POIESIS / 21

Por Diego Techeira

1.- Un ejemplo lejano

Cuando leemos a Saúl Pérez Gadea nos resulta inevitable recordar la famosa sentencia de André Breton: “la belleza será convulsiva o no será”. Con esa expresión tan radical, el ideólogo del surrealismo no pretendía exaltar como valor estético lo repulsivo sino referir a una condición necesaria de lo artístico: la de generar una conmoción en el receptor. Una conmoción provocada por un desplazamiento súbito que lo arranque de su cómoda rutina mental.

Esta conmoción no necesariamente ha de darse (como sí se da en el caso de Pérez Gadea) a través de un imaginario fantástico, intenso y personal. En el caso de  la poesía ligada al zen o al taoísmo se da a través del despojamiento: el mundo, sin haber pasado por el tamiz del intelecto, desnuda nuestra mirada y entonces nos sorprendemos al ver una hoja, una piedra, un resplandor, como si fuera la primera vez. Con el mismo lenguaje radical de la cita anterior, Breton definía esto como “el ojo en estado salvaje”. El resultado es el mismo: el receptor se sorprende porque descubre una realidad que es otra pero la misma: la piedra, la hoja o el resplandor, que ignoró siempre como parte de lo obvio, le obligan de pronto a despertar de la insulsa y rutinaria percepción empobrecida por los hábitos mentales culturalmente adquiridos.

Si somos capaces de reconocer que toda interpretación de la realidad es una ficción (y agreguemos que la realidad —salvo en el caso excepcional del budista que alcanza el satori— es percibida siempre por una mente que la interpreta), no es difícil entender lo que he expuesto en el prólogo del libro “El ojo de la tempestad” acerca de la confrontación desgastante entre la ficción individual y una ficción colectiva que la envuelve y asfixia.

La obra de Saúl Pérez Gadea puede verse como un testimonio de su derrota en lo que concierne a la vida del autor, entendida en el estricto sentido biológico. Y de la indiferencia de la sociedad, incapaz —como un psicópata— de sentir empatías ni culpas. 

Pero esta obra testimonia, además, que es posible mirar más allá de lo que nos impone la ficción colectiva, hacer frente a la frustración de obligarse uno mismo a descartar lo más auténtico de sí para tomar el camino de la resignación. Un camino que resulta fácil en apariencia, pero es inútil negar que el despojarnos de nuestra esencia no nos alivia de un peso sino que, al contrario, nos arrojamos encima el fardo de la desilusión.

¿Cuántos de nosotros no hemos sentido muchas veces que no encajamos en esa absurda danza que llamamos la vida social? La ansiedad, la angustia, la depresión, son sus fatales resultados. Algunos optan por superarlo con drogas (legales o no). Otros, con la compulsión por las compras, una droga socialmente aceptable, estimulada de manera constante y cuyo fugaz efecto se desvanece cuando la novedad es reemplazada por la frustración y una nueva angustia que se puede compensar con un bocado ante el televisor para consolar la ansiedad. Nada que signifique un problema en nuestra sociedad que ha sabido hacer del consumo el ideal de realización del individuo y del progreso colectivo.

En quienes no tienen demasiadas armas intelectuales o carecen de espíritu crítico, todo esto conduce a la depresión crónica o a la violencia, desencadenadas por la sensación de quedar “fuera del juego”, de haber sido apartado del mismo por las circunstancias, al perderse el sentido de pertenencia, y desconocerse el individuo como integrante de una comunidad o, para decirlo de otro modo, al sentir que la comunidad a la que pertenece no lo integra, lo desconoce.

Nada grave: la depresión ayuda a vender zapatos, comida chatarra y smart phones y la violencia ayuda a vender noticieros cuyo objetivo parece ser el convencernos de que la vida es lo peor que nos puede pasar. La profiláctica medida de no reportar a través de la prensa los casos de suicidio (nuestro poeta, uno de ellos) parece transformarlos sólo en un daño colateral del  uruguayan way of life.

