PORTADA

Por Alma Bolón

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La grieta, la fisura, la fractura. Las palabras de la física, las que describen los accidentes de los cuerpos, se pusieron a referir la política. El asunto no es en sí mismo extraordinario; una de las principales palabras que gobernaron la imaginación de los hombres del siglo XX también viene de la física, más precisamente, viene de la astrofísica, de la física de los cuerpos celestes: revolución. Con asombro hoy vemos que el acontecimiento del siglo XX más ansiado, más temido, más abominado, ese sueño razonado como la energía fundadora de un mundo radicalmente nuevo, fue a buscar su nombre en el movimiento que, con monotonía de eternidad, cumplen las esferas en la noche sideral. 

 No debería entonces llamar la atención que grieta, fisura y fractura pasen del cuerpo óseo, dérmico o geológico al cuerpo político. Por lo pronto, “la fractura social” en 1995 ya era el caballito de la batalla electoral que libró el candidato Jacques Chirac. Con ese eslogan Chirac salió electo presidente y puso fin a los catorce años de mitterrandismo. 

Son notorias las ventajas que ofrecen estas palabras que metaforizan lo político con lo natural al producir una especie de constatación de un fenómeno accidental -se habla de los accidentes de un terreno- que excluye decisiones y responsabilidades porque escamotea procesos. La grieta o la fractura toman entonces fuerza descriptiva y proporcionan la imagen de una rotura que en el caso de “la grieta” parece susceptible de crecer y ganar profundidad. Si “la fractura” podía todavía evocar su “reducción”, como suelen decir los médicos, “la grieta” evoca más bien los bordes de un abismo turbio, más acorde con la época anastrófica, la expresión es de Sandino Núñez, en la que estamos.  

 Sin embargo, las ventajas principales de estos términos vienen de lo que soslayan. En efecto, las metáforas físicas desplazaron una serie de términos de cuño político, difícilmente ubicables fuera del ámbito de lo humano: conflicto, división, contradicción. Estas palabras refieren a lo humano en su dimensión política, es decir, hablante. Si todos los animales pueden enfrentarse, pelear, luchar e inclusive batallar, solo de los animales humanos suele decirse que tienen conflictos y contradicciones, es decir, enfrentamientos plasmados con y por la palabra.

La grieta y la fractura se presentan como fenómenos verificables, por cierto más deplorables que si se tratara de montañas o de mares, pero ajenos al conflicto, a la división o a la contradicción, conceptos que no escamotean su índole discursiva. Por cierto, no estoy diciendo que hay términos que se acercan tanto a la cosa designada que se confunden con ésta hasta la indistinción, y que hay otros términos que tanto se alejan que suenan a  falsedad. No digo esto; en todos los casos, se trata de palabras.

2

La poética de dos principalísimos montevideanos -Isidore Ducasse y Felisberto Hernández- enseña que el mundo se lo conoce a través de la comparación o de la metáfora, si entendemos por ésta una comparación desprovista de “es como” o “es como si”. 

La figuralidad asombrosa de Los cantos de Maldoror se corresponde con el protagonismo del ver, de la visión, de los ojos y de los párpados, recurrentemente evocados por el poeta. Ese torrente de imágenes producidas con palabras sigue llamando a los artistas plásticos a plasmar personajes y situaciones. Entre todas, la imagen más conocida probablemente sea la referida a la belleza de Mervyn, hermoso “como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y de un paraguas”. Sin duda, comparar o metaforizar la belleza no es una invenciόn ducassiana: las rosas, las perlas, el cristal o el alabastro han sido y son lugares recurrentes para referir la belleza. No obstante, la comparación ducassiana no solo es llamativa porque declara la ausencia de patrón -no hay canon previo con el cual medir- y preconiza la acción de lo fortuito, sino porque se inserta en una escritura que desde las primeras hasta las últimas líneas compara y compara, cuando trata de decir el mundo. Con frecuencia, los propios Cantos de Maldoror exhiben su juego, al detenerse y comentar lo acertado de una comparación recién presentada: “Viejo océano, de olas de cristal, te pareces proporcionalmente a esas marcas azuladas que se ven en la espalda herida de los grumetes; eres una inmensa magulladura, aplicada sobre el cuerpo de la tierra: me gusta esta comparación”. Y también: “un baobab no es tan distinto de un pilar, como para que la comparación esté prohibida entre estas formas arquitectónicas…o geométricas…” Y también: “Incluso si una potencia superior nos ordenara, en términos claramente precisos, arrojar, a los abismos del caos, la juiciosa comparación que, con toda certeza, todos han podido saborear impunemente…”

