PORTADA
Por Mariela Michel
A partir de que fue instalada la Nueva Normalidad, comenzaron a regir nuevas normas que, desde el punto psicológico, alteraron aspectos centrales y otrora gratificantes de nuestra convivencia cotidiana. Sentimientos de miedo crónico y de culpa persistente opacan ahora las interacciones sociales. Sin embargo, de modo casi imperceptible, también se ha instalado un sentimiento que desestabiliza nuestras relaciones familiares y sociales. Me refiero a una ubicua confusión ambiental que afecta las bases de los vínculos hasta convertirlas en arenas movedizas, nos deja desconcertados, sin saber con certeza dónde encontrar los puntos de referencia, para orientar el rumbo de nuestras vidas. Como niños desorientados buscamos referentes adultos que tomen el timón de nuestras vidas, mientras dejamos a los niños abandonados a su propia suerte, o en manos de quienes de modo abierto e inexplicable, se niegan a aceptar la responsabilidad que natural y racionalmente les incumbe.
¿Será hora de dejar de cuidarnos entre todos?
Una primera lectura de la frase “cuidémonos entre todos” parece sugerir que una vez que se aplique esta consigna viviremos todos juntos sin ningún conflicto, en un mundo armónico, o mejor dicho, idílico. Muchas personas han abrazado esta propuesta de convivencia extremadamente empática, prometedora de una vida en sociedad que, de ahora en adelante, será maravillosa. Varias veces, al salir de compras a la feria con mi madre de 90 años, me ha ocurrido que personas que parecían tener menos edad que yo, se han acercado con amabilidad, con un tono de voz evidentemente preocupado pero suave, y me han susurrado no muy cerca del oído: “sería bueno que ella usase un tapabocas, por su edad ¿sabés?”.
Ya se ha vuelto clásica la esclarecedora frase, “yo no lo uso por mí, sino por ella”, refiriéndose a una persona mayor. La misma estructura sintáctica vino luego muy bien para ser aplicada de modo rígido a la siguiente etapa de la emergencia sanitaria. Se utilizó de modo automático, sin tomar en cuenta que la estructura lógica no era tan fácilmente reciclable: “hoy yo me vacuno por ti, y espero que mañana hagas lo mismo por mí”. Y así, con levedad, el vecindario se ha deslizado dulcemente, como protegido por almohadones, a un ámbito que bien puede ser descrito como una nueva anormalidad. La sensación de dulzura que acompaña el uso repetido de las palabras que contienen el radical “cuida…”, por ejemplo: ‘cuídate’, ‘cuídala’,’ cuidémonos’, va acompañada de un sentimiento que no deja de ser siniestro en el sentido psicoanalítico de ese término, porque sugiere la presencia ominosa de la enfermedad en el ámbito familiar y cotidiano. Por eso, la reiteración de la alusión a los cuidados en un entorno que no está destinado a ello – un hospital, un jardín de infantes, etc. – puede servir para ilustrar la afirmación de que la expresión ‘nueva normalidad’ promueve una “distopía acaramelada” (Andacht). No cabe duda de que esta costumbre se estableció a partir de que los medios de comunicación lanzaron obsesivamente una campaña publicitaria que, a través de la repetición de imágenes infantiles y hogareñas, se aprovechó de nuestros innatos sentimientos de altruismo. Los usó para dirigirlos hacia la promoción del consumo de ciertos productos asociados al cuidado, en su mayoría de naturaleza farmacéutica como el alcohol en gel, los medicamentos y, sin lugar a dudas, las vedettes de la campaña, las ya famosas – nunca más apropiada esta palabra – vacunas contra el Sars-Cov-2.