A quien se niega a formar parte de este corso enajenante se les llama  “locos”, “desubicados”, “renegados” o, haciendo uso de un término más profesionalmente actualizado, “disfuncionales”, por pretender una sociedad distinta a esa que los obliga a adaptarse a sus disfuncionalidades orgánicas. Fácilmente se los reconoce a través de tests psicométricos y la sociedad, gracias a esta maravillosa y sutil indagación de los complejos rincones del alma, puede cerrarles, a esos energúmenos capaces tener ideas propias, las puertas con pasador.

“¿Has vivido todos estos días o ha sido un mismo día repetido?”, grafiteó alguien por donde las calles no tienen nombre. El costo de vivir auténticamente puede ser alto pero al final le queda a uno la satisfacción de dejar, con suerte, una obra como la de Saúl Pérez Gadea, que permite alcanzar a otros un fugaz despertar, un instante de luz, una descontracción que da la oportunidad al lector, por un momento, de identificarse con el ladrón del fuego, con aquellos hombres de maíz que podían ver más allá del horizonte antes de que los dioses les pusieran una nube en los ojos para evitar que se asumieran como semejantes a ellos. Claro que la mayoría, como sucedía a los supersticiosos marineros medievales, teme aventurarse más allá del umbral de Finisterre, ante la sola idea de toparse de frente con los ojos de la medusa. Prefieren, por tanto, no remover la nube en sus ojos.

También le queda, al que elige el sacrificio de esa soledad que implica el apostar a ser y no a simplemente representar (a vivir y no simplemente a durar), la posibilidad de responder a la lúcida pregunta del grafitti: “aposté a la autenticidad cuanto me fue posible”.

La obra de Saúl Pérez Gadea es su personalísimo testimonio. No faltará el profesional que la vea como un simple legajo del cual sacar un diagnóstico. Pero algunos (hombres y mujeres jugados a ser verdaderos y no  resignados a ser “como la gente”) veremos en ella, siempre, un dramático y valioso legado que habremos de tomar como ejemplo de intensidad y creatividad para admirarlo y después buscar nuestro camino por donde nadie haya pisado antes.

2.- Referentes

Al publicar Homo-Ciudad —con 18 años—, Saúl Pérez Gadea recibió elogios y detracciones, muchas veces demasiado apasionados para ser considerados seriamente a la hora de acercarse desde una perspectiva crítica a la obra. El prólogo de Jesualdo Sosa carece de ecuanimidad hasta tal punto que sólo es posible atribuirle al presentador un serio déficit de criterio, de gusto o de sinceridad. Pérez Gadea perdió así la oportunidad de revisar y corregir su obra prima y los testimonios familiares hacen hincapié en el malestar que la publicación y el prólogo causaron al pasar los años en el poeta. Lo cierto es que la condescendencia del maestro no lo ayudó a presentar una obra digna de su potencial y los elogios, cuando pusieron ser percibidos por él como desmedidos, acabaron generando inseguridad al creador. Lo cierto es que HOMO-CIUDAD puede leerse hoy como un poema cuya innegable grandeza y su indiscutible importancia (repito: innegable e indiscutible) para la poesía uruguaya no le disimulan lo malogrado.

Por otro lado, uno de sus detractores, Alfredo de la Peña, desde las páginas de “Asir”, parece encarnar el antagónico de Jesualdo. En su comentario se ensaña con el poeta y los aspectos que cuestiona del texto evidencian en el crítico una mentalidad sólidamente resguardada de la modernidad.

