PORTADA
“Escribió porque la palabra es signo y seguramente habrá considerado que sólo el signo trasciende la vida, porque ha sido siempre de ese modo y el que no lo comprenda así es apenas una bestia sin pasado”.
Mario Delgado Aparaín, No robarás las botas de los muertos
“[…] si hay historia es porque los seres humanos, antes de sembrar y cosechar, son seres que hablan, seres de cuya vida individual y colectiva está tomada por palabras que flotan, palabras que no designan hechos, clases de propiedades o estados de cosas bien identificados”.
Jacques Rancière, Historia y relato
Por Santiago Cardozo
1.
Quisiera partir de un ejemplo (del que fui testigo) que pretende ilustrar el problema que me interesa plantear y que tiene que ver con el hecho crucial de que la escuela no puede ser (como lo es) una extensión de la casa (del oikos), lugar de la domesticación de los saberes ni de la inteligencia de los alumnos, sino que debe constituirse, en esencia, en el lugar de la “ajenidad”, de la “extranjería”, lo que solo puede lograrse si se defiende, aunque no únicamente, el lenguaje, particularmente la escritura. Se habrá advertido enseguida que, al hablar de oikos y de domesticación, me refiero también al hecho –a esta altura fácil de observar, pero que siempre debe ser mostrado y argumentado una y otra vez, a fin de evitar el riesgo de una malinterpretación– de la creciente despolitización de la enseñanza como consecuencia de ese brutal y descarnado predominio (preminencia, dominio, hegemonía, etc.) del oikos sobre la polis, esto es, del orden doméstico sobre la escuela, al punto de llegar a su desfiguración (tanto más si se entiende, como entiendo acá, que es la escuela la que debe situarse sobre la casa, superarla, suspenderla).
La escena se compone de una maestra veterana que, al inicio de una clase de segundo año de escuela, les pregunta a sus alumnos “¿Cómo está el día?” Como respuesta, más o menos a coro, los alumnos dicen: “Soleado”. Entonces, la maestra, claramente insatisfecha con esa respuesta, interviene de nuevo, aclarando: “Con un pensamiento completo”. De inmediato, los alumnos advierten cuál es la corrección que tienen que realizar y responden: “El día está soleado”.
Dejando de lado las interpretaciones más pueriles del ejemplo, así como la lectura relativa al conservadurismo con que, según algunos (ciertas voces “modernas” o “modernosas”), puede ser calificada la maestra (cierto burdo autoritarismo asociado a la reducción de la enseñanza a una serie de protocolos que definen la forma de llevar adelante la clase), debemos preguntarnos ¿qué está en juego en esta escena mínima?, ¿qué tensiones se hacen presentes y articulan ya no solo lo que ocurre en la clase, sino en toda la institución escolar, en el juego mismo de la demanda de la maestra y la respuesta de los alumnos? Una posible respuesta, me parece, tiene que ver con el hecho de que la maestra fuerza o empuja a los alumnos a participar de la escritura, del complejo edificio multidimensional que supone la sintaxis escrita. Así, el rechazo del enunciado “Soleado” puede ser entendido menos como una reacción conservadora de la maestra, a quien no le gustaría la parquedad o haraganería de sus alumnos (una actitud, digamos, excesivamente pragmática), que como cierta necesidad –interpretada aquí, desde luego, como necesidad– de oponer la escritura a la oralidad, la sintaxis a la pura pragmática.
En efecto, cuando la maestra rechaza el enunciado “Soleado”, no rechaza un adjetivo ni un enunciado, como dije, parco, sino una lógica, aquella según la cual el contexto suple lo que no se dice explícitamente y, por ende, no hace falta explicitarlo, articularlo en un léxico y una sintaxis específicos. Se me dirá –y tal vez no sin razón– que, en cierto momento, se hizo insostenible teórica y didácticamente que un maestro exigiera una respuesta de sus alumnos según un “pensamiento completo”; que el pensamiento estaba tan completo en “Soleado” como en “El día está soleado”. Bien. Pero el punto que estoy planteando es otro: tiene que ver con dos lógicas antagónicas, en una de las cuales se apoya toda la institución educativa escolar: la escritura. La otra lógica, la de la oralidad, es, si se quiere, una lógica doméstica, la de la casa o del barrio, la de la conversación cara a cara y los sobreentendidos, lógica que la escuela debe superar en la lógica de la escritura, pero que, a mi juicio, ha incorporado socavando esta última.
