“El ganado muere,
los parientes mueren
Tú mismo morirás
Solo sé de una cosa que no muere:
la reputación de un hombre.”
Hávamál 77
ENSAYO
Por Andrea Grillo
La muerte integrada
En la mitología escandinava, recogida por Snorri Sturlurson en el S. XIII en las Eddas, se describe a Gjallarbrú como el puente cubierto de oro y pendiente de tan solo un cabello, que atraviesa el río Gjöll y que debe ser cruzado para llegar al reino de Hel, la diosa de los muertos. (1)
Es verdad que lo que se ha popularizado de la cultura nórdica en relación a la muerte se basa en la época vikinga (800 – 1050 D.C.), esto es, su afición por la lucha en orden de alcanzar el Valhalla, sitio destinado a aquellos guerreros caídos en combate que hubieran luchado con tanta valentía como para ser escogidos por las valkirias de Odín (aunque no es tan difundido que la primera en elegir la mitad de los guerreros es la diosa Freyja para llevarlos a su propio palacio, el Fólkvangr). (2)
Sabemos, sin embargo, que la mitología siempre es mucho más rica y compleja que lo que nos llega de ella luego de haber pasado el tamiz del tiempo y los intereses de quienes escriben la historia. Indagando un poco más, encontramos que, de los nueve reinos de la cosmología nórdica, Helheim era aquel al que iban los muertos de muerte natural y, más aún, antes de la época vikinga, el lugar al que iban todos los muertos, a quienes se despedía con cantos. El pasaje a través del río es una imagen que se repite en incontables mitos, pero los nórdicos pusieron además especial atención a los barcos en sus rituales mortuorios, seguramente por la importancia de éstos no solo en los viajes de conquista sino también de comercio, actividad muy necesaria para su supervivencia. Las cremaciones en barcazas fúnebres, el hallazgo de barcos enterrados en túmulos y la infinidad de grabados rupestres con motivos funerarios que representan barcos, nos hablan, sí, de la creencia de esta sociedad en un tipo de vida después de la muerte. Pero lo que interesa resaltar es que esa creencia está diseñada por la vida y la diseña a su vez, interviene y es intervenida en su cotidianidad, sus costumbres, sus vínculos: todo aquello que es medular en cualquier tipo de organización social, sin importar su tamaño, se reproduce en sus rituales fúnebres.
“Que todos los seres sean libres de sufrimiento”
Avalokiteśvara, Buda de la Compasión
La mayor aspiración para los budistas es alcanzar el desarrollo espiritual que los lleve a la Iluminación. Este proceso es constantemente amenazado por lo que dan en llamar “los tres venenos”: la ira, la codicia y la ignorancia. Por ende, practican la no violencia, la austeridad y la diligencia en el estudio de las escrituras. Su intención no es alcanzar ningún tipo de existencia post mortem sino todo lo contrario, generar dharma mediante una vida noble para salirse de ella, a tal punto que quienes ansían retornar lo hacen motivados por la esperanza de ayudar a otros en una nueva encarnación, algo que consideran el gesto de mayor compasión que puede albergar un ser humano.
Aproximadamente un siglo después que Sturlurson recopilara las Eddas, un monje llamado Karma Lingpa descubre en las montañas Gampodar, en el sureste del Tíbet, las escrituras comúnmente conocidas hoy como “El Libro Tibetano de los Muertos”, atribuidas al Maestro Padmasambhava. El título original es “La gran liberación mediante la audición durante el bardo”. Bardo, “es una palabra tibetana que designa sencillamente una transición o un intervalo entre la conclusión de una situación y el comienzo de la siguiente.” (3) La obra describe los distintos estadios que experimenta la conciencia en el momento de la muerte y con posterioridad a ella. Los budistas confían en que al leerla en voz alta a la persona moribunda o incluso ya fallecida, puede guiarla paso a paso para que alcance el estado de liberación absoluta del Samsara. (4) El ritual mortuorio sintetiza la creencia y la práctica de toda la vida, dándole justo cierre.