Una observación, sin embargo (aunque condimentada con cierta ironía innecesariamente corrosiva), es digna de consideración. Cuando habla de “cierta ofuscación libresca que lo zarandea” (imagen que tal vez inspiró posteriormente el grácil Quijote en la carátula de su cuaderno de Paysandú), supo intuir en la poética de Pérez Gadea a un voraz lector, tal vez indisciplinado como todo adolescente que empieza a descubrir el mundo y los libros a la vez, pero en absoluto atolondrado. El sello personal del poema permitió que Sarandy Cabrera escribiera destacando la autenticidad de su poesía y que Onetti le dijera “usted tiene talento literario y personalidad”, y para no dejar margen a especulaciones precedió lo dicho de un rotundo “sin duda”. Quienes conozcan el carácter del novelista sabrán reconocer en esas pocas palabras una aprobación inusual y de indiscutible trascendencia.

La sola visualización del poema editado en 1950 nos hace pensar inmediatamente en Walt Whitman. Es posible, sin embargo, que esos versos largos y vertiginosos reciban la influencia del norteamericano de manera indirecta a través de Neruda (¿tal vez también de cierto González Tuñón?). El chileno es, sí, un indiscutible referente en nuestro poeta, que vuelve en su texto a acercarse a Whitman a través de un discurso que habla de “tú” al lector y regresa al chileno desplegando un verdadero torrente de metáforas que no dejan de remontarnos (más que al demasiado sofisticado —surrealista a despecho de sí mismo— García Lorca de “Poeta en Nueva York”) a Miguel Hernández, otro poeta campirano, que en “El silbo de reafirmación de la aldea” reacciona contra la “babel de babeles” de una “ciudad espléndida de arañas”.

El tono global de la obra poética de Saúl Pérez Gadea apunta, sin embargo, hacia otros nombres como referentes por afinidades que van más allá de lo estético. Es donde el autor se distancia de Neruda y su exaltación vital, presente aún en los textos más pesimistas del chileno, cuya poética difícilmente podamos asociar a lo intimista o a la pesadumbre.

En este sentido, Pérez Gadea se aproxima, en su carácter, a Machado, a Vallejo, a Líber Falco. Reflejos del español nos es posible atisbar en algunos poemas del cuaderno publicado en 1962, en los que el poeta se nos presenta como un “paseante” en diálogo existencial con el mundo. Machado lo vivencia muy conscientemente como hastío (una palabra recurrente en su obra). Leemos en sus versos el tránsito por el paisaje de un hombre que soporta una sobrevida desapasionada, desasosegada. Pérez Gadea está más allá: su voz es la de quien mira al mundo desde el otro lado del umbral que separa la vida y la muerte. No es la suya “sobrevida” sino muerte prefigurada.

Esto lo relaciona a la obra de los otros dos poetas. A Vallejo (tal vez por su sensibilidad el que le es más afín, y que irá desplazando a Neruda como referente estético) por el componente de angustia en su vida y en su obra, y a Falco por la destacada presencia de la muerte.

Sentimos, no obstante, en Pérez Gadea (y es por ello que trasciende sus referentes literarios) un pathos más encarnado: a diferencia de lo que puede suceder cuando se lee a Vallejo, sentimos que el poeta uruguayo se hace uno con la angustia, que no es ésta una pesada carga, como en el poeta peruano, sino más bien su condición vital. Casi podemos llegar a decir que él es su propio “Heraldo negro”.

De Líber Falco en muy constadas ocasiones se percibe una marca estética. Tal vez el caso más evidente sea el del poema “Por el mundo que vas”, y es el que nos permite apreciar su huella, ya casi imposible de seguir en el resto de la obra. Apenas se intuye por el empleo frecuente de la repetición de palabras como recurso estético: “qué tarde en la tarde/ de aquel día…”, “Nosotros los dos solos/ solos entre las calles/ entre el gentío solos…”, “un sonido en el aire y nada, nada…”. Esta influencia es menor y muy disimulada. Se diría más bien, asimilada como parte de la naturaleza de la expresión coloquial: de una u otra manera, más o menos apreciable, y sin que parezca obsesiva como en el caso de Falco, este tipo de reiteraciones recorren toda la obra de Pérez Gadea.

