“La naturaleza de los hombres soberbios y viles es mostrarse insolentes en la prosperidad abyectos y humildes en la adversidad”
Nicolás de Maquiavelo

ENSAYO

Por Diego Andrés Díaz

Hace casi un año, se publicaba en extramuros un artículo donde intentaba exponer una lista no exhaustiva de situaciones y protagonistas del fenómeno comunicacional de la Pandemia, titulado “Las siete plagas que la farsa política esconde detrás de la pandemia”.

En el mismo me refería a que estos actores y discursos manifestaban cierto nivel de ocultamiento. Este ocultamiento no significaba necesariamente una especie de camuflaje radical e intencionado, sino la manifestación de la naturalización y aceptación por parte de las sociedades actuales de sus relatos, sus lógicas, y sus unanimidades. Es decir, no se necesitan en la mayoría de los casos profundos y complejos sistemas de complotismo y manipulación para que las sociedades actuales abracen con entusiasmo el aumento constante de buena parte de estos relatos -especialmente el del centralismo político- ya que la cultura dominante los consagra a diario. 

No ha existido ningún tipo de análisis sobre uno de los puntos señalados anteriormente: el “complotismo”, y su naturaleza. En general, las teorías sobre complots o conspiraciones tienen diferentes grados de verosimilitud y legitimidad a nivel social, pero en este período se han dado dos procesos: han sido presentadas como una categoría para delirantes, radicales o enfermos mentales; y allí han ido a parar sin matices todas las impugnaciones, parciales o totales, del relato hegemónico sobre la Pandemia. 

Creo necesario plantear por lo menos, dos planos diferenciados de lo que representan las teorías que proponen, de forma tangencial o central, diferentes niveles de coordinación entre agente y actores para presentar ante la sociedad intenciones, fines y resultados de tal forma que camuflen sus verdaderos intereses. Por un lado, la “mentalidad conspiracionista” tiene evidentes elementos negativos, ya que promueven explicaciones simplistas que generan un bálsamo espiritual frente a la incomprensión o disgusto de la realidad, impone la desconfianza automática entre los ciudadanos, y siembra un sentimiento derrotista que disuelve el anhelo de justicia y rebeldía frente a lo que serían poderes ocultos y todopoderosos. Pero advertir la existencia histórica de complots, conspiraciones y coordinación de acciones no es otra cosa que ser un praxeólogo.  Como bien señala Murray Rothbard, existen “…buenos y malos analistas de conspiraciones, al igual que hay buenos y malos historiadores o practicantes de cualquier disciplina. Lejos de ser un paranoico o un determinista, el analista de conspiraciones (…) cree que las personas actúan de forma intencionada, que toman decisiones conscientes para emplear medios con el fin de alcanzar objetivos…”

En la nota original, mi intención era señalar lo que considero verdaderas plagas del discurso político global con respecto a los acontecimientos que se vivían en ese momento: más allá de no representar una lista cualitativa, ni exhaustiva, ni definitiva, existe en ella un extraño paralelismo con respecto a los siete pecados capitales: seis de las siete plagas parecen remitir a una de ellas, que opera como el más importante y fuente de donde derivan los demás. Así, el centralismo político ejerce un rol similar al que manifiesta el pecado de soberbia. En ambos casos, parecen ser elementos que operan como matriz del desarrollo de otros fenómenos que están ligados indisolublemente: así como la soberbia es matriz de la manifestación de los otros pecados según la tradición cristiana (la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza), el centralismo político parece ejercer el mismo rol en las otras plagas referidas. Una extraña casualidad -anegada de causalidad- es que el centralismo político es la manifestación ideológica y programática de lo que llamará Friedrich Hayek La fatal arrogancia de los planificadores centrales, ingenieros sociales y colectivistas de todo pelaje. 

El centralismo político es también una de las formas en que se nos representa la soberbia. El desprecio y rechazo a los órdenes espontáneos y las soluciones descentralizadas que los cultores de la Ortodoxia Covid y el globalismo político han demostrado en este periplo seguramente será materia de investigación y análisis en el futuro, junto a las señales de arrogancia y soberbia que han demostrado frente a cualquier crítica en sus postulados. Ante cada contradicción, falsedad o manipulación advertida y señalada del relato hegemónico globalizado con respecto a la pandemia, lo que ha surgido como respuesta es la descalificación al barrer, la estigmatización genérica, y, destacándose, toneladas de pura y dura soberbia. 

