ENSAYO

“Pues el gran hecho central y sólido, que estas especulaciones heráldicas tienden a velar y a confundir, es que Browning era de pies a cabeza un inglés típico de la clase media. […] En el momento en que se tropezaba con algo sucio, o con algo que estaba al margen de la ley, se despertaba en él, más vieja que todas las opiniones, la sangre de las generaciones de hombres buenos. Encontró a George Sand y su círculo poético y lo odió con toda la aversión de un viejo mercader de la ciudad hacia la vida irresponsable. Encontró a los espiritistas y los odió con toda la aversión de la clase media hacia los terrenos ambigüos, las posiciones equívocas y el jugar con fuego. […] Abandonó, con incesante ambición intelectual, cada una de las convicciones de su clase, pero mantuvo sus prejuicios hasta la tumba.”
G.K.Chesterton, Robert Browning

Por Aldo Mazzucchelli

Chesterton, en la maravillosa cita que abre este escrito -una de literalmente cientos que pueden encontrarse en su obra- hace una diferencia clave. Como si hubiese en todos nosotros dos capas o niveles, uno de convicciones, formado en la intersección entre nuestra formación y nuestra experiencia de la vida. El otro es más hondo. Él lo llama de “prejuicios”. La palabra puede ser tan imprecisa como cualquier otra. Pero pese a sus connotaciones negativas, la palabra menciona algo muy cierto: hay determinadas orientaciones que están antes o “más abajo” o “más atrás” que cualquiera de nuestros juicios. Para mi, eso tiene que ver con lo que uno trae, con lo que configura el temperamento propio de cada uno. Y es verdad: lo social tampoco es ajeno a ello. Puesto que somos seres sociales de nacimiento, no podemos apartarnos totalmente de una vida grupal. Pero, respecto a la cuestión de la pertenencia grupal, da la impresión que naciéramos con propensión a un tipo de prejucios, o a otro. O bien a conservar la cohesión del grupo que integramos como prejuicio básico, o bien a apartarnos de todos los grupos de modo crítico -también como prejuicio básico. 

El primero, el prejuicio conservador -conservar las creencias del grupo contra viento y marea-, está especialmente arraigado en la clase media, la que, si la tomamos incluyendo sus márgenes bajo y alto, en muchas sociedades contemporáneas viene a ser la clase abrumadoramente más grande de todas. No solo es la más grande: es la que más depende de un funcionamiento sano del sistema, y la que siente que tiene algo que perder si eso no ocurre. Más allá, en ambos extremos, los muy ricos están ya muy protegidos en su riqueza y mecanismos de defensa y ocultamiento de la misma, y los más pobres han aprendido a cultivar un sano escepticismo respecto de cualquier mundo político y de ideas abstractas -además de que, realmente, sienten que tienen muy poco que perder en cualquier caso.
La exhibición y aplicación de este -en principio, sano y sólido- prejuicio conservador, en buena medida, podría ser lo que una vez más está ocurriendo, a una tasa acelerada, en estos años. Y de ese prejuicio se valen -como siempre lo han hecho- los más poderosos, los que llevan el cuento colectivo y lo cuentan como quieren, para controlar a la mayoría.

En un tiempo en que todo tiende a dividir, a enfrentar entre sí a la clase media en base a muchas dicotomías probablemente falsas en su fondo, puede ser buen ejercicio pensar sobre los dos temas de mayor impacto global de los últimos años -me refiero a covid y al conflicto en Ucrania- dando cuenta de los argumentos dispares con los que diversos puntos de vista en la sociedad logran aproximarse a ambos. Y cómo ambos problemas han puesto a flor de piel los prejuicios por los que nos movemos. Y cómo esos prejuicios son usados -ambos- por los que llevan el cuento. Y algo de lo qué, acaso, podría intentarse al respecto.

En tiempos de crisis crece el factor conservador

La mayor parte de la sociedad es “sistémica” y, salvo que enfrente circunstancias desesperadas, es parte del primer grupo descrito al principio. Es decir, esa mayoría siempre prefiere conservar la cohesión del grupo más amplio que integra. Para ello, una persona está dispuesta a pagar precios relativamente altos en materia de incomodidad, de supresión de determinadas zonas de su experiencia, e incluso puede hacer sacrificios personales importantes. Todo eso se hace por ese sentido que a veces se llama “solidaridad” y que, seguramente, tiene mucho que ver con nuestra supervivencia como especie. Por tanto, habría que tener cuidado cuando a veces se desprecia ese reflejo a mantener el orden y la cohesión grupal. El grupo toma colectivamente riesgos porque de alguna manera, no totalmente consciente, sabe que eso es lo que como especie lleva a una conservación general, aunque algunos o muchos individuos tengan que ser sacrificados en el camino.

