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* ¿Es posible conseguir un objetivo virtuoso sin poder nunca elegir los caminos probados?
Este escrito tiene dos partes. En la primera, se repasan algunos antecedentes locales con los que se enfrenta la nueva propuesta de transformación educativa, esta vez concentrada en la formación de maestros y profesores. En la segunda parte, con cierta reconocida furia de largo aliento, por la que se piden disculpas de antemano, se intenta mencionar algunos de los arrecifes entre los cuales deberá navegar esta nueva reforma, los que en su mayor parte no son siquiera responsabilidad del sistema educativo.
Por Aldo Mazzucchelli
– Parte I –
El enigma de cómo dar nivel universitario a la formación docente en el Uruguay
En un marco general, del que hablaré en la segunda parte, se propone una nueva reforma educativa, esta vez de la formación docente.
Toda la urgencia de mi reflexión posterior no puede sino reconocer, desde el comienzo, que el Ministro de Educación, a quien conozco bien y sé una persona muy bien formada y muy bien intencionada, tiene ante sí una tarea titánica. Y no dudo que él sabe -y lo sabe en mayor detalle y mejor que yo- lo que estoy diciendo. Reconozco pues su valentía al tener el impulso de intentar caminos nuevos, dentro de este panorama, que para mi es mucho más desolador, seguramente, que para él.
La reforma busca cumplir con un viejo reclamo de los profesores y maestros: ser reconocidos como universitarios. Es posible que no sean recordados, por algunos lectores, los elementos fundamentales de la formación docente tal como existe hoy en el país. De modo que repasemos eso. ¿Quiénes son pues, aquí, los maestros y profesores?
Los maestros en Uruguay se forman en una red de institutos magisteriales repartidos por todo el país. Los profesores, en una red de centros de formación docente: Instituto de Profesores “Artigas” en Montevideo, y Centros Regionales de Profesores en seis ciudades (Colonia, Atlántida, Maldonado, Florida, Salto y Rivera). En ambos casos, todos estos institutos dependen de ANEP. Además, existen otras pocas opciones a nivel privado.
Nótese lo siguiente del esquema anterior: la Universidad de la República, la universidad más grande del país y una de las responsables fundamentales en la investigación y creación de conocimientos en todas las áreas del saber, está institucionalmente ausente de la formación de quienes se supone tienen la responsabilidad de impartir conocimientos a los uruguayos.
La formación de maestros de Primaria siempre siguió en Uruguay un camino relativamente independiente, y tuvo buenos resultados hasta hace poco tiempo, en que por razones complejas dejó de tenerlos. Pero hay que decir que las maestras y maestros nunca precisaron ser universitarias para ser excelentes maestras y maestros en Uruguay. Esto es algo que debería siempre tenerse presente. Otro es el caso de los profesores secundarios, y en ambos casos existe un contraste con lo que ocurre en el mundo.
A nivel comparativo, la mayor parte de los países que Uruguay tradicionalmente ha tomado como referencia siguen un puñado de caminos básicos y razonables, que se resumen en este principio general: para enseñar a otros -sean niños o adolescentes- es condición sine qua non que los docentes tengan una formación superior, es decir universitaria (capaz de producir investigación y pensamiento propio), en aquello que van a enseñar.
Es así que en esas naciones los profesores de, digamos, Biología en el nivel de secundaria, son antes que nada licenciados en Biología de una universidad. Luego, obtienen algún tipo de certificación profesional para enseñar en el secundario, la que en general es otorgada por el Estado y que requiere algún tipo de capacitación -en general modesta y relativamente breve- en el área general de la “pedagogía”: teoría de la educación, psicología del aprendizaje, didáctica y metodologías de la enseñanza, evaluación, etc.
Esta tendencia tiene su complemento en otra, también vigente y creciente, según la cual los docentes siguen algún tipo de licenciatura en educación en la universidad. Este es el caso más común para quienes van a ser maestros del nivel primario. En el caso de primaria el énfasis es tanto en los contenidos a enseñar -lengua, matemáticas, ciencias y saberes sobre la sociedad y su historia- como en la investigación en educación. Estas carreras universitarias suelen incluir importantes cursos teóricos sobre el desarrollo infantil y la historia, psicología y filosofía de la educación. Quienes imparten estos programas suelen ser una mezcla de educadores e investigadores, lo mismo que resultan sus graduados.