Hayek señala que los sistemas de centralismo -orden indispensable para conducirnos al Camino de servidumbre- requieren de un mecanismo de propaganda de tal magnitud y capacidad de manifestación monolítica, que logre convencer a los ciudadanos que su suerte personal va de la mano a la suerte del modelo centralizado: “…El camino más eficaz para hacer que todos sirvan al sistema único de fines que se propone el plan social consiste en hacer que todos crean en esos fines…”. En su obra Camino de Servidumbre (Madrid 2017, Pág. 237 y ss.) explica que “…para que un sistema totalitario funcione eficientemente no basta forzar a todos a que trabajen para lo mismo fines. Esencial que la gente acabe por considerarlos como sus fines propios. (…) tiene que convertirse en un credo generalmente aceptado que lleve los individuos, espontáneamente, en la medida de lo posible, por la vía que el planificador dice. Si el sentimiento de opresión en los países totalitarios es, en general, mucho menos agudo que lo que se imagina la mayoría de las personas en los países liberales, ello se debe a que los gobiernos totalitarios han conseguido en alto grado que la gente piense como ellos desean que lo haga (…) Si todas las fuentes de información ordinaria están efectivamente bajo un mando único, la cuestión no es ella la de persuadir a la gente de esto o aquello…”.

En síntesis, el centralismo político se manifiesta como el eje articulador de todos los fenómenos relacionados a esta etapa histórica que estamos atravesando, y no deja de ser una manifestación de soberbia donde un grupo de personajes mesiánicos creen tener la capacidad de obtener, comprender, analizar y contextualizar millones de interacciones e información que actúan en una sociedad, frente a los órdenes espontáneos y la libertad de los individuos y sus relaciones voluntarias. 

Una de las características del centralismo político es presentarse como un modelo tan colosal, tan universal, omnipresente y omnisapiente, que cualquier acto de resistencia frente al mismo fue contestado con las pullas propias de la época: desde acusarlos de negacionistas hasta los clásicos con contenido político: ultraderechistas, antisistema, neoliberales, etc. Hayek refería a una de las características de los modelos colectivistas y centralistas es que, en sí, luego de destruir las virtudes de los ciudadanos y sus libertades, no tiene gran cosa que ofrecer. “…Lo cierto es que –señala nuevamente en “Camino de servidumbre”- las virtudes menos estimadas y practicadas ahora -Independencia, autoconfianza y voluntad para soportar riesgos, ánimo para mantener las convicciones propias frente a una mayoría y disposición para cooperar voluntariamente con el prójimo- son esencialmente aquellas sobre las que descansa el funcionamiento de una sociedad individualista. El colectivismo no tiene nada que poner en su lugar, y en la medida en que ya las ha destruido ha dejado un vacío que es saturado con la petición de obediencia y la coacción del individuo para que realice lo que colectivamente sea decidido tener por bueno…”. 

El centralismo político, una de las plagas que han cabalgado con ferocidad estos últimos años, es una manifestación de soberbia. Y, como señalaba San Agustín, la soberbia no es grandeza, sino hinchazón. Y lo hinchado no está sano, está enfermo.

Así como de la soberbia parecen desplegarse los otros seis pecados capitales, del centralismo político y en coordinación con este, se manifestaban las otras plagas que la política nos regaló con la pandemia. En este sentido, los discursos que vanagloriaban las cuarentenas radicales y la proliferación de las rentas básicas parecen retirarse lentamente, dejándonos sin embargo la resaca de la fiesta de emisión monetaria y proceso inflacionario global. No olvidemos que el impuesto inflacionario es uno de los más criminales y nefastos procesos por el cual los estados nacionales destruyen las monedas que ellos mismos emiten para redistribuir el capital de los ciudadanos a los Estados y licuar deudas

públicas, entre otros enormes daños que causa.

Este proceso inflacionario no es otra cosa que un colosal proceso de falsificación. Esta falsificación generalizada es especialmente dañina, porque, en primera instancia, crea en sus víctimas la engañosa ilusión de que existe una incomparable prosperidad. Esta falsificación, que no es otra cosa que la inflación, es el resultado -al decir de Murray Rothbard- de crear “…nuevo “dinero” que no está sujeto al patrón oro o plata (…) Ahora vemos la razón por la cual los gobiernos son inherentemente inflacionistas: se debe a que la inflación es un medio poderoso y sutil que el gobierno dispone para apropiarse de los recursos del público; procedimiento cuyo efecto no se advierte inmediatamente y, por eso, no determina reacción dolorosa…”. 

Más allá de que los “monjes negros” de las cuarentenas y rentas básicas estén desapareciendo de los medios de comunicación y de los discursos dominantes -las excepciones a este repliegue parecen ser los pietistas progresistas en los países del primer mundo y las izquierdas socialistas en Latinoamérica- lo que va quedando como resaca de esta plaga es, no solo, una inflación internacional sostenida -EE. UU. superó el guarismo del 7%- sino que han resucitado viejos disparates y mentiras que en boca de  “tecnócratas” -otra plaga- y burócratas globales intentan vender este proceso inflacionario como algo positivo y deseable, en sintonía con modelos de tasa de interés baja y dinero barato, verdadera fiesta de endeudamiento público. Este modelo, esta burbuja que ha propiciado la FED, parece insostenible, como bien señala Daniel Lacalle.

