e indiscriminada fueron puestos en tela de juicio desde variados y documentados ángulos, resulta difícil negar la brutal transferencia de capitales (de nosotros hacia los hiper riquisísimos) que significó la declaración de pandemia, ocasión en la que dando al traste con los rigores monetaristas se imprimieron en las pantallas cifras alucinantes de ceros. En cuanto a los efectos en la subjetividad social, estos siguen a la vista en el acrecentado estado de indiferencia, pasmo, impotencia, autovigilancia, repliegue, cinismo, depresión.
Sobre todo esto y mucho más, los lectores pudieron leer en eXtramuros, única publicación uruguaya que, sistemáticamente, sometió a escrutinio crítico lo que afirmaba un bloque autoritariamente autoidentificado con el bien público: organismos internacionales, medios de comunicación masiva, “laciencia”, gobiernos, filántropos, sindicatos. A este escrutinio crítico, youtube lo llama “desinformación médica” y se permite censurar, como si la verdad de la pandemia fuera exclusivamente “médica”, y como si la escuela de medicina hablara en todos los casos con una única voz que, oportunamente, sale por boca de youtube. En base a esta incuriosa comprensión de lo que es la ciencia y la posibilidad de que haya verdad, un grupo de universitarios es censurado.
2) Promesas sin mesías, las Humanidades
En 2001, Jacques Derrida publicó una conferencia brindada en la Universidad de Stanford en 1998, cuyo título extenso había sido “El porvenir de la profesión o La universidad sin condición (gracias a las “Humanidades” lo que podría tener lugamañana)”.
De esta breve y extraordinaria odisea del espacio y del tiempo, diré que su porvenir y su mañana siguen prometiendo, pues no son de los que requieren mesías o martirio, aunque sí sea cuestión de fe, de profesar, de profesión y de profesor.
El porvenir y el mañana, ya confundidos con el pasado y con el ahora, no son asunto de almanaque, sino de condición: para que sigan ocurriendo, se impone la más tiránica de las condiciones: que no haya condición. Solo en esa incondicionalidad absoluta puede acaecer el porvenir como promesa. Y, para Derrida, la Universidad, y en particular las Humanidades, y en particular la literatura, son la posibilidad de la incondicionalidad: el lugar en que el principio de incondicionalidad se presenta con el sobrenombre “Humanidades”.
La universidad sin condición es pues “el derecho principial de decir todo, inclusive como ficción y como experimentación del saber, y el derecho de decirlo públicamente, de publicarlo”, porque “esta referencia al ‘espacio público’ seguirá siendo el vínculo de filiación de las nuevas Humanidades con la época de la Ilustración”, escribe Derrida.
La “universidad sin condición” ideada por Derrida “hace profesión de la verdad, declara, promete un compromiso sin límite con la verdad”. A esta profesión de fe, a esta incondicionalidad de la Universidad, se oponen poderes – políticos, económicos, mediáticos, ideológicos, religiosos, culturales, etc.- que procuran y a menudo logran limitar la incondicionalidad del decir universitario.
3) Obligar a decir
La sujeción -el condicionamiento- de la palabra universitaria suele ocurrir según la doble vertiente censuradora: la que impide decir y la que obliga a decir. Desde enero de 2022 circula en Montevideo un proyecto que pretende legislar sobre una materia histórica, ordenando jurídicamente qué debe decirse y qué debe callarse a propósito del exterminio de judíos de Europa durante la Segunda Guerra. Este proyecto de ley presentado por el diputado Felipe Schipani atenta fundamentalmente contra la universidad sin condición, y más obviamente atenta contra la Historia como conocimiento sometido a la disciplina de la revisión, del escrutinio, de la crítica constante de sus afirmaciones y de sus interpretaciones.