Del otro lado, un grupo menor puede -por diversas razones- estar en situación de hacer otro tipo de aporte a lo colectivo. Esas razones pueden ser que la persona haya elegido jugar un rol marginal dentro de la sociedad, pero tenga a la vez algo valioso que aportarle a la misma -tanto antisociales como creyentes (religiosos institucionales o no), pensadores y filósofos, artistas no vendidos al sistema, innovadores por esencia, científicos no comprados por el dinero, transgresores por convicción o por frustración infantil (estos son bastantes), y gente independiente en general, se cuentan en este grupo. A veces también puede haber coyunturas que lleven a gente que no forma parte de este grupo más riesgoso a sumarse a él, a elegir por un tiempo la incomodidad de la no pertenencia, dentro de una vida en general cómoda o integrada. 

Todos estos grupos pequeños, o individuos aislados, enfrentan siempre, sin ninguna excepción, la resistencia del grupo anterior. Es natural que así sea, y probablemente sea algo bueno, porque así como algunas ideas e individuos originales vencen esa prueba de resistencia que el impulso conservador colectivo les impone, la mayoría no lo hacen, y fracasan. Y está bien. Esa especie de control de calidad ideal podría ser otro de tantos mecanismos que las sociedades tienen para mejorarse a sí mismas sin morir en el intento.

El covid como factor de cohesión

Covid 19 fue presentado a las sociedades de la tierra como una pandemia sin precedentes. No vamos a discutir aquí los fundamentos de esa afirmación, que como los lectores de esta revista saben, es algo notoria y abiertamente disputado por quien escribe y por prácticamente todos nuestros colaboradores. Lo importante en este caso es reconocer el punto de vista del otro. Entonces, ¿por qué se presentó así, y por qué muchos así lo vieron? La respuesta es absurdamente simple: en el mismo enunciado está encerrada la respuesta. Si usted no se cuida, y si no nos “cuidamos entre todos”, usted podría morir, sus seres queridos más vulnerables podrían morir, y además no hacerlo sería una muestra de irresponsabilidad absoluta, un atentado contra su congénere humano.
Como se ve, la estructura misma del concepto de “hay pandemia/respuesta a la pandemia” está dirigida a excitar ese prejuicio conservador del que hablamos, más importante que en ningún otro lado en la clase media ampliada -la que depende más del sistema y siente que tiene algo que perder-. Y esa clase media fue el pilar absoluto de la “lucha contra la covid”. El mensaje de actuar como grupo llegó al corazón de mucha gente, su prejuicio fundamental de proteger la estabilidad y cohesión del grupo -la sociedad- se activó a nivel de alerta roja, y la gente se puso en modo soldado en batalla, y aceptó básicamente todo lo que percibió que venía “de las fuentes oficiales del grupo”, rechando todo lo que venía de fuera de ellas. Se enmascarilló, encerró, creyó las cifras que se le impartieron sin analizarlas ni pensarlas, adoptó los remedios oficiales y rechazó los que se le presentaban como “alternativos”, y denunció a todo el que no hacía lo mismo. Porque no hacer “lo mismo que todos”, en tiempos de crisis, equivale a la traición, equivale a trabajar para destruir el sistema mismo, la sociedad misma.
Como siempre, la gente que opta por el otro tipo de prejuicio -el prejuicio de que todo puede pensarse y evaluarse individualmente; el prejuicio de que es necesario actuar como un individuo; y -a veces- el de que es mejor ceder a una tentación “heroica” no muy realista ni muy adulta, convengamos- esa otra gente, se rebeló. Las virtudes de esa rebelión son muy claras, en lo íntimo, para todos los que formamos parte de este segundo grupo de prejuiciosos. Pero, desde luego, nuestro peligro es que no nos demos cuenta de los potenciales errores y riesgos de esta posición. El principal es el de pasar a formar parte de una secta, un culto, o un grupo irredento de conspiradores aislados del resto de la sociedad. En ese delicado equilibrio, en entrar y salir de la sociedad como un todo, sin perder la independencia ni la capacidad de denuncia, pero sin aceptar formar parte nunca de cultos minúsculos que en seguida se forman como mecanismo, supongo, de defensa entre los disidentes, está el desafío más difícil. Si hay algo más que no estoy viendo, no me queda más que confesar que no lo veo, y seguir abierto a que me lo muestren.