En el párrafo anterior inserté, de contrabando, una palabra que requiere una breve explicación. Alguien podría preguntar, ¿en qué se basa Ud. para decir que el sentimiento de altruismo es innato? Es cierto que la observación de adultos no nos permite emitir una hipótesis tan osada. Pero la observación de niños pequeños sí lo permite, como lo han comprobado estudios como el que acompaña un video en el que vemos a bebés acudir de modo espontáneo, con pasitos tambaleantes a socorrer a adultos corpulentos que fingen dificultades para manipular objetos.
Todos hemos sido niños, por eso no es osado decir que la naturaleza nos ha dotado a todos por igual con el potencial de desarrollarnos para ser adultos empáticos y solidarios. Este desarrollo ocurre siempre y cuando encontremos vínculos de apego seguro (Bowlby), que amparen los literalmente sabios designios de la naturaleza.
Y así llegamos nuevamente al tema del cuidado, a la importancia de entender esta relación, de descubrir formas de garantizar que los niños tengan la posibilidad de vivir al menos una experiencia de amparo seguro durante su infancia, aun cuando su relación familiar no lo permita. Si esto no sucede, la probabilidad de desarrollar patologías tanto psíquicas como físicas se eleva enormemente, y en la edad adulta, necesitará experiencias terapéuticas para revertir estas experiencias adversas.
Por eso, cuando se pronuncian slogans desde los medios que atañen la relación de cuidados, -y aún más cuando estos mensajes están apoyados por instituciones médicas y psicológicas como el actual “nos cuidamos entre todos”- esto debe hacerse con cautela y responsabilidad porque se está interfiriendo en una relación que tiene una función crucial y muy delicada en el desarrollo humano.
El vínculo de amparo tiene una base biológica que los humanos compartimos con todas las especies animales, no solamente con los mamíferos. Uno de los más claros ejemplos para entender el alcance del significado del término ‘amparo’ lo encontramos en el deslumbrante documental La marcha de los pingüinos (2005). Allí, podemos contemplar maravillados cómo las parejas de padres distribuyen sus roles, y se disponen a desafiar de modo decidido enormes riesgos, durante heladas tempestades invernales en el Polo Sur, con admirable templanza, hasta llegar al final muchas veces feliz, cuando se resquebraja la cáscara, y asoma su frágil cabeza el fruto de ese descomunal esfuerzo para amparar a las crías. El vínculo de amparo, que es la relación de cuidado por excelencia, requiere una diferenciación de roles: no es posible cuidarse entre todos. Está muy claro para estos animales, supuestamente inferiores a los humanos, que los adultos son quienes tienen la responsabilidad de cuidar a las crías. Y no solamente esta tarea atañe a los padres, sino a todos los integrantes adultos, porque de esto depende la supervivencia de todas las especies.
En este momento en que los niños han tomado protagonismo en los noticieros, se impone más que nunca que asumamos la responsabilidad que nos corresponde, desde el punto de vista biológico y también cultural: la de cuidar a los niños. No afirmo que no sea importante que los adultos podamos ayudarnos unos a otros, para ejercer mejor nuestra responsabilidad, sino que la relación de cuidado es por excelencia un vínculo que presupone una diferencia entre los roles involucrados.
Ahora les llegó a los niños el turno de recibir la recomendación de importantes instituciones médicas como la Sociedad de Pediatría, para que sean vacunados contra una enfermedad que, según artículos científicos publicados desde el inicio de este prolongado período de emergencia, no los afecta significativamente. Otras publicaciones han descartado la hipótesis de que los niños fueran vectores de contagio. Llama la atención entonces un pronunciamiento médico que desconoce el conocimiento científico, al mismo tiempo que se presenta como una institución de índoles científica. Luego de año y medio de lectura de artículos en publicaciones especializadas, y de constatar que la experiencia cotidiana demuestra que el sistema inmunológico infantil resiste naturalmente esta enfermedad, es necesario reclamar que las instituciones que hacen pronunciamientos como éste tengan en cuenta que se están dirigiendo a una audiencia adulta que necesita de modo vital un mínimo de coherencia. Para cuidar a nuestros niños, es necesario que exijamos que las instituciones médicas dejen de tomar con tanta ligereza un asunto tan delicado.