En general hay consenso en que los sistemas escolares más exitosos -entre ellos países como Finlandia o Singapur-, buscan deliberadamente a estudiantes de alto rendimiento para que se dediquen a la enseñanza. En muchos países industrializados, sin embargo, la profesión docente se enfrenta a un alto grado de competencia para atraer a graduados de calidad. A igualdad de exigencias de formación, otras carreras de nivel terciario garantizan un nivel de ingresos y una relación esfuerzo-beneficio relativamente más atractivo que los que ofrece la enseñanza.
Profesores secundarios en Uruguay: una formación profesional fuera de la Universidad
Como ya hemos dicho, a diferencia de este esquema generalizado en el mundo, el Uruguay ha creado una tradición propia, que a esta altura resulta tan consolidada como extravagante. El Uruguay tiene, por un lado, un sistema universitario, donde se enseña e investiga sobre los saberes específicos, el que está desconectado casi por completo de la enseñanza primaria o secundaria. Y por otro lado, tiene lo que ha resultado de décadas de adaptación, cambio y decadencia, de unos institutos de formación docente -pienso en este caso sobre todo para Secundaria- que fueron creados para formar una élite pequeña de grandes luminarias en cada disciplina.
El caso de los profesores de Secundaria tiene una historia ya larga, y en cierto modo frustrante. Antes hubo una tradición de grandes profesionales brindando lo mejor de sí a la educación secundaria -grandes investigadores científicos, escritores, abogados, historiadores, matemáticos, tuvieron a su cargo la enseñanza secundaria en un puñado de liceos en Montevideo, y uno en cada capital departamental. Luego, a iniciativa de Antonio Grompone, se creó el Instituto de Profesores “Artigas” allá por 1951, como “respuesta” a la creación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de Carlos Vaz Ferreira, que se formalizó dentro de la Universidad de la República en 1945. Si la concepción de Vaz Ferreira era el enseñar a pensar críticamente, en unas humanidades que perseguían la construcción dialéctica del conocimiento de modo desinteresado, el IPA de Grompone buscaba dominar con excelencia los saberes recibidos en distintos ámbitos, con docentes capaces de devolverlos a la sociedad a través de la enseñanza. En su origen hubo, pues, dos énfasis diferentes, que creo que a esta altura están en el inconsciente de la tradición formadora de docentes del Uruguay.
La idea de Grompone era conjuntar una alta formación especializada en algún saber -Historia, Matemáticas, Literatura, Biología, etc.- con una formación pedagógica orientada a la excelencia práctica. Los que accedían al IPA eran pocos, y debían aprobar primero un examen que el mismo actual Ministro de Educación adjetiva de “salvaje” por su nivel de exigencia.
Desde luego, ese era un proyecto para un país con una enseñanza secundaria muy exigente -probablemente más que una licenciatura universitaria de hoy-, fundamentalmente preparatoria de la universidad, y poblada con un grupo relativamente pequeño de estudiantes.
Luego de los años setenta en que toda la educación pública fue intervenida por los militares, y de un proceso turbulento de reacomodamiento a la vida democrática, el IPA siguió defendiendo, casi por inercia y habiendo olvidado activamente su propio comienzo de excelencia selectiva, una mezcla bifronte y, al discutible juicio de quien escribe, prácticamente imposible: conjugar una especialización programática extrema con una masividad también creciente. La demanda de ingreso fue satisfecha sin ninguna barrera selectiva -podía entrar al IPA cualquiera que egresase de Secundaria, sin ninguna condición más- y, al mismo tiempo, la dispersión de asignaturas dentro de cada especialidad, más una importante carga de materias pedagógicas, conformaba un programa ambicioso en los papeles pero que debía, en su dictado y evaluación, adaptarse al nivel de un público estudiantil crecientemente masivo. La escasez de profesores titulados de educación media -problema endémico del Uruguay durante muchas décadas- propicia además que los estudiantes del IPA se vuelquen a enseñar ya casi desde primer año, y que muchos de ellos terminen abandonando los estudios, pues ya han conseguido las horas de clase que buscaban en primer lugar.
El proyecto del Ministerio busca ahora que esos títulos de maestros y profesores tomen la forma de títulos universitarios.
Sin embargo, el proyecto es el fruto, inevitable quizá -como lo argumenta el ministro- de un compromiso. Apostar a revolucionar realmente todo el sistema terminaría en un trancazo completo, pues no existen ni las mayorías parlamentarias para hacerlo, ni tampoco la disposición de las autoridades y el inmenso equipo burocrático educativo estatal para renunciar a su espacio de poder en un reordenamiento de prioridades en el que las universidades tomen la delantera.
