PORTADA

Escribí la nota que sigue en junio pasado. [1] Ahora, a fines de octubre, pueden agregarse dos o tres aspectos.

Por Alma Bolón

El primero viene dado por el conocimiento que hemos tomado del llamado “capitalismo de vigilancia” y del “gran reseteo”; sobre esto se explayó Aldo Mazzucchelli en eXtramuros y en precisas entrevistas periodísticas. Se trata de un mecanismo tecnológico mediante el cual cada usuario de internet, al ser considerado un manojo abundante de datos extraíbles, puede ser sometido a la supuesta anticipación de su propio deseo, que el cálculo del algoritmo le devuelve como invitación al consumo. Esto, junto con la instalación y el mantenimiento de la vida a distancia (por ejemplo, a fines de octubre, el Casmu no puede asegurar que consultas agendadas para fines de noviembre serán presenciales) ya no parecen responder a las ondulaciones de un virus, sino a cambios de fondo que vinieron para quedarse, en tanto sus actores protagonistas sigamos aceptándolos (nada de esto sucede sin nuestro consentimiento).    

El segundo aspecto a considerar tiene que ver con la profundización y oficialización de una suerte de pacto maloliente: dado que estamos en guerra, las autoridades de la enseñanza deben proteger a alumnos y estudiantes organizando una enseñanza a distancia que no será una “verdadera” enseñanza -véase el poco entusiasmo que a este respecto expresaron Isaac Alfie (director de la OPP) o Robert Silva (presidente del Codicen)- pero con la que se hará de cuenta que lo es. Hacer como si la enseñanza a distancia fuera enseñanza significa validarla con evaluaciones y acreditaciones. Ahora bien, como era previsible, los resultados de una enseñanza a distancia, por sus disparatadas condiciones técnicas y pedagógicas, son muy malos, por no decir pésimos. ¿Cómo hacer entonces para acreditar esos resultados pésimos arrojados por una enseñanza a distancia que no es enseñanza pero con la que se hará como si lo fuera? Pues extendiendo y profundizando, en nombre de la sensibilidad social, del espíritu democrático, de las políticas inclusivas, de la excepcionalidad de la situación, del derecho a la enseñanza que debe ser asegurado -el elenco de pretextos varía poco- el régimen de franquicias en el que se ha transformado la enseñanza en los últimos treinta años.  

  La resolución del Codicen de suprimir el período de exámenes de diciembre va en ese sentido: el período suprimido es reemplazado por clases de apoyo a quienes no hubieran alcanzado el nivel de conocimientos requeridos. Solo si las clases de apoyo no dan los frutos esperados, el alumno dará examen en febrero. Así planteado, el asunto parece muy justo: en lugar del “examen”, procedimiento medieval para torturar alumnos, los amistosos cursos de apoyo. Solo que, cualquier docente lo sabe, son pocos los estudiantes que están en condiciones de compensar en clases de apoyo de una semana todo lo que no estudiaron durante un año. Se trata de un subterfugio, de otro mecanismo encontrado para cumplir con los organismos internacionales ante los que se rinden cuentas de egresos y repetidores (véase lo que indica la Ocde sobre los altos costos que tienen los repetidores para Uruguay [2]) y ante las familias, encantadas de que el hijo sea promovido.   

 ¿Interpretaciones conspiranoicas? No, el propόsito de la supresión del período de exámenes de diciembre queda confeso en declaraciones del presidente del Codicen: “Según dijo Robert Silva la semana pasada “hay que actuar distinto ante situaciones distintas”, y por eso entiende que desde los centros educativos no se puede seguir “cargando” en los estudiantes “la responsabilidad de una situación que les (sic) ha afectado”. “Muchos, sobre todo los de contextos más vulnerables, tienen muchas situaciones difíciles que atender. Nosotros no podemos cargar con otra más en ellos”, señaló”. [3]

Por si no queda claro, digo que el presidente de la institución cuya responsabilidad es la enseñanza pública primaria y secundaria está diciendo que hay una categoría de alumnos a los que no se los puede perjudicar esperando de ellos que hayan aprendido (estudiado) durante este año. Para estos alumnos que no aprendieron nada, se multiplican los subterfugios para que puedan seguir adelante con sus estudios…: “según establece la resolución de Anep, el “objetivo prioritario” que tendrá la evaluación este año es que los estudiantes “puedan continuar avanzando en su formación” y que se tenga en forma “especial” (sic) la situación de “los estudiantes más vulnerables”.[4] 

