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Para Peirce, el impulso a conversar es instintivo: “Con esfuerzos, tan poco enérgicos que deberían llamarse instintivos, quizás, más que tentativos, el niño aprende a producir los sonidos (que escucha). Así comienza a conversar,” (CP 5.232, 1868). Esta visión Peirce la mantuvo a lo largo de toda su vida; (en 1910) describió el habla como “el vehículo instintivo del pensamiento, incluso de sí mismo a sí mismo en un momento subsiguiente.” (Colapietro, Peirce’s approach to the self, 1989, pp. 71-72)
La conciencia, en general, solo se ha desarrollado bajo la presión de la necesidad de comunicación (…) y solo se ha desarrollado proporcionalmente de acuerdo a su utilidad. La conciencia es realmente solo una red que conecta (ein Verbindugsnetz) a una persona con otra persona, – es sólo como tal que ha debido desarrollarse; el ser aislado y depredador no lo habría necesitado. (F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, Libro V, Aforismo #354, 1887)
Hablando con propiedad, la conversación es imposible en ausencia de una diversidad de voces (…) Como seres humanos civilizados, somos los herederos, no de una investigación sobre nosotros mismos y sobre el mundo, ni tampoco de un cuerpo acumulativo de información, sino de una conversación (que) transcurre tanto en público como dentro de cada uno de nosotros. (Michael Oakeshott, “The Voice of Poetry in Mankind”, 1959, pp. 198-199)
Por Fernando Andacht
1 Poderoso como el vuelo de las aves es el don humano de nadar en signos
Quiero hablar del fenómeno comunicacional que colorea el espíritu del tiempo, del hoy apresurado y conversado a más no poder. Y para hacerlo, cómo no hablar de las redes. Para eso, para bajar a tierra o a una red social, elijo un nutrido intercambio en Facebook con más de 250 entradas hechas en muy escaso lapso. Son intervenciones que van desde la frase escueta y ascética, el casi-manifiesto político-ciudadano-guerrero samurái partidario, hasta el económico GIF o el muy provocativo meme distorsionante y soez contra un participante que también lo era verbal y abundantemente. De esa polícroma polifonía hablaré en seguida. Pero antes creo necesario un desvío por el pensamiento que aparece en los acápites con que elegí enmarcar este ensayo.
¿Por qué no empezar por el creador de la semiótica moderna C.S. Peirce (1839-1914), quien entre sus múltiples reflexiones incluyó la del origen de nuestro inicio como seres capaces de representarnos el mundo y a nosotros mismos en él? Peirce afirmó que “el moldear un enunciado estaba entre nuestras capacidades innatas: ‘Yo no lo dudaría más de lo que dudo que los pájaros tienen un poder innato de volar’” (Colapietro, 1989, p. 72). El don del vuelo y el de forjar frases, así en papel como en pantallas, son poderes impresionantes, tan innegables como el sólido sostén de la carne y la libertad de navegar por los signos emitidos y recibidos con creciente confianza. Las redes sociales parecen empecinadas en demostrar la idea central de la inmensa construcción teórica que levantó Peirce durante medio siglo de infatigable pensamiento sobre las leyes del pensar: los signos son autónomos y persiguen siempre alguna finalidad, más allá de que la consigan o que seamos del todo conscientes de ella. Quizás lo primero es lo más difícil de aceptar.
¿Cómo convencernos de que ese furioso ritmo enunciador que se genera en innumerables puntos de la inmensa pradera de Facebook, Twitter, Instagram y tantos otros espacios no surge por obra y gracia única y exclusivamente nuestra, que cada signo no es el fruto de nuestra pura voluntad de interactuar? No parece plausible, porque esa actividad absorbe nuestra atención buena parte de nuestro tiempo; intervenir en las redes llena nuestras vidas, aún si nos deja con un apetito crónico. ¿Y si la producción de ese torrente de frases, memes, GIFs y videos no fuese más que el impulso animal de unirnos a alguna charla empezada, en una reunión a la que siempre llegamos tarde? Para engancharnos en una conversación, se impone entender de qué va, y gradualmente nos hundimos gustosos en el flujo de esos signos que, con o sin nosotros, siguen su propio camino. Siempre se entra a la vida del sentido in medias res, en medio de una trama ya empezada, y nos toca emprender el trabajo sostenido de comprender cuál es esa historia que será la nuestra, una vez que manejemos con soltura el fluir constante de signos que se confunde con nuestra existencia.
