ENSAYO

“Estamos desbordantes de un significante que nos desborda a nosotros mismos y para el cual somos completamente ciegos”.

Pascal Quignard, Retórica especulativa

Por Santiago Cardozo

El texto que sigue es, propiamente, un ensayo. La lectura que realizo de algunos aspectos de un pequeño grupo de obras de Piglia es, ante todo, lingüística, pero no por ello menos literaria. En todo caso, me interesa situarme en el espacio de indistinción entre lo lingüístico y lo literario.

1. Planteo del asunto

La escritura literaria de un autor no necesariamente presupone, y mucho menos elabora explícitamente, una teoría de la lengua sobre la que se construye o se afinca. Esta teoría, más o menos latente, más o menos subyacente o a la vista, puede aparecer concentrada en algún texto en particular o diseminada por diversas partes de su obra, de manera parcialmente deliberada, o puede ser el resultado del mero acto de escribir o de la reflexión sobre la escritura en el proceso de su desarrollo. El caso de Ricardo Piglia, a mi juicio, es ejemplar: su escritura, en variadas ocasiones, dice sobre una teoría de la lengua que, posiblemente, sustenta las tramas tejidas y desplegadas, algo que aparece manifiesto en las propias formulaciones de los textos, especialmente en aquellas en las que el autor hace crítica, literaria o no, haciendo literatura (ya es harto conocido el procedimiento de Piglia de formular una teoría de la ficción en estos mismos textos; cfr. por ejemplo, Berg, 2002 y Fornet, 2007).     

2. El oxímoron como posición enunciativa

Algunas de las principales novelas de Piglia llevan oxímoros, o combinaciones asimilables a oxímoros, por nombres: Respiración artificial (1980), La ciudad ausente (1992), Blanco nocturno (2010). Voy a ocuparme, parcialmente, como primer acercamiento a tan complejo universo ficcional, de las dos primeras obras, partiendo de la base de que el oxímoron es, antes o al mismo tiempo que una figura retórica o literaria, una posición enunciativa que presupone o plantea una teoría de la lengua y, por ende, una teoría de la relación entre la lengua y el mundo, un sensible/inteligible posible (cfr. Rancière, 2014 [2000]). 

El interés en el oxímoron excede por mucho su inscripción en el inventario de figuras conocido por todos e, incluso, la función poética en los términos planteados por Jakobson (1981 [1959]). Este interés queda elocuentemente puesto de relieve en un pasaje del tomo 1 de los Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación (Piglia, 2015), donde leemos:  

“El lenguaje…, el lenguaje…, decía mi abuelo —dijo Renzi—, esa frágil y enloquecida materia sin cuerpo es una hebra delgada que enlaza las pequeñas aristas y los ángulos superficiales de la vida solitaria de los seres humanos, porque los anuda, cómo no, sí, los liga, pero sólo por un instante, antes de que vuelvan a hundirse en las mismas tinieblas en las que estaban sumergidos cuando nacieron y aullaron por primera vez sin ser oídos, en una lejanísima sala blanca y desde donde, otra vez en la oscuridad, lanzarán también desde otra sala blanca su último grito antes del fin, sin que su voz llegue por supuesto, tampoco, a nadie…” (Pág 25).

Una particular y lúcida concepción del lenguaje aparece en este pasaje, consistente con los títulos mencionados arriba. ¿Pero qué significa tener una teoría sobre el lenguaje?, ¿cuál es su sentido, es decir, qué sensibilidad y afectación habilitan y/o provocan? Tener una teoría sobre el lenguaje implica una visión (teoría en el sentido etimológico) acerca de cómo funciona la “maquinaria lingüística”, qué clase de relación entabla con la realidad y con el sujeto que lo habla (cfr., por ejemplo, Authier-Revuz, 2019) en el juego del conjunto de equívocos que dominan la lengua como sistema de posibilidades expresivas (cfr. Coseriu, 1967).

La primera particularidad de los oxímoros de los nombres de las novelas de Piglia es que, salvo Blanco nocturno, manifiestamente oximorónico, son oxímoros “forzados”, que suscitan, por ende, un doble movimiento interpretativo: el propio de la reunión de los términos opuestos relacionados y el del forzamiento de la figura en cuestión. Este segundo movimiento implica ya un desplazamiento en la estabilidad de los inventarios (en este caso, de las figuras retóricas) y de los ejemplos que se suelen proporcionar. Así, es posible sostener que ninguna figura coincide consigo misma, si por esto se entiende el hecho de que cada figura, en particular una como el oxímoron, se sale de su propio cauce como manifestación de la retoricidad inherente al lenguaje (cfr. Laclau, 2014), vale decir, como la puesta en escena de la naturaleza esencialmente metafórica del sentido, sin que esta tenga que ver con la definición, más o menos restrictiva, de la metáfora como tropo.

