ENSAYO

Por Paolo Tortonese (2)  

El 10 de marzo último, en el programa radial “Les Matins de France Culture” dedicado al debate sobre “¿Hay que adaptar los clásicos a su época?” (3), Tiphaine Samoyault defendió la decisión del editor Puffin Books de modificar el texto de las obras de Roald Dahl, y consideró esta práctica aceptable en general y aplicable a todas las obras del pasado. Se conoce la polémica producida por esta opción del editor británico, Salman Rushdie intervino denunciando una “censura absurda”; también se conoce  el capítulo francés de esta discusión, con la decisión de la editorial Gallimard de no modificar la traducción francesa. El otro participante en el debate radiofónico, Marc Weitzmann, aportó una buena cantidad de argumentos esclarecidos y esclarecedores contra la nueva censura, tan precisos y convincentes que podría considerarse que la discusión se cerró; no obstante, las ideas expuestas por Samoyault son tan chocantes y rondan tan peligrosamente que piden un debate amplio y profundo. 

Los especialistas en la literatura del siglo XIX quedaron particularmente turbados por la afirmación: “¡Gracias a Dios,  yo no enseño literatura del siglo XIX!”, momento culminante de una corta acusación contra la literatura de un siglo entero:

Hay toda una literatura que es portadora de valores extremadamente normativos. Cuando uno mira la literatura del XIX… Yo tengo muchos colegas y amigos que enseñan la literatura del XIX y que les parece que es muy duro esto en la universidad. Inclusive si no practican la reescritura, les parece muy duro ver, por ejemplo, el antisemitismo en Balzac, o ver la invisibilización de las mujeres o la instrumentalización de las mujeres en toda la literatura del XIX, y les parece que la cosa se volvió muy difícil. Y no es que se les impida enseñar, sino que esos textos son portadores de valores que son detestables. […] ¡Gracias a Dios,  yo no enseño literatura del siglo XIX! Pero oigo el malestar de algunos de mis colegas para quienes es difícil tener que estar repercutiendo, si puede decirse así, los valores esos.

El malestar es mayor en quienes, habiendo leído CorinneIndianaLa Femme de trente ansMadame BovaryGerminie LacerteuxNanaUne vie, así como MiddlemarchAna Karenina y  The Portrait of a Lady, no logran captar la pertinencia de la palabra « invisibilización ». Y también en quienes, conociendo el discurso antisemita de algunos escritores del siglo XIX, piensan que es de provecho para los jóvenes lectores, nuestros estudiantes, estar en conocimiento y que el deber de memoria puede ejercerse solamente si se conservan los documentos, conocidos y comentados. 

Uno tiene derecho a preferir la literatura del siglo XX a la del XIX, preferir Céline a Hugo, por ejemplo, o Brasillach a Zola, pero si uno es profesor de literatura, no tiene derecho a propagar imágenes tan brutalmente simplistas de la historia literaria. Uno tiene derecho, e inclusive el deber, de considerar como pasibles de crítica las imágenes de la mujer transmitidas por las novelas antes mencionadas, pero no tiene derecho a predicar el borramiento de esa literatura, la destrucción de la memoria, el remplazo de textos auténticos por textos edulcorados. La literatura habla del mal, de lo que disfunciona, de lo que hace sufrir: ese es su mérito. 

Porque, al final ¿qué se quiere? ¿Que las futuras generaciones no estén al tanto de la existencia del racismo, de la esclavitud, de las opresiones contra las mujeres y de todas las innumerables injusticias con las que está tejida la historia humana? ¿Queremos cerrar los ojos o mantenerlos abiertos, ser vigilantes, ser críticos, estar atentos? T. Samoyault pretende que solo se trata de cambiar algunas palabras, les deseo buena suerte cuando tengan que reeditar a Sade según los criterios de Puffin Books. 

Los argumentos empleados por T. Samoyault deben hacernos meditar. ¿Por qué sorprenderse de las censuras de hoy, dice ella, puesto que siempre se practicó la “reescritura”… ¿Acaso no siempre se adaptó la literatura del pasado a la mentalidad del presente? Véanse sus palabras verbatim:

Efectivamente, hay un miedo a la reescritura en particular en Francia, en nombre de una sacralización del original, sacralización de índole histórica que tampoco es ajena a cierta dominación cultural francesa. Podemos volver sobre esto… porque finalmente la literatura se las ha pasado reescribiéndose, la reescritura está inscripta en el propio proceso de la literatura, los antiguos reescribían a los más antiguos y esto siempre fue un movimiento bastante común.