Además el lector debe recordar, o enterarse ahora, de que en un país de escasos recursos académicos de calidad, el IPA y la Universidad de la República han tenido una historia de distancia, cuando no de hostilidad. Y los profesionales universitarios imprescindibles para formar docentes están, en su gran mayoría, en la universidad, tanto pública como privada. Y mayoritariamente en la primera, que tiene la estructura de carreras, número de estudiantes y cantidad de docentes más grande en el país. De modo que el IPA se ha mantenido con un plantel docente propio, reclutado a menudo entre docentes de secundaria formados en el propio IPA, y en donde la tradición de investigación y publicación de largo aliento en las asignaturas de contenido y en pedagogía recién está creciendo en los últimos años.
El país se da pues el lujo de, en base a una hostilidad tradicional y mayormente sin sentido -salvo mantener “chacras” en el saber: la chacra ANEP, la chacra UdelaR, y la chacra universidades e institutos privados-, no poner en competencia a sus mejores recursos cuando se trata de formar a sus docentes. ¿Será capaz este proyecto de por fin articular esas tres divisiones y hacerlas funcionar más a favor de la gente de Uruguay que de sus mismos intereses e ideologías corporativas?
El título ofrecido a partir de esta reforma será el de “Licenciado en Pedagogía”. Desde el título, y debido al camino elegido -que prioriza la “tradición” de separación y cuasi-monopolio existente- se prioriza la especialización “pedagógica” antes que el saber “de algo”. Se prioriza la curiosa idea -pero hoy difundida casi como dogma entre los tecnócratas y burócratas educativos- de que los contenidos no son relevantes, sino que lo más relevante es “saber enseñar”. Pero, ¿”saber enseñar” qué?
Este cuestionamiento, que es muy viejo, y que los formados en la ideología de la prioridad “pedagógica” o “metodológica” creen que está contestado, nos deja con una pregunta sonora, que es la siguiente: hasta hace unos treinta años, o algo más, los saberes disciplinares dominaron absolutamente la formación docente en Secundaria. A partir de los años 80 y crecientemente luego, la educación pasó a estar dominada por los pedagogos, los especialistas en psicología del aprendizaje, en teoría de la educación, en estadística, en dificultades del aprendizaje, etc. Los resultados están suficientemente a la vista como para que haga falta profundizar en las razones o excusas que, precisamente estos profesionales, son expertos en construir.
Justamente, las instituciones y las corporaciones tienden a reproducirse a sí mismas, y la ideología del burócrata educativo tiene terror de confrontarse con un saber en algo -no en cómo “comunicar” algo, “hacer sentir bien” al estudiante, hacer que los números “cierren” de cualquier modo para que los responsables de dar dinero sigan dándolo, o “formar” en nada en absoluto.
“Saber” de educación en el vacío es el núcleo de la ideología que ha obtenido, una vez que se le dio el control de la educación y sus sucesivas “reformas”, los pésimos resultados que el sistema hoy exhibe. Pero además, es esa supuesta “especialidad en el saber enseñar” lo que permite, a las instituciones de formación docente, mantener su supuesto “espacio especializado”, al margen del saber universitario, y al margen de cualquier crítica que no sea endógena. Hasta ahora, pese a que existan excelentes profesionales en esos saberes educativos, esas críticas endógenas y las explicaciones que genera no han contribuido a mejorar los aprendizajes. El sistema anterior, en un mundo muy distinto y menos complejo para los educadores, es cierto, funcionaba notablemente mejor.
– Parte II –
Quien no esté de acuerdo con la decadencia del contexto no diagnosticará de dónde salen sus dificultades fundamentales
La educación tiene problemas propios. Pero por su naturaleza, es el punto de confluencia de una gran cantidad de problemas ajenos.
En ella confluyen los problemas que genera la destrucción de la palabra escrita en profundidad, ya madura en una sociedad neo-oral como la que tenemos. A ella llega también el déficit atencional crónico y masivo, un nuevo hábito fundado en nuestra arquitectura neuronal y que es, igual que lo anterior, consecuencia de la instalación de una nueva ecología mediática en la que aun, como especie, estamos muy lejos de sabernos mover virtuosamente. Predomina el exceso, la falta completa de límites en el juego, el entretenimiento, y todas las formas de narcotizar la relación con una “realidad” a la que se teoriza, además, como secundaria frente a una supuesta nueva realidad más real, hiperreal. En ella seremos, se nos promete por la gente de Meta -por ejemplo-, capaces de “lograrlo todo” sin esfuerzo -salvo mover las manos o la cabeza o los ojos dentro de un casco y unos guantes que generarán ese super hombre de pacotilla, entrega final de la voluntad a manos de la representación.
