PORTADA
Por Fernando Andacht
¡Gran Narrativa Covillera gracias por todo lo que nos das!
Mucho se habla – y escribe aquí mismo, en eXtramuros – de la GNC o Gran Narrativa Covillera. Y no dudo que esta trama exista. Y tampoco me parece dudoso que produzca efectos destructivos, algunos obvios otros insospechados. Un relato de temor ininterrumpido, ese es el fluido semiótico que segrega la inmensa máquina mediática. La alimenta un batallón unánime de asesores científicos que miran el mundo de la vida, y sólo ven una lluvia torrencial de hipodérmicas cargadas de experimentos inciertos, que según ellos, son salvíficos y tan inevitables como el enmascaramiento distanciado y burbujeado. Esos complementos los pregonan como escuderos imprescindibles e incomprensibles de la condición vacunada. También colaboran gustosos gobernantes de toda pelambre que ya no pueden sacar los pies del plato – según aportara el creador del peronismo – y por eso adhieren con flema o con fascinación impertérrita al paroxismo constante llamado ‘las-semanas-próximas-serán-decisivas’. Ese era el mantra de 2020; el de este año se llama ‘la nueva cepa X es la muerte encarnada, imparable y por eso mucho peor de todo lo que vimos hasta ahora. Todo eso ya es historia, la leyenda urbana mejor armada de la historia, o al menos de lo que va del siglo 21. Ahora voy a dedicarme a contarles algo que leí en una muy seria, pero finalmente irrisoria fuente académica sobre ese infaltable adminículo de la GNC: máscara-sanitaria-que-estás-en-el-rostro-bendecida-sea-tu-doble-protección. Veremos cómo este frondoso cuento nos trae además de miedos crecientes, algunos inesperados beneficios secundarios.
Una fuente tradicional de humor involuntario
En ese tumultuoso tremolar de olas sucesivas y enemigos cada vez más invisibles, ubicuos y feroces que nos trae diaria, semanal y anualmente la Gran Narrativa Covillera, lo que no esperaba encontrar era un momento de inefable humor involuntario, y en el lugar menos pensado. Antes de que el lector imagine que fue en una crónica periodística, ya le digo que no. Vale la pena, no obstante, dar un ejemplo de ese subgénero mediático, porque ya es una marca registrada de la vida covillera. Por ejemplo, lo que tuvo lugar en un programa semicómico de opinadores contumaces que, previsible y tristemente, jamás se apartan un ápice de la unanimidad reinante en los medios. ¿Cómo no disfrutar de este paroxismo de incomprensión que exhaló – por suerte sin máscara – mientras arrojaba feroces y altisonantes gotículas de moralista indignación una integrante del gremio informativo que pertenece al elenco estable del abigarrado grupo de tertulianos televisivos: “No es que la gente no quiera informarse. La gente se informa, y no quiere creer, porque no sé en qué quiere creer!”. Parafraseo a Borges en su comentario al final del relato mínimo y perfecto “La trama”: estas palabras hay que verlas, no leerlas. Mi cita de sus dichos, aún si fiel, es rotundamente pobre; le falta la exasperada y explosiva gesticulación tanto facial como de las manos y brazos de Patricia Madrid, pues de ella se trata. Todo en la cronista respalda con vigor su vehemente y vibrante llamado a la cordura colectiva: los labios, las cejas, las mejillas; por un instante me da ganas de dejarme llevar por esa oleada de signos didácticos y apasionados vertidos con generosidad por esta mujer en su alegato fervorosamente covillero.
Sólo le faltó a esa joven periodista poseída histriónicamente por la cólera usar el recurso poético del vetusto y maravilloso dativo ético: La gente no me razona, no me entiende, no me asimila la luminosa GNC. De veras, ¿qué les está pasando miembros vitalicios del colectivo llamado “gente”? Respondan de una buena vez, porque esta cronista de hechos que vale la pena comentar está al borde de un ataque de nervios, y realmente no sabe en qué quieren creer ustedes, la gente común. Háganle caso, por favor, abandonen lo que sea que están pensando, y respondan a esa pregunta: ¿dónde quedó la obediencia debida, absoluta y sin margen que le deben todos a la Ortodoxia Covid y a sus aguerridos defensores? ¿Cómo se atreven a ser tan conspiranoicos? Para nuestra tranquilidad, la mujer-periodista – lo digo como quien habla del hombre-araña – aventura una explicación sobre esa conducta alocada e irresponsable de la gente: “¡no entiende, no razona, no tiene el nivel educativo y cultural para comprender que hay gente que estudió como Alejandra (la Dra. A. Rey, médica de guardia del canal, también presente en ese café de mentira) como tantos otros, que es para lo que están, para decirnos qué es lo mejor que podemos hacer!”