Ciertamente, el proceso educativo formal consiste en ir de un polo concreto a uno abstracto (del manejo de palitos para contar a la confección de textos complejos que articulan diversas ideas en relaciones de distinta clase; del armado de un enunciado simple a la elaboración de un párrafo que contenga cierto número de oraciones subordinadas), de lecturas a partir del otro (la maestra lee en voz alta con, para y por los alumnos) a lecturas propias, personales, íntimas, cosa que se puede lograr únicamente en, con y por la escritura, no en, con y por la oralidad (soy plenamente consciente de que esta oralidad es una oralidad secundaria [1]). Cuando la maestra pide un pensamiento completo (importa enfatizar la idea de pensamiento, más allá de la problemática relación entre este y el lenguaje), demanda (no solo ella, sino ella en nombre de la polis) entonces una lógica, una particular arquitectura del enunciado, típica de la escritura: la de las oraciones compuestas por un sujeto y un predicado (aunque “El día está soleado” sea un ejemplo sencillo, la lógica sobre la que reposa no lo es). Y esta es la apuesta que hoy, según pienso, la escuela ha perdido de vista, y es la apuesta que requiere, en suma, la participación en un determinado Otro que ha organizado el mundo de cierta forma y que le da sentido a la propia institución escolar. Pero téngase en cuenta l siguiente: la apuesta en cuestión es la apuesta que hace a la escuela como institución educativa, de modo que cuando dio “hoy” estoy señalando un “estado actual” del problema en juego, particularmente sobresaliente desde que la enseñanza de la gramática perdió pie en las aulas escolares en manos de una pragmática limitada, reducida, caricaturizada por los efectos de una asimilación superficial a una idea vacía de comunicación.
2.
Veamos esto más detenidamente. Sostengo que la escuela, ganada por la lógica de la oralidad, se ha convertido en una extensión de la casa, en una ampliación del perímetro del orden doméstico (no solo de la casa, también de la comunidad, de lo que administrativamente, en ese lenguaje tan brutal y gélidamente burocrático, tan supuestamente desprovisto de ideología y lleno de “pureza gestionaría”, se denomina “el territorio”). Oponer “El día está soleado” a “Soleado” no es, por lo tanto, oponer solamente, desde un punto de vista gramatical, una oración a una frase [2], sino, como dije, dos lógicas antagónicas, la de la escritura y la de la oralidad. Aquí tenemos un punto ciego del sistema educativo, que ha tenido derivaciones de distinto tipo y que, como veremos, siempre termina afectando a la escritura y, más en general, a una noción de lenguaje que escape a la reducción instrumental que predomina, esto es, la idea de que el lenguaje es un (mero) vehículo de comunicación.
Aquí, la escuela no entiende (no ve, no puede ver, ha dejado de ver, ya no quiere ver o no está interesada en hacerlo) la dialéctica escritura/oralidad de acuerdo con la cual la primera es una negación de la segunda, porque es el lugar en el que la oralidad puede tener una teoría (puede saberse oralidad) y, en el mismo acto, la escritura puede deslindarse como escritura teorizando sobre ella misma y sobre aquella como elementos antagónicos. Entonces, la barra que opone escritura y oralidad solo puede haber sido puesta ahí por la escritura; dicho de otra forma, la barra que antagoniza los dos polos es ella misma la escritura, porque el antagonismo solo puede ser pensado en y gracias a la escritura. De esto se deriva el hecho de que la oralidad es posterior a la escritura, no un estado previo de inmadurez que evoluciona o progresa hacia la escritura [3].
En definitiva, la relación entre la oralidad y la escritura ha sido pensada como un continuo positivo hecho de prácticas de distinto tipo (cosa que también es), continuo que tiene todo el derecho del mundo a ingresar en la escuela como objeto de estudio, en una dinámica en la que ambos extremos gocen del mismo privilegio y, en consecuencia, deban ser tratados por igual, deban ser considerados en equilibrio sin desmedro de ninguno en beneficio del otro. Esta paridad o este equilibrio ignoran la dialéctica señalada arriba y finalmente no hacen otra cosa que quitarle a la escritura su potencia crítica, política, vale decir, su potencia educativa, al quedarse en un tipo de reflexión que no es capaz de ver el lugar político que ocupa la escritura, que es la constitución misma de la política como lugar de escritura. Este fenómeno ha sido un largo proceso de horadación de los fundamentos escolares de la alfabetización, que estiró este concepto hasta hacerlo prácticamente ininteligible y/o confundirlo con cualquier otra cosa, por ejemplo, desde hace cierto número de años, con la idea de acreditación de saberes, acumulados dentro o fuera de una institución educativa, en un salón de clase o en la vida misma.