En primer lugar, nos sorprende el uso del argumento de autoridad fundado en la tradición. Con ese criterio cualquier bellaquería podría legitimarse: ¿un delito se justifica porque se lo cometió a menudo? ¿Una necedad deja de serlo porque es antigua? Que una progresista recurra a ese tipo de argumento nos deja boquiabiertos.

Además el razonamiento es capcioso por otra razón. Con el término “reescritura”, T. Samoyault designa varias prácticas diferentes, que una especialista en literatura debería saber distinguir: la reescritura de un mito, de un relato, a través de los siglos (los treinta y ocho Amphitryon  repertoriados por Giraudoux), las modificaciones en conformidad con el gusto nacional (Romeo y Julieta que termina con la boda de los amantes…), las censuras de lo que molesta al poder político, las adaptaciones ad usum delphini, verdaderas censuras morales que atañen prioritariamente la sexualidad y, finalmente, las traducciones que voluntariamente pueden desviar el sentido de una frase.

Considerar todo esto como una sola y única cosa es ir demasiado rápido o, peor todavía, es poner en el mismo plano fenómenos de creación literaria junto con fenómenos de represión política, para justificar los segundos con los primeros. El hecho de que Racine haya reescrito la historia de Phèdre ¿justifica la supresión que hicieron los editores católicos de ciertos pasajes de Paul et Virginie? (¡Novela no suficientemente casta, a sus ojos…!) El hecho de que toda traducción es necesariamente no idéntica al original ¿justifica la alteración voluntaria del sentido? Al traducir Daphnis et Chloé, Amyot suprimió la escena de la iniciación sexual de Chloé por Lycénion, porque chocaba la sensibilidad de los lectores; sucedió en 1559, fue necesario esperar hasta 1810 para que una traducción francesa la restableciera y para que los lectores que ignoraban el griego pudieran juzgar libremente. ¿Queremos deshacer el

camino hecho? ¿O preferimos elegir libremente lo que queremos leer o no leer, aprobar o desaprobar?

Una palabra es particularmente cuestionable en los propósitos de T. Samoyault, el adverbio “siempre”. No, no siempre se censuró; desde hace más de dos siglos se rechaza la censura, se defienden los derechos de autor, se establecen ediciones críticas, se quieren leer textos exactos para poder ejercer sobre ellos una lectura crítica, documentada. El principio de libertad de expresión y el historicismo le opusieron al borramiento destructor la voluntad de conocer todo y de someter todo a un examen que atienda la diversidad de las culturas y de las épocas de producción de los textos. El relativismo es propiamente esta apertura de espíritu hacia el pasado y hacia el allende, que nos lleva a asir las realidades culturales por lo que son, aunque se las critique, a medir nuestra distancia con respecto a ellas, a deplorarlas. La lectura crítica de los textos existe por lo menos desde que Lorenzo Valla demostró la impostura de la Donazione di Costantino y ha progresado entre mil obstáculos a través de los siglos; hoy más que nunca la necesitamos, sumergidos como estamos por la storytelling de los medios masivos, tal como precisamente lo mostró Peter Brooks en su libro más reciente (Seduced by Story, The Use and Abuse of Narrative, NYRB, 2022).

El sofisma es patente, y sin embargo pernicioso: primero se despliega una teoría de la traducción como desvío inevitable, acto seguido se considera como algo legítimo cualquier falsificación; primero, con abundantes estudios de genética textual, se teoriza la inexistencia del texto exacto y único, acto seguido se pone en el mismo plano la consideración de las variantes de un texto y la modificación deliberada del original; se atiborran de teorías hermenéuticas más o menos heideggerianas para acto seguido vomitar la doctrina según la cual todas las interpretaciones valen lo mismo, como todos los gatos son grises de noche. Esta grisura precisamente es la que nos oprime, y en esa noche rechazamos entrar. 