En el oxímoron, Piglia define una teoría del lenguaje en el que la reunión irresuelta de los contrarios tiene lugar. Como forma de una particular posición enunciativa, según anotaba arriba, el oxímoron metaforiza al lenguaje como el “espacio” en el que la contradicción puede presentarse en cualquier enunciado, bajo el mismo léxico, la misma gramática y la misma pragmática. Así, de nuevo, el oxímoron se desborda a sí mismo, superándose en la posición enunciativa que lo produce en beneficio de una apertura que rechaza cualquier reducción del sentido a las intenciones del hablante. Desde este punto de vista, el oxímoron es una reivindicación de la función poética del lenguaje como la forma misma de su funcionamiento y del modo en que la lengua es indemne al principio aristotélico de la no contradicción. 

La concepción del lenguaje expuesta en Los diarios…, notoria y notablemente poética, implica que este pasa de generación en generación, según una tradición que condena a la descendencia familiar a estar siempre atada a la máquina lingüística, con relación a aquello a lo que las palabras refieren y a su justificación última, a la teleología de su existencia. Asimismo, esta atadura o ligazón ponen en juego un vínculo esencial del asunto: el que hay entre el lenguaje y la vida, específicamente sus extremos: el nacimiento y la muerte. Una larga tradición del pensamiento metafísico es evocada en este pasaje, que encuentra en Heidegger, quizás, el epítome más sobresaliente del siglo XX, comentado, posteriormente, por Agamben (2008), quien ha abundado en aquella a partir del juego entre las nociones de historia e infancia. 

La vacilación inicial del abuelo de Renzi parece no poder dar con eso que quiere definir, como si el lenguaje no admitiera determinaciones (más allá de las determinaciones que le caben a la lingüística como ciencia del lenguaje y a la filosofía), como si cualquier predicado que se añadiera en el lugar de los puntos suspensivos, que incluiría, por lo demás, un verbo, siempre fuera un problema, una tentativa de llenar una falta, de “suturar” una herida que permanentemente se encarga de exponer un vacío, una imposibilidad. Sin embargo, la determinación llega, bajo la forma de una extensa exposición poética que opera un movimiento múltiple: por un lado, la orientación del lenguaje hacia su propia forma (la función poética a la Jakobson), hecho que reclama interpretación y, por otro lado, el empleo de la función poética como función metalingüística, como si no fuera posible, en ninguna circunstancia, hablar del lenguaje en términos referenciales, como si so cupiera que el lenguaje, una y otra vez, hablara sobre sí mismo. 

Me explico: sabemos que la función metalingüística, en la que el lenguaje se orienta hacia el código o la propia lengua, es una especie de función referencial con otro objeto (ya no una mesa, una persona, un tema, una idea, etc., sino el lenguaje mismo, aunque, ciertamente –es preciso señalarlo–, no se trata de un simple cambio de mirada ni de una cuestión de grado: la naturaleza misma de la racionalidad simbólica del lenguaje es la que encontramos en la función metalingüística, no la vuelta de tuerca de un dispositivo maquínico para hablar del mundo). Así pues, el metalenguaje convierte la dimensión superficialmente referencial en un bucle autorreflexivo en el que la lengua se toma a sí misma por objeto del decir. Pero, de nuevo, no hay que ver en lo metalingüístico solo una suspensión del principio referencial del decir ni del empleo del lenguaje en este o aquel caso, sino la arquitectura misma de la lógica de funcionamiento de la lengua (cfr. Núñez, 2017).

Ahora bien, este juego, que consiste en “desplazarse” de lo referencial a lo metalingüístico, vuelve a ser puesto en suspenso y en cuestión en el pasaje de Los diarios…, en la medida en que la determinación del lenguaje solo parece poder hacerse apelando a un decir poético, a través del cual el propio lenguaje parece mostrar su lógica más radical, vale decir, su carácter esencialmente no instrumental (el lenguaje no es un vehículo de comunicación). Doblemente alejada de las cosas, la determinación del abuelo de Renzi muestra el vacío y la angustia que mueven el funcionamiento del lenguaje. 

La reunión de los adjetivos “frágil” y “enloquecida” no es sencillamente una coordinación sintáctica sin más afectación gramatical que la de dos modificadores del nombre “materia”. Además, ponen en juego dos interpretaciones posibles según las cuales el enloquecimiento es, en cierto sentido, una fragilidad de la razón: el lenguaje, finalmente, nombra lo que quiere, a expensas del hablante; así pues, y también, “ser hablados” por el inconsciente puede ser leído como ese enloquecimiento que parece otro nombre para el equívoco como el fenómeno que consiste en dejar desnudo al significante, según palabras de Paul Henry (2019), vaciando la cara del significado sin llegar a destituir su lugar estructural en la constitución del signo lingüístico. Al mismo tiempo, aquello que es frágil, sujeto a un enloquecimiento (a los imprevistos movimientos de la locura), está siempre a punto de quebrarse, es decir, nosotros mismos, como sujetos que “usamos” el lenguaje, pero que, ante todo, nos constituimos como sujetos por sus efectos, estamos siempre a punto de caer en el “autismo psicótico más radical”, como diría Žižek (2009 [1989]). 

