PORTADA

Por Mariela Michel

Ya pasaron casi 40 años desde que nos regocijamos mirando la foto de aquel legendario  “Río de Libertad” frente al Obelisco de los Constituyentes, una imagen que abrió nuestras esperanzas como uruguayos unidos una vez más, solemnes como tantas veces nos habíamos sentido frente al escudo,  en aquel entrañable patio escolar.  Luego de mucho sufrimiento, de entonar versos musicalizados  y de clamar por la libertad, todos sentíamos que finalmente  “habíamos sabido cumplir’.  Quién iba a decir que hoy, la palabra libertad tan firme en nuestro ideario desde aquellos años formativos está en riesgo de ser puesta entre paréntesis. Solamente es un paréntesis, muchos dirán, se trata de una crisis tan solo, y,  como toda crisis, será por definición transitoria.   

Ha pasado  un año desde aquel shock de la “crisis sanitaria” declarada el 13 de marzo, y hoy la sorpresa va dejando lugar a la tan prometida Nueva Normalidad. Algunos la notamos en el ya poco perceptible silencio de las calles escasas en sonrisas, y en los despoblados hogares sombríos.  Los medios de comunicación se –  y nos – acostumbraron a que ya no hay lugar para las preguntas impertinentes, y muchos menos para el disenso. En la torre de la fortaleza de la Nueva Normalidad mediática, ya está instalado muy orondo el término “negacionista”, con su espada siempre lista a eliminar la palabra ‘no’ de nuestro vocabulario. Sin embargo, como dijo el filósofo C. S. Peirce hace ya un siglo, la palabra ‘no’ es un verdadero eje del pensamiento. Si se eliminase ese diminuto término monosilábico, ya no habría dudas, por ende, no habría ni preguntas ni posibles respuestas; todo estaría ya sabido, sería el mundo de lo consabido. Aparentemente, La Ciencia con mayúscula lo ha dicho y lo ha desdicho todo varias veces de una vez y para siempre. La libertad quizás tenga que esperar un poco.

Por ahora, nuestro pensamiento solo puede fluir cuando está localizado en un sitio extramuros, es decir, del otro lado de la muralla que protege la fortaleza de la comarca de la Nueva Normalidad

Felizmente, quedaron  registrados en forma escrita en esta revista muchas preguntas y razonamientos cuidadosamente elaborados. ¿Por qué no se ha tenido en cuenta el  ct aplicado en los tests PCR, para conocer la probabilidad de que los resultados sean verdaderamente positivos? La información sobre el elevado porcentaje de falsos positivos fue confirmada por todas las fuentes involucradas: el MSP, el GACH y la OMS.  Sin embargo, la información sobre  “casos”, sobre “infectados” y sobre “fallecidos con diagnóstico de Covid”, no refleja la incertidumbre de la única base sobre la cual el diagnóstico se apoya. Pero ya no preguntamos, ya no reclamamos una respuesta. 

También quedó registrado nuestro reclamo por los niños. En las plazas y esquinas, ya no se escucha el antes normal sonido de niños jugando o de adolescentes cuchicheando. El clima anímico de la Nueva Normalidad no es propicio para el cultivo de la semilla de la cual el juego brota. En las crisis, en períodos de guerra, entre las ruinas de bombardeos, en los campos de refugiados, el juego siempre pudo surgir como forma de libertad, un  verdadero refugio dentro de un refugio, porque “el juego es el santuario del sentimiento de seguridad” (Gordon Neufeld). Pero en la normalidad renovada,  todos somos contagiadores inconscientes (en el doble sentido de la palabra). Por ende, somos culpables desde que exhalamos nuestra primer bocanada de aire al nacer. Esta nueva versión del pecado original no tiene redención posible, sólo castigo, encierro y  soledad. Un niño que se siente malo pierde el deseo de jugar. 

En la guerra, el malo es siempre el enemigo, son otros los que atacan a sus familiares, a su grupo de pertenencia. En este caso, el malo es el propio niño. El tapabocas no hace más que recordarle que su vitalidad puede ser fatal para sus abuelos, y, por qué no, para sus amigos.