Lo que evidencia la impronta de Falco es la tematización de la muerte. Sin embargo, se presenta una diferencia sustancial: Falco aborda el tema de un modo conceptual: a pesar del empleo de la personificación, es a través de la noción abstracta como nos la presenta. Pérez Gadea nos enfrenta a una vivencia de la muerte, a una conciencia física de la misma. Esa “prefiguración” de la muerte que señalamos para diferenciarlo de la “sobrevida” de Machado, nos la presenta a través de la degradación o de la disolución física de sí mismo. 

Las lecturas de Pérez Gadea, tal como pudo intuirlo de la Peña, son más que variadas, y de ello también quedan testimonios como el de Alejandro Michelena, quien en la presentación del libro “El ojo de la tempestad” recordó al poeta como una personalidad de gran magnetismo y con un conocimiento amplio y profundo de lo literario.

Las cartas que recibiera en ocasión de su temprana publicación agregan algunas pistas, y el mismo texto de Homo-Ciudad propone ciertas referencias directas a Faulkner, a Dante, a la Biblia. Se le puede suponer lecturas de Lautréamont  (¿tal vez vía Darío?), de Maiakovski, de Kafka, Baudelaire, Huxley, Rilke y Blake —también presente en el título de su último libro: La puerta abierta—.

A decir verdad importa poco. Lo que interesa es notar que sus referentes no fueron influencias que impregnaran su poesía de inautenticidad. El breve análisis que precede demuestra, por el contrario, que si es posible hallarlas, sus influencias no implicaron una actitud epigónica, sino la atenta lectura orientada a otorgar a su obra mayor libertad.

“La angustia de las influencias desvelará a poetas y críticos que busquen saber de dónde sale esta poesía”, ha escrito Ana Inés Larre Borges. 

No son precisamente las lecturas de Pérez Gadea las que nos den una respuesta a semejante duda. Poemas como “Hospital Vilardebó”, “Cuando yo nací, Helena”, “Llegan los hombres”, “Resurrección”, o como los que integran “La Puerta Abierta”, no se pueden explicar por los libros que le anteceden. El carácter único de la poesía de Saúl Pérez Gadea sólo puede ser atribuido al carácter único de su propia personalidad y de su “gestualidad” creativa. 


SERÁS POLVO EN EL POLVO
 Serás polvo en el polvo, ceniza en la ceniza
 pero de mí tendrás la llama ardiendo.
 Te seguiré los pasos por el mundo
 como una espada, sin piedad, mordiendo.
 Te ocultarás de noche tiritando
 pondrás cerrojos a tu puerta, y tranca
 y te irás en la sombra consumiendo.
 Y yo sin pausa como un perro alado,
 por el viento, los mares y el alero,
 morderé los cristales de tu cuarto,
 inundaré de humo tus recuerdos:
 Maldita y por mi amor desamparada
 bajarás por la escala hasta el infierno
 y más allá del círculo del hambre
 estallaré a tu espalda como un trueno.
 No habrá piedad, no habrá piedad ni olvido
 aunque envejezcas en una casa sola
 y te rodeen tus hijos y tus nietos
 y tengas mil maridos y mil amantes
 y un castillo de lujo, piedra y fuego.
 Estaré con mi última mirada
 apretándote entera, en alma y cuerpo.
 