Mientras espero esa revelación, que por ahora no solo no ha llegado, sino que veo cada vez más lejos a medida que contrasto mis primeras impresiones intuitivas con el desarrollo factual de los últimos dos años largos, concedo totalmente que hay mucha razón -y mucha bondad- en quienes se vacunaron y optaron por seguir las instrucciones que recibieron de sus fuentes de información de confianza. No actuaron -como ligeramente de dice en el otro grupo, a veces por frustración, a veces por ignorancia- “como idiotas”. Actuaron como ha actuado siempre la especie humana ante una amenaza generalizada: cerrando filas y poniéndose más brava ante el enemigo, real o supuesto. La forma de luchar de mucha gente, muchísima, fue vacunarse. No hay nada inherentemente más valiente en una actitud o en la contraria. Lo único que revela valentía es mantener la propia convicción bajo presión, y eso puede valer para mucha gente en ambos casos.

En cuanto a los que llevaron la vanguardia de lo que, para mi, y demostradamente a esta altura, fue una mentira criminal de escala desconocida hasta hoy, espero que el grupo mismo será el encargado de volver cara, llegado el momento, y encargarse de su juicio y corrección. Esos malvados no saben que la especie se vale del instinto y el prejuicio de conservación para mantener la cohesión en momentos de crisis real o fingida; pero también lo usa para pulverizar a los responsables ubicables y reales de esa crisis, una vez que se ha sacudido el peligro de arriba.

Mientras el proceso entero se desarrolla, no hay mucho más que hacer para quienes optamos por el prejuicio de la independencia de pensamiento, que seguir viviendo de acuerdo a nuestras convicciones -igual que los otros viven de acuerdo a las suyas propias. En medio de la lucha el diálogo siempre sufre. Pero luego se recupera, porque éste se basa en la verdad secreta de que todos quisimos lo mejor para el total, cada uno a su manera.

Ucrania como nuevo factor de cohesión

Así como covid19 parece haber sido ese tipo de fenómeno, la guerra de Ucrania pareciera ser -en lo que respecta a las actitudes colectivas- un intento de prolongar, en Occidente, los mensajes de cohesión y alarma, por vía ahora de la creación de un nuevo enemigo común. Ya no es el virus, ahora es Vladimir Putin, a quien, de aliado moderado de Occidente durante veinte y más años, ahora se pinta como un demente criminal. 

Muchas cosas son distintas, desde luego, entre covid y Ucrania, y es fácil encontrar unas cuantas. Pero más interesante me parece ver cuáles cosas no son tan distintas.

Tanto en covid como respecto de la guerra en Ucrania, los medios masivos principales de Occidente han eliminado toda posibilidad de discusión, y han planteado el problema como una cuestión extrema de supervivencia. Así como nadie hace ningún pacto con el virus, nadie puede hacer ningún pacto con Putin. Así como el virus amenazaba destruir las familias y, si un familiar era tomado por él, la consecuencia sería tener que separar a las abuelitas justo en el momento de la muerte, cuando más precisarían el amor de sus seres queridos, cualquier familiar que tuviese la desgracia de apoyar a Putin -de contagiarse el virus Putin- o de repetir cualquier punto de vista “ruso” -o sea distinto de lo que dicen los medios sistémicos y sus autoridades- deberá ser aislado y -en la imaginación de muchos, al menos- eliminado del grupo. Así como respecto del virus y su tratamiento solo se admite en redes sociales y grandes medios sistémicos una sola voz -la de los CDC, la OMS y las Autoridades Locales- lo mismo con respecto a las causas, marcha y posibles desarrollos de la guerra en Ucrania solo se admite la opinión de los oficiales de gobierno de Washington, la Unión Europea, la OTAN, y los medios que la repiten unilateralmente, del NYT y Washington Post al Guardian la BBC la CNN y las agencias Reuters y AP. 

Y así como los hechos no dan la razón -apenas se los haya examinado un rato con una cabeza que haya abandonado el miedo a no pertenecer- en el tema covid, tampoco la dan en el tema Ucrania. Esa es mi convicción. Con todas sus diferencia, ambos son a los efectos que más importan, lo mismo: son el uso de un fenómeno complejo, y potencialmente peligroso -si bien bastante menos, probablemente, de lo que se dice- para crear una amenaza mortal colectiva que permita aumentar el control y cohesionar a la sociedad. 

