John P. A. Ioannidis

Departments of Medicine, of Epidemiology and Population Health, of Biomedical Data Science, and of Statistics, Stanford University, Stanford, CA, USA

[Publicado originalmente en STAT, 17 de marzo de 2020. Traducción: Aldo Mazzucchelli]

La actual enfermedad coronavirus, Covid-19, ha sido calificada de pandemia única en el siglo. Pero también podría ser un fiasco, en el manejo de la evidencia, único en el siglo.

En una época en que todo el mundo precisa mejor calidad de información, desde los que elaboran los modelos sobre las enfermedades hasta los gobiernos, la gente en cuarentena o el distanciamiento social, no tenemos evidencia confiable sobre cuánta gente se ha infectado con SARS-COV-2, o quiénes siguen infectándose. Es necesario tener mejor información para guiar decisiones y acciones que tienen una importancia monumental, y para hacer un seguimiento de su impacto.

En muchos países se han adoptado contramedidas draconianas. Si la pandemia se disipa —ya sea que lo haga sola, o gracias a estas medidas—mantener por un corto plazo una distancia social extrema, o cerrarlo todo, puede ser algo soportable. Pero ¿cuánto tiempo deberán continuarse estas medidas si la pandemia sigue dando vueltas por el mundo sin ser abatida? ¿Cómo pueden saber los políticos si hoy no están haciendo más mal que bien?

Desarrollar y probar vacunas u otros tratamientos baratos lleva muchos meses (o años). Considerando esto, las consecuencias de estos cierres completos son totalmente imprevisibles. 

Los datos recolectados hasta ahora acerca de cuánta gente se infectó y cómo es que está evolucionando la epidemia no ofrecen ninguna confiabilidad. Dada la limitada cantidad de tests clínicos que se han hecho hasta ahora, algunas muertes, y probablemente la vasta mayoría de infecciones debidas al SARS-CoV-2 se han escapado. No sabemos si estamos siendo incapaces de capturar los casos infectados por un factor de 3, o de 300. Tres meses después de que haya estallado la epidemia, la mayoría de los países, incluidos los Estados Unidos, carecen de la capacidad para aplicar las pruebas clínicas a grandes números de personas, y ningún país tiene datos confiables respecto de la prevalencia del virus en una muestra representativa de la población general.

Este fiasco respecto de la evidencia crea una cantidad tremenda de incertidumbre respecto al riesgo de morir de Covid-19. La tasa de mortalidad reportada, como por ejemplo el 3,4% que da la Organización Mundial de la Salud, causan horror—y no tienen ningún sentido. Los pacientes que han sido testeados por SARS-CoV-2 son, desproporcionadamente, aquellos que tienen síntomas severos, y malos pronósticos. En la medida en que la mayoría de los sistemas de salud tienen una capacidad muy limitada para hacer los tests clínicos correspondientes, este sesgo de selección puede empeorar aun más en el futuro. 

La única situación en la cual toda una población cerrada fue analizada es la del crucero Diamond Princess y sus pasajeros en cuarentena. La tasa de mortalidad en ese caso fue 1.0%, pero esta era en su gran mayoría una población de personas de tercera edad, en las cuales la tasa de mortalidad por el virus es mucho más alta. 

Si se proyecta la tasa de mortalidad del Diamond Princess sobre la estructura de edades de los Estados Unidos, la muerte entre la gente infectada con Covid-19 sería 0,125%. Pero puesto que esta estimación está basada en datos extremadamente débiles —sólo hubo 7 muertos entre los 700 pasajeros y tripulación infectados— la tasa de mortalidad podría ir desde cinco veces menos (0,025%) a cinco veces más (0,625%). Es posible también que algunos de los pasajeros que se infectaron mueran más adelante, o que los turistas tengan diferente frecuencia de enfermedades crónicas —un factor de riesgo que empeora los resultados para la infección de Covid-19— respecto del conjunto de la población. Agregando estos factores de incertidumbre, las estimaciones razonables para la tasa de mortalidad debida a este virus en la población general de los Estados Unidos varían entre 0.05% y 1%.