Imagino en el amable público televisivo una exhalación colectiva de alivio uniformemente distribuido: ahora sí sabe en qué consiste esa mala actitud, es el fruto de insuficiente cultura y educación. De ahí no hay más que un paso a la insurrección del pensamiento. La furiosa tertuliana ha descubierto la génesis de un corto circuito mental que hace que la gente se resista al efecto hipnótico de la capa atmosférica e ideológica que es nuestra GNC de todos los minutos. Quién podría dudarlo, lo que describí, y que sucede con la máxima regularidad es una previsible fuente de humor involuntario, algo tan necesario como el oxígeno, para contrarrestar la violenta descarga nocturna de cifras necrofílicas, del tenaz temporal de melodramáticos y descontextualizados datos del informativo, de cualquiera de ellos. Con expresión de deudos profundamente dolidos nos los obsequian sus presentadores antes de ir a dormir, para que soñemos con la edición Covid-19 que vendrá, esa que será, qué duda puede haber, la peor todavía. No hay que ser desagradecidos; podemos reconocer esta bienvenida dosis de la “Risa remedio infalible”, como titulaba una sección la inefable Selecciones del Reader’s Digest, una revista que fue popular durante buena parte del siglo pasado.
Una fuente inesperada y seria de humor involuntario
Una rápida búsqueda de artículos con evaluación de pares sobre el uso de las máscaras o barbijos y su efecto en la comunicación o interacción social produjo un par de textos que cumplen con todos los requisitos de una publicación científica. Me voy a detener en uno de ellos, porque ese artículo me trajo una sorpresiva y bienvenida dosis de humor involuntario allí donde menos lo esperaba. No está todo perdido, si en la producción intelectual de estos paladines del GNC surge una ráfaga de gracia no intencional que aliviana el peso de esa insoportable capa narrativa que cubre la atmósfera mediática occidental.
El inicio del artículo no prometía nada de lo que me hizo reír con ganas y preguntarme, muy en serio: estos investigadores, todos de prestigiosas universidades, que avanzan en su carrera escribiendo estas cosas: ¿son o se hacen? Pero vamos por partes, no quiero estropear el disfrute de mis lectores dándoles ya la sorpresa que nos depara esta publicación formal y formidable en apariencia. Apareció en la revista Neuron, que es una de las publicaciones de la sólida y muy respetable editorial académica Elsevier. En el comienzo de “El rostro detrás de la máscara: el futuro de la interacción personal” (The face behind the mask: The future of interpersonal interaction), sus tres autores – provenientes de dos universidades norteamericanas, y de un centro canadiense de investigación sobre la salud – plantean algo por demás razonable, casi diría un fruto del puro sentido común:
el uso de las máscaras faciales interfiere con nuestra habilidad de ver los rasgos faciales críticos para el reconocimiento de rostros y de expresiones faciales de emoción. Ver las caras de nuestros pares es vital para las interacciones sociales exitosas, porque el rostro representa la firma visual del si mismo, ya que comunica instantáneamente una síntesis dinámica del género, la raza, la edad, la emoción y el ánimo que indica nuestras intenciones y pone en escena nuestra identidad” (Molnar-Szakacs, Uddin, & Heffernan, 2021, p. 1918).
No sólo concuerdo completamente con el fragmento citado, sino que debo confesar que encontré admirable en un estilo académico que usualmente es plano, insípido, la frase “la firma visual del si mismo” (the visual signature of the self). No lo podría decir mejor: desde la imposición del porte de tapabocas/barbijos estamos ante “una epidemia de desrostrificación” (epidemic of facelessness) que entristece el mundo de la vida, como una nube oscura e insistente en un día de primavera incipiente. Sin poder usar la rúbrica identitaria, sólo es visible un óvalo con un tercio descubierto y los otros dos fundamentales de ese gran signo corporal quedan eclipsados. Así como un documento carece de valor sin la firma correspondiente, nuestra vida en sociedad necesita exhibir esa natural carta de presentación que es nuestra cara descubierta, nuestro rostro abierto hacia el Otro, para que lo mire e interprete, en el orden de interacción, al decir de Erving Goffman.