Así como el miedo despertó el prejuicio cohesivo y defensivo colectivo, lo mismo la supuesta “amenaza nuclear de Putin” despierta el mismo tipo de atavismo irracional, el mismo tipo de bloqueo del pensamiento y el análisis, y el mismo tipo de tolerancia abyecta ante la censura, el cierre y la cancelación de cualquier punto de vista desestabilizador.

¿A dónde podríamos ir con todo esto?

Que haya gente que, consciente de la decadencia o desesperada por controlar y conservar su poder ante el peligro, prepare las cosas para sacar provecho de ellas, no significa que la crisis no fuera a llegar por sí misma. En los momentos de decadencia, siempre por necesidad habrá crisis masivas. 

Sin duda, hubo preparaciones para esto -desde el plan para “una década de vacunas” de la Bill & Melinda, el Wellcome Trust y otros, en el caso de covid- al golpe de Estado del Maidan en 2014 en Ucrania, el fomento de los ultranacionalistas antirrusos, la preparación durante 8 años de un ejército ucraniano reforzado por parte de la OTAN, el bombardeo ucraniano durante 8 años seguidos de la población rusa en el Donbass (y aun hay gente que se extraña de que ahora hayan votado irse a vivir a Rusia) y la construcción de Putin como un villano hollywoodense, una mezcla de Hitler y el Pingüino -que se viene haciendo desde la anexión de Crimea en 2014 y la elección norteamericana de 2016-. Pero estas preparaciones no son la causa de las crisis: son parte de la decadencia de la sociedad que las pergeñó, y las adaptaciones de sus poderosos para salir mejor parados de ellas. 

Esa sociedad en decadencia no es la rusa, ni la china, ni la india, ni las africanas. Es la sociedad Occidental como tal, en el proceso inexorable que la ha traído a tener que actuar, ahora, de este modo desagradablemente absurdo y autodestructivo. 

Es esa sociedad la que ha liderado, desde hace siglos, progresivamente una estrategia construida sobre un paradigma dual “sujeto-objeto” basado en la soledad interior de un intelecto calculador. En lugar de aceptar como un hecho simple y dado la existencia de una unión “dentro-fuera” de la que somos parte con toda nuestra experiencia, ese intelecto calculador declaró -por pluma de René Descartes- que sólo podía confiar en la existencia de su experiencia interna de duda. 

Ese intelecto frágil, descaderado de las demás cosas obvias empezando por su cuerpo y el mundo exterior, dudador hasta la patología, y calculador hasta el paroxismo, fue olvidando progresiva pero rápidamente que desconoce la fuente de sus obvios poderes mentales. 

A esa fuente, no importa si antes le llamase el logos, o la intuición divina que vive en cada uno, o la inteligencia humana, el hombre la había considerado respetuosamente hasta entonces como algo dado, y percibiendo todos los misterios que implica, consciente de la evidente jerarquía inferior de cada individuo aislado respecto de eso, aceptó los límites metafísicos que eso le imponía. Los aceptó como regalo de algo superior, ante lo que debía hacerse responsable por su uso. 

Un aspecto central de la esencia de la modernidad occidental es, desde luego, haber ido perdiendo ese respeto, y haber construido la realidad alrededor de la noción “prometeica” de que no se le debe ningún respeto a nada, que no hay, de hecho, nada superior que haya que respetar. Que no hay límite alguno, salvo los provisorios que nos imponen algunas molestas realidades actuales, y que se espera se vencerán uno tras otro hasta llegar a convertir al hombre en Dios. El hombre intoxicado de modernidad ultra es el sujeto representado en la serie Black Mirror, no porque la tecnología no remede en parte eso que allí se representa, sino porque en todo lo que importa -el misterio- nada de lo que en Black Mirror se anuncia está mucho más cerca ahora que en en 1600 cuando Descartes elucubraba.

Esta afirmación le parecerá hondamente disparatada al sujeto semiculto de hoy que cree en los prospectos transhumanistas. Precisamente.

Es curioso que, cuando el hombre moderno terminó de elminar a Dios, y toda su élite es, o abiertamente atea, o creyente en cualquier cosa con tal de que eso no le pueda poner ningún límite a sus deseos, Dios sea repuesto, en la carátula del libro de uno de los filósofos del transhumanismo ateo más notorio, como símbolo: Homo Deus. Ya es un lugar común de la psicología folk observar que lo que se reprime y echa por la puerta, entra de nuevo por la ventana.  