En todas las culturas antiguas – haga memoria el lector de cualquiera que sea de su agrado o tenga especial conocimiento – la muerte se percibe como un proceso, una transición, un cambio de estado, un pasaje, un viaje hacia otro tipo de vida posterior, una transformación, siempre acompañada por rituales. Las mencionadas previamente, si bien nos llegan fundamentalmente a partir de la divulgación de sus recopilaciones escritas, es obvio que datan de una antigüedad mayor. ¿Y qué tienen en común estas dos cosmovisiones que parecen situarse en las antípodas la una de la otra? Que, como la gran mayoría de las culturas antiguas – por no aventurar que todas – transitan por el ciclo natural de la existencia física no sólo sin intentar negar la muerte sino conviviendo con ella en la cotidianidad, integrándola plenamente. A modo de ejemplo, por la noche algunos monjes budistas lavaban su cuenco y lo dejaban boca abajo en caso de que murieran al dormir y entre los nórdicos era habitual el dicho: “Nadie ve la tarde si la norna no quiere”.(5) En periodos de paz, la muerte “natural” era vivida exactamente así.
La muerte rehuida
«Pandemia» no es una palabra que deba utilizarse a la ligera o de forma imprudente.
Es una palabra que, usada de forma inadecuada, puede provocar un miedo irracional (…)
Nunca antes habíamos visto una pandemia generada por un coronavirus.”
Tedros Adhanom
El 11 de marzo del 2020, la OMS declaró la enfermedad llamada COVID-19 como “pandemia”, desatando el terror a nivel global. En una demostración de maestría discursiva, su Director General, o quien le escribió la arenga, lanzó un mensaje de horror mientras intentaba dar la impresión de querer transmitir calma, y explotó el pánico que venía tensándose desde que alguien decidió almorzar murciélago crudo en un mercado de Wuhan.
Sería inocente pensar que tan solo las declaraciones de la OMS y la cobertura en-tiempo-real de los grandes medios de comunicación de por sí fueron suficientes
para generar una reacción tan desmesurada. Es cierto que todos los espectadores del globo fueron bombardeados por imágenes y relatos escalofriantes, algo que se mantiene al día de hoy. Pero también es cierto que permitir ese bombardeo grotesco de información, muchas veces completamente tergiversada – tan tergiversada como el conteo de muertos diarios por la enfermedad – prueba la indefensión de la sociedad postmoderna frente a las crisis y a la muerte. No pocos han profundizado en las tácticas de manipulación de la ingeniería social para entender de qué forma se implantó un “Estado de Miedo”, acercándonos un poco más a la comprensión del fenómeno del pánico global. Otros, desde una perspectiva más filosófica, ponen el foco en el sujeto manipulado. Citando a Byung-Chul Han: “Lo que muestra nuestra reacción de pánico ante el virus es que algo anda mal en nuestra sociedad (…) El virus es un espejo, muestra en qué sociedad vivimos. Y vivimos en una sociedad de supervivencia que se basa en última instancia en el miedo a la muerte.” (6)
Es necesaria una precisión: una cosa es la pulsión de vida y otra muy distinta es la imperiosa necesidad de perpetuar la vida a cualquier costa. Una cosa es el miedo a la muerte o el instinto de supervivencia, las reacciones de parálisis, huida o lucha frente a un peligro y otra muy distinta es el pánico irracional, que nos inhabilita al momento de buscar alternativas para salir de la situación de riesgo.