A la búsqueda del referente perdido
Con total razón, algún lector podría argumentar que cuidar a los niños requiere precisamente guiarse por la palabra de aquellos médicos que integran la Sociedad de Pediatría. Al presentar sus declaraciones en los medios de comunicación, ellos asumen un rol muy importante, el rol de referente. En otras palabras, estos pediatras adoptan la función de cuidador en relación a quienes los escuchamos y en relación a los padres, que necesitan y buscan guías informados para orientar sus actos y tomar decisiones trascendentes.
El término ‘referente’ está definido en el diccionario del siguiente modo: “cosa tomada como referencia o modelo de otra”. Desde el punto de vista de la teoría de roles (J. L. Moreno), cuyo objetivo es estudiar la dinámica de los vínculos sociales, el rol de referente forma parte de una relación de tipo vertical, en la cual los roles están nítidamente diferenciados. Por otro lado, existen relaciones que son de naturaleza horizontal, aquellas que se conocen como relaciones entre pares: hermanos, compañeros, amigos, colegas, etc.
Y en este caso surge la siguiente pregunta: ¿desde qué rol nos interpelan los integrantes de la Sociedad de Psiquiatría? Para responderla, es necesario entender un componente esencial de las relaciones de cuidado, o más general aún, de las relaciones que muestran verticalidad. El hecho de que alguien sea considerado un referente no depende solamente de su edad, sino de que, como en el caso de la relación médico-paciente, sea quien asume el mayor grado de responsabilidad en ese vínculo. Para ser considerada un referente, cuando emite la recomendación, la Sociedad de Pediatría debería representar a médicos pediatras que asumen la responsabilidad de la vacunación. No obstante, con respecto a la vacunación Covid19, los médicos se niegan a asumirla, y la responsabilidad recae exclusivamente sobre los padres.
En el pasado, los médicos eran pasibles de recibir demandas de sus pacientes, en caso de ser dañados por sus indicaciones. Pero ya no lo son, hoy ellos han depositado esa responsabilidad en los padres, que a pesar de ser adultos, están de cierto modo desamparados por su condición de legos. La relación de cuidado médico-paciente se ha difuminado de manera equívoca pues ahora abarca aspectos de la relación padre-hijo. La confusión es algo que impera en la Nueva Normalidad; los médicos no informan con claridad si las vacunas inmunizan o no, tampoco si protegen o si dañan. Es difusa la adjudicación de responsabilidad, cuando se habla sobre quién toma la decisión de vacunar o no vacunar, pero a la hora de hacerlo, no hay duda, las personas que firman son quienes tendrán que sobrellevar el peso de la culpa, si hubiera efectos adversos.
Desdibujar la relación de cuidados nos impide asumir la responsabilidad que corresponde a cada uno, de acuerdo a los diferentes roles que desempeñamos. Para los niños es imperioso que los adultos dejemos de buscar referentes, y comencemos por fin a asumir que somos nosotros los referentes que ellos necesitan. A la hora de la tarea de proteger a los niños, debemos pensar en el ejemplo de los pingüinos; ellos están dispuestos a dejar de cuidarse a si mismos para salir a enfrentar la tempestad invernal con la templanza y el altruismo que requiere la épica tarea de cuidar la especie y el futuro de la humanidad.