Quienes supongan que estas franquicias quedan reservadas a los alumnos piadosamente nombrados como de “contextos más vulnerables” y que, en el fondo, esto es lo mejor que puede sucederles, permanecer aunque con enormes dificultades y frustraciones “en el sistema”, se equivocan de cabo a rabo. Porque el régimen de franquicias se extiende por sectores de estudiantes privilegiados que, ante los malos resultados en los parciales, reclaman que los docentes deben “actuar distinto ante situaciones distintas”, adaptando sus clases y modos de evaluación. Es decir, también para ellos reclaman franquicias, dado el estado de emergencia. Justamente, y es sobre la pérdida de la condición de alumno, procura hablar lo que sigue. 

Las numerosas y monótonas modalidades de enseñanza no presencial, domesticando, agregan privatización y privación de lo público.

« En mi casa mando yo ». La declaración perentoria revela la fragilidad del mando doméstico, sobre todo cuando éste se asienta en la creencia en que la distinción entre lo privado y lo público responde a un reparto de jurisdicciones: en lo privado, yo y mi invisibilidad; en lo público, la ley y su visibilidad. De alguna manera necesaria, esta fantasía no aguanta mucho, si uno piensa en que la violabilidad del hogar es tal que justamente deben tomarse recaudos para limitar su fragilidad, por ejemplo, órdenes de allanamiento y horarios diurnos. Por cierto, estos recaudos son los primeros en ignorarse en casos de dictaduras o gobiernos “fuertes”. Y por cierto también sabemos que, sin que se llegue a estas brutalidades, el rigor de la ley pública igualmente se hace sentir en el espacio doméstico que lejos está de ser una zona franca o un santuario extraterritorial. Y si en la intimidad del hogar estamos con el mundo exterior a cuestas, la intensificación tecnológica -radio, TV, internet- ha potenciado el carácter público -de la fuerza pública- de lo doméstico. Igualmente sabemos que la compulsión a exhibir urbi et orbi el espacio doméstico/privado/íntimo en las redes sociales también horada la fantasía del “en mi casa mando yo”.

La declaración de pandemia por el coronavirus y las medidas confinatorias impuestas llevaron hasta extremos inéditos el estado de publicación -de exhibición y de rigor legal invasivo- de lo privado. Súbitamente millones de personas, bajo la presión de las sanciones previstas o del pánico, miedo, prudencia o desconcierto, se encerraron en sus casas, y se encerraron con una tecnología que en muchos casos resultó siendo el cordón umbilical que los ataba al mundo, su “fibra óptica” en el sentido más literal: el nervio óptico que les traía y les llevaba las imágenes del mundo con las que se llenaban corazón y cerebro.

En Uruguay, en donde el confinamiento fue voluntario, en muchos ambientes se impuso la fantasía de que estábamos “todos” confinados, y si bien el silencio pandémico por momentos pudo dar sustento a esa fantasía de fin del mundo público (si no era pantalla mediante), bastaba con pegarse una vuelta por la ciudad o reflexionar un poco para concluir con lo limitado de ese “todos”. 

La Anep/Udelar fue un elemento fundamental en este ejercicio de confinamiento colectivo, con su particular sesgo. De entrada, en medio de los relatos sobre cadáveres tirados por las ventanas de las casas de Guayaquil y fosas comunes cavadas en islas frente a Nueva York, en medio del conteo diario de muertos, en medio del inminente colapso planetario, empezó a volverse verosímil un sentimiento estrafalario: podría ser el fin del planeta y podríamos estar, como especie, a punto de perder la vida, pero ni el semestre ni los créditos correspondientes íbamos a estar dispuestos a perderlos, por lo que las clases remotas debían implementarse con premura. 

