ENSAYO

Por Alexander Castleton

Existe una palabra que últimamente se utiliza mucho en términos políticos, sin muchas precauciones sobre su significado y lo que implica: la empatía. Es una de esas palabras que suele tener un sentido virtuoso, y no solo hacer sentir bien a quien la usa para definirse a sí mismo, sino que también hace sentir bien cuando se critica a otros de no ser empáticos. Esto resulta ser no más que una forma de poner el foco sobre uno mismo, exclamando “mírenme que buenos sentimientos que tengo”, demostrando así superioridad moral. 

Un ejemplo del uso político de la empatía es un mural sobre la rambla sur de Montevideo en el que se muestra una mujer con gesto compasivo junto a una vaca, y hay una leyenda que dice “La Empatía es Revolución”. Dejando de lado la discusión de si podemos empatizar con los animales, la empatía se entiende generalmente como la habilidad de percibir las emociones de otras personas, sentir lo que ellas están sintiendo, y se relaciona con el actuar moral, pero existen muchas definiciones y tipos (por ejemplo, la afectiva y la cognitiva). De acuerdo con esta definición general, la empatía puede ser a veces necesaria. Por ejemplo, necesitamos ser empáticos con los niños pequeños para ser buenos padres, ya que es común que nos saquen de quicio. A veces hay que hacer el esfuerzo de recordar que todavía no son racionales y por tanto incapaces de tener juicios propios. Más allá de excepciones de este tipo, la empatía es frecuentemente negativa no solo desde lo político sino también desde lo personal. Como argumenta el psicólogo estadounidense Paul Bloom en su libro Against Empathy: The Case for Rational Compassion (Contra la Empatía: El Caso por la Compasión Racional), cuando sentimos lo mismo que otros, nos sobrecargamos emocionalmente. Pone el ejemplo de que los enfermeros —una profesión en la que la empatía parece ser fundamental— no necesitan indefectiblemente sentir el dolor de sus pacientes ni conectarse emocionalmente con ellos para desarrollar efectivamente su trabajo. De hecho, empatizar completamente atentaría contra su propio bienestar debido a la sobrecarga emocional, y los llevaría a desempeñarse de peor manera. Desde lo político, el filósofo surcoreano-alemán Byung-Chul Han, escribe en su Desaparición de los Rituales que hoy no consumimos cosas, sino principalmente las emociones que las revisten. Este consumo emotivo intensifica la referencia narcisista al yo, perdiéndose la referencia al mundo, de modo que la empatía sirve para influir y manejar emocionalmente a individuos atomizados. Este manejo se lleva al extremo cuando la empatía se transforma en sentimentalismo, es decir, en la exacerbación de un sentimiento o su manifestación exagerada. En nuestro mundo completamente mediatizado por las redes sociales y usualmente reducido a imágenes descontextualizadas, el riesgo de que la empatía degenere en sentimentalismo es constante y su expresión muy frecuente. 

El poeta W.B. Yeats dijo que la retórica es engañar a otros mientras que el sentimentalismo es engañarse a sí mismo. Oscar Wilde describió al sentimentalismo como una forma de cinismo ya que le quita el sentido al mundo y lo reduce al individuo, y definió al sentimentalista como aquel que quiere tener el lujo de una emoción sin pagar por ella. En otras palabras, el sentimentalismo nos transforma en narcisistas que buscan el privilegio de sentir algo que realmente terminan pagando otros. El filósofo inglés Roger Scruton en su ensayo On Sentimentality (Sobre el Sentimentalismo) explica que el sentimentalista se nutre del pesar ajeno ya que es una oportunidad para demostrar sus buenas intenciones y su nobleza de corazón. El objeto de sus emociones es solo una excusa para que la atención sea puesta en él. Para el sentimentalista, el mundo se divide entre los que sienten igual que él y los inherentemente malvados de quienes hay que deshacerse. Las redes sociales, por ejemplo, son un medio donde el sentimentalismo florece, ya que el medio es el mensaje, y para mucha gente es imposible pensar ni formar juicios los suficientemente concienzudos en esas plataformas. Recordemos que Twitter tiene un límite de 280 caracteres.