En forma aforística, Peirce escribió que es tan incorrecto afirmar que el movimiento está en nosotros, en lugar de ser nosotros quienes estamos en movimiento, como lo es decir que el pensamiento está en nosotros. La verdad, nos propone, es lo inverso: “nosotros estamos en el pensamiento”. Todos nadamos alegres desde el cálido refugio líquido y sin ventanas de donde provenimos, hacia el generoso mar abierto de los signos que nos aguarda afuera. Lejos de vivir en la “casa prisión del lenguaje”, como una apresurada y equivocada lectura de su teoría podría indicar, nuestra entrada al flujo de los signos es dialógica, no nos priva en absoluto de la libertad de gestar un destino propio con los signos que encontramos en la sociedad. La creatividad y el metabolismo natural de los signos lejos de oponerse funcionan en perfecta armonía.
2 Nace la conciencia de un irresistible impulso a unirnos a la red que conecta
Pensé en invocar al temido y polémico Nietzsche en una faceta que no se asocia tanto a su filosofía, me refiero a la comunicación, tal como lo hizo en uno de sus aforismos. Esta máxima o sentencia – según la Real Academia – es germánica, quizás por eso algo extensa, para lo que se esperaría que dure espacial o temporalmente un texto de un género con vocación de haiku occidental para encaminar la conducta del prójimo-lector. Lo que me impresionó cuando leí este fragmento de su aforismo # 354, en el Libro V, de La Gaya Ciencia (1877) fue el uso del término Verbindungnetz, que literalmente significa la red que conecta, la conectividad en red, para dar cuenta de la comunicación humana. ¿Les suena a internet o a red de redes? A mí sí, y por eso el subtítulo elegido para este ensayo: la mutación técnica de la voz del pueblo (vox populi), en la voz de las redes (vox retium). Me interesa subrayar la continuidad y no el cisma o quiebre radical de la oralidad apoyada en una tecnología retórica a la virtualidad con sustento maquínico. Una diferencia notoria que quiero ilustrar con el comentario de un feroz y feraz intercambio en Facebook que no llega ni cerca de un análisis – haría falta un sesudo y muy largo artículo académico para eso – es que no me atrevería a describir esta voz de las redes como la voz de Dios (vox Dei). Ahora más que nunca, veo esas descargas raudas e incesantes a partir y en torno de una afirmación fuerte en un muro de Facebook que provocó reacciones con ahínco, furia, humor, seriedad y desprecio como la evidencia contundente de que dios con o sin mayúscula (pace Batllismordoñesco histórico) está ausente de esa proliferación de signos. Parece que con cada acometida, el enunciador se sintiera más solo, más un mero testigo del eco de sus propias palabras, emoticones, GIFs, y por eso nunca le alcanza. La analogía que me vino a la mente es la del suplicio de Tántalo versión virtual: se está tan cerca, aparentemente, de tocar al otro, al gran Otro que lanzó la primera andanada de signos; no obstante, con cada descarga – no diferente de una eyaculación semiótica, a menudo precoz – ese toque o choque con lo real parece alejarse más, y generar una angustia que sólo puede ser calmada adictivamente, con una nueva descarga de signos que…
Pero volvamos a Nietzsche, un autor del todo ajeno a GIFs y troles. Su conjetura escrita y publicada sólo en arcaico papel, en el último cuarto del siglo 19, sigue siendo válida: sólo conseguimos pensarnos humanos, colaborar, atacarnos sin matarnos, distanciarnos anímicamente y reemprender el camino hacia un posible acuerdo, porque nos acomete una pulsión comunicacional: “La conciencia fundamentalmente entonces se ha desarrollado bajo la presión de la necesidad de comunicarse”. Encuentro una prueba de su conjetura difícil de negar en la actividad sígnica que observo fascinado desarrollarse en tiempo real, para luego quedar ahí brillando en la pantalla, porque en tiempo de pixeles aún es válida la máxima latina: Verba volant, scripta manent, lo dicho se desvanece en el aire, lo escrito permanece.
