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En algún punto existe un dilema extremadamente difícil de resolver por cualquier partido político, y en el caso del Partido Colorado, la acumulación cultural sobre cual es verdaderamente el sentido último del batllismo tiene componentes altamente resistentes y reactivos al partido republicano y liberal que en última instancia intenta proyectar simbólicamente
Por Diego Andrés Díaz
El camino que va desde el estudio y conocimiento académico de la Historia, a las representaciones populares de la misma es bastante complejo y amplio de abordar, porque esta jalonado con un sinfín de factores culturales determinantes que van construyendo e incorporando elementos de diversa índole, muchos de ellos relacionados con la memoria, la experiencia individual o colectiva, las leyendas y mitos, y cualquier otra expresión cultural que vuelque sobre la mirada del pasado algún elemento nuevo y construya una mirada de aceptación colectiva, especialmente los que involucran aspectos esencialmente emocionales.
A esta circunstancia ya compleja, hay que sumarle lo que es la educación formal, las miradas dominantes allí, que se traducen de forma no lineal en conocimiento “popular” sobre lo que realmente significó diferentes sucesos del pasado. Esta transmisión no solo proyecta miradas sobre “lo que paso” en una sociedad, sino que además construye valores poderosos que sirven como elementos identitarios de la vida social, cultural y política de un país.
Cuando se analiza y se reflexiona sobre algunos elementos consustanciales al relato identitario del Partido Colorado, y como las expresiones de reivindicación histórica de su accionar han ido modelando su impronta, no sin consecuencias, puede advertirse que la tendencia a colocar como elemento central, única y excluyente de su identificación histórica al “batllismo”, especialmente como una expresión de “edad dorada”, en el sentido que referí en este artículo de extramuros, es decir, como el proceso de “…idolización de una autoidentidad otorgada que le permitió superar una coyuntura difícil, o la de una idolización de instituciones que fueron efectivas y gloriosas en ciertas circunstancias y que la sociedad que las creo petrifica su vigencia artificiosamente…”, que, en el caso del batllismo, una especie de idolización en varios planos: “…de un “yo efímero” -el batllismo como identidad nacional- una “institución efímera” -la partidocracia como único vehículo de expresión política- y una “Técnica efímera”-el estatismo como reformismo desarrollista..”
En el citado artículo, sosteníamos que esta idolización había “…construido un relato idealizado del batllismo como yo/institución/técnica y no ha logrado superar esta situación, o desarrollar elementos de cambio desde el presente en un sentido de crear una atmósfera donde exista la posibilidad de mimesis creadora, y suele pasar por el cernidor de esta idealización los procesos y propuestas actuales, dejando solo la resaca imitativa…”. Este elemento ha sido central en la construcción de un imaginario social nacional, elemento que desnuda en última instancia la vigencia como herramienta política del relato idolizado de un “ser nacional” batllista y urbano, montevideano y estatista, que tuvo un nuevo capitulo hace poco cuando uno de los exponentes más notorios de la izquierda cultural nacional reflotó esta idea dominante y lo lanzó al debate público. Al hacerlo, en definitiva, permitió advertir varios elementos consustanciales al periplo cultural del país y del Partido Colorado en estos últimos años: la izquierda cultural ha construido un relato sociológico e historiográfico del batllismo como una expresión ideológica que le pertenece, la colectividad política se ha aferrado a su reivindicación histórica, no sin mostrar algunas flaquezas en la “lucha cultural” que representa la necesaria puja historiográfica por explicar su naturaleza, por lo que en general la idea consolidada de que fue exactamente el batllismo esta más anclada en los relatos de la historiografía de la izquierda cultural, fuertemente institucional y celebrada.