EL SIRVIENTE DEL DIABLO
 Ya en la infancia un laberinto era,
 era también subsuelos entreabiertos,
 galerías nocturnas: por esos corredores
 de la vida, un ángel ceniciento me empujaba.
 Así, de urgencia, voy sin paz viviendo,
 oyendo tras de mí tantas pisadas
 y el ángel con sus alas que me pegan
 y el ángel que me hostiga por la espalda.
 Es un ser demoníaco con furia de azufres
 con vendaval de espadas
 con rabia de no ser etéreo, altivo.
 Es cínico y de témpanos sus alas;
 detrás de mí proyecta sus linternas
 y mi mundo en sus manos se desgarra.
 Me cambia los jardines en espumas,
 las rosas en alambres,
 las sonrisas de un niño en muecas viejas,
 el inocente arroyo en bestia parda.
 Me obliga a sonreír en los crepúsculos,
 descreer del amor, romper mi alma.
 Me obliga a construir todos los días
 flores de humo, que después deshoja,
 me obliga a sonreír, a arder de odio,
 me infecta todo el día las palabras.
 De noche caigo con su carga a cuestas
 y en sueño es más visible y más humano;
 me hace llorar de angustia entre los muros,
 me hace caer del cielo hacia la almohada.
 Es un ser de la noche y de la furia,
 un demonio, un abyecto, un descarado;
 lo engendraron las penas y los días,
 los fracasos innúmeros, los años.
 Es un pobre infeliz con su infortunio,
 un arrastrado ser lleno de culpa.
 Un ángel personal, por mí creado.
 
CUANDO YO NACÍ, HELENA
 Cuando yo nací, Helena,
 los poetas de París
 se ahorcaban mirándote a los ojos.
 Cuando yo crecí, Helena,
 tú te encerraste en una casa grande
 con un marchito ramo
 y un polvoriento ajuar.
 Y sonaron a tumba tus paseos
 por los corredores solitarios.
 Cuando yo fui hombre, Helena,
 ya eras sólo un gris daguerrotipo
 que plumereaba la mucama albina.
 Cuando yo sea viejo, Helena,
 y oficie de rector
 y tenga gafas
 y mueva en tics senil
 mi calavera,
 cuando tu mundo, Helena,
 sea una muestra
 del museo de cosas
 insensibles,
 como los abanicos y las modas
 y las hojas del libro de retratos,
 junto a las cartas de amor
 y los periódicos
 y las verjas que huyeron del verano.
 Cuando yo haya muerto, Helena,
 y silben trenes mucho más veloces
 y amontonen casa sobre casa
 y se cubran de máquinas las selvas
 y se apaguen los últimos jardines
 y el dios de los veranos haya muerto.
 Y muerto el Dios
 no existen más muchachas,
 ni el vino a la hora del almuerzo,
 ni el olor de durazno en la persiana,
 ni las sábanas blancas en la siesta,
 ni el perro que corría por el monte,
 ni el niño que contaba las estrellas.
 Un mundo así. Distante y sin
 la clara mañana del camino
 sin el humo subiendo por el valle,
 sin pastor, sin caminos, sin lucero.
 Un mundo sin tu sombra, Helena,
 un mundo,
 una piedra redonda dando vueltas,
 un sonido en el aire y nada, nada,
 un sonido nomás, débil, cayendo.
 
HOSPITAL VILARDEBÓ
 Si Dios llegara a visitar la casa
 en un atardecer, si Dios viniera,
 si yo pusiera en sus
 manos totales la total
 llave que nos abre el mundo turbio,
 el mundo hundido de esta casa hundida
 como un gran hoyo o como un monstruo ciego.
 Adelante, Jesús. Veamos todo; no marchites el rostro,
 el ojo blanco, la silbante
 sangre, tu madera.
 Aquí está Pedro que se ató las manos
 con alambres de púa y de serpiente,
 que inunda pabellones de fantasmas
 y profiere alaridos, tu sufriente.
 Adelante, Jesús. Aquí a la vieja que se lava las manos
 el pellejo le cuelga de los dedos sarmentosos,
 tiene sangre, suda sangre, sufre sangre;
 vedla sangrar, falanges cavernícolas,
 dedos rasgados de jabón, martirizados de agua,
 tu sufriente.
 Adelante, Jesús. Aquí el poeta que se estrangula solo,
 que ruge, escupe, orina y cabecea,
 y al fin como una bolsa que se pudre,
 sus huesos sobre el suelo esparce al viento.
 Todo está bien. Job en su piedra,
 Job en su yugo. Job en su cadena.
 La locura es el beso de los ángeles
 que tienen de medusa las cabezas.
 
