POIESIS / 48
Por Lucía Estrada
Para Santiago Espinosa (Bogotá, 1985) la poesía continúa siendo, a pesar de tantos cantos de sirena como los que nos tiende el lenguaje, a pesar de tantos ríos revueltos, ese viaje silencioso a la memoria, al centro mismo de la realidad y del sueño, al corazón inestable de cada cosa, de cada hombre o lugar, un viaje que nos obliga a permanecer atentos, señalando con nuestras palabras el curso que la vida describe en el agua del tiempo.
Hace varios años, cuando leí su primer libro de poemas, supe que Santiago Espinosa era quizá uno de los poetas más ávidos de entender el misterio que se le entregaba, y sobre todo, uno de los más exigentes al momento de trazar sus propias rutas, sus propios mapas de navegación.
El movimiento de la tierra, libro que fue premiado con el Jaime Sabines de 2016, se acerca mucho más a esa línea del horizonte en la que empezamos a reconocernos, bajo la luz diversa que asciende o declina, tal como somos, sin máscaras, asumiendo la verdad de nuestro nombre y nuestro origen, repasando con mirada táctil las formas y texturas de nuestras experiencias cotidianas, de nuestros encuentros con la compleja realidad del otro que también somos, de las preguntas que acompañan nuestra conciencia de lo efímero, nuestro deseo de permanencia…
Bajarme en la estación que nunca nombro
sin huellas o recados para nadie.
Tomar el camino de los saucos
hasta hacer de estos solares de ladrillo
mi paisaje familiar.
Otra memoria, otra edad.
Pensar que el milagro nos espera
a la vuelta de la esquina
con los zapatos sucios.
(Mañana. pág. 28)
Desde sus primeras páginas, El movimiento de la tierra nos advierte que hay una búsqueda, la firme intención de reinventar ciertos paisajes, algunos rostros, el nombre de una ciudad cuyo centro se enciende en la sangre. Una ciudad que cambia de apariencia cada vez que la miramos, y que toma indiferente la figura de una montaña, un árbol, un mendigo, una estrella… Una ciudad que hace parte del viaje, una ciudad que es toda movimiento debajo de las piedras, bajo nuestros pies, y nos lleva en su tránsito sin que apenas nos demos cuenta… Y así, esta búsqueda que desborda por momentos el radar del presente para llevarnos a la infancia o a ese inaplazable futuro que no termina de llegar, se hace cada vez más grave, más densa en tanto avanzamos con la luz, hasta que llega el momento de detenerse y reconocer que volvemos siempre al punto de partida…
(…)
Nada sabemos de ellos pero ahí están.
Todas las noches
comienza un mundo por sus manos.
El barco se hunde ante las costas
y no podemos hacer nada.
Miramos los vidrios
que se encienden o se apagan.
De pronto sean estas ráfagas de luz
La habitación donde termina un amor
y apenas escuchamos la última sílaba del ruido.
(…)
(Tormenta lejana. pág. 27)
En la tercera y cuarta parte del libro, algo en la luz se detiene. Ilumina de cerca, inquiere. La luz y el amor. La luz y la belleza de estar vivos. La luz como un reducto de memoria activa. La luz y de nuevo el amor, la vida, la muerte, la guerra, el recuerdo de la guerra, todo cuanto transcurre…
Santiago Espinosa escoge bien sus palabras. Como su oído atento a los acordes de la música, así también su escritura. En sus ensayos y en sus poemas, recorre de extremo a extremo la partitura, el mapa cambiante de su experiencia poética, y en este ir y venir nos descubre un camino, otra vía de encuentro con nosotros mismos, con aquello que parte de nosotros y a nosotros regresa…
(…)
El mar calló entre lo profundo
y no hubo antes ni después,
sólo la amarga belleza del instante.