Claro que en el comienzo del comienzo la cuestión se planteó en términos de movilización patriótica, a saber, evitar el aislamiento de escolares, liceales y universitarios, brindándoles apoyo anímico desde las instituciones de enseñanza, para “mantener el vínculo” en esta nueva situación de esfuerzo nacional. Por esto, muy rápido, junto con las noticias sobre la labor devastadora del virus en el mundo, empezaron a circular resoluciones que instaban a sumarse a las plataformas institucionales (Crea, Eva) u otras (Zoom, WebEx, WhatsApp o la del agrado), para restablecer el contacto con los alumnos, para “mantener el vínculo”. 

Solo que al mismo tiempo que se proclamaba que nunca jamás de los jamases una clase a distancia podría ser el equivalente de una clase presencial, y que no había que controlar la asistencia de los alumnos porque estábamos haciendo patria pero no éramos verdugos de angelitos, al mismo tiempo se deslizaba que ya se vería con los parciales, exámenes y evaluaciones, que ya se resolvería, que una clase a distancia nunca jamás de los jamases sería el equivalente de una presencial, y que para los parciales, ya se resolvería. También, rápidamente, empezó a oírse que las clases remotas (que nunca jamás de los jamases serían equivalentes de blablablá) dado el éxito que estaban teniendo en este fin del mundo, cuando el fin del mundo terminara, podrían formar parte de la siempre insuficiente modernización de la enseñanza.

(Sobre la no equivalencia intelectual, pedagógica y política de las clases presenciales y de las sesiones remotas, ver “Procusto 0.2 o la imposible conversión” [5]; en sentido estricto la mímica impuesta por las autoridades debería inhibir o prohibir cualquier intento de evaluación, amén de que debería imponer el abandono inmediato de ese supuesto recurso antipandémico.)

La implementación, a veces con ímpetu solidario y patriótico -a menudo a prepo o con escasa convicción-, de la enseñanza remota, vuelve a poner sobre el tapete las muchas facetas del reparto de lo público y lo privado, al instalarse el ámbito doméstico como único ámbito laboral del trabajo asalariado de los docentes y del trabajo (no asalariado) de los estudiantes. Más allá de lo que esto supone en términos de modificación unilateral e inconsulta de las condiciones y reglamentaciones laborales, y más allá del avance de la dependencia que la enseñanza pública establece con las plataformas que contrata, la obligación de “dar clase” vía remota -de hogar a hogar- destroza un principio admitido en nuestra tradición, a saber, la especificidad del lugar de enseñanza como lugar estrictamente diferenciado, que al no ser de nadie es de todos, lo que habilita el encuentro intelectual y le otorga su sesgo público, político. 

Por muy malas que sean las condiciones edilicias de liceos, escuelas o facultades, éstas no impiden que la enseñanza se materialice como ese encuentro político en el que somos instados a ser (y a hablar) como no somos (ni hablamos) en otros lugares, en particular como no somos ni hablamos en el ámbito doméstico. En cambio, claramente, la conexión remota, de hogar a hogar, atenta contra esa posición de sujeto que es necesario asumir en ese lugar físico y simbólico que es la clase.

Nuevamente: más allá de las desigualdades absolutas en materia de equipamiento informático y conectividad (fantasías ceibalera y antel arena mediantes, suele suponerse que la conexión es tan universal como la sed, suposición íntegramente falsa); más allá del hacinamiento en que viven muchas familias, que hace difícil para el “alumno” concentrarse en una palabra doble o triplemente remota que pretende interesarlo en asuntos matemáticos o idiomáticos o geográficos o literarios o históricos; más allá del hecho técnico de que quienes están conectados, para impedir la sobrecarga, suelen estar con la cámara y el micrófono apagados, por lo que solo habla el profesor, e interrumpirlo es un trámite al que el docente tiene que estar atento, en una especie de Antón Pirulero; más allá de lo que supone como “ahorro” presupuestal esta modalidad remota que vierte presupuesto público a las empresas privadas vendedoras de conectividad y de software; más allá de todo esto, quisiera destacar que los cursos remotos constituyen una privatización, en el sentido de una domesticación, del ámbito público. Porque la especificidad y el consiguiente cierre sobre sí de los lugares dedicados a la enseñanza (y no me refiero al cierre policial de rejas y de muros) justamente simboliza y facilita pragmáticamente el acallamiento del rumor y del bullicio del mundo, silenciamiento indispensable para que cada cual pueda pensarlo y decirlo para todos. 