RESURRECCIÓN
 Me habían vaticinado pronto fracaso;
 los viejos conocidos me miraban
 como a un montón de cosas sin sentido.
 Ahora que tambaleando resucito,
 con la máscara aquella echada al hombro,
 y cruzo la ciudad
 de sur a norte, haciendo como ayer el recorrido,
 vuelvo a los mismos vinos fraternales
 y anclo entre los mismos calabozos.
 

 Juventud tan pisada en tu avenida
 de permanente otoño; fui yo el que partió
 llevando a cuestas tantas cremaciones
 como años subterráneos
 frecuentando contigo los camastros,
 temblando en un agujero, con la humedad de manta
 y el claro día
 filtrándose poco a poco en el cerrojo.
 Así es la vida, en estos muros
 grabé las letras en estos paredones
 dejé mi grito descascarado y frágil
 como una escoba contra un sable fino.
 Por estas calles de mujeres que pasan
 y de caras olvidadas en los tranvías.
 

 Me miro la cara como quien envejece.
 La mano que la sostiene siente los huesos
 pesados como plomos.
 Y tú, ciudad, motivo de mis iras,
 y tú, mujer, motivo de mis amores,
 y tú, irrefragable tiempo en marcha,
 todo se confabula
 y arde y muere en esta noche.
 Marzo sin redención, sin frutos,
 seco en flores.
 

 Nadie te vio, Delmira...
 

 Nadie te vio, Delmira, romper la escarcha,
 sacar tus pechos a la madrugada,
 batir con tus campanas polvorientas
 la furia de la noche.
 Viajera de dos mundos, tú que viviste aquí,
 viajera del diamante y de la espada,
 tú que viviste aquí
 cómo pudiste, cómo pudiste ser
 fuego en el agua.
 Nadie te vio, Delmira,
 romper las puertas de los monasterios,
 incendiar la ciudad con la mirada.
 Yo sí te vi. Pero fue tarde entonces.
 El planeta metálico y sin alma
 creaba su bahía entre la noche
 llena de cornamentas derrumbadas.
 
DIOS DE LOS FELICES
 Estamos jugando a las cartas;
 tú, eterno, Amigo con rostro de tiniebla,
 yo, que hace tantos siglos que te busco,
 que en el recuerdo así no recordado
 caigo como al hacha un cascarón
 de pánico.
 Sin embargo la zona del trasmundo
 está llena de ídolos gastados,
 musgosas cartas que del mar me envían
 con manos rotas todos los ahogados.
 Vamos todos mirando
 la dirección del viento:
 cuando el viento incoloro pudre las rosas.
 Sí, estamos así junto a la noche aguda
 —oh, Padre de tantas rotas espigas en la garganta—
 sintiendo gusto a hueso en la mandíbula
 y aprendiendo a vivirnos más extraños.
 Tú que pudiste hacerlo
 me has dejado un puñado de pecho con ceniza
 como resabio.
 No te maldigo, Dios de los felices,
 si tanto duele, si a mí
 me diste el arco que más va pesando
 y el reloj de arena más durable, 
 si la dicha pone copos de cascabeles
 a mi feroz gusano.
 Si a veces tiemblo bajo tanto cielo,
 inmenso cielo azul
 desmesurado.
 Déjame en la postvida de la muerte,
 déjame en esta araña de infinito,
 sin Dios ni altura, en cuerpo acostumbrado.
 Odio la tierra gris, la rata tierra
 en contacto del hombre putrefacto.
 Pero no. Jugaremos.
 Jugaremos tu as del pecho roto,
 tu rey brutal de oro ante mi basto,
 mi copa ante tu espada
 de triunfador vencido en el abismo
 y de hombre en el hombre fracasado.
 