El proyecto de ley caratulado “Enseñanza del Holocausto. Se declara de interés en todos los niveles educativos” consta de un artículo único en el que se explicitan los propósitos de la declaración de interés de “la enseñanza del Holocausto”, a saber “que los estudiantes comprendan las consecuencias de tal acción genocida, como así también el peligro de los discursos de odio, segregación y exterminio racial”.
Este propósito plasmado en el proyecto de ley debería alertarnos sobre los magnos desatinos que acarrea la pretensión de legislar sobre relaciones de causa/consecuencia históricas, en particular sobre asunto tan controversial como es “las consecuencias de tal acción genocida”. Porque, por ejemplo, ¿es acaso sensato considerar, y por ende estipular legalmente, que el proyecto del diputado Schipani es consecuencia de tal acción genocida sucedida en Europa durante la Segunda Guerra? ¿Es acaso imposible atribuirle otras causas? De igual modo ¿el accionar históricamente impune del Estado de Israel contra los palestinos, reiteradamente condenado por la Onu, es consecuencia de tal acción genocida? ¿Acaso “las consecuencias de tal acción genocida” mencionadas por el proyecto de ley de Schipani serán legalmente formuladas y estipuladas? ¿Por instancias oficiales? ¿Habrá una verdad oficial -legal- a propósito del exterminio de judíos en Europa? ¿Acaso quienes opongan otra serie de consecuencias entrarán en la ilegalidad o en una suerte de clandestinidad pedagógica? Quienes identifiquen entre “las consecuencias de tal acción genocida” lo que Ilán Pappe, historiador israelí, llama “The Ethnic Cleansing of Palestine”, es decir, la Nakba, ¿acaso contarán con apoyo institucional o serán perseguidos por “antisemitismo”?
Por otra parte, pretender legislar, como lo pretende el proyecto del diputado Schipani, a propósito de los llamados “discursos de odio”, es peligrosísimo, puesto que induce a la autocensura y a la censura previa. Aunque hoy, imbuidos de una supuesta superioridad moral de nuestro presente con respecto a otras épocas, sea moneda corriente imaginarnos ajenos y desligados de “el odio”, cabe preguntarse si, por ejemplo, también debe condenarse el odio a la injusticia, o el odio a la mentira, o a la tiranía, o a la expoliación, o al oportunismo. ¿Es legal, legítimo y admisible odiar la injusticia? ¿Será que solo es legalmente admisible el odio al odio? ¿El odio será el único objeto de odio que merezca castigo legal? ¿Y si uno considera, tal como hicieron Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, que “Los que aman, odian”?
Está claro que, en este proyecto de ley de Felipe Schipani, invocar los “discursos de odio”, expresión tan indefinida como venenosa, es pretender silenciar, en nombre del exterminio sufrido por los judíos en Europa, la crítica a la política del Estado de Israel, al considerar las posturas antisionistas como “discursos de odio”. Si por mérito de esta lección que el diputado Schipani pretende impartir al estudiantado, “discursos de odio” pasara a equivaler a prácticas genocidas, ¿qué hará la historiografía nacional con el bueno de Artigas, con el invernal abuelo junino, cuando escribe, y no precisamente para denunciar: “ Pero acaso ignoraba [el gobierno]que los orientales habían jurado en lo hondo de su corazón un odio irreconciliable, un odio eterno, a toda clase de tiranía”?
Aunque, por cierto, es la exposición de motivos de esta ley la que debería alertarnos sobre los peligros de legislar en materia histórica, suspendiendo la reflexión y el debate, fijando en letra de molde lo que es materia discutible. Así por ejemplo, es muy discutible que, como dice Schipani en la exposición de motivos de su proyecto de ley, “Previo a la Segunda Guerra Mundial se utilizaba esta palabra [holocausto] para describir la muerte de un gran número de personas”. Así será en el libro consultado por el legislador Schipani; en los míos, se indica que “holocausto” es un término antes que nada religioso, que indica el sacrificio ofrecido a Dios de una víctima que será enteramente quemada. Se trata de un término del latín eclesiástico, tomado del griego eclesiástico y que refiere una práctica presente en los hebreos bíblicos y en los antiguos griegos, tal como explican mis diccionarios.