Porque la expresión “ir a clase” refiere mucho más que el recorrido que separa el hogar de la escuela, liceo o facultad: nombra un derrotero político en el que uno podrá ser otro: uno dejará de ser hijo, hermano, madre, padre, primo, abuelo o nieto, para tal vez poder ser “alumno”, “estudiante”, “docente”. 

Sucede entonces que se produce una privatización del espacio público, no ya solo bajo la forma de la mercantilización, que por cierto también existe en los productos tecnológicos privados contratados y en la explotación de los recursos privados de docentes y alumnos (equipamiento y conexión, incluida la electricidad; de paso, ¿cuánto estarán ahorrando en consumo de Ute la Anep, la Udelar y las privadas?), sino también bajo la forma del corrimiento del espacio político (público) al ámbito privado, doméstico, a su vez tecnológicamente invadido por una fuerza pública de ocupación (los medios de comunicación).  

Recordemos ahora la distinción kantiana entre lo público y lo privado, en cierto modo en las antípodas del “en mi casa mando yo”. Para Kant, lo privado es el plano en que nuestra razón está sometida, como está sometida la pieza de una máquina al funcionamiento mecánico. Este sometimiento obedece al papel que se desempeña: ser soldado, funcionario de un gobierno, estar a cargo de una parroquia o, agregaré yo, ser “hijo” o “hermano” o “madre” en el seno de un hogar. Como soldados, funcionarios de un gobierno, miembros de una parroquia o de una familia, nuestra razón está sometida al buen funcionamiento de la máquina militar, gubernamental, religiosa o familiar; solo se trata de cumplir con lo ya programado. En cambio, lo público es el plano en que nuestra razón no está sometida, cuando razona como ser razonable miembro de la humanidad razonable, y no como pieza de una máquina militar, gubernamental, religiosa o familiar. Esta posibilidad de ocupar la posición de sujeto que razona como ser razonable está, en el planteo kantiano sobre la Ilustración, íntimamente vinculada a la posibilidad de educación y de emancipación, de acceso a una suerte de condición adulta que, en vez de obedecer como obedece la pieza de una máquina, puede discriminar, juzgar, elegir.  

Según veo, el espacio físico y simbólico de la clase es el lugar en que cada individuo, siendo lo que sea en tanto que pieza de la inevitable máquina, puede provisoriamente suspender el ronroneo maquínico, para intentar ser, también provisoriamente, otro: un miembro de la humanidad razonable, no sometido a la obediencia maquínica.   

Va de suyo que asistir a un local escolar no garantiza la experiencia de nadie como miembro de la humanidad razonable habitado por el deseo y el arrojo de saber; bastante ya se ha denunciado el fracaso -en las trincheras de la Primera Guerra Mundial o en los campos de exterminio de la Segunda- del proyecto educativo/emancipador de la razón razonable de la Ilustración. No obstante, cabe pronosticar, como antes con el Ceibal, que la persistencia en las modalidades no presenciales, que agregan privatización y privación de espacio público a la mayoría de los alumnos y los estudiantes, no será buena para casi nadie. Y sobre todo, cabe pronosticar que si bien la existencia de la clase presencial sustraída del griterío mundano no es garantía de pensamiento individual o colectivo emancipado, ni es garantía de nada, su ausencia sí es anuncio garantizado de inquietante vocinglería.


Notas

[1] Fue publicada originalmente en La Senda. Latinoamericana y Antimperialista, no 3, julio de 2020; https://lasendaenlaweb.wordpress.com/

[2]http://www.oecd.org/education/school/OECD%20Reviews%20of%20School%20Resources_Uruguay_Summary_ES.pdf

[3] https://www.elobservador.com.uy/nota/primaria-secundaria-y-utu-como-evaluara-cada-subsistema-en-fin-de-ano-2020101621230

[4] https://www.elobservador.com.uy/nota/primaria-secundaria-y-utu-como-evaluara-cada-subsistema-en-fin-de-ano-2020101621230

[5]  Alma Bolón y Walter Ferrer https://brecha.com.uy/procusto-0-2-o-la-imposible-conversion/?fbclid=IwAR0FRziqBdMBpTde5StXu_YZAXYedR_tr3zzQOs-q25bMGuqVDJI0LrAZgY