El referente está en nosotros
En esta parte del texto, les propongo reflexionar sobre algunas de las repercusiones del pronunciamiento de Gabriel Pereyra publicado en su columna
del 11 de noviembre de 2021, en el semanario Búsqueda cuyo título es “Confesión de un periodista avergonzado”. El foco no estará en su texto, tampoco en su acto confesional, sino en el efecto que ha tenido entre quienes hemos sufrido algún tipo de censura en los medios, ya sea en la prensa oficial o en las redes sociales, entre quienes en este momento sentimos que tenemos algo importante que decir que no encuentra lugar en la prensa hegemónica. Quizás el hablar sobre el grupo al que me considero perteneciente sea simplemente porque, por ahora, estas son las únicas repercusiones que ha tenido un texto que parece haber caído también en el cono de silencio mediático. Lo que motiva la escritura de este texto es que en lugar de responder a Pereyra desde una postura de diálogo entre personas que asumimos roles adultos, algunos comentarios reprochan que la columna menciona a los referentes equivocados. Negamos a aceptar la imposición de roles infantiles implica dejar de buscar referentes que orienten el rumbo de nuestras vida.
Si no fuera por los espacios de internet donde los destinatarios de la censura nos podemos refugiar, la declaración de Pereyra hubiera sido un verdadero grito en el desierto. Sin embargo, si bien su texto es enfáticamente personal, su relevancia radica en que, desde otro punto de vista, a causa de su confesión de haber ejercido “una censura despiadada”, puede ser considerado “un emergente grupal”, como lo plantea el psicólogo social Pichon Rivière. A pesar de que Pereyra habla en nombre propio, tal vez sin percibirlo, él está actuando como “portavoz de ansiedades y depositario de tensiones grupales”, porque un emergente expresa o vehiculiza algo que está latente en un colectivo, pero que los demás no tienen aún la posibilidad de nombrar. Su condición de “emergente” parece confirmarse por el inusual silencio de sus colegas periodistas ante una declaración con elevada carga emocional. ¿Se trata de un pronunciamiento que cae también en el cono de silencio delineado por la “voz oficial”? Por ahora, parecería que sí, que sus ecos llegaron solamente a las zonas extraoficiales donde actúan las redes sociales. Sin embargo, la emergencia de un rol novedoso es, de por sí, un hecho novedoso. En la era del “declive del debate público”, los papeles de todos están pre-diseñados para siempre: periodista-censor (y autocensurado) versus público condescendiente y amordazado. Un pacto tácito entre prensa y audiencia sostiene a los periodistas en su rígido papel censor. Se trata de un contrato férreo entre quienes hacen de cuenta que están informando y quienes pretenden que están siendo informados.
Pero el rol más difícil, el que exige mayor templanza y autocontrol, es el de quien se resiste a entrar en ese juego de roles encorsetados, inamovibles, el de aquellos que reclamamos información a través de un insoportable tapabocas mediático. La única posible entrada de novedad capaz de quebrar ese círculo vicioso, como señaló años atrás Paulo Freire, no la podemos esperar del opresor, sino del oprimido. En este caso, el oprimido está representado por aquellos que insisten o insistimos en hacer escuchar la voz extraoficial de quien no se resigna a la ilícita restricción de la información. Son aquellos que siguen emitiendo letras y sonidos, a pesar de que muchas veces se transforman en un susurro amortiguado, chirriante, transfigurado y deformado por conceptos estigmatizantes. No obstante, esos sonidos de algún modo están dirigidos, entre otros destinatarios, a esa función que por muchos momentos está vacía del “periodista arrepentido”.
El declive del debate interno
La publicación que enmarca este texto tiene el subtítulo “la escritura ante el declive del debate público”. En esta frase resuenan palabras asociadas a lo que se conoce como “la tradición socrática”; nos trae a la mente la imagen de Sócrates en la plaza pública rodeado de estudiantes. Algunos lo imaginamos parado en un banquito, pero creo que no lo estaba. Desde mi perspectiva psicológica, y en tanto psicodramatista fuertemente influida por J. L. Moreno, comprendí que la preservación del debate público está asociada a la preservación de lo que se conoce como el ‘diálogo interno’. Las teorías que proponen una perspectiva dialógica del ser humano o más precisamente de su mundo interno son compatibles con la tradición socrática. La posibilidad de mantener un diálogo interno nos habilita a llevar adelante un diálogo con los demás, porque requiere una tolerancia de la “auto-contradicción”, la aporía socrática.