En este último tiempo, ha vuelto a expresarse como relato de acumulación política la idea del “país modelo”, en clara evocación Batllista: una pregunta que puede resultar inquietante para el futuro como colectividad política es la que deriva de los resultados de esta realidad cultural y sus desempeños electorales: ¿el exclusivismo del “batllismo” -que es sobre todo del de principios del siglo XX, el que se erige detrás de la figura de José Batlle y Ordoñez- como identidad partidaria responde a la necesidad de ir por un electorado urbano y progresista, o es resultado de los limites que una cultura hegemónica de izquierda le permite reclamar como deseables? ¿Sus resultados decrecientes a nivel electoral se deben a su giro hacia la derecha, el desgaste del poder, o es el resultado inesperado de la estrategia autoimpuesta de renegar y soslayar de buena parte de la historia propia -historia que es en muchos pasajes, de una riqueza superlativa- para poder nadar de forma más eficiente en el mar de la cultura hegemónica?
La segunda mitad del siglo XIX
Intente encontrar, amigo lector, dentro del Partido Colorado, alguna expresión política actual que reivindique mínimamente el legado histórico construido en la segunda mitad del siglo XIX: va a ser un trabajo sumamente difícil. En este punto, el relato partidario ha abrazado las vertientes progresistas del discurso nacional sin mayor rubor, condenando a esa etapa del país a representar una especie de “época bárbara”, un vacío histórico violento que antecede a la pacificación militarista y, posteriormente, a la fundación de la “época dorada” con José Batlle y Ordoñez.
La mimetización del relato colorado con la mirada de la historiografía de izquierda nacional no es unánime, pero en su capítulo simbólico las líneas fundamentales se lograron consolidar a nivel popular. Increíblemente, la etapa económicamente mas prospera y pujante de nuestro país quedo huérfana de reivindicaciones partidarias y políticas, aunque allí se allá dado el mayor nivel de crecimiento económico del país a fuerza de una sociedad civil pujante, un país abierto, una economía libre y un respeto a la propiedad privada bastante amplio y consistente a pesar de las revueltas políticas.
Es evidente que la mirada de la historiografía de la izquierda cultural fue consustancial a una reivindicación institucionalista del Estado y del batllismo. Pero ya tempranamente -Julio Martinez Lamas y su Riqueza y pobreza del Uruguay : estudio de las causas que retardan el progreso nacional, a mediados de la década de 1940- surgieron las voces que comenzaban a matizar la mirada condescendiente con el batllismo. El período al que me refiero -incluso puede ser mas extenso- es catalogado en Historia económica del Uruguay de Ramón Díaz como “la gran expansión (1852-1875)”, donde expresa con claridad que el PBI per capita del país en ese período era “muy semejante” al de países como Inglaterra, Francia y Alemania, “habiendo sido mayor o igual en prácticamente ocho de los diecisiete años”, apoyado en los estudios realizados por Luis Bértola en sus trabajos citados en la obra.
El contraste con la mirada de la historiografía nacional mas influyente es evidente: para Barrán y Nahum, por ejemplo, “…el Uruguay, independiente desde 1828, no pudo crear un poder central efectivo hasta 1876. La guerra civil, ambientada en la debilidad del Estado y la disputa por la posesión de la tierra, se enseñoreó de la nación. Cuando no era ella, los hombres, sueltos u organizados en gavillas, merodeaban por los campos, carneando aquí y robando allá un ganado cuyo valor venal era escaso al comercializarse fundamentalmente el cuero”
La idea representada por Barran y Nahum de que los elementos importantes en la historia económica del país surgen con la aparición de un nuevo tipo de poder estatal en manos de Latorre (1875) y las primeras medidas proteccionistas, no es antojadizo, y representa una idea fuertemente consolidada en nuestro país, a nivel popular.
Uno de los puntos que podría señalarse como remarcables en la teoría del país “bárbaro” del siglo XIX, que se volverá hegemónica, es que consolida la idea de que los procesos políticos anteceden y predisponen los ciclos económicos y los fenómenos sociales. Así, el “Uruguay modelo” va a ser fruto de los eventos políticos, no manifestación de procesos culturales y sociales previos. En esta tesis, el Estado y la política recogen los dulces frutos de los ciclos económicos y de los cambios sociales, apoderándose de sus beneficios, sus logros, su desarrollo, sus buenas decisiones y su crecimiento, y coloca en el “pasado sin política ni orden” las causas y razones por las cuales el bienestar tardó en manifestarse. Detrás de la “historia política” del siglo XIX, sus guerras civiles, sus conflictos, quedan soslayadas el crecimiento demográfico, industrial, tecnológico, las leyes de libertad comercial, baja de aranceles, libertad bancaria, monetaria, y expansión urbana.