(Regaderas de San Juan. pág. 71)

EL OTRO Pasa un hombre el niño que fue lo mira con rabia. LA CASA Todavía recuerdo la casa. La convoco. Mi madre le imaginaba sitios a las plantas y mi padre, desde el umbral, veía que esos espacios ajenos despoblados, se iban llenando de Mahler y de Mozart. Los olores eran de cañerías. De una humedad que no era nuestra. Sólo saldremos de aquí con los pies para adelante, juró Papá, mientras en el teléfono hablaban intrusos, de nombres que no conocíamos, y mis hermanas, en silencio, ya sospechaban refugios para el amor. Sin cuadros, sin libros en el anaquel, la cama principal estaba estática, como sin tiempo. Vimos cómo salían los pretendientes, arrojaban la puerta y no volvían nunca. Los vidrios se acostumbraron a nuestras sombras, los vecinos a la música extranjera. La casa terminó por impregnarse de café, carne digerida; copos de piel que enmohecían las paredes. Cuántas veces memorizamos la vista. Cada calle, cada ángulo que las rodillas –en su afán de cielo– cambiaban para siempre. Allí quedó el pelo maldito del cáncer de mi hermana. Las cenizas del cigarrillo, las hojas de los primeros poemas. Las monedas se empobrecieron en los bolsillos, y la sonrisa de papá pasó por los guiños hasta llegar al silencio. Mamá maldecía, como si la diferencia en los pómulos fuera culpa del espejo. Y mis hermanas, en la cama, dejaban el lado izquierdo para otro. Todavía la recuerdo. Pero hoy la imagino con los ceniceros limpios y las luces apagadas. Suena la música de Mahler, de Mozart; pero nadie silba después de la pausa. Quizás miran la vista poniéndole zapatos a las huellas. Quizá ahora se acuesten pensando en otros y tengan pesadillas con los mismos fantasmas. Pero abrirán la puerta, y dejarán la casa en los rincones de otra memoria. Porque pasa, y más rápido que las casas se envejecen las familias. AL MARGEN Tarde de sed, llueve sobre las calles detrás de lo que escribo siempre hay lluvia. La música abre una esfera donde entran y salen los fantasmas que no he visto cesa la gravedad bajo sus botas mojadas y llueve adentro. DESDE UNA MONTAÑA Miramos la ciudad. Vemos desde la altura tu casa o la mía, donde antes estuvo el mar. Las voces se sumergen al fondo del espacio dejando en su lugar un rumor desconocido. Tuvimos que escribir para encontrarle a los fantasmas su lugar bajo la lluvia. Tantear su marca en la memoria. Los amigos se marcharon a otro punto del horizonte, buscaban la semilla dispersa. Aviones y promesas dividían los años. Nosotros aprendimos a esperar lo que regresa. Viendo bajo las huellas el movimiento de la tierra. ODA A CELAN Sous le pont Mirabeau coule la Seine Apollinaire (Para Carolina L.) Fuimos al puente Mirabeau para pagarte una promesa. Las horas pasaban sobre el Sena, las vidas cada vez más diminutas y más rápidas. Confiados, pensando que un suicida escogió el lado de la Torre, que nada termina de caer, arrojamos al agua una moneda. MARIPOSA NOCTURNA ...espera que cada uno se realice y consume con su poder de silencio y de palabra... Drumond de Andrade (para Tania) Es inútil que escribamos sobre todo. Hay que saber esperar. El poema nace en el vacío que desplaza otro poema. Pienso en las mariposas nocturnas persiguiendo su sombra sobre el techo. Se alejan y la sombra se perfila, cuando se acercan demasiado pierden la imagen en el vuelo. Es más o menos así. Sombras que buscan la luz para permanecer como sombras. A veces el silencio es el último cumplido sobre las cosas que amamos. Su manera de estar a nuestro lado. INTERIOR AU VIOLON Matisse le ha dado luces a un encierro que no era la alegría de la vida. El negro abisal de una ventana entreabierta, el violín en su estuche de oscuridad incapaz de traducir las gradaciones del océano. Similar a un sueño, cuesta entender qué es el arriba o el abajo. El esplendor de lo sencillo sobre una superficie en reposo donde no llega el invierno ni la muerte. Por un momento podemos sentir la vecindad de la palmera y las olas imaginar que el violinista se ha ido a la playa o a morir y en el estudio ha quedado toda la música del mundo. Se necesita olvidar mucho para pintar de esta manera. Aprender a mirar los objetos como umbrales entre el fuego y la semilla hasta hacer de la luz un niño que se asoma. Mi padre heredó esta réplica. La imagen lo acompañó en los mejores años de la vida. Allí supe que él también quiso huir, antes de nosotros, perderse en su mar, también que quiso hacer del interior un espacio propicio para la música. Miro este cuadro donde un sonido deslumbrante está a punto de abrirse. Y es otra vez el mar el que espera por nosotros, mi padre y yo, es otra vez la música. Como un vacío que aún en la huida de los cuerpos hace que triunfe el color sobre la gravedad y los días. PÁJAROS BARRANQUEROS (Para Naty) Pájaros barraqueros traen el péndulo del mar grabado sobre las plumas que les cubren la cabeza. Reptiles siguen su vuelo desde abajo, con esplendor mortífero, se disputan los cazadores su heráldica sexual. Ellos demoran la nieve y me visitan otra mañana, llevan hasta mi casa las migajas de un paraíso clausurado y esta belleza que excava.

Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Poeta y ensayista. Profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá, donde Dirige la Escuela de Maestros. Es el autor de Escribir en la niebla (Granada, España, 2015), compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos, y del ensayo literario El resplandor y la sombra Una poética de las montañas (Fondo de Cultura Económica,2021). Ha publicado los libros de poesía Los ecos (2010) y El movimiento de la tierra (2017), ganador del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016. En 2019 apareció en Turín Detrás de lo que escribo siempre hay lluvia, antología de sus poemas traducida al italiano. En 2021 se publicó Meditación interrumpida, compilación de sus traducciones de Robert Hass. Coordina el taller de ensayo literario en el Fondo de Cultura Económica de Bogotá.-