DESTINO DEL ARTISTA
 Busca la sombra de un gato negro en la oscuridad
 le dijeron al poeta.
 Y el poeta volvió con las manos negras de tinta.
 Los homo-económicus, con cheques en los bolsillos
 como flores,
 rieron de la simplicidad de niño del joven poeta.
 Después como era necesario agotar la dosis de buen humor del día
 las bocas todas a un mismo tiempo se cerraron,
 nadie hablaba al joven poeta y los ojos saltaban con lágrimas de risa
 

 y los vientres cabalgaban de hilaridad,
 y el filósofo habló hasta que quedó ronco,
 pero los demás hacían las orejas corcho
 y el poeta se fue dando un portazo en la puerta.
 Al otro día en el mercado se decía que el muchacho
 se encerraba en una pieza con una planta semimarchita.
 Cuando el joven después del trance volvió,
 cantó a los valles azules de la patria, a los iguales regazos maternos
 y hasta las viejas lloraban y le dieron la medalla de un primer premio.
 

 Un crítico dijo que era la gloria...
 El joven fumó pólvora una noche mientras rodaban las persianas
 crespones negros y una música marcial militar agilitaba la marcha
 de los caballos
 negros.
 Apareció su nombre en todos los diccionarios con letra gótica
 y sólo un pobre lápiz mordisqueado en la desesperación sabía el gran
 secreto.
 
TIERRA DESTINADA
 Se me ha de consumir la carne,
 se me derretirá en musgo amargo el pelo.
 Me iré sediento, con furia de colibrí,
 hacia ese verano de clima de cobre caliente.
 Me atravesaré el pecho con un acero besado por un murciélago, 
 me atravesaré el pecho haciendo gárgaras de sangre
 y viéndome morir trágicamente azul en los espejos.
 Me mataré con un gajo de rosal, hasta hacer florecer
 en mi carne hambrienta, sensual, la prieta rosa encarnada
 de una herida.
 Me mataré una tarde que ruja la primavera en los cementerios.
 Sólo un borrico y un campesino con sombrero de paja
 irán a mi entierro.
 Con un trapo negro sobre mi cara, mientras un cardenal rojo,
 un pájaro eclesiástico, dirija el coro del cielo,
 inauguraré la tierra destinada a mi flaco cuerpo.
 Me mataré de asco, de fastidio, de hastío. No le temo
 ni a la vida ni a la muerte. Me mataré con sonrisa varonil,
 el pelo peinado; de frac si tengo dinero; un día que todas las almas
 tengan calma y en el parque la enorme rueda gire.
 Ni una conmoción en la corteza terrenal. Un racimo haría más ruido...
 

 Cuando la mitad de mi ser se transforme en nada y digan
 los demás: “pobre, ha muerto”,
 un antípoda cazado por los perros dará su estertor de hielo
 y solidario lo llevaré como un can tras mis talones.
 
POEMA TESTAMENTARIO
 Este testamentario y único poema lo escribo en esta noche,
 muy lejos de los hombres. Su pergamino viejo,
 donde leyó el otoño su sentencia,
 se consumió en últimas derrotas,
 en rebullentes sombras,
 en últimas galeras que van, fantasmas pálidos,
 a las cuevas del mar.
 El viento agita el mundo; los árboles se quedan
 rojizos y sonoros como el haz de la tierra.
 Muertos también los hombres y el buey polvo,
 el buey, la bestia mansa y quieta de la pupila pétrea
 como el haz de la tierra y su testuz agónico
 polvoriento y hendido.
 

Saúl Pérez Gadea nació en Santa Clara de Olimar, Departamento de Treinta y Tres, Uruguay, en 1929.

En 1951 publica Homo Ciudad en Montevideo, Ediciones Ciudadela.

Sobrevivió en diferentes oficios. En 1958 se trasladó a Paysandú para dar clases en secundaria durante un tiempo. Allí, junto a un grupo de amigos, publica un cuaderno llamado Nuestra voz, que incluye algunos de sus poemas.

A mediados de la década del ’60 reúne un conjunto de poemas en una edición mimeografiada.

Muere en la playa chica al lado del antiguo edificio de la Compañía del Gas, en Montevideo, en 1969.