La conjunción nietzscheana de psicología, identidad y práctica comunicativa es acertada. En eso pienso, cuando contemplo no sin admiración y un poco de angustia el derrame de la cornucopia de enunciados, emoticones, GIFs, archivos con video, reproducción de afiches, en fin de todos los signos con que se procura no caer de esa conversación veloz y no presencial. Como en el clásico de la animación fílmica Fantasía (Disney, 1940), me parece ver de nuevo la escena fantástica del ratón inmortal como aprendiz de brujo, mientras prueba el encantamiento de la escoba que, en el siglo 21, se transformó en maletín-teclado de donde estos nuevos aprendices de hechicero extraen maravillas sin fin que cobran vida propia no bien brillan en la pantalla bajo la insignia de un nombre propio o apodo ajeno. Para esta conversación, no alcanzan las palabras, por eso sale un rotundo aplauso con manos que imitan y amplifican la aprobación rotunda, o brota de la nada un pajarito colorado que se golpea la cabeza rítmicamente, para demostrar de modo lacónico y rotundo absoluta incredulidad ante lo superlativamente obtuso del comentario previo que aterrizó en ese vivaz intercambio.
Por momentos, siento llegar la tentación totalitaria: cuánta violencia, qué grande el desprecio hacia el otro, la falta absoluta de respeto por el pensamiento diferente, y qué alivio sería regular, censurar, poner freno a tal desmesura expresiva en esa red social. Y es en ese instante cuando comprendo la importancia de pensar en que el ser humano no es abstracto ni internalizado, como lo postula el razonamiento introspectivo cartesiano – su pienso (en una mente incorpórea), luego existo (en la materia). El término alemán con que se describe la conciencia es elocuente: “Verbindungnetz”. Hay involucrada una materialidad que, como un capital semiótico, va acumulándose por generaciones, y que, según Nietzsche, no sin ironía, pues el grupo al que se refiere peyorativamente lo incluye, será malgastado por los herederos, por seres pródigos como “los así llamados artistas, los oradores, predicadores y autores”. La red de conectividad de la que nace la conciencia humana incluye hoy dispositivos como Facebook, Twitter, Instagram, y cualquier otro medio electrónico para despilfarrar los signos acopiados durante siglos por la humanidad. Lejos de ser censurable o siquiera objetable, la prodigalidad que constaté en ese banal incidente de redes que, no lo dudo, se reproduce millones de veces por minuto en el globo, nos constituye, no sólo a los que incurrimos en esa práctica concreta de escritura y conversación, sino a todos los que surcamos por el mundo de la vida.
3 El encuentro como interminable conversación de voces distintas y divergentes
El último atajo filosófico que necesito para esta reflexión sobre la vida de las redes sociales en el seno de la vida compartida lo trae un pensador del siglo 20. Contra la idea de que la voz fundamental en el intercambio humano es la de la argumentación, en “La voz de la poesía en al conversación de la humanidad” Michael Oakeshott (1958) propone que lo primordial para la interacción que nos forja como seres sociales es una conversación en la que se funden sin jerarquía alguna la voz de lo práctico, la de la ciencia y la del arte. No habría beneficio externo alguno, pues nadie gana ni nadie pierde al conversar; la única recompensa es el acto mismo de participar, el nadar o navegar libremente en ese fluir de voces que por momentos argumentan, apelan a lo cotidiano y a lo obvio, o se deleitan en algo que causa placer a los sentidos. El primer ingrediente de esta práctica humanizadora, según el pensador inglés, es lo plural que resiste la conversión: “la conversación es imposible en ausencia de una diversidad de voces: en ella diferentes universos de discurso se encuentran, se reconocen y disfrutan de una relación oblicua que no requiere ni pronostica que se asimilen unas a otras” (Oakeshott, 1958, p. 108). La agitada superficie de conflicto, de virulentos ataques, breves y confusas alianzas, constantes expresiones sobreactuadas de sorpresa y de rechazo en ese muro de Facebook no sería otra cosa que el libre y sagrado ejercicio que nos vuelve humanos. Así como otros animales se huelen o mordisquean, los que de a ratos habitamos las catacumbas de las redes nos acercamos y alejamos, atacamos y acariciamos con signos varios sin cesar, y sin poder probar de modo definitivo nada de nada. Sin embargo, en esa performance semiótica se nos va – literalmente – la vida. Oakeshott la describe como “una conversación que transcurre tanto en público como dentro de cada uno de nosotros”; lo que nos apartó de los distantes ancestros sería ese acto de sentarnos a conversar.