Si uno logra subir una empinada montaña a partir de buenas decisiones, técnicas acertadas y aplicadas de alpinismo y un buen manejo de la experiencia en el campo, difícilmente se pudiese sostener que la última ayuda de una mano extraña ya en la cúspide de la montaña es la causante de tal proeza física. Pero, basada en la lógica político-estatal del análisis histórico, está idea fue dominante en la historiografía, poniendo en los acontecimientos políticos no una consecuencia de procesos acumulados previamente, sino nacimientos. Nuestros héroes políticos en los inicios nacionales dieron paso a los próceres políticos del momento, y la “causalidad histórica” se mantuvo, en general, en el campo de las decisiones políticas y el periplo vital del estado-nación.
Podemos realizar como ejercicio el enunciado de la tesis contraria a la dominante y dejar que esta impacte sobre la misma: el mayor período de prosperidad económica del país se da entre 1852 y 1875, y después de allí, la creciente intervención del Estado fue apagando esa capacidad de emprendimiento libre y sostenido de una sociedad civil pujante que lograba realizar buenos negocios en medio de conflictos políticos y combates varios. Los términos del intercambio entre la última década del siglo XIX hasta 1914, fueron especialmente buenos -precio internacional de la lana, venta de carne refrigerada- pero necesariamente no se tradujo en un crecimiento a los niveles alcanzados anteriormente. En 1860 había 3 millones de lanares, en 1868 llego a 16 millones de lanares, que representó un sistema de incentivos económicos que potenció el desarrollo de la explotación lanar, promoviendo un aumento de salarios y de ascenso social sostenido, sin ferrocarriles, ni alambrados, ni planificación central. Además de leyes de libertad comercial, libertad crediticia y monetaria, el Uruguay alcanzó en este periodo histórico los primeros cinco lugares de Producto bruto interno Per capita del mundo, alcanzando el segundo puesto detrás del Reino Unido entre 1865 y 1871, y el primero en 1872 y 1873.
Igualmente no es solo el éxito económico de los años posteriores a la Guerra Grande lo que transmiten una versión sumamente diferente de ese período histórico de nuestro país -del cual el Partido Colorado como el Nacional podrían reivindicar sin grandes dramas- sino que representa la coronación de un ambiente fuertemente liberal y de apertura al mundo: Entre 1852 y 1874 Uruguay pasó de tener una población de 132.000 a 400.000 habitantes. La cifra de crecimiento impactante del 5,2% anual no logra transmitir la vorágine social, cultural y económica que representaba este tipo de cambio demográfico. Entre 1867 y 1872 llegaron a Montevideo 100.000 personas. Este panorama continuó por décadas, aunque bajando las explosivas tasas de crecimiento demográfico de forma paulatina hasta por lo menos, el primer tercio del siglo XX. ¿Cómo nuestra sociedad podía soportar, amortiguar, contener tal inmigración aluvional? Una de las claves radicaba en que no existía ninguna “ventaja” o “beneficio” específico de carácter estatal o gubernamental, para el que llegaba, para el extranjero, como para el nacional: ambos tenían en su capacidad de desarrollar tareas productivas en libertad, la llave de su futuro. Cuando algún inmigrante llegaba a un país no existía ningún privilegio o servicio que “utilizarles gratis” a los nacionales , no había ayudas ni estado de bienestar, pero tampoco existía para los nacionales, que no veían “amenazados” ningún privilegio estatal.
Era común que cuando llegaba un inmigrante y no cumplía con las normas o se desviaba del comportamiento generalmente aceptado, era la misma comunidad de nacionales o su comunidad religiosa el que lo disciplinaba, y actuaba preventivamente, ya que era su anhelo no ser estigmatizados y mantener sana su consideración social, resultado de mucho trabajo. Muy duro trabajo. Los extranjeros recién llegados solían tener un comportamiento “mejor” que los nacionales, para darse a sí mismos prosperidad, y evitar el estigma a sus nacionales. Estos eran muy recelosos de las actitudes no “virtuosas”.