Más allá de las intenciones de Gabriel Pereyra, de algún modo su gesto nos permite el acceso a un aspecto de su diálogo entre dos personajes que forman parte del escenario psicodramático. Este ámbito no es otra cosa que el espacio que nos permite desplegar nuestro mundo interno y los personajes que lo habitan, que no siempre están de acuerdo entre sí. En la investigación para mi tesis doctoral, pude observar como estudiantes que se ofrecieron como voluntarios cambiaban de silla una y otra vez, para así, de modo espacial, dar voz a posiciones antagónicas que defendían con igual ímpetu y convicción. Ellos lo hacían desde diferentes roles psicodramáticos, que describían como verdaderos personajes internos en debate abierto: Lucas carnal puro vs Lucas romántico puro, etc.. Llamo ‘debate interno’ o ‘diálogo interno’ al pensamiento de Pereyra, no porque tengamos acceso a lo que está en el interior de su mente, sino porque es un diálogo entre dos roles psicodramáticos que forman parte de la misma persona o de su si mismo (self): el periodista censor y el periodista arrepentido. Más allá de que él pueda volver a ejercer el rol de censor, es decir, cambiar nuevamente de silla, el escenario de este debate interno ya forma parte del ámbito público, a partir de que su palabra fue literalmente ‘publicada’. Ahora, el rol de periodista arrepentido que nació en algún momento, durante esta época llamada de ‘pandemia’, ha dado su primer paso y puede ser bautizado.
El periodista arrepentido, el referente perdido y la doctora infantil
Los mejores maestros que he tenido en mi carrera como psicóloga y como psicoterapeuta han sido los niños. Su enseñanza la resumió de modo magistral un día Sofía, una niña de 9 años que se presentó como tímida, retraída y extremadamente callada. Recurro frecuentemente a ella, porque me enseñó que aunque para Sofía yo era su doctora, una por quien ella tenía mucho aprecio, en verdad, la mejor doctora que ella podía tener estaba dentro suyo, como podremos ver en un cuento dramatizado que Sofía guionó y protagonizó con gran expresividad verbal.
Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el periodista arrepentido y el referente perdido? El periodista arrepentido publicó su diálogo que, además de otros destinatarios posibles, tenía como oponente discursivo aquel censor despiadado dentro suyo, que quizás aún forme parte de su identidad como periodista. Si no fuera así, no tendría sentido hacer una confesión escrita. Asistimos desde nuestras butacas hogareñas a una conversación interna que se vuelve accesible a un público en el cual nos encontramos. A ese público pertenecemos también muchos de quienes en las redes sociales expresamos nuestra opinión censurada o potencialmente censurable por “la voz oficial”. También forman parte de ese público aquellas personas que Pereyra nombró, y que representan en su discurso la voz extraoficial, la de aquellos “censurados” a quienes su pedido de disculpas podría estar dirigido. Independientemente de si nos sentimos o no representados por las personas a quienes él nombró, su columna es el inicio de un incipiente debate público. Si dejamos de lado el nombre propio del periodista, y pensamos en el rol ‘censor arrepentido’, podemos también dejar de lado el nombre propio de aquellos que ocupan el rol de ‘censurados reivindicados’ o ‘en vías de reivindicación’. Lo importante es la posibilidad de que se instale un debate largamente esperado, dentro del foro público.
Todo diálogo en términos socráticos es también un debate, porque lo que vuelve un discurso dialógico es que la conversación tiene lugar entre diferentes líneas argumentativas o posiciones lógicas opuestas. En este caso, podrían denominarse la “Ortodoxia Covid” (Mazzucchelli) y “la disidencia Covid” actualmente víctima de censura, y a la que Pereyra se refiere nombrando a tres personas que tenían con anterioridad a la “pandemia” un mayor grado de presencia mediática.