Erra también la exposición de motivos del proyecto del diputado Schipani cuando afirma que el término holocausto “desde el año 1945 es un sinónimo del asesinato de judíos por el nazismo”. Si fuera “sinónimo”, así debería aparecer en los diccionarios, cosa que no sucede. En el Diccionario de la Real Academia en línea, aparece como una acepción más del término, no así en el Diccionario manual e ilustrado de la lengua española ([1950] 1979), también de la Real Academia Española, cuya definición solo conoce a los “israelitas” bíblicos y sus sacrificios por fuego; en el Diccionario de uso del español de María Moliner (1984) tampoco hay referencia alguna a “holocausto” como exterminio de judíos durante la Segunda Guerra Mundial; en el Diccionario del español actual (1999) de Manuel Seco et alii, se expone en primer lugar el significado “Gran matanza de personas”, para acto seguido ejemplificar con una cita sobre “los holocaustos de Hiroshima y Nagasaki” y concluir el párrafo con la cita “No solo son obras de nazis los holocaustos, sino también de otros regímenes”. En cuanto al diccionario Petit Robert (1987) de la lengua francesa no hay referencia alguna a esa acepción, tampoco en el Petit Larousse Illustré (1979) en donde el término aparece como sustantivo común y no aparece como nombre de acontecimiento histórico, con nula referencia a la Segunda Guerra Mundial. En el Dictionnaire historique de la langue francaise (1992), “holocauste”, en el sentido que según Schipani es sinónino desde 1945, aparece recién a partir de 1958, en una cita de André Mauriac, también recogida por el Trésor de la langue française en línea, luego de una quincena de acepciones y de usos de “holocauste”.
Entonces, el término “holocausto” ni es sinónimo de “exterminio de judíos” ni es nombre propio de ese acontecimiento desde 1945, como sostiene Schipani en su exposición de motivos. Identificar esta fecha dista de ser inocente, ya que pasa por alto que en la inmediata postguerra a poquísimos preocupaba el destino de los judíos europeos. Como señala Norman G. Finkelstein, The Holocaust Industry comienza mucho tiempo después de 1945, en los años 70. Justamente Finkelstein señala que los dos únicos intelectuales judíos a haber tenido algún vínculo con Israel antes de 1967 fueron Arendt y Chomsky, antisionistas declarados.
Por otra parte, que haya habido una apropiación del sustantivo “holocausto” como nombre de un acontecimiento histórico (“el Holocausto”), solo delata una operación política, no prueba ninguna verdad histórica. Es como si Francia se hubiera apropiado del sustantivo “revolución” y cada vez que se lo empleara debiera ser con mayúscula y significar “Revolución Francesa”.
Las divergencias lexicográficas con el diputado Schipani distan de ser floreos de salón, ya que suponen perspectivas históricas en conflicto, lo que nada tiene de malo, salvo que una de ellas, ley mediante, pretenda imponerse como verdad legal, oficial, intangible, pasible de configurar delito su discusión, delito que quedaría asimilado a un desacato a la autoridad legal detentora de la verdad histórica.
Es completamente improcedente legislar en asuntos históricos: no puede haber ley (obligación, sanciones, premios) en una materia que necesariamente debe estar abierta al debate, la revisión y la incondicionalidad. La historia no es materia legislable y el peligro no radica en los “discursos de odio” sino en que haya verdades históricas legalmente estipuladas. Esto es propio de los regímenes más autoritarios, más decididos a impedir un decir sin condición.