En una línea muy análoga se encuentra Felisberto Hernández, quien comparte con Isidore Ducasse la exacerbación de lo musical y del ver, de la visión, de los ojos y de la creación de imágenes también imborrables. Como el propio autor lo escribe en palabras a menudo citadas, se trata de “toda una orgía y una lujuria de ver”. En Felisberto, notoriamente, la comparación que predomina es la contrafactual, es decir, aquella en la que se declara que lo que no es constituye la mejor manera de decir lo que es: “es como si viviera en Marte”. Esta construcción, trivial en la sintaxis de la lengua española, en Felisberto, arroja comparaciones, como dije, imperecederas por su fuerza figurativa. Así, Clemente Colling tocaba todas las partes de una pieza de Saint-Saëns “como si mostrara una casa para alquilar: aquí la sala, aquí el comedor, la cocina, etc.”.  Y también: “yo estaba tan tranquilo como un vaso de agua encima de una mesa”. Y también: “yo estaba inmóvil en mi cuerpo como si tuviera puesto un ropero”.   

Referir el mundo a través de comparaciones no es propio de lo que usualmente se considera “literatura” o “ficción”; los hablantes comunes y corrientes, en nuestras conversaciones diarias, recurrimos a comparaciones banales (“es empalagoso como el dulce de leche”, “es delicioso como un helado de chocolate”, “recién barrí y es como si no hubiera barrido”). Las comparaciones majestuosas de los poetas nos recuerdan ese resquicio modesto por el que la ficción -lo que sin ser falso es no siendo- vive colándose en nuestros coloquios domésticos.

Pero, igualmente, desarrollar una poética a partir de las comparaciones también puede ser  una manera de decir que la ficción no es ficción porque hable de lo que no existe, sino que es ficción porque habla de lo que es, negándolo. La comparación, como la metáfora, dice lo que es diciendo lo que no es. En ese sentido, esta poética de la comparación se ofrece, explícitamente, como una vía de conocimiento y de inteligibilidad del mundo, mediante imágenes que lo niegan.  

3

Entonces, “grieta”, “fisura”, “fractura”, “contradicción”, “conflicto”, “división”: en todos los casos se trata de palabras que son como todas las palabras, ni más cercanas ni más lejanas del mundo de las cosas.

Su diferencia  no reside en que unas sean palabras que coinciden con lo que nombran  mientras que otras son palabras que no coinciden y nombran errado. La diferencia radica en que “grieta”, “fisura” y “fractura”, soslayando su carácter de metáforas, suenan como fragmentos de realidad presentable, como copias conforme de cosas; en cambio, “contradicción”, “división” y “conflicto” ni se presentan como parcelas calcadas del mundo ni escamotean su carácter de discurso que se opone a discurso, de “dicción” contra “dicción”, de disenso, de sentidos que divergen, de descomposición de lo compuesto, de separación por y con las palabras. 

Por esto mismo, “grieta”, “fisura” y “fractura”, en tanto que metáforas que olvidan serlo, en tanto que metáforas que creen estar nombrando el mundo sin comparación ni  negación, no instituyen vías para una mejor inteligibilidad. Véase por ejemplo lo que escribía Martín Kohan en 2015, argumentando que “la grieta” nada tenía de nuevo en Argentina dado que, por ejemplo Jorge Luis Borges, tan temprano como en 1971, había manifestado a Adolfo Bioy Casares su deseo de alejarse de su amiga Esthercita Zemborain, quien había hablado favorablemente de Perón, opinando inclusive que su retorno podía ser beneficioso. Para Martín Kohan, esta anécdota “encaja a la perfección en eso que hoy se denomina ‘la grieta’”. Si así fuera, “la grieta” es una manera de no decir (ni de permitir que se diga) que desde mediados del siglo XX en Argentina conviven con disenso fervoroso contingentes de individuos pro Perón y anti Perón. Solo que, decir “pro Perón” y “anti Perón” es estar en la política, inclusive es habilitar el “ni pro Perón ni anti Perón’. En cambio, “la grieta”, en tanto que metáfora que prefiere olvidar que lo es, escamotea la política, la declara inexistente y absorbe todo lo que antes podía pensarse en los juegos metafóricos de los discursos políticos.

A lo sumo, “la grieta” o “la fractura”, en tanto que nombres de accidentes físicos, llaman a una serie de verbos igualmente indiferentes a la política: cerrar, colmar, abrir, reducir, rellenar.