“Materia sin cuerpo”, dice el abuelo de Renzi según anota el propio Renzi: notable oxímoron que refrenda la tesis planteada acá. Sin embargo, el lenguaje tiene una materialidad insoslayable, al punto de que es esta materialidad la que se (nos) impone, en el sentido de que estamos hechos de ella (la realidad misma es un tejido de significantes); asimismo, las funciones poética y la metalingüística se concentran, precisamente, en esta materialidad, pero que, en el fondo, es tan inasible en el juego de las múltiples remisiones y desplazamientos a los que dan lugar como los significados que se producen por las remisiones y los desplazamientos. 

En esta línea interpretativa, la materia sin cuerpo del lenguaje adopta la forma de una hebra delgada, finísima (de nuevo, en exceso frágil), capaz, no obstante, de enlazar la vida de los humanos, esto es, volverlos sujetos por el efecto de lazo que el propio lenguaje es y provoca: la intersubjetividad como tal consiste en este efecto de ligazón (cfr. Benveniste, 1997 [1966] y 2014), siempre a punto de romperse, siempre en el pretil quebradizo de la psicosis o de la “experiencia muda” de la infancia (cfr. Agamben, 2011). 

Ahora bien, aparece aquí el primer problema, porque esta hebra delgada enlaza aspectos superficiales de la vida de los sujetos, es decir, parece no poder penetrar en las profundidades de lo humano, no tener nada que ver, por ejemplo, con el inconsciente, traído a cuento en el enloquecimiento de la materia sin cuerpo, en la fragilidad de la razón y en esa otra “habla” que proviene precisamente de las “profundidades” del sujeto (al punto de que lo constituye como tal), puestas de relieve, valga el juego de palabras, por Freud y Lacan y, en el campo de la lingüística, plenamente asumidas por Jean-Claude Milner (por ejemplo, 1998 [1978] y 1999 [1983]), Michel Pêcheux (2016 [1975]), nuevamente Henry (1977) y Jacqueline Authier-Revuz, (1995, 2003, 2011 [1982, 1984], 2019), para nombrar solo algunos de los exponentes más notables de esta perspectiva de la relación entre el psicoanálisis y la lingüística. 

El lenguaje no es, ante todo, un instrumento de comunicación, puesto que no vehicula nada a ninguna parte, sino que en él mismo se encuentra lo que se quiere expresar (cfr. Bolón, 2002). La función comunicativa del lenguaje, es decir, su función estrictamente referencial, queda puesta en suspenso o es negada por esta otra concepción que lo entiende, en primer lugar, como la estructura misma de lo social, que es menos una cosa que una estructura o un tejido de significantes. En este sentido, el hablante “entra” al lenguaje bajo la forma de una inscripción simbólica que nunca es completa, plena, total. En otras palabras, la inscripción del sujeto en el lenguaje es esencialmente fallida, imperfecta, de donde se obtiene el conjunto de cortocircuitos y desplazamientos que se producen en su seno: equívocos, homonimias, polisemias, ambigüedades, lapsus. Estas figuras, lejos de constituir desperfectos secundarios o marginales del funcionamiento del lenguaje, son parte de su lógica más honda, de su modo de ser. Por lo tanto, el sentido que resulta del ejercicio de la lengua nunca puede hacer Uno con la realidad denotada, hecho que se pone especialmente de manifiesto en la literatura, no porque esta sea una ficción montada sobre la realidad, sino porque trabaja precisamente en, a partir de y gracias a la distancia entre las palabras y las cosas, multiplicando los efectos de desfasajes (recuérdese cómo Jakobson señalaba que la función poética se encargaba de hacer explícito, permanentemente, la distancia irreductible que separa el orden de las palabras del orden de las cosas). En la misma línea que el ilustre lingüista eslavo se expresa Cassin:

“Es evidente que una lengua se despliega, se desarrolla, se inventa en textos grandiosos y subterráneos solo cuando obliga a considerarla como lengua y no como simple vector de comunicación”. (2019, p. 35)

El punto en cuestión, entonces, tiene que ver con el hecho de que el lenguaje no puede ser considerado como un vehículo comunicativo sin que se lo reduzca notablemente, perdiendo de vista su auténtica naturaleza, digamos; tiene que ver con el hecho de que la realidad –eso que llamamos realidad– es esencialmente una estructura racional efectuada por el lenguaje, de la cual este se separa para poder hablar de ella como un objeto extralingüístico.