En este ambiente social donde no existía beneficios que obtener o proteger, tanto para los inmigrantes como para los “criollos”, la idea de solidaridad estaba fuertemente unida con la voluntad individual o comunitaria de ocuparse y preocuparse, de la vida y las necesidades de los vecinos que convivían. Es por ello que existe una explosión impactante en esta época, del asociacionismo, mutualismo y el comunitarismo privado de colectividades, que buscaba darle apoyo, contención económica y social, al compatriota o feligrés recién llegado.
Con el lento advenimiento del Estado social, este fenómeno de la solidaridad voluntaria se transformó en un acto institucional, donde termina siendo un tema de impuestos, porcentajes y organismos, de burócratas y programas. Esto no significaría solo un cambio en el modo material de realizar la solidaridad, sino que representaría un cambio sustancial en la idea comunitaria y simbólica que este acto significa. La clave de esa sociedad que virtuosamente asimiló a una inmigración verdaderamente impresionante fue que estaba asentada en el principio de libertad tanto para el que llega como para el que lo recibe. En los hechos, no existían grandes privilegios que usarle a los nacionales o protegerlos de los extranjeros. Esta sociedad, que tuvo que lidiar con verdaderos cambios demográficos debido a la llegada de masas de inmigrantes, crecía económicamente por encima del mundo y tenía un PBI per capita similar al de Francia, Inglaterra y Alemania. Solo imaginemos la entrada de miles de personas y los requerimientos de nuevas viviendas para los mismos. Difícilmente haya capacidad operativa para construir ese número en solo un año. La expansión de pensionados y “conventillos” es el resultado evidente de una sociedad que iba asimilando un aluvión inmigratorio y en gran parte de los casos, retuvo a esa población.
Quizás esta tradición política adolezca de dos problemas para el coloradismo dominante: no es “exclusivista” y tiene en la sociedad civil -y no en el estado- a su máximo protagonista.
En este caso, nuevamente, la historiografía dominante de izquierdas ha transmitido una semblanza distorsionada de esta etapa histórica, bastante amigable con el batllismo -sobre todo en presentarlo como una socialdemocracia o socialismo light- pero que fue dificultando la identificación con el legado decimonónico del partido. Igualmente este relato del siglo XIX merece por lo menos un mínimo comentario: se ha repetido hasta el cansancio por parte de la intelligentsia historiográfica -que en mayor medida ha escrito y explicado desde la academia estatal y su púlpito con renta, poder y casta garantizada- que esta etapa del país es bárbara y oligárquica a la vez, caudillesca y aristocrática, anárquica y desigual, “cipaya” y orientada a un crecimiento “hacia afuera”.
Dentro del relato histórico, difícilmente El Imperio Británico o la supuesta oligarquía planificó la colosal revolución del lanar, fruto de la comprensión de los incentivos por parte de sectores sociales poco asimilables a las conceptualizaciones de la izquierda cultural. Imaginar que ese complejo entramado fue el producto de un plan oligárquico nacional , es desconocer las infinitas realidades de la producción, de los encargados de esa producción con sus culturas, su intuiciones, sus ignorancias, sus fracasos o sus creencias, de los medios de transporte, de las largas vías de comunicación hasta el puerto , de los diferentes actores alrededor del proceso productivo, en fin, de todo un andamiaje expansivo de interacciones, incentivos e informaciones que llevaron a estas tierras a recibir crecientes masas de población y capital.
Pero dominó -y condicionó las referencias nacionales, y también coloradas- un desprecio creciente por esta etapa histórica, al ritmo de una mirada donde este país “para unos pocos” se debió al modelo hacia afuera, fruto del “estancamiento del campo”, debido a la bajísima reinversión, resultado de que la mayor parte de nuestra “burguesía agropecuaria” -según este relato- no tenía interés de producir más ni de ganar más dinero, debido, claro está, a su fácil renta por el “latifundio”. Este relato es circular y autoafirmativo: burguesía retardataria que no reinvertía debido al tipo de propiedad de la tierra. Eran culpables, y debían sus facilistas -e injustas- rentas sostener la industrialización (batllismo), o se debía ir hacia una reforma/revolución de la propiedad de la tierra (discurso de la izquierda ideológica de la segunda mitad del siglo XX).