En la educación desemboca también el múltiple desastre de la familia como grupo de referencia. Toda autoridad ha sido construida y vista, desde hace décadas, como nefasta, como destructora de no se sabe qué llama interior que, en lugar de construirse desde abajo, se da por culminada al ingresar en la sociedad un niño a los 4 o 5 años -lo que es, seguro, la mejor manera de impedirle a esa llama que se conozca a sí misma y se forme en la dificultad. La educación ha olvidado hace rato lo elemental: que el límite y la dificultad son el único camino a la autoformación sólida. Se aborta así en el origen a muchos nuevos sujetos autónomos y pensantes -al tiempo que se compensa este evidente genocidio del logos con la promesa transhumanista de que la tecnología salvará el asunto, más adelante.
Vastas zonas de la nueva ideología están cooptadas por una forma ideológica decadente que se vende como futurista, como la siguiente estación en un desarrollo progresista o, lo que John Gray llamara “hiper liberalismo”. Llamémosle woke a esa ideología, para recordar que es el fruto elitista, culpógeno y soberbio a la vez, de una sociedad decadente (la norteamericana y de Europa occidental), que se ha vuelto tal que parece ser incapaz de pasar cualquier mensaje moral o ético convincente, y ahora sólo puede hablar de tecnología.
De acuerdo con esa mirada woke a los más chicos no hay que enseñarles a pensar por sí mismos -porque pensar el viejo proceso dialéctico de sacar de una confrontación de argumentos algún tipo de conclusión que se sienta genuina y honesta, si bien provisoria- sino que hay que adiestrarlos en la repetición de esa ideología woke. Los contenidos, por tanto, dejan de interesar, como deja de interesar un uso libre y creativo tanto del lenguaje como del logos matemático. Platón -que enseñó a pensar por escrito y que distinguió con duradera claridad la diferencia entre amar el poder y amar la sabiduría- es el principal enemigo, desde luego, de este tiempo, porque identificó que el problema del ser -conócete a tí mismo- está íntimamente ligado al problema de la educación, y finalmente son lo mismo.
Los contenidos es decir, los saberes disciplinares, son hoy el problema de dos modos, al menos. Por un lado, de la idea cierta -pero nada novedosa- de que los saberes cambian constantemente, se concluyó que no importan mucho. Puesto que van a cambiar, se dijo en algún momento hace ya mucho, lo importante es “aprender a aprender” y enseñar a una persona la necesidad y los mecanismos de su “actualización permanente”.
Nadie puede negar que “los saberes” cambian constantemente (especialmente los que importan menos para la formación de una persona íntegra). Pero del hecho que algo vaya a cambiar no sale que yo no deba aprenderlo en su forma actual. Es aprenderlo en su forma actual la única manera de que luego yo sea capaz de negar eso que sé, para seguir aprendiendo. El saber concreto es necesario de principio a fin, porque son los contenidos los que dan firmeza a mi decír si o a mi decir no. Ese decir sí o no es el modo en que procede la edificación del sí mismo, y nadie puede ya no conocerse a sí mismo, sino buscar algo en la red, si no puede saber qué está buscando porque no tiene él mismo una estructura que se lo permita, aunque luego esa estructura cambie completamente luego de lo que encuentre en la búsqueda.
Esta ignorancia de la más elemental dialéctica ha culminado en dos cosas, en la educación: primero, que los que saben de algo han cedido el poder a los que no saben de nada, salvo -supuestamente- de tres cosas: primero, de medir lo que es -la famosa “fotografía estadística” de los ingenieros sociales y demógrafos-; segundo, de “pedagogía”, esa confusa mezcla de métodos didácticos, descripción de las etapas comunes del aprendizaje, y jerga de densísima capacidad de oscurecimiento, de moda entre tecnócratas como medio de autoprotección y engrandecimiento de un “saber” que solo impresiona a los ignorantes; y tercero, de medicar a los niños que no funcionan dentro de esta distopía que se llama educación, haciendo el trabajo de BigPharma y condenando a sentirse -en buen o mal sentido- “especial” a una cantidad anormalmente alta de los antes normales.
