VILLAMAYOR

Estacionó cerca, a sólo un par de cuadras del bar. Atrás de él, en una camioneta Ford Explorer negra, viajaban media docena de custodios y el garca que en ese momento tenía de representante. Apenas pisó la vereda ellos se bajaron del vehículo, distribuyéndosele alrededor. Iba vestido con un pantalón blanco, un par de botas tejanas y una campera con botones a lo largo del hombro y los puños. Era alto, flaco, un mechón teñido de azul le caía encima de la frente; tenía sin lugar a dudas un aspecto por demás llamativo a comienzos de siglo.

Así las cosas, parecía algo nervioso, como un muchacho a punto de rendir un examen. Caminaba con cautela, evadiendo miradas. Cuando la gente lo saludaba o le gritaba algo bajaba la vista. Hacía de cuenta que no oía nada. 

Creo que era de tardecita, ahora no me acuerdo muy bien; sé que amarilleaba lánguida esa luz que se ve siempre en verano momentos antes del anochecer.

Cruzó en diagonal la calle sin prestar atención al semáforo, a los bocinazos y a las protestas airadas de un chofer.

Jerónimo estaba adentro, sentado en un taburete frente a la barra, contemplando su imagen en el espejo que había al otro lado del mueble. Hoy era el cumpleaños de la gurisa. Palpó enseguida el bolsillo interior de su campera y sacó una caja de cigarros. Mientras pitaba un Marlboro pensó en invitarla mañana a la playa del Buceo a tirarse juntos un rato en el terraplén. Luego, con una mueca despectiva, descartó aquella idea (le parecía algo muy de tipo paloma) y se preguntó por qué no habían prendido aún el aire acondicionado. Hacía calor ahí dentro. 

Poco después lo vio de soslayo entrar. El tipo se sacó las Ray-Bans negras y se las dio al representante, quien enseguida tomó asiento en uno de los reservados que había entre la puerta y el mostrador. A Jerónimo le llamó la atención. Nadie les había impedido la entrada. Oyó con asombro lo que parecía ser un grupo cada vez mayor de gurisitas amontonándose afuera. Gritaban el nombre del flaco y algunas hasta le pedían por favor si no podían hacerse una foto con él. Pero el tipo ni se inmutaba. Se quedó parado en medio del club un par de minutos. Luego tomó aire y con expresión ausente miró el escenario. Se acordó de cuando eran chicos y vivían todos juntos en Santiago del Estero, en una casita de un solo cuarto pintada de celeste.

Todavía sorprendido o desconcertado por aquello, Jerónimo miró por encima del hombro y se encontró con el pelo rubio de la gurisa y sus ondulaciones artificiales. La vio pasar al lado de él apenas un instante y le pareció como salida de un sueño; como uno de esos espejismos que cuando menos querés se aparecen delante tuyo pero nunca se dejan tocar. La notó rara, aunque ya pronta para laburar: llevaba puesta una diminuta falda de cuero, un par de medias de red y una blusa animal print, transparente y sin mangas. 

Dio otra pitada profunda a su Marlboro. Giró despacio la cabeza y la vio caminar hacia él.

El flaco la llamaba por el nombre, feliz de la vida, como queriéndole avisar que por fin había llegado. La mina enseguida lo abrazó con fuerza, colgándosele del cuello. De repente una sensación de bienestar pareció impregnarlo todo allí dentro y las posibilidades les parecieron infinitas. Ella se tapó la cara bajo su hombro. Se acordó con nostalgia de cuando eran chicos y jugaban a esconderse en la parte de atrás de la combi. Jerónimo creyó oír las palabras «Prima»y«Feliz cumpleaños» quebrándosele en la boca al tipo

Después, mientras aplastaba el pucho en el cenicero, vio a la gurisa tironearle juguetonamente del pelo y entre sollozos y con un gruñido contenido hacía mucho tiempo decirle al oído: “Amor… Amor”.

Luego quedó en suspenso el diálogo.