Las consecuencias de esta aproximación largamente histórica están en la raíz de esta decadencia notable, hoy, de todas las formas institucionales que el Occidente moderno se ha construido. Quiso un gobierno autolegitimado -es decir, legitimado por los meros miembros de la sociedad, y no por ninguna jerarquía superior- y lo que obtiene al final es un gallinero cínico donde nadie cree, absolutamente, en ninguna legitimidad: ni los votantes, ni los votados, ni mucho menos los poderosos que controlan a los

votados y a los votantes a través de un sistema de medios y educación general que ha dejado bien establecida la idea de que una relatividad absoluta respecto de la verdad es la única postura moderna aceptable. 

Quiso avanzar sobre los recursos naturales, a los que vio como una especie de depósito sin otro dueño que el que se los apropiase primero (colonialismo), y sin otra razón de ser que la que su razón analítica determinase para los fines de esta o aquella industria o tecnología particular (utilitarismo). El resultado, respecto de su esclavismo pasado, es hoy una mala conciencia racista al revés, y un discurso hueco sobre “los derechos humanos”, que hace cumplir solo cuando le conviene -en Irán, pero no en Arabia Saudita, digamos.
El resultado, respecto de su actitud respecto a los recursos naturales propios y ajenos, es hoy una mala conciencia medioambiental infantil, y probablemente exagerada, de la que Greta es la caricatura vociferante, eternamente agria e infantil. 

Quiso ser dueño de sí mismo y proclamar la inexorabilidad de su control generalizado sobre la tierra y las estrellas, y obtuvo el neurótico desamparo de la criatura que se ha representado a sí misma como hija de nadie, sin deberle nada a nadie, y por ende sin raíz ni sentido de dirección, salvo el logro de caóticos objetivos sucesivos. 

La autoconsciencia aterrorizada de ello busca una aparente solución: luchar por el aumento del control -una maniobra defensiva, que nos defiende no se sabe de qué, puesto que fuera de todo esto no habría nada. Ese tipo de intelecto encerrado en una mente sin herencia ni sentido salvo el logro proyecta constantemente su orfandad en enemigos imaginarios -que a menudo terminan convirtiéndose en enemigos reales. 

***

La guerra de Ucrania es representada a todos los defensores del sistema como una amenaza absoluta al mismo. Frases como “Occidente está en juego” o “El objetivo de Putin es la destrucción de Europa” fueron comunes desde el comienzo, unidos a al ocultamiento consciente y malintencionado de todos los antecedentes que justificarían el conflicto desde el punto de vista ruso. Un doble rasero evidente a cualquiera está a la vista en este asunto, pero Occidente lo viene solucionando al apelar a una injustificada y autoproclamada superioridad moral, o excepcionalidad, con respecto a Rusia. Lo que vale para EEUU y sus vasallos europeos no vale para nadie más. Ese es el “mundo basado en reglas” al que ahora se apela para condenar lo que hace Rusia. Pero el resultado es que una mitad del mundo, o más en términos de población, deja de tener confianza en ese “mundo basado en reglas” (yanquis) en el que hasta febrero se había organizado. Ahora es una lógica de guerra la que manda, y eso, precisamente, es lo que está dinamitando toda la estrategia globalista del Occidente anterior. No puede haber sociedad ni reglas globales si el superpoder a cargo demuestra abiertamente que las usará en su provecho de modo arbitrario.

Al mismo tiempo, aunque no forma parte demasiado destacada del discurso mainstream, muchos ciudadanos en Occidente sienten aun que Rusia es lo mismo que la Unión Soviética, y que la Rusia actual no tiene un nivel de apertura institucional y democracia comparable -al menos- con la de muchas naciones importantes de Occidente. Esa forma del prejuicio probablemente sea parte de un atavismo civilizatorio de Occidente, que es su compleja relación histórica con Rusia y lo ruso, que ha oscilado entre la rusofobia visceral -siempre estimulada por Inglaterra, que claramente ha identificado ya en tiempos de Napoleón a Rusia como la única barrera seria a un dominio global anglosajón- y una ocasional admiración a los logros innegables, en muchos campos, de ese vecino a la vez ultrarefinado y aun, aparentemente, bárbaro. 

Si ese es un contexto aceptable, la ideología y la propaganda nunca pueden existir sin algunos fundamentos reales. Los fundamentos reales, en este caso, de la propaganda antirusa en ocasión de Ucrania son muy claros: es el miedo de Occidente a no ser capaz de superar su propia descomposición y corrupción, que la suma de la crisis covid y el conflicto en Ucrania por fin ponen de manifiesto de modo abierto. 