Este inmenso rango afecta marcadamente qué tan grave la pandemia es, y qué debe hacerse. Una tasa de fatalidades de 0.05% en la población general, es más baja que la gripe estacional. Si esta es la tasa real, cerrar todo en el mundo con consecuencias sociales y financieras potencialmente tremendas es algo totalmente irracional. Es como un elefante que, siendo atacado por un gatito doméstico, molesto y tratando de sacarse de encima el gatito, salte accidentalmente por un precipicio y muera. 

¿Es posible que la tasa de mortalidad del Covid-19 sea tan baja? No, dicen algunos, apuntando al alto impacto que tiene en los ancianos. Sin embargo, aun formas suaves de coronavirus del tipo del resfrío común, que se conocen hace décadas, pueden tener tasas de mortalidad tan altas como el 8% cuando afectan a la población de una casa de salud. De hecho, tales coronavirus “benignos” infectan decenas de millones de personas cada año, y son responsables de entre un 3% y un 11% del total de hospitalizados en los Estados Unidos debido a infecciones respiratorias bajas cada invierno.

Estos coronavirus “benignos” pueden estar implicados en varios miles de muertes cada año en todo el mundo, pero la vasta mayoría de ellos no son documentados con pruebas clínicas precisas. En cambio, se pierden como ruido entre los 60 millones de muertes que acontecen por causas variadas cada año. 

Pese a que hace mucho existen sistemas de supervisión de la gripe que son exitosos, la enfermedad solo es confirmada en laboratorio en una ínfima minoría de casos. En los Estados Unidos, por ejemplo, hasta ahora en lo que va de la temporada, han sido analizados clínicamente 1.073.976 especímenes, y 222.252 (20.7%) han dado positivo al test de la gripe. En el mismo período, el número estimado de enfermedades del tipo de la gripe anda entre 36.000.000 y 51.000.000, con un estimado de 22.000 a 55.000 muertes debido a la gripe. 

Nótese la incertidumbre que existe acerca de cuántas muertes han ocurrido a causa de la gripe: un rango de dos veces y media, lo que corresponde a decenas de miles de muertos. Todos los años, algunas de estas muertes se deben a la gripe, y algunas a otros virus, tales como los coronavirus del resfrío común.

En una serie de autopsias que testearon virus respiratorios en especímenes extraídos a 57 personas ancianas que murieron durante la temporada de gripe de 2016-2017, los virus de la influenza se detectaron en 18% de los especímenes, mientras que virus respiratorios de cualquier tipo se hallaron en 47%. En algunas personas que mueren debido a patógenos virales respiratorios, es hallado más de un virus en la autopsia, y a menudo se agregan a esto bacterias. Un test positivo por coronavirus no significa necesariamente que ese virus sea siempre el primer responsable del deceso de un paciente. 

Si asumimos que la tasa de fatalidades entre individuos infectados por SARS-CoV-2 es de 0.3% en la población en general —una estimación promedio tomada de mi análisis del caso del Diamond Princess— y el 1% de la población de los Estados Unidos se infecta (unos 3,3 millones de personas), esto llevaría a unas 10.000 muertes. Esto parece un número enorme, pero queda enterrado en el ruido de la estimación de muertes por “enfermedades del tipo de la gripe”. Si no hubiésemos sabido de la existencia de un nuevo virus, y no hubiésemos hecho pruebas a nuevos individuos con tests PCR, el número total de muertes debido a “enfermedades del tipo de la gripe” no nos habría parecido inusual este año. Como mucho, habríamos notado casualmente que la gripe esta temporada parece haber sido un poquito más severa que lo habitual. La cobertura de los medios habría sido menor que para un partido de la NBA entre dos cuadros pequeños.