El sentido, entonces, no es un “asunto comunicativo”, sino un complejo “drama” ontológico-ideológico, por medio del cual se funda la realidad y el sujeto resulta interpelado como sujeto, esto es, “abandona” su condición pre-simbólica de individuo para volverse sujeto, lo que implica la asunción de una posición política, histórica, jurídica, etc. (cfr. Althusser, 1974).

En La ciudad ausente, Piglia se interroga permanente y consistentemente por el lenguaje, por las formas de narrar algo, una interrogación –esta última– que está fuertemente anclada en una particular concepción del lenguaje, en el sentido señalado acá. Esta concepción adopta diversas formas, algunas más explícitas, decía, otras más veladas, pero siempre se intenta pensar el punto crucial del problema: el modo en que la realidad no puede configurarse por fuera de un léxico, una sintaxis y una tradición (en una palabra, una lengua y un juego de géneros discursivos). Las formas mediante las cuales Piglia intenta resolver los complejos problemas que plantea, apelando a una mezcla de materiales diversos, pone de relieve esa incomodidad que ha decidido ocupar al preguntarse por el funcionamiento del lenguaje.

“Añoramos un lenguaje más primitivo que el nuestro. Los antepasados hablan de una época en la que las palabras se extendían con la serenidad de la llanura. Era posible seguir el rumbo y vagar durante horas sin perder el sentido, porque el lenguaje no se bifurcaba y se expandía y se ramificaba, hasta convertirse en este río donde están todos los cauces y donde nadie puede vivir, porque nadie tiene patria. El insomnio es la gran enfermedad de la nación. El rumor de las voces es continuo y sus cambios suenan noche y día. Parece una turbina que marcha con el alma de los muertos, dice el viejo Berenson. No hay lamentos, sólo mutaciones interminables y significaciones perdidas. Virajes microscópicos en el corazón de las palabras. La memoria está vacía, porque uno olvida siempre la lengua en la que ha fijado los recuerdos. 

”Cuando decimos que el lenguaje es inestable, no estamos hablando de una conciencia de esa modificación. Es necesario salir de allá para percibir el cambio. Si uno está adentro, cree que el lenguaje es siempre el mismo, una especie de organismo vivo que sufre metamorfosis periódicas. La imagen más divulgada es la de un pájaro blanco que en el vuelo va cambiando de color”. (2006 [1992] pp. 118-119)

Es interesante observar cómo Piglia dispone reflexiones sobre el lenguaje que, sintetizadas en pocos párrafos, asumen un tono más bien taxativo, cuyo contenido desmiente la propia actitud enunciativa que las ha gestado. Así pues, lo que en la actitud del hablante respecto del contenido de lo que dice es seguridad, afirmaciones indiscutidas, que dan la sensación de haber sido ampliamente masticadas y sopesadas, efecto de lo cual son las imágenes empleadas para las formulaciones al respecto (siempre se habla del lenguaje de manera metafórica, oblicua; nunca se adopta un discurso, si se quiere, más transparente y, mucho menos, académico), en el contenido de los enunciados es cuestionamiento, sospecha, apertura, en la medida en que las propias formulaciones poéticas cargan con ello. 

Estas reflexiones sobre el lenguaje, en los casos examinados, aparecen en la voz de un personaje de la narración: en este sentido, el narrador parece limitarse a contemplar lo que otro, un viejo (el abuelo de Renzi o Berenson), dice sobre el lenguaje y sobre el modo en que cada uno se relaciona con su funcionamiento (una relación que es un tratamiento). Este desplazamiento resulta llamativo, puesto que parece estar ahí para poner sobre la mesa el hecho de que el personaje que reflexiona sobre el lenguaje ha accedido a un lugar de la experiencia que le permite realizar esas consideraciones y hacerlo de las formas en que lo hacen, especie de lugar al “borde” del propio lenguaje, desde el cual parece posible otear la esencia de su funcionamiento, sobre la base de la mitología de la existencia de un “otro lado” que pudiera revelarnos la auténtica

verdad de cómo funciona esta maquinaria, cómo refiere, cómo produce la significación.

Por un lado, la metáfora de la navegación y, por otro, la del vuelo: en ningún caso, el lenguaje y su teoría se relacionan con la estabilidad de lo terrestre. La imprevisibilidad de las aguas y de los vientos, la necesidad de conseguir un equilibrio razonable para poder navegar y volar exhiben la tensión misma en la que se resuelve la lógica de funcionamiento del lenguaje: el imaginario de la referencia, de la designación certera y adecuada (la dimensión terrestre de la comunicación, digamos) y la inestabilidad de lo que se mueve, se corre, se fuga, se escapa (la dimensión real de los intercambios, cualesquiera que sean).