Es más que constatable que el Partido Colorado no ha realizado una reivindicación histórica de la segunda mitad del siglo XIX.
En este sentido, el ideario dominante con respecto a las etapas de desarrollo y de decadencia económica del país suelen ir a contrapelo de los análisis técnicos e históricos de los mismos. El Uruguay de mediados del siglo XX era un país económicamente en decadencia, que tenia la mitad del PBI per capita de los países desarrollados -a diferencia de la segunda mitad del siglo XIX donde igualaba o superaba el PBI per capita de los países mas ricos del mundo- y ya se encontraba en un proceso de deterioro social fruto de unas estructuras económicas perfiladas al estatismo, el intervencionismo y la planificación creciente.
¿Cómo fue que Uruguay llegó a ser un país con un PBI per capita del primer mundo, y que sucedió para el largo y continuo declive? ¿Qué sucedió para que Uruguay tenga un PBI per capita comparado en declive por más de un siglo? En estas respuestas fundamentales para entender la historia económica del país, también radica buena parte del problema histórico que el partido Colorado experimento al observarse a sí mismo y ubicar los momentos a reivindicar de su historia.
En ese sentido, el Partido Colorado ha abrazado, fruto de una serie de cuestiones en un plano cultural y hegemónico, el relato de la historiografía de izquierdas en sus diferentes matices, resultado también de la reivindicación indentitaria y electoral de una visión estatista y urbana de su partido, que por mucho tiempo le fue funcional a su relato político, pero que necesariamente lo iba a empujar hacia un callejón sin salida donde sus posiciones moderadas y conciliatorias con elementos cada vez menos comprendidos y entendidos a nivel social -el capital, el capitalismo, el libremercado, la competencia, las inversiones- ubicaban al partido en una posición socialmente incomoda frente a una cultura hegemónica mas progresista donde el relato sobre el socialismo vende bien en su anterior nicho electoral, y que transformaría a los referentes políticos de la colectividad de las últimas décadas en una especie de contorsionistas interpretativos donde la pesada herencia simbólica del batllismo sociológico debía ser matizada con propuestas e ideas que colisionaban no con el batllismo histórico, sino con la idea dominante sobre lo que el batllismo representa para el país.
En algún punto existe un dilema extremadamente difícil de resolver por cualquier partido político, y en el caso del Partido Colorado, la acumulación cultural sobre cual es verdaderamente el sentido último del Batllismo tiene componentes altamente resistentes y reactivos al partido republicano y liberal que en ultima instancia intenta proyectar simbólicamente el Partido Colorado, menos aun lograr matizar, complejizar y enfocar con rigor y honestidad intelectual. El predominio de la proyección estatista, dirigista y socialistizante del legado batllista como “relato sociológico” es notoriamente más poderoso que cualquier otra expresión simbólica de identidad. El fuerte hincapié en la idea fundacional que abrazo el batllismo del accionar de su líder, fue cimentando los condimentos más igualitaristas y socializantes como los de mayor virtuosismo, en la medida que el relato histórico -y en la historiografía dominante a partir de la segunda mitad del siglo XX- fue consolidándose como el hegemónico. En ese relato, el Batllismo representó el hacedor de una modernidad necesaria siempre en la medida que la sociedad civil –presentada como intrínsecamente débil, incompetente para encarar por si misma su proyección social, y egoísta en sus móviles- no mostraba señales ni interés de hacer “las reformas que se necesitaban” para pasar de una especie de “barbarie” a ser la “Suiza de América”.
Esta visión, fuertemente abonada por la historiografía de izquierdas dominante, es funcional a una de las ideas que esta sociedad tiene de sí misma de forma casi indeleble: el constructor del país es el batllismo, a través del Estado Batllista, y su figura máxima, José Batlle y Ordoñez.