No importa que el Dr. Giachetto y el Dr. Batthyany hayan repetido desde junio a octubre del 2020 que los niños no son muy afectados ni vectores significativos. El tapabocas y la distancia (anti)social siguen rondando las escuelas y las plazas. Han pasado desapercibidos los reclamos de muchos padres, de algunos docentes, de  varios pediatras y psicólogos. Quizás el optimismo del pediatra Sebastián González-Dambrauskas en su texto del 20 de marzo, 2021, en La Diaria, pueda encontrar algún lugar en esta fortaleza sombría de la Nueva Normalidad. Quizás podamos devolverles la infancia sin más, sin tapabocas, sin distancia, sin vacunas. Si no fuera así, registremos aquí algunas de las afirmaciones firmes y bien fundadas de este pediatra sobre el hecho cada vez más innegable de que la fortaleza está en el interior de cada niño:  “El mismo hecho de ser niño protege del SARS-CoV-2. Emily Oster resumió así el último informe del Center for Disease Control (CDC): tener entre cinco y 17 años es 99,9 % protector contra el riesgo de morir y 98% protector de hospitalización.”  La ciencia muestra sus evidencias una y otra vez: los niños no son los grandes diseminadores en que esta novedad impuesta quiere transformarlos por eso el autor insiste: “A los incrédulos (muchos de los cuales acusaron a los niños de ser asesinos de adultos) que siguen repitiendo que el contacto con niños los expone a un riesgo les recomiendo este análisis gigante de 12 millones de británicos adultos en que se muestra que convivir con niños no aumenta los riesgos de morir de covid-19. Por lejos, si se quiere buscar “asesinos de adultos”, esos son los adultos, en todo caso. Los niños no.” 

 Y ahora….., ¿cómo hacemos para decirles que pueden jugar tranquilos? Si lo logramos quizás nosotros podamos empezar a cantar nuevamente. Pero por ahora, sólo suenan en el aire de nuestro país, con la cadencia rítmica de la cotidianidad, las cifras de muertos, enfermos de diversa gravedad, camas de CTI ocupadas, vacunados y no vacunados.  Las escuchamos ahora sin ya atrevernos a preguntar: ¿murió por o con Covid? Ya no importa, lo único importante es que las cifras resuenan para advertirnos del peligro en el aire de cada ciudad, de cada pueblo. Por eso quizás ya casi no abrimos las ventanas.

El espeso silencio de la Nueva Normalidad va ganando terreno y nos vamos hundiendo en él. Los comentarios entusiastas que muchos realizábamos en las redes sociales un año atrás, son ahora heroicos esfuerzos para no dejarnos vencer por una suerte de desesperanza aprendida. El reporte meteorológico de este bizarra comarca pandémica anuncia un clima de depresión ambiental que un estudio longitudinal realizado por el psicólogo Hugo Selma y un equipo de la Facultad de Psicología confirmó de modo amplio.  Apenas nos queda intentar transitar la inusitada transgresión de revitalizar viejas melodías que nos ayuden a “redoblar nuestra esperanza”, y desear que Ruben Olivera y Mauricio Ubal nos sigan diciendo que volverá la alegría. 

Pero la expresión nueva normalidad tira abajo esta ilusión, porque nos habla de una anormalidad que no trae consigo un programa para desinstalar. Y por eso, ya no podemos esperar que nos lleguen notas en el aire de nuestra comarca; tenemos que empezar a sacar de ese silencio profundo alguna melodía tenue que quizás suene desafinada por ser anormal en este ámbito  nuevo de la normalidad al revés.

En el silencio, a veces suenan otras notas, por ejemplo, las de aquel poema que supo concitar fervor de una generación de Mario Benedetti, que musicalizó Alberto Favero  “Por qué cantamos”. En mi caso particular, suena reiteradamente en el silencio de mi mente, una estrofa en particular: “Cantamos por el niño y porque todo. Y porque algún futuro y porque el pueblo”. Pero ya no cantamos, ni por el niño, ni por el futuro, ni por el pueblo. No tenemos información sobre la gestación del proyecto que instaló la Nueva Normalidad, pero sí sabemos que esa idea ha logrado que ya no importen, ni el niño, ni el futuro, ni el pueblo. Porque si no hay alegría, no hay niño, y si no hay niño, no hay futuro ni pueblo. Entonces, usted tiene razón en preguntar: ¿por qué (no) cantamos?