Volviendo a Escandinavia y el Tíbet, tratemos de hacer una abstracción lo más pura posible e imaginemos a los nórdicos o a los tibetanos en un paroxismo descontrolado de histeria tras enterarse de la inminente llegada de una nueva enfermedad. Seguramente nos resulte una idea bastante inverosímil. Descubrimos entonces que, curiosamente, nuestro pavor ante la muerte es relativamente nuevo. Como tendemos a medir instintivamente el tiempo en relación al promedio de vida de un hombre, siete u ocho siglos tal vez no nos parecen tanto. Pero sabemos que en ese “corto” periodo, los avances científicos y tecnológicos se han desarrollado a velocidad supersónica… y con la misma velocidad hemos perdido aspectos de nuestra humanidad que estaban diseñados para darnos sentido. Decir que olvidamos el contacto con la naturaleza y sus ciclos para quedar aislados y empequeñecidos en las grandes metrópolis que nos invaden de estímulos virtuales constantemente es un lugar común, pero no por eso menos cierto. No tenemos idea de cómo sobrevivir sin nuestras comodidades de hoy, las que ni siquiera sabemos cómo funcionan. Lo feo, lo viejo y lo enfermo no tienen cabida en nuestras cápsulas virtuales, nos horrorizan, nos descompensan. Nos hemos desconectado de nuestra propia identidad, tanto individual como grupal y nos aglutinamos en grupos identitarios creados y financiados para servir a intereses globalistas, en los que los individuos no llegan jamás a satisfacer su necesidad de pertenencia, cuando mucho a anestesiar ligeramente su crisis existencial. Pero basta con que irrumpa un acontecimiento no deseado o doloroso en la vida real, para que quede desenmascarada la condición forzada de dichos vínculos y volvamos corriendo a nuestra familia, a nuestros mejores amigos, a la búsqueda de un clan que prácticamente ya no existe y que fue reemplazado por toda la gama de solucionadores-new-age, tan superficiales como inútiles. “Vivimos bajo una identidad asumida en un neurótico mundo de cuentos de hadas. Hipnotizados por el entusiasmo de construir, hemos edificado la casa de nuestra vida sobre cimientos de arena. Este mundo puede parecer maravillosamente convincente hasta que la muerte nos destruye la ilusión y nos saca de nuestro escondite.”(7)No es de extrañarse que el miedo nos tome por completo, no es de extrañarse que nos encontremos sin recursos al momento de enfrentar la muerte. Hemos puesto todo nuestro empeño en desterrarla, como si tal cosa fuera posible.
La muerte profanada
Te seguiré por el puente Gjallarbrú, con mi canción.
Wardruna, “Camino a Hel”
Si la muerte de por sí ya constituye un problema prácticamente inabarcable para el ser humano de este milenio, morir en la soledad absoluta supera cualquier adjetivación. Ahora ya sabemos que fuimos pasto fértil para las fieras que dieron la orden del aislamiento de sanos, enfermos, vivos y muertos. El abandono de los moribundos en su agonía fue el golpe de gracia que terminó de instalar una pesadilla que perpetuada en féretros cerrados y bolsas de cenizas. Porque aún cuando hayamos “matado a Dios”, aún cuando profesemos el más absoluto ateísmo, aún cuando estemos convencidos de que la única lectura posible de la vida es el nihilismo, hay algo en nuestra humanidad que se espanta frente a la imagen del difunto vejado, frente a la ausencia de rito de despedida. “Lo único que no se hace con los muertos humanos es tirarlos a la basura, desprenderse de ellos, o ningunear su muerte haciendo desaparecer el cadáver. Y hacerlo es, precisamente, el último y más extraordinario insulto jamás inventado, como todas las culturas humanas saben.”(8)
El virus muere con el huésped. El cadáver no contagia. Nunca hubo ninguna razón válida para negarle a los muertos un mínimo ritual que honrara su breve pasaje por esta existencia, ni a sus seres queridos el magro consuelo de la despedida. Estamos en el punto más bajo de la genuflexión a una tecnocracia a la que le hemos permitido manosear no solo nuestros derechos civiles sino además nuestros afectos, nuestros sueños y nuestra propia muerte, como si con ello nos aseguráramos de seguir viviendo por siempre, como si lo único que importara fuera sobrevivir a costa de cualquier indignidad. ¿Pondremos límite alguna vez?
“El hombre que ha aprendido a morir, ha desaprendido a ser esclavo.”
Montaigne
Notas
1. Sturlurson, S. (S.XIII) Edda Prosaica: Gylfaginnin.
2. Ibídem.
3. Rimpoché,S. (1994) “El Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte”.Ed. Urano.
4. Samsara: Ciclo del sufrimiento: de nacimiento, vida, muerte y reencarnación en cualquiera de los seis reinos de existencia (o inferiores) del budismo,
5. Lanceros, P. (2001) “El destino de los dioses”. Ed. Trotta. Las tres nornas de la mitología de los pueblos germánicos son aquellas que tejen el destino de los hombres, equivalentes a las Moiras griegas o las Parcas romanas.
7. Rimpoché,S. (1994) “El Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte”.Ed. Urano.
8. Mazzucchelli, A. (2021) “Imantada”.Ed. Taurus.