Asimismo, el lenguaje vive de los ruidos, de las voces que ya han hablado (del interminable juego dialógico) y que dejan sentir sus rumores en lo que decimos hoy, ahora. Esos ruidos y esas voces son la materia prima de la que están hechos los discursos, el combustible (el alma de los muertos, es decir, lo que todavía sigue vivo en la forma de un alma, un soplo, una imperceptible corriente de viento capaz de mover las cosas) que alimenta las turbinas de la maquinaria lingüística. 

A partir de estas consideraciones, Berenson realiza dos movimientos trascendentales para comprender la concepción del lenguaje en juego: el primero relaciona el lenguaje con la patria, lo que implica, llegado el caso, una “lengua paterna (materna)” en la que cada uno encuentra su hogar, y el segundo vincula las lenguas con la memoria y los recuerdos. 

La relación de equivalencia entre la patria y la lengua es algo de especial interés para Piglia, desde el momento en que le ha prestado particular atención a Sarmiento y a su formulación de dicha equivalencia. Pero, por lo regular, esta equivalencia pasa por alto el modo en que el étimo de “patria” se infiltra en “lengua”, de donde se obtiene una “lengua paterna” como contrapartida de la lengua materna. Así pues, si esta última no se aprende, puesto que es la lengua en la que los sujetos “entran” o por la cual son “capturados”, la “lengua paterna” podría ser aquella que entra en conflicto con la materna (el “nombre del padre”, para decirlo a la Lacan). Ahora bien, ¿qué quiere decir, desde este punto de vista, que “la patria es mi lengua”, en una oración ciertamente reversible, por lo cual admite la lectura inversa?

No es de mi interés entrar en el enorme conjunto de estudios que han tratado de esclarecer los vínculos problemáticos entre la patria y la lengua. Mi intención es, por el contrario, responder a los desplazamientos de sentido suscitados por el juego de los significantes “patria”, “padre”, “lengua” y “lengua materna”, para intentar atisbar algunos de los aspectos que, en Piglia, se encuentran teorizados en la ficción narrativa, de acuerdo con lo que he venido desarrollando. Así pues, digamos, de nuevo, que la lengua materna es aquella que no se aprende, en la que “entramos” y, a su vez, es una lengua que funciona siempre como el sustrato significante que “sostiene” a la “lengua paterna”, aun cuando esta pueda ser entendida como una negación de aquella. Incluso, la lengua materna puede concebirse como el inconsciente de la “lengua paterna”, de modo que la equivalencia entre la patria y la lengua suscita la pregunta sobre algo así como el “inconsciente social”, que no solo está estructurado como un lenguaje, sino que es, efectivamente, una gramática, una tradición y una interpelación ideológica que nos hace formar parte de un juego específico de oposiciones y diferencias entre los significantes, un sistema que solo puede ser usado a condición de ser permanentemente desbordado por las condiciones de su utilización y por la presencia constitutiva de ese “inconsciente lingüístico”.   

Entonces, el hecho de que la patria sea la lengua y viceversa implica que el punto mismo de la equivalencia es un punto no decible, una lógica de funcionamiento subsumida en la relación lenguaje/realidad, que siempre debe presuponerse como una distinción necesaria e irreductible para que el propio lenguaje pueda funcionar. “La patria es la lengua” quiere decir que aquello que me proporciona los elementos de mi identidad es una estructura esencialmente inestable, imposible de fijar, por lo cual mi identidad es menos una cosa, un producto acabado, que un proceso interminable de sucesivas identificaciones, ligadas a las relaciones siempre complejas y siempre abiertas, haciéndose, entre las palabras y sus referentes. Así pues, la patria no se localiza en ninguna geografía, en ninguna tierra (en lo terrestre mismo), sino en esos espacios o dominios móviles de lo acuático y lo aéreo, espacios del no-hábitat de los humanos.  

3. La vida, la muerte, el lazo: el silencio

Un punto especialmente crucial de la teoría del lenguaje formulada por el abuelo de Renzi concierne al lugar que le destina al nacimiento y la muerte. Entre ambos extremos de la vida, encontramos el lazo que liga a las personas convirtiéndolas en sujeto (la fórmula de la interpelación ideológica althusseriana y de la producción del sujeto lacaniana) y, al mismo tiempo, fundando la estructura significante de la realidad social (cfr. Laclau, 2014). En otros términos, el lenguaje produce al sujeto en tanto en cuanto contiene en sí la historicidad como la conciencia del nacimiento y de la muerte, a pesar de que, en ambos extremos, la palabra pugne por aparecer (el nacimiento) y por no desaparecer (la muerte). Entre el uno y la otra, el lenguaje se desvanece, toma cuerpo y vuelve a desvanecerse en el momento mismo en que comienza a circular como lenguaje, en que define dos lugares interlocutivos. 