Aún si lo expresan de modo llano, cómo no estar de
acuerdo con su afirmación de que “Las máscaras ocultan partes del rostro importantes para la comunicación verbal y no-verbal” (ibid.). Basados en estudios científicos sobre cómo funciona el sistema de neuronas espejo, ellos concluyen que “el uso de la máscara facial obstaculiza la comunicación y disminuye los lazos sociales apoyados por el discurso público” (p.1919). Estas afirmaciones les sirven para luego describir un recurso práctico y algo elemental u obvio que sería capaz de combatir en algo esa ausencia siniestra de cara en el ámbito hospitalario: “el Proyecto de Retrato del Equipo de Protección Personal”. Para humanizar la impresión negativa que cuerpos totalmente cubiertos del personal médico causan en los pacientes, estos llevan un muy visible retrato fotográfico sonriente colgado como una medalla sobre su pecho. Ese escueto signo indicial e icónico le diría a quien se enfrenta con este ser ininterpretable: ¡la persona que sonríe en la foto soy yo! Debajo de esa formidable armadura habría alguien común, con sentimientos y capaz de expresiones agradables como la que luce sobre el torso. De haber terminado aquí el artículo, yo diría: pequeña y algo elemental misión cumplida, describen una simple y no muy imaginativa solución semiótica para un problema básico de la interacción humana. Pero no, el texto sigue, y ahí llega con fuerza el sorprendente humor involuntario, en un género en el cual esa clase de discurso brilla por su ausencia.
No conformes con haber descrito un aparentemente exitoso remedio para una situación muy estresante como el estar internado y verse rodeado de seres de aspecto no humano, los autores van mucho más lejos. Tras aceptar el trastorno que ocasionan las máscaras pandémicas en el desempeño de nuestra vida social, ellos explican con la mayor seriedad que el usar máscaras ha sido una práctica muy positiva para aquellas personas que sufren de ansiedad durante la interacción. Dejo ahora la palabra a los autores, porque temo que de lo contrario mis lectores creerán que lo invento: “en los juicios estéticos, los rostros enmascarados son percibidos como más atractivos en general, y ese efecto es muy significativo para rostros que son considerados como los menos atractivos cuando no están enmascarados” (p. 1920). También mencionan la ventaja de no afeitarse o maquillarse, y no tener que sonreír, cuando se trabaja con público. Luego aluden a un estudio que curiosamente no es citado, y que concluiría que, además de la protección de la fealdad o del desaliño, habría una “mayor confiabilidad” en los portadores de barbijo. Los autores admiten que eso no es tan bueno, porque acarrearía una natural o instintiva reducción de la distancia social. En fin, no se puede ganar todas. Pero quiero detenerme en la insólita apología del tapabocas para quienes se consideran a si mismos feos.
Quiso la buena casualidad que poco después de leer este artículo científico, vi un video titulado “La Asociación Nacional de Feos ve precipitado el fin de las mascarillas”, que fue subido a YouTube el 23 de junio de 2021, y ya cuenta con 80.000 visitas, seguramente más que el número de lectores del artículo que comento aquí. Entre otras cosas, el hombre cuya cara está generosamente cubierta por un amplio tapabocas negro, habla con fuerte acento andaluz al micrófono de un imaginario periodista, en lo que obviamente es una producción audiovisual con finalidad humorística: “A nosotros nos viene mucho mejor que siga la mascarilla. Pero es que nosotros estamos en nuestro mejor momento. Los feos hemos ligado a un 200% durante la pandemia.” El enmascarado andaluz menciona esperanzado el apoyo de otros colectivos, como los de orejas muy separadas de la cabeza, ya que “con la mascarilla, pasan desapercibidos”.
Autor mirando intrigado signos insólitos en la Gran Narrativa Covillera
Tengo una primer duda genuina sobre este artículo publicado con evaluación de pares: ¿los autores están hablando de algo en lo que realmente creen, o lo que leí fue una suerte de pirueta retórica para cerrar su artículo científico, serio y convencional con una inyección de ánimo, de euforia – con perdón de la metáfora vacunicida? Parece que tras señalar todos los serios inconvenientes para la vida social causados por la máscara, ellos quisieran darle su apoyo moral: ¡larga vida al barbijo que, a pesar de los pesares, tanto bien les ha hecho (a algunos)! Como se dice a menudo sobre la ubicua y longeva aspirina: cuanto más se piensa sobre los tapabocas, más funciones y virtudes se les descubren. Algo de eso hay, porque el párrafo con que los investigadores cierran su estudio es inequívocamente panglosiano: según ellos, estaríamos viviendo en el mejor de los mundos pandémicos posibles:
A pesar de la estigmatización en los Estados Unidos, muchos han aceptado con ganas las máscaras faciales como la nueva norma cultural para el control de la infección y otros beneficios secundarios, análogos a los de algunos países asiáticos donde el uso de máscaras ha sido algo común, desde hace años. Esto indica un cambio fundamental en la cultura que acepta nuevas prácticas de higiene, un cambio beneficioso que reúne el cuidado del si mismo con la preocupación por el bien común.