El constante ir y venir de signos que sólo sirven para seguir conversando, sin un punto de llegada predeterminado, es lo que la semiótica peirceana describe como la generación autónoma de signos cuya finalidad se va desarrollando a medida que transcurre ese flujo. A ese componente del proceso metabólico le llama Peirce ‘el interpretante’: no es un ser humano, sino un signo cuya función es volver accesible el significado de algo existente o imaginado. En eso consiste el principal aporte de esa visión del sentido, una de cuyas manifestaciones es el conversar. Lo que un signo revela nunca está ahí en lo real o soñado que lo motiva, sino en un acontecimiento que ocurre después, en un efecto semiótico que lo representará de algún modo. El sentido de cada enunciado o imagen impreso en el muro de Facebook sólo aparece al gestarse la expresión airada, divertida, asqueada o furiosa de quien se encuentra del otro lado de la pantalla, absorto en el trajín conversacional. Y esa reacción seguramente lo impulsa a lanzar más signos, que a su vez serán leídos o entendidos como el significado – parcial, incompleto, temporario y siempre falible – de aquellos otros signos graciosos, adecuados, indignantes o insoportables. Somos apenas viajeros transitorios de un manantial de signos que ya nos espera al entrar a la conversación del mundo, y que seguirá fluyendo vigoroso cuando debamos abandonar su navegación, que es tan importante como el respirar o alimentarnos. Ahora sí, podemos ir al caso que llamó mi atención en Facebook.
4 Un momento del ruido y la furia en Facebook: la fuerza del dualismo
En el principio fue el impacto de una franca tentativa dualista de desarmar el dualismo. El dueño/inquilino de su módico muro de Facebook lanzó una suerte de manifiesto verbal sobre lo desacertado de poner en marcha una abarcadora protesta gremial por un día contra las medidas económicas del gobierno actual. Lo que se perdería de vista así, es la oportunidad – lo resumo de modo injusto, pues se expuso allí una explicación mucho más detallada – de reaccionar, de resistir, en fin de oponerse con firmeza a “una dictadura sanitaria en ciernes”. No voy a debatir aquí sobre los méritos de esa posición, ya que mi interés en este ensayo es únicamente pensar sobre la naturaleza de ese flujo poderoso de signos que operan como progresivos y divergentes interpretantes de esa inaugural toma de posición en Facebook.
¿Qué ocurre a lo largo de las 250 enunciaciones verbales, visuales, audiovisuales que son generadas a lo largo de sólo un par de horas? Transcurridos apenas cinco enunciados que adhieren en cierta medida a lo dicho, irrumpió en la escena de esta red social un fiero atacante que procedió a descalificar a quienes llamó muchas entradas más tarde tristes y nada lúcidos “seguidores” del inquilino de ese muro. Lo destacable es que al fuerte golpe verbal respondió casi de inmediato un meme igualmente salvaje que exhibió con descaro paródico la imagen del rostro del atacante degradada, visiblemente maculada para humillar su masculinidad.
Lo que considero fascinante es el intento reiterado de despolitizar el mundo de conversación uruguayo, desbinarizarlo, cabría decir, y la generación de incontables reacciones dualistas. La tentativa de modificar el juego maniqueo de las dos direcciones únicas del compás ideológico local – el Peñarol vs Nacional partidario político como único y eterno eje del universo – para permitir la consideración de la nueva y funesta amenaza global, versión uruguaya, terminó una y otra vez en la fosa mortífera de lo binario: o estás con uno o caes en el nicho de ser un impresentable partisano del otro. El manifiesto inicial de ese muro buscaba claramente apartarse del estático y estéril dualismo partidario. Intentaba de modo claro lanzar una invitación a incursionar por las aguas inexploradas del poder ciudadano, y a resistir a la descomunal exigencia glocal – planetaria pero con diversas adaptaciones locales – a someterse y privarse voluntaria y sumisamente de derechos básicos. El inquilino de Facebook quería provocar una reflexión sobre la obligación hoy vigente de despedirse sin duelo de la normalidad, ya que esta supuesta ‘crisis’ no tendría fin, lo que obviamente invalida el llamarla así.