En Ucrania, Occidente no tendría por qué ni siquiera estar. No tendría por qué arriesgar nada, así como China o Rusia no arriesgarían absolutamente nada por intervenir en los conflictos internos de Haití -que hoy se enfrenta, por lo que leo, a una nueva invasión norteamericana. No debería la OTAN o EEUU estar en Ucrania usando un conflicto entre vecinos cercanísimos por historia, etnia y cultura. Salvo que el rumbo de Occidente ha obligado a su actual líder, Estados Unidos -con decisivo apoyo y participación de la inteligencia inglesa- a arriesgar una movida peligrosa ahí, porque el desarrollo de la Modernidad ha llevado a un punto en que la ausencia de recursos naturales se convierte en amenaza totalmente real para los poderes a cargo.
En efecto, la noción de que los recursos naturales -especialmente energéticos y de minería- necesarios para una prolongación de la hegemonía norteamericana, están en buena medida en territorio ruso (ver este análisis para más detalle), parece ser -convincentemente para mi, al menos- un motivo principal de todo lo que llevó a esta confrontación, preparada durante años.
Pero es casi imposible ya para EEUU conseguir ese objetivo de máxima. Debe, por tanto, fijarse objetivos menos ambiciosos, pero alcanzables. Como tal objetivo secundario Estados Unidos está a ojos vista estrechando su control sobre el mercado de sus aliados históricos en Europa. Si el mundo va hacia una multipolaridad política y económica, con China, Rusia e India como naciones participantes de formas de hegemonía ajenas o al menos resistentes a la norteamericana, entonces los Estados Unidos, con la ocasión de Ucrania, al menos se aseguran la captura de los mercados europeos para sus corporaciones. LG está proveyendo a Europa de gas, a un precio cuatro veces superior al que ésta pagaba por el gas ruso -como protestó Macron hace unos días-, y en mucha menor cantidad. Esto ocurre a semanas de que los norteamericanos volasen tres de las cuatro ramas que componen los gasoductos ruso-alemanes Nordstream, bajo el báltico. En las últimas horas los rusos han denunciado que acaban de capturar a saboteadores que planeaban un nuevo ataque, esta vez al otro ramal decisivo de gas ruso para Europa, el Turkstream. 

Mientras estos hechos duros ocurren, e independientemente de cómo cada quien quiera representarse la guerra y sus avatares, lo que es decisivo es que Occidente está usando lo que ocurre en Ucrania como una variante de su desesperación. Lamentablemente quizá, y pese a lo que los grandes medios intentan construir -hoy una cloaca patética de noticias falsas sobre todo lo importante, rodeadas de una frivolidad lastimosa alrededor, y vacante casi absolutamente de cualquier atisbo de investigación periodística o independencia respecto del poder-  el único hecho relevante del día es la decadencia terminal de una etapa de la historia de Occidente.

Se trata de la etapa de la Modernidad tardía. Su orgulloso ciudadano lector e informado, autónomo y adulto, de quizá algunas décadas en los siglos XIX y XX no es hoy más que un analfabeto disfuncional y frívolo. Tiene sus prejuicios claros, porque eso es función de la especie misma. Pero la grandeza espiritual de Occidente no existe más, salvo en fragmentos y espoletas dispersos aquí y allá. Sus sociedades ya solo responden al miedo, y la grandeza espiritual de su gente está esperando que la despierte algún tipo de reconciliación con verdades simples, probadas y antiguas, las que, por el momento, no se vislumbran. Nuestra supuesta democracia no es más que una farsa amañada para hacer creer a la gente que manda algo. La república es una antigualla de la cual no funciona ninguno de los organismos de control, de ninguna manera significativa. El poder judicial está cooptado y responde al poder a secas; la prensa está al servicio del poder y a los likes en base a reflejos condicionados; y el parlamento tampoco funciona eficazmente como organismo de control del Ejecutivo. Proliferan los mecanismos por los cuales este último dispone, con organismos subordinados directamente a Presidencia, o a través de los Ministerios, del dinero público en contratos en general incontrolables. 