“[…] la constitución del sujeto en el lenguaje y a través del lenguaje es precisamente la expropiación de una experiencia “muda”, es desde siempre un “habla”. Una experiencia originaria, lejos de ser algo subjetivo, no podría ser entonces sino aquello que en el hombre está antes del sujeto, es decir, antes del lenguaje: una experiencia “muda” en el sentido literal del término, una in-fancia del hombre, cuyo límite justamente el lenguaje debería señalar”. (Agamben, 2011, p. 63) 

Pero esta corporeización y este desvanecimiento o desintegración adoptan la forma de dos aullidos, sonidos inarticulados que no son aun lenguaje, pero que tampoco tienen la garantía de llegar a serlo. Ese aullido inicial, a significante, enteramente fisiológico, puede leerse como la infancia (el silencio) que le preexiste al lenguaje y sobre el que este se asienta; es decir, la infancia, en tanto que silencio-aullido (a fin de cuentas, aullido o silencio, se trata de un “afuera-antes” del lenguaje que necesariamente debe ser postulado para comprender su carácter sistémico (cfr. Laclau, 2014)), posee un carácter ontológico que debe ser destacado.  

“La infancia actúa en efecto, antes que nada, sobre el lenguaje, constituyéndolo y condicionándolo de manera esencial. Pues justamente el hecho de que haya una infancia, es decir, que exista la experiencia en cuanto límite trascendental del lenguaje, excluye que el lenguaje pueda presentarse a sí mismo como totalidad y verdad”. (Agamben, 2011, p. 69) [2] 

Entre el blanco del nacimiento y el negro de la muerte (la antítesis sintetiza el movimiento del lenguaje y las tensiones que lo constituyen), el aullido o el grito que lo fundan no pueden ser reducidos a la estructura simbólica que surge de y gracias a la infancia, sino que sigue “hablando” (aullando, gritando, manifestándose como silencio) en el interior mismo del lenguaje, es decir, de los discurso proferidos. De este modo, en lo que se dice hay siempre un no-dicho y un no-decir inconmensurables (no capturables por ninguna gramática, ninguna semántica y ninguna pragmática) que recorre, interior y exteriormente, el contenido de lo proferido. Paralelamente, ese silencio-aullido pide ser escuchado, pero su escucha es un acontecimiento disruptivo, que tiene que ver, ante todo, con el deseo y la demanda de sentido que todo hablante le lanza al propio lenguaje, por lo cual, en el exceso y en el déficit que toda enunciación inscribe en el enunciado, el sujeto hablante pide ser comprendido más allá de lo que dice, renegando, si se quiere, de toda literalidad, que es siempre un efecto de literalidad, en la medida en que depende del modo y del nivel en que escuche el oyente: [3]  

“Existe entre el emisor y el receptor, entre el locutor y el oyente, una disimetría que resulta del hecho de que lo que uno ha dicho depende enteramente de la acogida del Otro. Esto vale para todo lo que está articulado –puesto que es el oyente quien decide si quiere escuchar o no, y a qué nivel lo hace […]”. (Miller, 2012, pp. 110-111)

Así pues, en este complejo entramado constituido por la enunciación, el enunciado y la escucha, entra en juego el esplendoroso y opaco inconsciente, sobre cuya teoría dice Althusser:

“La teoría del inconsciente es por derecho la teoría de todos los efectos posibles del inconsciente, en la cura, fuera de ella, en los casos “patológicos” y en los “normales”. Lo que la caracteriza como teoría es lo que hace de toda teoría una teoría: tener por objeto no determinado un objeto real, sino un objeto de conocimiento de la posibilidad (determinada) de los efectos, y por ende de los posibles efectos de este objeto en sus formas de existencia reales”. (1996, p. 106)

Así pues, el abuelo de Renzi plantea una teoría del lenguaje en la cual la relación entre las palabras y las cosas, es decir, entre el lenguaje y la realidad, está esencialmente dañada por el silencio, fuerza y locus, digamos, en el que el sujeto es producido como sujeto del lenguaje, del deseo y del inconsciente. Los efectos del inconsciente, patológicos o no, más o menos visibles/audibles o por completo latentes, en el discurso, efectos que provocan un desposesión del hablante respecto de sí mismo y de las palabras que pone en funcionamiento (que imaginariamente “utiliza”), son sin duda parte de la materia prima que, reconociéndolo o no, emplea la literatura en el juego con el equívoco y sus diversas figuras (la ambigüedad, la homonimia, la polisemia), suscitando la interpretación y los desarreglos permanentes entre las palabras y los estados de cosas habitualmente denotados por ellas. En este sentido, la literatura lleva al extremo el hecho de que

“El acto de hablar es el de separar, distinguir y, paradójicamente, vislumbrar el silencio y evitarlo. Este gesto disciplina el significar, pues ya es un proyecto de sedentarización del sentido. El leguaje estabiliza el movimiento de los sentidos. En el silencio, al contrario, sentido y sujeto se mueven largamente.