Las centenas de enunciados de esa conversación no destinada a llegar a ningún destino concreto pusieron en evidencia la condición pétrea de ese par de contendientes agónicos y partidarios que alimenta el dualismo, ese que impide el imaginarse como libre pensante y capaz de tomar otro partido que no sea el del binarismo. Con todos los medios icónicos, verbales y gestuales se reiteraba interminablemente la lealtad a seguir partiendo el universo mental en dos y en sólo dos márgenes: el del enemigo habitual y el de la lealtad inalterable. La sugerencia triádica, aunque formulada de modo dualista en el muro, no surtió efecto: casi nadie le dijo adiós al dualismo, ni lo llegó a concebir como la prisión del pensar y del actuar. Como bien lo describieron los pensadores convocados para este ensayo, fuera del envión conversacional no somos nada, al menos nada humano. Lo más parecido al vuelo de las aves es nuestra entusiasta navegación por enunciados, a viva voz en las calles o en pixeles coloridos. Entre la danza interminable de signos conversadores naturales creadores de la conciencia y la hoy banal entrada a conversar en Facebook hay una perfecta continuidad. Ambas actuaciones nos habilitan a entrar a la fiesta siempre empezada que es la vida; ambas sirven para aprender los pasos necesarios para unirnos y separarnos de los otros, sístole y diástole conversacional.
5 ¡Llegan signos disidentes de dónde menos uno los espera: bendita TV!
Para cerrar este ensayo sobre los signos en red, nada mejor que compararlos con los signos en pirámide, es decir, una breve visita guiada al mausoleo viviente de la mediatización que es la televisión abierta y descaradamente comercial(izada), sobre publicitada, pero aún eficaz como cemento para la comunidad imaginada previa a la tribalización de internet. En una edición reciente del programa Polémica en el Bar (Canal 10, 20.09.20), hubo un admirable conato de descongelamiento de una forma de dualismo aún más inquietante y tóxico que el descrito arriba en el intenso ajetreo sígnico en un muro de Facebook como tantos otros. El formato de ese programa funciona como el clásico Titanes en el ring, de mi muy distante infancia. Cada uno de los participantes fijos encarna un personaje como en la Commedia dell´arte: la feminista fogosa, el defensor furioso de la tradición arropada de sensatez charrúa, la presencia médica coléricamente cautelosa e inevitable para tiempos pandémicos. Y previsible hasta el hastío es el antagonismo sobreactuado entre esos personajes. Hasta que un buen día ocurrió lo inesperado, sobrevino el enemigo acérrimo de lo muy guionado, sobre todo cuando el guión es implícito. Hablo de esa vieja deidad nunca vencida de lo verosímil, de lo tan plausible que funciona como salvoconducto, pues reasegura a su portador de que no será jamás detenido o castigado por infringir las fronteras de lo decible sin consecuencias (y con garantía de una segura recompensa institucional). Además de los roles fijos, tan parte de la escenografía como la utilería del bar al que alude su identidad, hay un par de invitados en cada emisión.
Mientras se lleva al nivel rojo la alarma pandémica, pues la conversación versa sobre los “73 ómnibus” que llegan a Rivera desde Brasil, y por el tono y énfasis desmesurado lleva a pensar en la imagen temible usada por una de las participantes habituales, la Dra. Alejandra Rey. Como si fuera una cruel pitonisa, ella advirtió en el informativo de ese canal sobre un cataclismo no ocurrido en la noche de la nostalgia (24.08.20), como tantos otros vocingleados por los medios masivos uruguayos de modo unánime y ajeno a la revisión posterior. En aquella ocasión, la infectóloga aseguró que de ocurrir, el festejo prohibido sería lo más parecido a la llegada de un avión repleto de infectados con el virus de la Covid19. Vemos cómo la médica de guardia televisiva no sólo va siendo poseída por la visión horrible de esa descarga alucinatoria de compradores voraces e infectados que llegan en ómnibus desde la tierra apestada brasileña, sino que procede a enumerar con vigor histriónico otras terribles desmesuras: fiestas – aunque hasta ahora las muy anunciadas y masivas, por ejemplo en Salto, no produjeron brote alguno de enfermos – actos políticos, iglesias, y otras “situaciones de riesgo” a cual más temible.