Algunos se preocupan de que las 68 muertes por Covid-19 a marzo 16 crezcan exponencialmente a 680, 6.800, 68.000, 680.000… junto a patrones catastróficos similares en el mundo entero. ¿Es ese un escenario realista, o es mala ciencia ficción? ¿Cómo podemos decir en qué lugar tal curva se detendrá?

La pieza de información más valiosa para contestar estas preguntas sería conocer la prevalencia actual de la infección en una muestra aleatoria de una población, y repetir este ejercicio a intervalos regulares para estimar la incidencia de nuevas infecciones. Lamentablemente, no tenemos esa información.

En la ausencia de datos, el razonamiento “prepararse-para-lo-peor” lleva a medidas extremas de aislamiento social y cierres masivos. Desafortunadamente, no sabemos si estas medidas funcionan. El cierre de escuelas, por ejemplo, puede reducir el ritmo de contagio. Pero puede también causar el efecto contrario si los niños socializan igual, si el cierre de la escuela significa que los niños pasan más tiempo con miembros más viejos de la familia y más susceptibles, si la presencia de los niños en casa perjudica la capacidad que tienen sus mayores para ir a trabajar, y más. El cierre de las escuelas puede, además, disminuir las probabilidades de que se desarrolle inmunidad dentro de determinado grupo de edad, el cual quedaría así libre de enfermar seriamente.

Esta ha sido la perspectiva detrás de la medida distinta tomada por el Reino Unido, de mantener las escuelas abiertas, al menos hasta el momento que escribo esto. En ausencia de datos sobre el curso real de la epidemia, no sabemos si esta perspectiva es brillante, o catastrófica.

Achatar la curva para evitar saturar el sistema de salud es algo conceptualmente sensato —en teoría. Un punto de vista que se ha vuelto viral en los medios y las redes sociales muestra cómo aplastar la curva reduce el volumen de la epidemia que está por encima del umbral de lo que el sistema de salud puede manejar por el momento.

Pero, si el sistema de salud llega a ser sobrepasado, la mayoría de las muertes que ocurrirán puede que no las cause el coronavirus, sino otras enfermedades y condiciones comunes como ataques cardíacos, ACV, heridas, sangrados, etc., que no sean tratados adecuadamente. Si el nivel de la epidemia sobrepasa la capacidad del sistema de salud y las medidas extremas tienen solo una efectividad modesta, entonces achatar la curva puede poner las cosas peor: en lugar de estar sobrepasado durante una fase corta y aguda de tiempo, el sistema de salud puede quedar sobrepasado por un período más largo. Esta es otra de las razones por las que precisamos información acerca del nivel exacto de la actividad de la epidemia. 

Una de las cosas seguras es que no sabemos cuánto tiempo puede ser mantenido el distanciamiento social y los cierres de todo sin consecuencias mayores para la economía, la sociedad, y la salud mental. Puede haber evoluciones impredecibles, incluyendo crisis financiera, inquietud social, desobediencia social, guerra, y una disolución del tejido social. Como mínimo, precisamos datos no sesgados sobre prevalencia e incidencia de la carga infecciosa para guiar la toma de decisiones.

En el escenario más pesimista, que yo no apruebo, si el nuevo coronavirus infecta al 60% de la población mundial y 1% de esa población muere, eso llevaría la mortalidad a 40 millones de muertes en el mundo, igualando a la pandemia de gripe de 1918. 

La gran mayoría de esta hecatombe sería gente con expectativas de vida muy limitadas. Esto en contraste con 1918, cuando muchas muertes fueron de personas jóvenes. 

Uno puede tener la esperanza de que, como pasó en 1918, la vida continuará. En cambio, con las clausuras y cierres de meses, si no años, la vida en general se detendrá, las consecuencias de corto y largo plazo son totalmente desconocidas, y billones, no solo millones, de vidas, pueden estar eventualmente en juego. 

Si decidimos tirarnos por el precipicio, precisamos algunos datos para informarnos acerca de la racionalidad detrás de tal acción, y de las oportunidades que tenemos de aterrizar sanos y salvos.”