Volviendo al mural sobre la rambla sur: es nefasto que la empatía sea el motor de la “revolución” (cualquiera sea el significado de esta palabra). Hannah Arendt describió en su libro On Revolution (Sobre la Revolución) como, en la revolución francesa, el sentimiento de lástima que guiaba a los revolucionarios llevó a la caza constante de hipócritas y derivó en el terror. El sentimentalismo es el progenitor, el padrino, y la partera de la brutalidad —como escribe el médico-escritor inglés Theodore Dalrymple en su libro Spoilt Rotten: The Toxic Cult of Sentimentality (Malcriados: El culto Tóxico al Sentimentalismo)— ya que es la expresión de la emoción sin juicio; es la manifestación de un deseo de dejar de lado una condición existencial fundamental de la vida humana: aquella que nos hace juzgar la realidad. Por lo tanto, la exacerbación del sentimiento es algo pueril, ya que obnubila el juicio y divide al mundo en los absolutamente buenos y los absolutamente malos, anulando el pensamiento crítico. Nada más hace falta ver el tratamiento mediático de la pandemia o del conflicto Rusia-Ucrania para darse cuenta de esto. En ambos casos hay un relato clarísimo sobre quiénes son los buenos y los malos que apela al sentimiento de las personas, anulando cualquier cuestionamiento racional. En este esquema, los intereses de corporaciones y las complejas visiones geopolíticas quedan sometidas al sentimentalismo y por tanto calificados como argumentos absurdos ya que salen de boca de los “malos” (muchos de ellos que hasta hace poco eran expertos en el tema).

Con Arendt, también podemos decir que la empatía nos impide comparar nuestros juicios con los juicios de otros, y por lo tanto destruye la política. Si entendemos a la política como la articulación de una pluralidad de opiniones con el objetivo de construir y mantener un mundo en común, entonces, la política y empatía son incompatibles, ya que la empatía busca ver el mundo desde el otro en vez de intercambiar opiniones. La empatía colapsa cualquier distancia crítica y juiciosa que podamos establecer. Por eso, Arendt propone que hay que ver el mundo con una “mentalidad aumentada”, es decir, considerando la mayor cantidad de puntos de vista que podamos; de esa manera, accedemos al mundo compartido y real. Pero, hay que dejar claro que esto no consiste en sentir como otros, sino en ver lo que el otro ve desde el punto de vista propio, para así poder juzgar y discutir. Los otros nos marcan el límite de lo real en la medida que desafían nuestras proyecciones narcisistas sobre el mundo. 

La empatía en la política es peligrosa porque reduce al otro a algo que se puede conocer absolutamente y por ende controlar. Nadie puede saber lo que sienten los pobres, las personas en situación de calle, la clase trabajadora, o los ricos. Esto anula la libertad y la espontaneidad humana. No nos permite ver que los otros experimentan el mundo de manera distinta, y que su forma de ver el mundo es susceptible de ser juzgada siempre y cuando pensemos de forma “aumentada”, como propone Arendt.

Pero el mayor riesgo de la empatía en política es cuando, a través de su degeneración sentimentalista, se recurre al control burocrático del lenguaje. Ahí la realidad se transforma en clichés, y los clichés conducen poco a poco al control total. Occidente está plagado de clichés, particularmente en los países del norte en donde se vive mejor materialmente, y donde aquellos se incluyen cada vez más en el debate público. En el mundo burocrático y académico donde ha calado el posmodernismo eliminador del individuo, pululan los eufemismos que le quitan responsabilidad a las personas, reduciéndolas a víctimas de sus circunstancias—circunstancias que los expertos tecnócratas pueden conocer y por tanto manipular, y los burócratas administrar. El ser humano deja de ser libre y pasa a ser algo que debe ser medido y predicho en aras de una seguridad infantilizadora. 

Por estas razones es que la empatía en política exige cierto cuidado. Suele ser una forma de grandilocuencia moral que lo único que hace es poner el foco sobre quien dice estar empatizando. Puede últimamente abolir la capacidad de juicio de las personas y por tanto la libertad.