En perfecta sintonía con los informativos de ese canal (y de todos los otros), la Dra. Rey insiste tenazmente en que lo no ocurrido en la multitudinaria fiesta nacional y nostálgica que no tuvo lugar en agosto, por fin sí ocurrirá el día de la elección municipal. Ese es el preámbulo en el que sorpresivamente surge una voz no dualista, una entrada conversacional que no surca por el habitual camino de acatar la alerta pandémica o morir y matar por tan irresponsables. Patricia Madrid interpela a Pablo Caggiani, Consejero electo de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) e invitado político del día, para conocer cuántos niños hay en el sistema educativo. Son alrededor de 400.000 le responde el funcionario. Casi como sin darse cuenta, la periodista transgrede alegremente la regla no escrita y por eso férrea de lo verosímil informativo en TV abierta pero herméticamente cerrada al disenso, sobre el no mencionar siquiera la evidencia que no corrobore la versión única y oficial de los blues crecientes de la pandemia interminable y acechadora de la vida. La única cautela supongo que instintiva es que ella empieza ese intercambio sobre la flagrante falta de necesidad de seguir con clases de primaria a media máquina, en subgrupos, en fin de terminar con toda esa sobreactuación (dixit Darwin D. en su columna radial) que persiste, no con la voz sanitaria del plantel televisivo, sino con el representante político. Parece que esa forma oblicua de conversar le diera la sensación de mantenerse a salvo, pues no debe enfrentar a la encarnación del saber médico, al menos no cuando audazmente lanza ese reto formidable al dogma higienista vigente – si pensamos en el estruendoso silencio mediático que evita celosamente el mínimo rasguño de la unanimidad forzada de cada día.
Con indisimulado entusiasmo, el Consejero educativo habla de “la patriada” que supuso el régimen virtual de las clases escolares, y describe sonriente el muy complejo “protocolo” de asistencia cortada, fragmentada de los niños en las escuelas urbanas. De pronto, como si el mítico David vencedor de Goliath hubiera caprichosamente decidido reencarnar en esa periodista aguerrida, brota incontenible su pregunta sobre lo que se preguntan los padres: ¿por qué no extender el horario de clase? Sin plena conciencia, le ha asestado un golpe bajo y certero al triunfante eslogan del momento, a la ‘nueva normalidad’. Impertérrita, como si reclamase más medidas sanitarias, más frondosas y cada vez más barrocas, Patricia Madrid agrega muy suelta de cuerpo: “se han preguntado si no es necesario ampliar la presencialidad, llevarla a más días por semana, dado que no se ha registrado ningún foco en las escuelas.” Le tomó, literalmente, los signos de la boca a ese funcionario público tan satisfecho consigo mismo, y se los devolvió convertidos en una interrogante salvajemente inesperada.
Ya lanzada por sus signos – autónomos y finalistas, recordemos – la mujer de gesto adusto y casi socrático no se detiene y ataca otro tabú televisual: la situación desfavorecida de los niños en educación pública comparados con los ya regresados a la asistencia normal de la enseñanza privada (de escasez educativa sanitaria). Con una mirada que le daría envidia a la temible Medusa o cualquier otra Gorgona petrificadora, la periodista interpela con vigor creciente al otro, y le pide que aclare de una vez para siempre quién es responsable por seguir manteniendo a los niños alejados de su ámbito normal la mitad del tiempo: ¿las autoridades de la educación o las de la salud?
El ritmo de enunciación en ese triste estudio televisivo no es muy diferente del que observé en ese muro superpoblado de voces de Facebook: en vez de GIFs, memes y otros artilugios digitales, me deleita mirar los gestos cada vez más severos de la interpeladora, y las manos del Consejero educativo que se retuercen y que van retrocediendo hacia la admisión del “caos” que provoca(ría) la nueva normativa pandémica, como se le escapa en un momento al funcionario. No es más que rock and roll conversacional: nada se decidirá allí, no hay ni ganadores ni perdedores, sólo el acto intensamente humano de apostar con enunciados que navegan y danzan en el mar de la semiosis humana. Pero qué refrescante es este inicio de fuga del dualismo implacable que causa la parálisis de la alarma permanente, el mejor auspiciante de la nueva (a)normalidad.
Y así sobreviene el clímax rebelde de lo que parecía otra noche tediosa en la conversación medida y previsible de la Polémica en el Bar del Canal 10: “Me parece que también vale poner en perspectiva otros números”, dice con suavidad engañosa, mientras introduce ese regalo sospechoso que sería el fin de los troyanos. Y ella sigue ya imparable: “De acuerdo a las cifras de agosto, teníamos 42 niños en todo el país contagiados con Covid19”. Repite con saña certera y empírica la cifra absurda frente al dato que le pide al otro: habría un total de 400.000 niños escolarizados en el país. Enuncia todo lo malo de ese sistema averiado sin razón, y sigue a toda carrera, como si sus signos no la permitieran ya detenerse, hasta arribar a la conclusión natural y razonable: esos números no justifican haber paralizado la educación. Y si siguiera un poquito más, tal vez extendería su contribución conversacional a todo lo demás que aún funciona mal, a media máquina y sin justificación alguna.