A nivel más amplio, es parecido. El actual sistema de control ideológico en Occidente (cuyos voceros notorios son los Neocon dominando el Partido Demócrata + Davos + sector financiero en la City de Londres), tampoco tiene controles a escala. Es el representante de intereses muy variados que ocasionalmente convergen en temas clave como apropiación de las fuentes de energía, recursos naturales, y formas futuras de implementar el control político una vez la democracia republicana termine de revelarse inexistente en estos países. En ambos casos -covid y Ucrania- los conflictos han impulsado narrativas extremas, de miedo, enemigos absolutos, y una atribución falsa de culpabilización por la crisis de Occidente. Tanto en Ucrania como en covid, una crisis artificial, consecuencia de medidas socioeconómicas delirantes -medidas para “combatir la pandemia” + sanciones a Rusia entre las más visibles- y probablemente calculadas, ha servido para culpar de la crisis, en lugar de a sus verdaderos responsables, a otros. “Agentes externos” que se pintan falsamente como malvados absolutos, cuando en realidad están defendiendo de manera abierta y explícita -y con información y formación histórica mucho más sólida- sus propios intereses civilizatorios.

La crisis actual de Occidente no es más que el lugar a donde naturalmente Occidente tenía que llegar. Igual que tantas civilizaciones que pasaron a la historia, como la romana, que tuvo un momento en el cual uno de sus emperadores, el sirio Heliogábalo, llevó un reinado de pocos años cuando era adolescente. Comenzó a los catorce años, se casó documentadamente cuatro veces. Las dos primeras con las mujeres que Julia Mesa, su abuela, le designó, luego con Hierocles y con Aurelio Zótico -dos de sus sirvientes y activos amantes -casó con ambos a la vez, en una ceremonia única. También Heliogábalo inauguró la moda occidental del dragqueenismo, hoy de nuevo en boga en colegios por todo Estados Unidos y Europa, fomentadas con dineros públicos. Con grandes pelucas y ropas femeninas, salía noche tras noche a prostituirse de incógnito en las tabernas de Roma. Luego decidió instalar el burdel en el propio palacio real. Finalmente, como pasa a menudo, fue la gente simple la que primero se hartó, y su propia guardia pretoriana lo ahogó en las letrinas de palacio, le cortó la cabeza a él, a su madre, y a su marido, y arrastró los cuerpos decapitados con caballos por toda Roma. No abro ningún juicio moral al respecto, pero sí que observo algunas semejanzas entre aquel siglo III después de Cristo, y este.
En algunos sentidos cada vez menos ocultos, este “Occidente” confuso y decadente parece estar entrando en un nuevo período Heliogábalo. Sus gobernantes apenas tapan su delirio egoísta, su soberbia injustificada, su senilidad civilizatoria (a veces cronológica también) o su ignorancia, con una pátina de gestos ilimitados e ideologías sin sentido. La orientación económica (?) que llevan corresponde puntualmente a todas las transgresiones de cualquier noción de economía sana (esto trasciende las épocas y tiene que ver con fundamentales de productividad, mercado y moneda que ya eran bien conocidos en Babilonia), y se basa, ante el abandono y reversión de la industrialización y la agricultura de escala humana, y un descenso consecuente en la productividad de bienes reales, en la especulación, la invención furiosa de moneda, y el robo. Su cultura ha reemplazado la lectura y la discusión respetuosa de los asuntos humanísticos -condición que se cumplió con independencia del régimen político en todas las culturas florecientes, desde la griega a la árabe y la china en distintos momentos, a la renacentista-barroca, a la romántica, y a la moderna- por la patética, formularia y divisiva ideología de “género”, racismo disfrazado de lucha por derechos, y rigidez ignorante en materia corporativa y empresarial. En lugar de las universidades, la cultura occidental de hoy está dominada por el capital, ausente a cualquier límite conceptual o filosófico, y por las ong parásitas del anterior.