”En suma, cuando el hombre individualizó (instituyó) el silencio como algo significativamente discernible, el estableció el espacio del lenguaje”. (Puccinelli Orlandi, 1992, p. 29; traducción mía) 

La figura del silencio es central para comprender la producción de sentido (la significación en cuanto tal), figura inscripta irreductiblemente en la relación propiamente ontológica entre el lenguaje y el ser. Por este motivo, la teoría del lenguaje advertible en Piglia recurre a “imágenes débiles” (en realidad, muy fuertes) para problematizar la estabilidad del imaginario comunicativo que, por defecto, está instalada en el vínculo entre los interlocutores, es decir, para poner entre paréntesis la constitución del sentido. En esta dirección,  y a propósito de la discusión sobre cómo los escritores han utilizado al psicoanálisis y cómo el psicoanálisis ha utilizado a la literatura, Piglia señala:

“La relación entre psicoanálisis y literatura es por supuesto conflictiva y tensa. Por de pronto, los escritores han sentido siempre que el psicoanálisis hablaba de algo que ellos ya conocían y sobre lo cual era mejor mantenerse callado. Faulkner y Nabokov, por ejemplo, han observado que el psicoanalista quiere oír la voz secreta que los escritores, desde Homero, han convocado, con la rutina solitaria con la que se convoca a las musas; una música frágil y lejana que se entrevera en el lenguaje y que siempre parece tocada por la gracia. […] En esa escucha incierta, imposible de provocar deliberadamente, en esa situación de espera tan sutil, los escritores han sentido que el psicoanálisis avanzaba como un loco furioso”. (2014 [2000], p. 57)

En este pasaje, que pertenece al texto crítico “Los sujetos trágicos (Literatura y psicoanálisis)” del misceláneo Formas breves, sobresale un rasgo común a las palabras que Renzi, en Los diarios…, le atribuye a su abuelo: una materialidad evanescente del lenguaje, que constituye su aspecto más fundamental y en la que, ciertamente, se sostiene la literatura, al menos la que practica Piglia. La música “frágil y lejana que se entrevera en el lenguaje” es, si se quiere, la forma misma de la relación entre los interlocutores, interferida por lo real de la lengua (el equívoco), de modo que lo proferido por un hablante siempre va a ser escuchado en “otro registro” por el oyente. Así, las palabras emitidas son “arrojadas” al otro, quien trata con ellas en diferentes niveles en los que se articulan dialécticamente lo que se escucha y lo que no, lo que está dicho y lo que está sugerido, callado, hecho a un lado o, sencillamente, lo que no se dice como efecto irreductible al propio decir, que siempre opera como un corte en lo disponible y no disponible (como inaccesible, como ignorado y como prescriptivamente no permitido, censurado, estigmatizado, etc.). 

La comunicación, entendida como un espacio de convergencia entre los interlocutores (el espacio en el que el “yo” y el “tú” conforman un “nosotros” de interlocución), está puesta en duda: una música (un sonido y/o un ruido) es escuchada por el otro, quien reconstruye o procura reconstruir la “partitura” de las intenciones y del deseo que ha generado esa música como algo destinado a él, pero que no le pertenece, como tampoco le pertenece por completo al hablante. Hay algo, entonces, que está antes de los interlocutores y que los sobrevive, al margen de lo que estos quieran y puedan hacer con ello: ese algo es el lenguaje, cuya estructura captura al sujeto mucho antes de que este comienza el proceso de su aprendizaje. Por lo tanto, cuando el sujeto es inscripto en el orden simbólico, un ruido insonoro para él ya daba forma al mundo, que comienza a “hablar” por el efecto del significante. 

4. Una política de la lengua

El libro de cuentos “Nombre falso” (2002 [1994]), que lleva el nombre de uno de sus cuentos, puede dar una indicación más o menos precisa del punto que quiero ilustrar. En efecto, un nombre falso no solo es un nombre que nombra algo que no lleva ese nombre (como nombre, funciona igual, pero de manera oblicua, desplazada, confundiendo), sino también la denominación misma de cómo funciona cualquier nombre en términos del lazo referencial que lo vincula con el objeto del mundo al que denota. Así pues, las preguntas que podemos formularnos son: ¿qué nombra un nombre?, ¿a qué refiere?, ¿qué hay del otro lado del lenguaje esperando el lazo referencial?