Como el ratón Mickey en alguno de los momentos inolvidables de su carrera cinematográfica, cuando corre hasta quedar suspendido en el aire, y flota sobre un abismo, al darse cuenta revierte la temporalidad y retrocede de un salto hacia tierra firme. Así, Patricia Madrid exclama un poco angustiada: “¡Lo pongo sobre la mesa, no es que yo opine eso!” Luego de arrojar ante el amable público televidente, con audacia ciega y fervorosa la evidencia forense que apunta implacable a la inconsistencia innegable entre datos numéricos y medidas tomadas contra/para/sobre la pandemia, ahora ella parece querer huir, retroceder como el ratón de Disney, para que sus signos no la hundan en el abismo de la ignominia del disenso, cuando es tan tibio el espacio abarrotado de la unanimidad mediática oficial. Pero la ley semiótica primordial asegura que jamás podemos retirar lo dicho, y cuando más insistimos en hacerlo, más brillan esos signos que ya cobraron vida y circulan alegres por el mundo.
6 En el principio (y en el final) es la conversación
¿A qué quise llegar con esta rápida incursión de un medio viejo y resistente, luego de mirar un rato un medio nuevo y persistente en nuestras vidas como la conectividad en red? Lo que nos deja encerrados en el dualismo ciego, escribió Peirce, es la práctica de cortar con un hacha un problema, y dejar así dos mitades inconexas, es decir, el resignarnos a no entender nada de su complejidad. La conversación es la misma, así en la tele como en un muro de internet, en la multitud semi-anónima de seguidores, troles, curiosos, militantes y vociferantes que pululan en esos laberintos y que gestan enunciados que los colocan en la ronda interminable que nos humaniza. Lo mismo ocurre en ese otro escenario tan iluminado como poco lúcido que es habitado por personajes glorificados o detestados, tanto da, de programas de conversación como el que visité brevemente recién.
¿Quién diría que surgió un punto luminoso, un don de lucidez en medio de ese espeso fango de la costumbre libretada y sin sorpresas semanales que es la tele comercial y banalizadora de todo lo que toca? Pero creo que así ocurrió. De los 250 interpretantes que generó la convocatoria a conversar en ese muro de Facebook poco se avanzó para vencer al monstruo dualista y maniqueo. En muy pocos minutos, casi sin darse cuenta, esa mujer-personaje estable comenzó a hilar una conversación que la condujo – más sus signos que ella misma – hacia una temible conclusión que quedó flotando ominosa en el aire enrarecido de un triste estudio de televisión. Su insólita intervención podría, quién sabe, haber hecho pensar a algunos de los miles de televidentes que quizás nada sea lo que parece en esta sostenida e interminable alarma pandémica. De ser cierto, estaríamos navegando por una conversación que no es la nuestra, que está siendo impuesta a golpes de miedo y de culpa, como dijo en otra conversación el inquilino del muro de Facebook que visité.
No hay jerarquía posible en la conversación, poco importa que ocurra en las redes sociales o en ese lugar oscuro y con escasas grietas de la televisión, aunque no lo parezca, por las potentes luminarias que funcionan allí todo el tiempo. Que haya surgido una casi-epifanía en el inhóspito entorno de un medio del todo ajeno al debate, enemigo de la genuina pluralidad de voces, y que no se haya podido superar la maciza barrera dualista en un muro de Facebook donde se convocó de modo explícito a hacerlo, no debería sorprendernos. Ese resultado improbable es también fruto del azar, que también es parte del metabolismo semiótico: nada nos dice sobre la eficacia de las redes sociales, del vox retium, que de ningún modo es una voz de dios, pero es una de las voces con que contamos para seguir buscando. Ese es el misterio y la maravilla de la vida de los signos en nuestras vidas: su derrotero es nuestro y no lo es, la libertad con que los podemos usar tiene límites que sólo los propios signos pueden enseñarnos a sobrepasar. En ese vital vaivén radica la diferencia entre abdicar ante el dogma sanitario vigente u oponerse tenazmente a esa imposición injusta.