Los primeros son completamente impotentes para cambiar lo que ven -que además, debido a las inmensas e insolubles dificultades metodológicas que enfrentan, en general tampoco es como lo ven. Los segundos piensan que van a cambiar a un sujeto haciéndolo sentir bien y jamás sometiéndolo a ningún disgusto, incomodidad o freno. Y los terceros son buenos a sueldo, y a menudo se cuentan -de acuerdo a mi limitada experiencia personal- entre las personas más ignorantes de la sociedad, porque son meros aplicadores de protocolos y mandatos velados emanados de otros que tienen intereses muy distantes.
Muchos políticos, que de educación no saben nada en absoluto, saben sí que pueden siempre echarle la culpa al sistema educativo de la falta de lo que llaman -instruidos por los tecnócratas medidores y encuestadores- la “falta de resultados”, liberándose así de toda responsabilidad sobre esos “malos resultados”. Para este tipo de cabeza, lo que se debe obtener de la educación no son personas íntegras y mejores -algo profunda y justamente inmedible- sino “resultados tangibles”.
Finalmente, y sin que la lista sea exhaustiva, en la escuela confluyen no solo el problema de la nueva comunicación y el de la ausencia de referentes de autoridad cariñosa, sino también el problema de las formas en que la economía contemporánea se expresa como relación de la gente y las cosas: entretenimiento, consumo rápido y olvido, vínculos casuales y superficiales, y por supuesto, rechazo total y de plano a toda autocorrección propia, la cual ha sido sustituida por una moral formulística y dogmática que prescribe quiénes son los buenos y los malos -hagan lo que hagan unos u otros, porque el bien no es de acciones, sino de prejuicios y definiciones rígidas. Ser bueno es obedecer y pertenecer al repertorio de los dogmas que el dinero ha instalado como dominadores. El resto puede ser reeducado en campos de concentración, cancelado en redes sociales que se volvieron manuales de orientación para esos dogmas, o simplemente eliminado de la sociedad por diversos métodos, que no dudamos que serán cada vez más violentos, porque esa es la naturaleza de la progresión. Pensar que podría haber formas de vinculación social que realmente sacrifiquen algo de sí para dar algo mejor a la generación que llega es una idea que no le pasa por la cabeza a muchos de los nuevos líderes de opinión de estos tiempos bituminosos. Al contrario, reconcentradas en su egoísmo final, esas y esos líderes recomiendan no tener hijos, abortar a los que de todos modos sean concebidos, y fomentar cualquier clase de relación humana salvo aquellas que pudiesen generar alguna clase de crecimiento demográfico. Eso es lo más conveniente. En una importante proporción de las viviendas de este país no hay hogar, y no hay por tanto referencias claras en donde emocionalmente protege y puede doler.
Ese tipo de liderazgo destructivo se ha apropiado de parte de la educación, al cooptar por la vía de dinero que llega con strings attached los objetivos, actitudes, métodos y principios considerados los únicos admisibles. Es buena noticia que -por ahora al menos- la reforma que se propone venga exclusivamente financiada con dineros propios del país. Pero ese es un escudo débil, porque la educación está ocupada de muchas maneras.
Todo lo anterior, y mucho más también, converge en el problema de educar, en ese momento comunicativo y afectivo en el cual la sociedad espera que ocurra el milagro de la “formación”. Y los encargados de producir el milagro son, sobre todo a ojos de la gente común, exclusivamente “los maestros y profesores”. La vida contemporánea hace que, si bien muchos padres se ocupen de acompañar seriamente el proceso educativo de sus hijos -y estos son los que invariablemente reciben buenos frutos de ello-, sean muchos otros quienes más bien aprovechan al sistema educativo como depósito de unos hijos que, en el fondo, les molestan para desplegar su propio proyecto vital. Estos son los padres que piensan “aquí está mi hijo; arreglame el problema; y sobre todo, no quiero escuchar que no es perfecto. Para eso te pago”.
Cada sociedad no puede, finalmente, educar a nadie en lo que ella misma no profesa, y no hay ninguna reforma educativa que pueda siquiera rozar este problema por si sola. Lo que sí sería posible es que la educación vuelva a funcionar como un factor virtuoso dentro de un sistema social que reciba nociones de cambio de ella, y que, si abriese una discusión masiva que mejorase su autoconciencia del problema -y por tanto la de otros factores primordiales de la educación general: políticos, empresarios, burócratas, sindicalistas, padres y estudiantes- a partir de ello arrancase una dialéctica más virtuosa que la que tenemos. Pero el Uruguay, desde luego, no es una isla. Requerirá cambios en el mundo, hoy de difícil pronóstico.