La crítica que según Schipani hizo la Unesco a la enseñanza en Uruguay del exterminio de judíos -“en los planes de estudios de la educación uruguaya las referencias al Holocausto aparecen solamente en el contexto histórico, pero no hay ninguna referencia directa al tema”- puede y debe ser entendida como un elogio, no como una crítica, ya que enseñar “en contexto” es el sentido de la enseñanza pública laica. Enseñar fuera de contexto -La Shoah/El Holocausto como fenómeno único y sin vínculos con nada más que consigo mismo- es propio de la enseñanza de las religiones en tanto que recopilación de mitos: de repente, nace un niñito en Belén; de repente Saúl va camino a Damasco y se ilumina y se vuelve Pablo; de repente, Jacob lucha con el ángel.
Justamente, para contrarrestar la supuesta singularidad incomparable de “El Holocausto”, el historiador estadounidense judío Raul Hilberg en las últimas ediciones (año 2000) de su historia sobre La destrucción de los judíos de Europa, libro de 1961, agregó un capítulo sobre el genocidio de Rwanda acaecido en 1994. Para este historiador judío, estaba claro que no había victimidad monopólica en materia de genocidio o de holocausto. (Y repárese que Raul Hilberg, en 1961, no emplea ni “holocausto”, ni “Holocausto”, ni “Shoah”, en el título de su obra.)
Criticar, como hace Schipani siguiendo a la Unesco, que la educación uruguaya enseña en contexto “el Holocausto”, y preconizar “la memoria histórica sobre estos aberrantes hechos” es situarse en la repetición memoriosa más que en el decir universitario sin condición. No se justifica que Uruguay renuncie, también en este tema, a un pensar sin condición, tanto más que Israel dio lugar a historiadores como el ya nombrado Ilán Pappe, de la Universidad Hebraica de Jerusalén y de la Universidad de Oxford, hoy en la de Exeter, quien investigando sobre The Ethnic Cleansing of Palestine, es decir, sobre la Nakba, revisa una historia que la memoria del exterminio tiende a silenciar. O dio lugar a periodistas israelíes como Gideon Levy, quien en el diario Haaretz de Tel Aviv consecuentemente denuncia, con argumentos y ejemplos, el « apartheid », así lo califica Levy, que Israel impone a los palestinos.
En un libro apasionante, “La Biblia y el drone. Sobre usos y abusos de figuras bíblicas” (Madrid, 2013), la profesora argentina Silvana Rabinovich, investigadora en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Autónoma de México (UNAM) inicia el capítulo “De víctimas y victimarios: Biblia y Shoá” escribiendo:
“El magma semántico sacrificial inunda el discurso político en la tierra de Israel-Palestina. Desde aquellos que, para evocar el genocidio judío perpetrado por el nazismo, combaten el término griego “Holocausto” (por sus resonancias de sacralidad) con el hebreo bíblico Shoá -que significa destrucción, desgracia, pérdida- la narrativa del genocidio de los judíos europeos se encuentra en la base de la identidad nacional israelí.”
(En nota al pie, Silvana Rabinovich recuerda la crítica que hizo el poeta y traductor Henri Meschonnic al uso del término “Shoá” que, provisto de una mayúscula inexistente en la escritura del hebreo, adquiere un sentido esencializante, ausente en la Biblia hebrea. Meschonnic prefiere traducir por “destrucción”, término traducible a muchas lenguas y correspondiente al ídish “jurbn”.)
Y, anunciando su propósito para el mencionado capítulo “De víctimas y victimarios: Biblia y Shoá”, la autora escribe:
“Revisaremos algunos usos (y abusos) del estatuto de víctima hoy: los usos de la Shoah como un pasado que acecha de manera inminente desde el presente a fin de justificar las políticas bélicas del Estado de Israel (que con el objeto de evitar la repetición del papel de víctima, terminan victimando a los otros). Recurriremos al cuestionamiento del ritual sacrificial por voz de algunos profetas del siglo VIII a.e.C. y, traducido al siglo XX, en la voz profética del filósofo Martin Buber.”
Un decir sin condición que hace profesión de la verdad es incompatible con una verdad legislada, judicializada, censurada, coartada, impuesta, sea ésta una verdad de índole médica o histórica.