¿Nueva política, vieja política?
En la actualidad, estas tendencias parecen haberse consolidado, sumándosele a la oferta de identidad política batllista algunos componentes que se asemejan de forma notoria a las propuestas del progresismo norteamericano.
Incluso, cuando se repasa los elementos centrales del discurso de “Ciudadanos” y de la impronta de Talvi, parece emerger más claramente una estructura ideológica que lo asemeja más al Partido Demócrata de los EE.UU., que al batllismo tradicional.
No deja de ser extraña a la tradición colorada la idea de que hay una “nueva política” que vendría a remplazar a la “vieja”, cargada de vicios y problemas, corrupta y acomodaticia. En general, un partido con tantas raíces republicanas se cuidaría especialmente de poner en entredicho a la política en los términos que los outsiders suelen cuestionarla. Pero este cuestionamiento no se asemeja al típico relato “antipolítica” de los outsiders tradicionales, sino que esta mas cargado de una especie de puritanismo moralizante, que de un cuestionamiento a la “clase política” en sí, del que se presenta como un “purificador” y no un contrario. La depuración no sería resultado de elementos externos a la misma, sino de una moralización de sus practicas.
Stephen Arnold Douglas, político estadounidense de Illinois del siglo XIX, representante del Partido Demócrata y candidato a presidente en las elecciones de 1860 -donde perdió ante el republicano Abraham Lincoln- solía sostener que la política era, por sobre todas las cosas, compromisos. ¿Qué significaba específicamente esta idea? Que la actividad política suponía elaborar compromisos de gobierno porque, lo que se relacionaba a la moral, necesariamente no debía dirimirse en la política. A diferencia de las fuerzas milenaristas que empezaban a tener cada vez más incidencia en la política norteamericana – a las cuales me referí en un artículo anterior de eXtramuros– y apegado a una reivindicación firme de la soberanía de los estados, sostenía que debía respetarse la voluntad popular en las decisiones de cada uno de los Estados de la Unión, y que esa soberanía debía estar por encima de las consideraciones morales que las fuerzas pietistas y milenaristas presentaban como la base de la acción política. La dicotomía “compromiso – moral” va a estar presente en los debates políticos de los EE.UU. a la interna de ambos partidos, y la creciente influencia milenarista irá proyectando de forma mayoritaria la idea de que la “vieja política” de “compromisos” supone un abandono de la “moralidad”, que necesariamente debe ser la base de la “Nueva política”.
Los debates sobre “vieja política” y la “nueva política” parecen reflejar la obsesión postmilearista que se encuentra en el tronco político del Partido Demócrata. La plataforma ideológica de Talvi, en general, tomó de forma generalizada y entusiasta buena parte de la agenda del Partido Demócrata de los EE.UU. en lo que respecta a política internacional, agenda social y cultural, promoción de leyes y mecanismos globales bastante referenciables, y una sintonía mucho más fina con una sensibilidad posmoderna, para enojo de los sectores más tradicionales del batllismo y del coloradismo de derechas.
En un ambiente dominado por una hegemonía cultural de la izquierda -referida anteriormente en este y este articulo- la nueva militancia parece moverse en una “zona de confort” en la que la hegemonía cultural les permite y no los hostiliza abiertamente. Este “espectro” limita las reivindicaciones históricas -y por lo tanto, políticas y simbólicas- de identificación, que redunda en un repetitivo perfil entre jacobino y posmodernista, fuertemente cargado de altanería y agresividad frente a los sectores que no tienen en la “superioridad moral” un factor central de su discurso político, y, en cambio, demostrando una inferioridad y sentimiento de culpabilidad bochornoso frente a la izquierda cultural y su reinado de “justicia social” retórica. Y en ese espectro permitido de identificación histórica e identitaria, aparece solitario, mitificado, sin profundidad analítica ni contextual, la reivindicación solitaria a Batlle y Ordoñez. Pero la política de evitar daños para no incomodar la cultura dominante, tiene costos altísimos.