FOLLETÍN > ENTREGA 3

Tragedy & Hope. A History of the World in Our Time. 1966. The MacMillan Company, New York; Collier MacMillan Limited, London. [Traducción de A. Mazzucchelli].

Carroll Quigley

El cambio de Europa hacia el siglo veinte

Mientras que las tendencias europeas se iban difundiendo por el mundo no europeo, Europa misma iba sufriendo cambios profundos, y enfrentando disyuntivas difíciles. Éstas disyuntivas se asociaron a cambios drásticos; en algunos casos podríamos decir que fueron reversiones del punto de vista europeo. Estos cambios pueden examinarse bajo ocho titulares. El siglo diecinueve estuvo marcado por (1) la creencia en la bondad innata del hombre; (2) el secularismo; (3) la fe en el progreso; (4) el liberalismo; (5) el capitalismo; (6) la fe en la ciencia; (7) la democracia; (8) el nacionalismo. En general, estos ocho factores fueron de la mano en el siglo XIX. En general se los veía como compatibles unos con otros; los amigos de uno eran generalmente amigos de los otros; y los enemigos de uno lo eran también del resto. Metternich y De Maistre generalmente se opusieron a los ocho; Thomas Jefferson y John Stuart Mill fueron, en general, partidarios de los ocho. 

La creencia en la bondad innata del hombre tiene sus raíces en el siglo dieciocho, cuando se tuvo la creencia de que el hombre había nacido bueno y libre, pero que por todas partes las malas instituciones y convenciones  lo habían retorcido, corrompido y esclavizado. Como lo dijo Rousseau, “El hombre nace libre, pero en todas partes está encadenado”. De allí salió la creencia en el “buen salvaje”, la nostalgia romántica por la naturaleza y por la nobleza y honestidad simple de los habitantes de una tierra distante. Si solo se pudiese liberar a un hombre, sentían, de la corrupción de la sociedad y de sus convenciones artificiales, liberarlo de la carga de la propiedad, del Estado, de los curas, y de las reglas del matrimonio, entonces parecía claro que el hombre podría elevarse a alturas antes no soñadas -podría, de hecho, volverse una especie de superhombre, prácticamente un dios. Ese fue el espíritu que desató la Revolución Francesa. Ese fue el espíritu que animó el estallido de autoconfianza y optimismo que fueron tan característicos del período que va entre 1770 y 1914. 

Obviamente, si el hombre es bueno por nacimiento y no precisa nada salvo que lo liberen de las restricciones sociales, es capaz de tremendos logros en este mundo temporal, y no precisa posponer a la eternidad sus esperanzas de una salvación personal. Obviamente, si el hombre es una criatura divina cuyas acciones menos que divinas solo se deben a las frustraciones que causan las convenciones sociales, no hace falta preocuparse por el servicio a Dios o la devoción a ningún fin ultramundano. El hombre puede lograrlo todo sirviéndose a sí mismo, y dedicándose a las metas de este mundo. Así es que triunfó el secularismo. 

Cercanamente relacionadas con estas creencias decimonónicas en que la naturaleza humana es buena, la sociedad mala, y el optimismo y secularismo son actitudes razonables, estaban ciertas teorías acerca de la naturaleza de lo maligno. 

Para la mentalidad del siglo diecinueve lo maligno, o el pecado, eran concepciones negativas. Indicaban meramente la ausencia de, o como mucho, la distorsión del bien. Cualquier idea de pecado o malignidad como fuerza positivamente opuesta al bien, y capaz de existir por su propia naturaleza, está completamente ausente de la mentalidad típica del diecinueve. Para esa mentalidad, el único mal era la frustración, y el único pecado, la represión. 

Así como la idea negativa de la naturaleza de lo maligno fluía de la creencia de que la naturaleza humana era buena, la idea del liberalismo fluía de la creencia de que la sociedad era algo malo. Pues, si la sociedad era algo malo, el Estado, que era el poder coercitivo de la sociedad organizada, era algo doblemente malo, y si el hombre era algo bueno, debía ser liberado, sobre todo, del poder coercitivo del Estado. El liberalismo fue el grano que creció de esa tierra. En su aspecto más amplio, el liberalismo creyó que el hombre debía ser liberado del poder coercitivo del modo más completo que fuese posible. En su aspecto más estrecho, el liberalismo creyó que las actividades económicas del hombre debían ser completamente liberadas de la “interferencia del Estado”. Esta última creencia, sintetizada en el grito de guerra “El gobierno fuera de los negocios”, se llamó comúnmente “laissez-faire”. El liberalismo que incluía el laissez-faire, era un término más amplio porque habría liberado al hombre del poder coercitivo de cualquier iglesia, ejército, u otra institución, y habría dejado a la sociedad con muy poco poder, salvo aquel requerido para evitar que los fuertes oprimiesen físicamente a los débiles.