Lo que Sofía me enseñó
Evoco a la niña Sofía en este momento, para concluir este ensayo, porque en pocas sesiones de psicoterapia psicodramática, ella escenificó antes mis ojos asombrados el secreto de la transición de la niñez a la edad adulta. En este momento, en el cual la humanidad se encuentra amordazada, atemorizada, fragilizada y dependiente de referentes televisados, pienso que podemos tomar su acto de descubrir en su interior la voz de su propia terapeuta interna, como una hazaña inspiradora. La doctora que ella encontró dentro de si misma no había estudiado psicología como yo lo había hecho, pero era quien más sabía sobre si misma.
Luego de varias sesiones en la que Sofía se mantuvo atenta, pero muy poco expresiva, un buen día decidió dar el primer paso crucial en el camino de volverse la “protagonista de su propia vida” (J. L. Moreno). El cuento que narró Sofía para ser puesto en escena era literalmente dramático: “Un día una beba estaba sentada al borde de una piscina, su mamá se distrajo conversando con una señora, entonces la beba cayó al agua y se ahogó”. A pesar de haber narrado por primera vez un cuento, ella mantuvo su actitud retraída y afirmó no querer participar en su dramatización. “Yo voy a mirar”, afirmó Sofía, mientras se dirigía al borde del espacio delimitado como escenario. En determinado momento, frente a los gritos desesperados de quien representó el rol de madre, Sofía saltó al centro del escenario, y dijo con resolución; “a esta niña hay que llevarla al hospital”. ¿Usted quién es? le pregunté sorprendida: “soy la doctora” respondió ella, mientras rauda preparaba almohadones y corría mesas para escenificar un hospital psicodramático, dentro del hospital real donde nos encontrábamos. Su locuacidad, sin embargo, llegó a su máxima expresión, o mejor dicho a su máxima expresividad, cuando, a la hora de entregar el resultado del procedimiento médico que ella misma había realizado: había realizado “un psicoclama (sic), para ver qué tiene esta niña en la cabeza” afirmó Sofía resuelta. Acto seguido y con enorme riqueza verbal, esta recién recibida doctora demostró su agudeza de pensamiento, al provocar en mí una impresión que tuve que disimular para poder seguir con la dramatización: “Bueno, señora….”, afirmó ella con gestos de hojear papeles y de hacer algunas marcas con un imaginario bolígrafo. “esta niña está ahogada…..está ahogada porque tiene su cabeza llena de preguntas sin respuestas. Sé que es difícil, pero Ud. va a tener que enfrentarlo, va a tener que responderle…..por ejemplo ¿quién era su padre?…¿era borracho?…no importa señora, tiene que decírselo”. Y así procedió a detallar todo el derrotero de su tratamiento, mientras yo, la supuesta doctora referente, tomaba notas mentalmente. En poco tiempo llegamos al final de su tratamiento, guiadas ambas por las prescripciones de aquella menuda terapeuta interna, que descubrimos ese día. Llegó al día en que la niña también escenificó su despedida, cuando vino el momento de dejar atrás, en el escenario, una silla de ruedas y sus muletas imaginarias. Les dijo adiós como lo hizo conmigo con un fuerte abrazo y partió acompañada de su sabia y charlatana doctora interior. Ya no necesitaba mis cuidado, y quizás tampoco los de su madre, sino que estaba preparada para entrar en su adultez con un horizonte claro.
Los tiempos actuales exigen que los adultos hagamos el mismo proceso que la niña. Lo primero es dejar de seguir ciegamente la palabra de referentes, por más reputados que estos sean, y asumir sin titubeos nuestra adultez. Apoyarnos entre todos sí, pero no olvidarnos de cuidar a los niños. Sólo sería aceptable ser referentes, si lo somos unos para otros, desde nuestra horizontalidad como adultos. Ese es un camino posible para recuperar la libertad y la autonomía que tanto deseamos recuperar.