Es necesario recordar que la inflación destruye los ingresos de los asalariados, impacta en los sectores más pobres, degrada la actividad económica imposibilitando el cálculo económico empresarial, distorsiona el sistema de precios como información clave en el sistema productivo, esclaviza a la población con los estados emisores, y especialmente, destruye la preferencia temporal de la población, empujándolos a desprenderse lo más rápido posible de la moneda falsificada.  

El caso norteamericano es paradigmático en este sentido: la cuenta oficial de Twitter de la Casa Blanca en la administración de Joe Biden, publica, el día 27 de enero de 2022, una información sobre el porcentaje de crecimiento del PBI nacional a través de una gráfica. La intención es, notoriamente, mostrar “buenas noticias” con respecto al desempeño económico de EE. UU. La gráfica es absolutamente grotesca, descontextualizada y premeditadamente mal confeccionada para resaltar la supuesta recuperación frente a la caída económica previa -resultado de las políticas seguidas frente a la Pandemia- en una acción que ruborizaría hasta a los más desfachatados gobiernos socialistas latinoamericanos, constantes mentirosos seriales en materia económica. Si los gobernantes tienen una tendencia constante a mentir, en los aspectos económicos esta característica se profundiza, ya que están en juego dos factores claves de su actividad: sus ingresos y su reputación.

“La inflación es enemiga del capitalismo y la libertad” resume, con total claridad quirúrgica, Dardo Gasparré en las redes sociales, y no se equivoca. Luego de la fiesta de emisión monetaria general -parte del paquete obligatorio a aplicar como medida para enfrentar la pandemia, junto a cuarentenas criminales, cancelación de derechos individuales, pases sanitarios, rentas básicas- estamos viendo un nuevo capítulo de una de las típicas estafas que la clase política de cualquier estado realiza periódicamente: extraerle enormes cantidades de riqueza a los ciudadanos a través del impuesto inflacionario, licuar sus deudas y las de sus amigos del poder, y culpar a otros -en general, los empresarios, como coinciden en acusar el kirschnerismo en Argentina y el Bidenismo en EE. UU. -de semejante robo. 

Otro rol bastante triste ejercido durante todo este periplo, que han intentado sostener en el tiempo la “tecnocracia” y los “políticos con túnica” -tercera peste- es el de mantener altísimos niveles de miedo social. La apelación al terrorismo discursivo suele ser una trampa para el que lo ejerce: extremadamente efectivo al principio, resultado de una especie de instinto de supervivencia, con el tiempo comienza no solo ha ser inefectivo sino molesto para las sociedades que son bombardeadas con el mismo. El desprecio hacia los cultores del terrorismo disfrazados con túnicas -apelando al prestigio social de eso llamado “la ciencia”- aumenta directamente en proporción a las protestas sociales e incumplimiento a protocolos, distanciamientos y pases sanitarios. El proceso parece haber erosionado drásticamente los sistemas académicos y las instituciones de investigación y educación, impregnadas de la religión del wokismo y la corrección política. 

El “Club del miedo” es un conglomerado mucho más numeroso e inorgánico, ya que cuenta en su membresía con actores de diferente naturaleza, algunos constantes, otros ocasionales. Los medios de comunicación hegemónicos a nivel global -las redes sociales más populares, los medios de comunicaciones tradicionales de mayor prestigio- han tenido una importancia central en la promoción del miedo como mecanismo de comunicación, en estos últimos años. Lo interesante del “club del miedo” es que la realidad es tan dinámica que las deserciones del Club dejan expuesto de forma drástica a los que no advierten los cambios en los relatos, los emergentes políticos que desplazan el eje del discurso del miedo y, especialmente, la proliferación de datos que cuestionan el discurso de terror.

Este ciclo pandémico, como toda crisis, ha representado el resurgir de un importante grupo de ideologías políticas y filosóficas que se tienen una notoria comodidad con la realidad hiper- controlada e intervenida que precipitaron las decisiones políticas frente a la aparición del Covid 19. En este club selecto pueden verse los neomalthusianos, los filántropos del despoblamiento, los agoreros del fin del planeta, los adoradores de la misantropía, los promotores de todo lo que huela a muerte y miedo; los pietistas y su determinismo progresista, eternos burócratas globales con su designio autoimpuesto y universal de salvarte de vos mismo; los colectivistas posmodernos, hipermodernistas y viudas de Marx; los jacobinos soberanistas “salvadores por la espada”; los materialistas de siempre, los estatistas del pasado, los futuristas del presente, los globalistas del futuro.

El ciclo de restricciones parece ir menguando su intensidad, más allá de la periódica insistencia de sus cultores. El camuflaje que han realizado del deterioro de las libertades individuales y los derechos constitucionales, detrás de “normas de excepción”, vienen perdiendo efectividad. Los poderes judiciales de los países centrales parecen haber despertado, por lo menos en parte, y revisando los atropellos que se han vivido. El artículo de principios del 2021 presentaba alguno de los emergentes políticos negativos que vinieron con la pandemia. De todas aquellas “plagas”, la que se sostiene con mayor fuerza, es la soberbia del centralismo político.