Ese mundo, nos vende desde febrero una guerra de Ucrania que no existió nunca. No me molestaré aquí en detallar las mentiras de la gran prensa occidental. El lector interesado puede averiguar por sí mismo, si quiere. Nuestro colega Salvador Gómez escribió a comienzos de marzo un análisis en donde predecía que, si Rusia no se “hacía el muerto” por las sanciones -y ya en febrero no había ningún indicio que recomendase como probable ese evento- lo que iba a ocurrir era que Occidente se estaría embarcando en un choque sin esperanzas con un poder militar igual o superior al propio. Hoy todo aquello se ha cumplido, y Europa se enfrenta a otro escalón aun más bajo en el espiral de su dependencia insoluble. El discurso occidental está basado en una proyección falsa y en un cálculo pérfido del que solo Europa saldrá perjudicada. El objetivo declarado de Estados Unidos es causar un cambio de régimen en Rusia (y la instalación de un gobierno títere para quedarse con via libre a los recursos rusos). Objetivo al que no tiene el menor derecho, pero que además no podría alcanzar, incluso si consigue asesinar a Putin -algo posible-. El problema es que si hace eso, lo que vendrá después será un Putin mucho menos articulado y racional, y mucho más inescrupuloso y con más odio fundado a Occidente. Un Patruschev, por ejemplo. El objetivo realista de los Estados Unidos ha sido disuadir a Europa de acercarse a Rusia, destruir la alianza estratégica Alemania-Rusia-China, y convertir a lo que quede de una Europa reducida a museo, tv americana e inmigrantes en crecimiento demográfico acelerado, en un mercado cautivo. De este segundo objetivo, especialmente después de la voladura que Estados Unidos implementó del Nordstream, parece estar algo más cerca. Pero quizá aun no lo consiga. Todo está en juego. 

***

Toda guerra es horrible y debe ser rechazada. Pero la humanidad ha vivido en guerra desde que existe, de modo que la discusión adulta siempre ha sido, y deberá ser, distinta. Como siempre, debe incluir negociación y realismo.
El ciudadano occidental de hoy, con centro en sus prejuicios fundamentales a favor de la estabilidad del sistema, como es natural, no puede creer ni tolerar ninguna observación frustrante respecto de Ucrania. Como vive en un berrinche, no es capaz de oír siquiera que Putin está ganando en todos los frentes, y que Rusia se está fortaleciendo y abriéndose a Oriente, y contribuyendo decisivamente a la creación de alternativas nuevas para el futuro.
Si se le habla de que quizá no todo en Ucrania es como le cuenta la BBC, echa espuma por la boca y acusa al mensajero de ser un “aliado de Putin”, lo que en su imaginario está por debajo del noveno círculo del infierno. 

Todo ese alboroto reactivo es una niñería sin sentido. Solo revela que los límites de ese ciudadano le previenen hoy de ir a informarse de lo que realmente llevó al conflicto en Ucrania, de lo que realmente hizo Rusia y Estados Unidos antes de febrero, y de cómo está hoy, a la vista de todos, ya surgiendo un mundo nuevo fundamentalmente distinto a Europa-Estados Unidos, un mundo sobre todo asiático por ahora, pero que a su tiempo podría fortalecer aun más sus vínculos con el resto de la tierra. Ese futuro podría no ser incompatible con una sociedad global organizada de modo mucho más fragmentario, descentralizado, aprovechando las posibilidades tecnológicas no para control, sino para liberación. Blockchain está ahí y otras formas -como la fragmentación de las contraseñas en múltiples dominios jurisdiccionales que aplica Telegram- también lo están, para permitir que un uso libre de la tecnología termine imponiéndose a esta época de censura y centralismo autoritario en que casi todo el mundo ha caído. 

A nadie le gusta ver la descomposición de su propio legado civilizatorio. Esto no es, sin embargo, cuestión de nostalgias, sino de entender que la misma gente que obedeció lógicamente a su reflejo cohesivo, a su “prejuicio” a favor de la estabilización del sistema, es la que ahora necesita que la crisis que se le avecina -la crisis energética y alimentaria creada por las autodestructivas sanciones “impuestas a Rusia” por los Estados Unidos y la Unión Europea, la obligue por fin a comprender que su prejuicio debe cambiar de signo. 

En lugar de agachar el lomo y aceptar la dictadura centralizada vía celular, es el ciudadano de Occidente mismo el que deberá empezar a abrirse -a la fuerza, probablemente, pues de otro modo no lo hará- a practicar la crítica del sistema como tal. Una crítica completa, radical, y sin cuartel, que tiene felizmente múltiples aristas que están ya discutidas y publicadas hace décadas. Es el trabajo de las generaciones que, desde el viejo tiempo de los barrocos y los románticos, sentaron el “no” a aquella parte del rumbo de la Modernidad que se alejaba de la unidad invencible, sólida y mágica a la vez de lo real, y se adentraba en el sueño de control del nominalismo cientifista, que desemboca ahora en el virtualismo adolescente y negador de un mundo regido por la empresa Meta.
Pero, desde luego, la Modernidad no va a revertirse. No se trata de volver a la Edad Media, sino de integrar las posibilidades de la tecnología en formas más sabias, y menos destructivas y divisivas. Quitándole ilusión a los sueños de la razón tal vez disminuya el peso de los monstruos que ahora pareciera han reaparecido.