Desde ambos aspectos, el liberalismo estaba basado en una superstición casi completamente aceptada en el siglo diecinueve, conocida como la “comunidad de intereses”. Esta creencia extraña, y nunca examinada, sostenía que realmente había, en el largo plazo, una comunidad de intereses entre los miembros de una sociedad. Mantenía que, en el largo plazo, lo que era bueno para un miembro de la sociedad lo sería para todos, y que lo que fuera malo también lo sería para todos. Pero fue aun más lejos que eso. La teoría de la “comunidad de intereses” creyó que existía un esquema social posible dentro del cual cada miembro de una sociedad sería seguro, libre, y próspero, y que este esquema podría alcanzarse por un proceso de ajuste, según el cual cada persona caería en el lugar del esquema al que sus habilidades innatas lo predisponían. Esto implicaba dos corolarios, que el siglo diecinueve estaba dispuesto a aceptar: (1) que las capacidades humanas eran innatas y que la disciplina social sólo podía distorsionarlas o suprimirlas, y (2) que cada individuo es el mejor juez de su propio interés. Todo esto junto forma la doctrina de la “comunidad de intereses”, una doctrina que mantenía que si cada individuo hiciese lo que era mejor para él mismo, a la larga el resultado sería el mejor para la sociedad toda.

Relacionadas cercanamente con la idea de “comunidad de intereses” estaban dos creencias más del siglo diecinueve: la creencia en el progreso, y en la democracia. El hombre promedio de 1880 estaba convencido de ser la culminación de un largo proceso de progreso inevitable, que había avanzado durante incontables milenios, y que continuaría indefinidamente hacia el futuro. Esta creencia en el progreso estaba tan arraigada que tendía a verse el progreso, a la vez, como inevitable y automático. De las luchas y conflictos del universo surgían cosas mejores constantemente, y los deseos o planes de los objetos mismos tenían poco que ver con el proceso. 

La idea de democracia se aceptó también como inevitable, aunque no siempre como deseable, pues el siglo diecinueve nunca pudo hundir completamente un persistente sentimiento de que el poder de los mejores, o el poder de los más fuertes, era mejor que el poder de la mayoría. Pero los hechos del desarrollo político hicieron que el poder de la mayoría se volviese inevitable, y llegó a ser aceptado, al menos en Europa Occidental, especialmente debido a que era compatible con el liberalismo y con la comunidad de intereses.

El liberalismo, la comunidad de intereses, y la creencia en el progreso llevaron casi inevitablemente a la práctica y la teoría del capitalismo. El capitalismo era un sistema económico en el cual la fuerza motivadora era el deseo del lucro privado, tal como lo determina el sistema de precios. Tal sistema, se creía, al buscar el aumento de las ganancias para cada individuo, traería un progreso económico sin precedentes bajo el liberalismo, y de acuerdo con la comunidad de intereses. En el siglo diecinueve, este sistema, asociado al avance sin precedentes de las ciencias naturales, había dado lugar al crecimiento de la industrialización (es decir, producción de energía) y del urbanismo (es decir, vida urbana), los cuales fueron vistos por la mayoría como concomitantes inevitables del progreso -pero vistos en cambio con la mayor de las sospechas por una persistente y vocal minoría.

El siglo diecinueve fue también una era de ciencia. Por este término, queremos aludir a la creencia de que el universo obedecía leyes racionales que podían descubrirse por observación, y que podían ser usadas para controlarlo. Esta creencia se conectaba estrechamente con el optimismo del período, con su creencia en el progreso inevitable, y con el secularismo. Este podría definirse como la creencia de que toda la realidad es, en último término, explicable en términos de las leyes físicas y químicas que se aplican a la materia temporal.

El último atributo del siglo diecinueve no es, de ninguna manera, el menos importante: el nacionalismo. Aquella fue la gran era del nacionalismo, un movimiento que se ha discutido en muchos largos e inconclusivos libros, pero que puede ser definido, para nuestros propósitos, como “un movimiento por la unidad política con todos aquellos a quienes consideramos nuestros semejantes”. Como tal, el nacionalismo en el siglo diecinueve tuvo una fuerza dinámica aplicada en dos direcciones. Por un lado, sirvió para unir a personas de la misma nacionalidad en una unidad estrecha y emocionalmente satisfactoria. Por otro, sirvió para dividir a personas de nacionalidades diferentes en grupos antagónicos, a menudo en perjuicio de su real y mutuo beneficio político, económico o cultural. Así, en el período al que nos referimos, el nacionalismo actuó de alguna manera como fuerza cohesiva, creando una Alemania unida y una Italia unida a partir de un conjunto de unidades políticas distintas. pero a veces, al contrario, el nacionalismo actuó como fuerza de ruptura dentro de estados dinásticos como el Imperio Habsburgo o el Imperio Otomano, partiendo esos grandes estados en una serie de unidades políticas distintas. 