La tartuffería consiste, de igual modo, en la distinción entre la lectura erudita y la lectura popular. Es como si se dijera: nosotros, los intelectuales parisinos, podemos leer a Gide distinguiendo entre el gran escritor y el pedodelincuente colonialista, mientras que, pobres, los Welches de los suburbios -los bárbaros de la periferia- no sabrán hacerlo, así que hay que protegerlos de las malas influencias. ¿Siguen ustedes creyendo, como millares de profesores han estado creyéndolo desde la alfabetización de Francia, que es posible transmitir a todos la cultura de la élite? ¿Que es posible enseñar a todas las personas el ejercicio de una lectura crítica? Qué ilusos, les dice T. Samoyault, quédense en sus tertulias, no hagan esfuerzos inútiles, el pueblo lee y leerá siempre de una manera ingenua y sumisa. Apenas si es posible impedirle que se exponga a malas influencias, como mucho puede sugerírsele que lea La Mare au diable, y ya es mucho….más vale limitarlo a Cenicienta. T. Samoyault reconoce abiertamente que la política de reescritura implica que se disocien los lectores eruditos que leen los textos en su versión primera de la masa a la que se le dan textos edulcorados. Según sus propias palabras:

De todos modos hay una diferencia grande entre esa literatura elitista que se practica en los medios en los que se sabe explicar, y una literatura muy ampliamente estudiada en las escuelas… y podrían muy bien considerarse varias ediciones de un texto, de la misma manera que hay varias versiones de un cuento, varias traducciones de un mismo texto…”.

En esos razonamientos se pone de manifiesto una concepción de la  lectura. Al lector se lo figura, sobre todo cuando es joven, como un ser pasivo, incapaz de reaccionar, aplastado por valores impuestos por las obras, subyugado por la tesis moral o política del escritor. En varios planos esto merece ser puesto en tela de juicio. En primer lugar, esa representación de la lectura es caricaturesca, excluye la posibilidad de que identifiquemos lo que nos disgusta, con lo que discordamos. En el plano ideológico, cualquier lector es capaz de aprobar o de desaprobar. Millones de lectores de Balzac leyeron sus novelas sin volverse monárquicos.    

Además en el plano propiamente literario, distinto de la pura y simple ideología, los valores representados en una obra no son tan unívocos como lo pretende Samoyault. La manera que tiene la literatura de “ser portadora de valores” no es la de un sermón ni la de un reglamento de internado militar. La ambivalencia tan apreciada por Sigmund Freud no es un concepto vano, todos los lectores la experimentan en su intimidad, y toda la crítica moderna ha sondeado las profundidades de la ambigüedad. El sentido de una obra no se reduce a su tesis. Samoyault les reprocha a las obras del pasado su normatividad, mientras reivindica el derecho a la normatividad para nuestra época. No ve que la literatura, sobre todo la más grandiosa, es al mismo tiempo normativa y transgresiva, indisolublemente. 

Sobre esta reducción brutal de la lectura a una absorción pasiva de imperativos categóricos se injerta una concepción de la enseñanza como prolongación cómplice de la perfidia literaria (“repercutir los valores esos”). El profesor se vuelve cómplice de los horrores promovidos por Balzac, en cuanto “enseña Balzac”, dudosa expresión (¿calco del inglés “to teach Balzac”?) en la que se concentra la idea de que no somos más que la correa de transmisión de una doxa despótica. En la realidad de nuestras aulas, no “enseñamos Balzac”, sino que lo damos como lectura a los jóvenes y lo estudiamos con ellos, ponemos nuestro saber al servicio de sus lecturas libres y personales, los entrenamos en el ejercicio del espíritu crítico a través del relativismo histórico, de la contextualización, de las teorías poéticas, lingüísticas, estilísticas, narratológicas, a través de la interacción de nuestra disciplina con la filosofía, la historia, las ciencias, etc.  

La solidaridad entre la enseñanza de una moral, de un pensamiento político, de una lengua y de una retórica era usual durante el Antiguo Régimen; se la barrió de la enseñanza moderna con las oleadas sucesivas de la secularización, del historicismo romántico, de la filología positivista, luego del psicoanálisis, del formalismo, del estructuralismo, etc. Los nuevos oscurantistas quieren que la enseñanza reencuentre la coherencia perdida desde hace dos siglos. Si vencen, la universidad futura se asemejará al seminario de Julien Sorel, y los estudiantes serán tan felices como él.  


(Traducción Alma Bolón)

Referencias

(1) https://www.fabula.org/actualites/113245/reecriture-lecture-censure-une-discussion-avec-tiphaine-samoyault-par-paolo-tortonese.html Publicado el 19 de marzo de 2023; se traduce y difunde con la amable autorización del autor. 

(2) Paolo Tortonese (Turín, 1957) profesor en la Université Paris III.   

(3) https://mediateur.radiofrance.com/chaines/france-culture/faut-il-adapter-les-classiques-a-leur-epoque-dans-les-matins-de-france-culture/