Estas tres preguntas, que podrían adoptar diversas formulaciones (por ejemplo, una formulación metafísica), plantean el problema de la relación, siempre problemática, siempre interrumpida e intercedida, mediada, entre el lenguaje y la realidad. Un nombre (la ambigüedad del sustantivo “nombre” es manifiesta: puede designar tanto un nombre propio, como “Juan”, “Pedro” o “Raúl”, un nombre común, como “mesa”, “palo” o “felicidad”, como el nombre de la categoría gramatical sustantivo, de la que se obtiene el nombre “sintagma nominal”). En el meollo mismo de la referencia, la polisemia de “nombre” (figura del equívoco con múltiples rostros) nos sitúa en el centro neurálgico del funcionamiento del lenguaje, de lo que Authier-Revuz (2011 [1984 y 1982]) llama heterogeneidad constitutiva

Para la lingüista francesa, el lenguaje y su forma de ejecución, el discurso (también se puede decir “lengua”), están inherentemente constituidos de una imposibilidad que no puede ser reducida a ningún aspecto instrumental de la comunicación: se trata de lo real, en el sentido lacaniano, de la distancia que separa las palabras de las cosas, pertenecientes a órdenes heterogéneos. En este sentido, señala Authier-Revuz:

“De la no coincidencia fundamental entre los dos órdenes heterogéneos que superpone la nominación –aquel de lo general, finito y discreto de los signos, y aquel de lo singular, infinito y continuo de las “cosas”–, de aquello que se ha llamado “la falta de aprehensión de la letra sobre el objeto” (Leclaire [1971], 1982, p. 72), surge, en el principio mismo de la nominación, la dimensión de una pérdida, de una “falta en el nombrar”. Y es de esta falta en el nombrar –que, para el sujeto hablante, es singularmente falta en el nombrarse, falta al decir la verdad, que “no se dice toda porque ahí faltan las palabras” (Lacan [1974], 2012, p. 535)– que se constituye estructuralmente el sujeto, en diferencia irreductible consigo mismo, sujeto en cuanto es hablante y, por consiguiente, de lo que le falta”. (2019, pp. 99-100)

Naturalmente, el lenguaje está hecho de una falta que no puede ser remediada, y esta falta es la que impide que las palabras puedan captar la plenitud del referente, en tanto en cuanto el propio referente aparece como tal por el efecto de la palabra. De esto que se pueda sostener, en la línea de Lacan, que la palabra no está en lugar de la cosa, sino en lugar de la falta de la cosa

Así pues, llegados a este punto, “nombre falso” funciona, incluso a espaldas de Piglia, como el nombre de esta lógica irreductible, que desfasa permanentemente palabras y cosas en el juego de su relación referencial, que, por defecto, es entendida como un envío de las primeras a las segundas. 

En definitiva, “nombre falso” funciona en varios sentidos: por un lado, confunde la identidad de lo nombrado, en la medida en que mezcla atributos, susceptibles de ser aprehendidos mediante la descripción que opera cualquier sustantivo; pero acá, además, la falsedad que está en la base del objeto referido por el nombre falso carece de los atributos necesarios para que un sustantivo pueda funcionar como tal, puesto que, en última instancia, “nombre falso” puede no estar nombrando nada: solo la presuposición misma de existencia del objeto referido; y, por otro lado, nombra la lógica misma del nombrar, lo que, para este caso concreto, termina verificando una distancia doble respecto del referente. 


Notas

[1] En este trabajo, usaré “lengua” y “lenguaje” como términos más o menos equivalentes, aprovechando el equívoco que los gobierna. Cuando lo crea necesario en virtud de la especificidad del punto tratado, me inclinaré por uno o por otro.  

[2] Antes, Agamben decía: “Pero tal vez sea justamente en ese círculo donde debamos buscar el lugar de la experiencia en cuanto infancia del hombre. Pues la experiencia, la infancia a la que nos referimos no puede ser simplemente algo que precede cronológicamente al lenguaje y que, en un momento determinado, deja de existir para volcarse en el habla, no es un paraíso que abandonamos de una vez por todas para hablar, sino que coexiste originariamente con el lenguaje, e incluso se constituye ella misma mediante su expropiación efectuada por el lenguaje al producir cada vez al hombre como sujeto” (2011, p. 65).

[3] En palabras de Puccinelli Orlandi: “[…] el silencio no es un mero complemento del lenguaje. Él tiene significación propia. Y cuando decimos fundador estamos afirmando su carácter necesario y propio. Fundado no significa aquí ‘originario’, ni el lugar del sentido absoluto. Tampoco que habría, en el silencio, un sentido independiente, autosuficiente, preexistente. Significa que el silencio es garantía del movimiento de los sentidos. Siempre se dice a partir del silencio” (1992, p. 23; traducción mía).

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