Estas características del siglo diecinueve se han modificado en tal medida durante el siglo veinte que podría parecer, a primera vista, como si este último no fuese sino el opuesto del anterior. Esto no es completamente exacto, pero no puede haber duda de que la mayoría de aquellas características se han transformado drásticamente en el siglo veinte. Este cambio ha surgido a partir de una serie de experiencias traumáticas, que han perturbado profundamente los patrones de comportamiento y creencia anteriores, así como las organizaciones y esperanzas humanas. De estas experiencias traumáticas, las principales fueron la tragedia de la Primera Guerra, la larga agonía de la gran depresión, y la violencia de destrucción sin precedentes de la Segunda Guerra Mundial. De las tres, la Primera Guerra Mundial fue sin duda la más importante. Para una gente que creía en la bondad innata del hombre, en el progreso inevitable, en la comunidad de intereses, y en lo maligno como mera ausencia del bien, la Primera Guerra Mundial, con sus millones de muertos y sus miles de millones de dólares desperdiciados, fue un golpe tan terrible que superó toda capacidad humana de comprensión. De hecho, nunca se tuvo mayor éxito en los intentos por entenderlo. La gente de la época lo vio como una aberración temporaria e inexplicable que debía terminar cuanto antes y ser olvidada apenas terminada. De acuerdo con ello, los hombres fueron casi unánimes, en 1919, en su determinación de restaurar el mundo de 1913. Este esfuerzo fue un fracaso. Después de diez años de esfuerzos por conciliar la nueva realidad de la vida social detrás de una fachada pintada como en 1913, los hechos perforaron la simulación, y los hombres se vieron forzados, queriéndolo o no, a encarar la amarga realidad del siglo veinte. Los eventos que destruyeron el hermoso sueño mundial de 1919-1929 fueron la caída de la Bolsa, la gran depresión mundial, la crisis financiera mundial, y finalmente el clamor marcial de rearme y agresión. Así, depresión y guerra forzaron a los hombres a darse cuenta de que el viejo mundo del diecinueve se había ido para siempre, y los hizo buscar cómo crear un mundo nuevo que estuviese de acuerdo con los hechos de la condición presente. Este nuevo mundo, hijo del período 1914-1945, asumió su forma reconocible solo a medida que la primera mitad del siglo tocaba a su fin. 

En contraste con la creencia del siglo diecinueve de que la naturaleza humana es buena de modo innato, y que la sociedad corrompe, el siglo veinte llegó a creer que la naturaleza humana es, si no mala de nacimiento, al menos capaz de grandes extremos de maldad. Dejada a sus propias fuerzas, parece hoy, el hombre cae muy fácilmente al nivel de la jungla, o más abajo, y este resultado solo puede evitarse con entrenamiento, y recurriendo al poder coercitivo de la sociedad. Por tanto, el hombre es capaz de mucha maldad, pero la sociedad puede prevenir que esa maldad ocurra. Junto a este cambio, de hombre bueno y sociedad mala, a hombre malo y sociedad buena, apareció una reacción de optimismo a pesimismo, y de secularismo a religiosidad. Al mismo tiempo, el punto de vista de que lo maligno meramente es ausencia de bien se ha visto reemplazada por la idea de que lo maligno es una fuerza muy real, la que debe ser combatida y vencida. Los horrores de los campos de concentración de Hitler y de los campos de trabajo esclavo de Stalin son las responsables principales de este cambio. 

Asociados con esos cambios hay unos cuantos más. La creencia de que las capacidades humanas son innatas y deben liberarse de la rigidez social a fin de desplegarse, se ha reemplazado por la idea de que las capacidades humanas son resultado del entrenamiento, y deben ser dirigidas a fines socialmente aceptables. Por tanto, el liberalismo y el laissez-faire deben ser reemplazados, aparentemente, por la disciplina social y la planificación. La comunidad de intereses que aparecería si los hombres meramente fuesen dejados para que persiguieran sus propios deseos, se ha visto reemplazada por la idea de una comunidad de bienestar, la que debe ser creada en base a acción conscientemente organizada. La creencia en el progreso se ha visto reemplazada por el miedo a la regresión social, o incluso a la aniquilación de la humanidad entera. La vieja marcha de la democracia da lugar a un insidioso avance del autoritarismo, y el capitalismo individual de la ganancia parece estar por ser reemplazado por el capitalismo de estado de la economía de bienestar. La ciencia, por todos lados, se ve desafiada por misticismos, algunos de los cuales marchan bajo la bandera de la ciencia misma; el urbanismo ha pasado su pico, y está siendo reemplazado por el suburbanismo, o la “huída al campo”; y el nacionalismo halla su encanto patriótico desafiado por la seducción de grupos mucho mayores, de alcance de clase, ideología, o continente. 

[Continuará]