Su curiosa conclusión parece un eco de la campaña del gobierno uruguayo para fomentar el uso del kit pandémico o de la campaña de vacunación. En ningún momento, el artículo cita alguno de los varios textos científicos que ponen en tela de juicio el valor profiláctico de la máscara como una protección eficaz contra la infección del virus Sars-Cov-2 (por ejemplo, el análisis de varios artículos con control de sesgo “Máscaras: por qué no sirven”, del físico canadiense Denis Rancourt.
Creo entender el motivo para que luego de esa insólita incursión en el humor involuntario – la enumeración de las ventajas de andar enmascarados de por vida para feos o desaliñados – se proceda a saludar con euforia este don nuevonormal. Las mascarillas llegaron para quedarse, para mayor gloria de la humanidad sufriente y discapacitada estéticamente. Para llegar a ese conclusión tan favorable, es fundamental que jamás una nube de incertidumbre flote sobre ese artículo. Creo relevante en este momento traer a colación la lúcida y feroz síntesis del más reciente ensayo de CJ Hopkins (30 de junio, 2021) sobre cómo se está destruyendo la realidad que todos conocíamos, para poder instalar con comodidad la siniestra y sigilosa Nueva Normalidad. Hopkins no hace más que registrar con humor ácido las idas y venidas poco y nada enmascaradas de la OMS sobre el uso de este artefacto facial, junto a otras arbitrariedades pandémicas:
Las personas perfectamente sanas podrían convertirse en “casos médicos.” Podrías contabilizar a cualquiera que muriera de cualquier cosa como si hubiera muerto de tu virus apocalíptico. Podrías decirle a la gente en términos inequívocos que las máscaras de aspecto médico no los protegerán de los virus, y luego dar la vuelta y decirles que lo harán, y luego, más tarde, admitir públicamente que mentiste para manipularlos, y luego negar que alguna vez dijiste eso, y decirles que usen máscaras. (Hopkins, 2021)
En esa suerte de calesita enloquecida, está embarcada media humanidad, cada vez más atemorizada y sin saber a ciencia cierta – nunca tan bien dicho – hacia dónde y cómo llevar su cuerpo, si seguir indefinidamente enmascarado, a medida que las archivillanas nuevas cepas se multiplican, o si por fin darse cuenta de que todo esto resulta ser, en gran medida, una historia no muy diferente de las que contaba Scheherezade, para seguir con vida. En el segundo caso, la máquina narrativa es la que desciende desde muy alto en la cadena alimenticia: son agencias intachables y globalizadas las que envían sus mandatos sobre confinamientos, máscaras-para-siempre, y mejor-distanciados-emburbujados-que-sociables. Y por eso luego de reír asombrado, me queda un retrogusto muy extraño, metálico, porque no consigo imaginar un mundo dividido en seres rotundamente feos y otros absolutamente atractivos, donde los primeros busquen con afán ponerse un yelmo protector para impedir la mirada que nos humaniza. Lo peor es que estos defensores a ultranza de máscaras, distanciamiento y la dudosamente mesiánica vacuna, creen que es una ventaja indudable el ocultar lo que ellos mismos llaman con acierto “la firma visual del si mismo”. La vida sin relacionarnos plenamente con otros no merece el nombre de tal. Argumentar como lo hacen estos autores que hay razones estéticas necesarias y suficientes para justificar el ocultamiento de la rica matriz semiótica que es nuestro humano rostro con máscaras nuevonormales simplemente está reñido con la ética que preside el método científico. No es más que otro capítulo de la interminablemente opresora Gran Narrativa Covillera.
Nota
1 Una noche cualquiera en Polémica en el Bar, programa de humor involuntario de Canal 10, que además insiste en irradiarnos dos veces por semana con esos potentes chorros de sabiduría a prueba de dudas.
Referencias
– Hopkins, CJ. (2021). The War on Reality. The Consent Factory, 30.06.2021: https://off-guardian.org/2021/06/30/the-war-on-reality/?fbclid=IwAR3_sQpds-yXO8ok_d0COFC68v4YNGOto5upuTHwTw4FkPFgdH5vy-q4It8
– Molnar-Szakacs, I.; Q. Uddin, L. and Heffernan, M.B. (2021). The face behind the mask: The future of interpersonal interaction. Neuron 109, June 16, 2021, 1918-1920