En este sentido, la oralidad (al menos como quiero enfocarla) responde a una lógica práctica, de sobreentendidos, que privilegia la pragmática por sobre la sintaxis, a una lógica que se sostiene en el concepto de comunicación como lugar de un encuentro aproblemático entre los interlocutores, lugar prístino del mutuo entendimiento que, llegado el caso, se alcanza solo con las miradas. La comunicación supone una especie de máquina que funciona aceitadamente en el interior de la cual circula un mensaje (un contenido) unívoco de un polo al otro, esto es, del emisor al receptor. Los nombres mismos de los extremos de la maquinaria consagran su carácter maquinal y alejan la idea de comunicación de la idea de lenguaje, entendido como la estructura misma de la realidad, como la arquitectura racional del mundo. Téngase especialmente en cuenta, además, que la perspectiva que ve en el lenguaje un instrumento-vehículo de comunicación supone que el hablante es un “usuario” de las palabras y que, por ello mismo, el lenguaje le es exterior y que, alguna vez en lo que le queda de historia a la especie a la que pertenece, podrá cambiarlo por otro instrumento o perfeccionarlo hasta eliminar de su “esencia” o su funcionamiento la ambigüedad, la polisemia, la homonimia, es decir, toda la equivocidad que hace del lenguaje, lenguaje.
Así las cosas, la escuela se ha volcado hacia el concepto de comunicación, desdeñando o desconociendo esta otra forma de entender el concepto de lenguaje que, a mi juicio, supondría una manera distinta de organizar las prácticas de enseñanza de la lengua, así como la reflexión didáctica al respecto, la formación magisterial, la elaboración de programas (a nivel de su fundamentación, de los objetivos propuestos y de los contenidos a ser enseñados) y de materiales, si acaso esto último fuera necesario, imprescindible.
En definitiva, me parece que ver un gesto de conservadurismo en la maestra cuando les pide a sus alumnos un “pensamiento completo” (que respondan “El día está soleado” en lugar de “Soleado”) es el producto de una visión excesivamente pragmática o comunicativa de las
cosas, que le ha sustraído toda la potencia teórica y política al concepto de lenguaje, por lo menos como fue apenas esbozado aquí [4], y que ha hecho de la escuela, como decía, la ampliación del territorio doméstico, esto es, que la ha domesticado.
3.
De la misma forma, la aparición y hasta cierto tiempo el predominio de textos elementalmente utilitarios como objeto de estudio en las aulas escolares (textos del tipo de los afiches, los currículos, las cartas de solicitud de empleo, los manuales de instrucciones para armar este o aquel aparato, los dorsos de cajas de salsa de tomate, etc.: leer es, en este sentido, tomar contacto con el costado más elemental, pragmático y económico de la vida) han respondido, según la idea general que vengo defendiendo, a una especie de desfondamiento teórico en la reflexión sobre el lenguaje, propiciado en buena medida por el concepto de comunicación, muy ligado, por lo demás, a la idea de mercado laboral y orden doméstico (oikonomía y oikos). ¿Por qué, a partir de determinado momento, la escuela uruguaya les abrió la puerta a todos estos textos y los colocó como objetos de estudio con cierto prestigio o, por lo menos, revestidos de cierto interés? ¿Qué nociones teóricas –mal leídas, a mi entender– fueron empleadas para argumentar a favor de la inclusión de estos tipos de textos, así como de la oralidad al mismo nivel de importancia que la escritura?
Una respuesta posible se encuentra en la muy superficial y errática lectura que se ha hecho de Mijaíl Bajtín [5] en nuestro Magisterio (y no solo de Bajtín, sino de otros autores que formaron parte de una mezcla ecléctica poco saludable teóricamente). Bajo el amparo de su figura (a la que, muchas veces, se accedía únicamente de oídas o a través de didácticas de dudoso valor intelectual), se argumentó que todas las prácticas comunicativas humanas tenían derecho a entrar en el salón de clase en igualdad de condiciones, porque la escuela tiene que darle cabida a toda esa diversidad de formas de comunicación (la escuela como el lugar de la expresión democrática más extendida, más pueril y, además, paradójicamente, menos política). Entonces, se han estudiado con la misma “intensidad” y hasta deleite todos esos textos elemental y brutalmente utilitarios, “intensidad” que también le “dio” su lugar a la literatura, empapada igualmente de la tónica utilitaria, funcional. Advirtamos aquí el criterio de trabajo: la horizontalidad de todos los géneros discursivos, el supuesto de que todos hacen por igual el complejo abanico de la comunicación humana, con relación al cual la escuela se limita (debe limitarse), parece, a oficiar como un espejo (la metáfora especular, sabemos, ha tenido un enorme éxito, mucho más si se le añade una dosis de discurso sociologista, y en la misma medida ha sido extremadamente nociva).
La horizontalidad como criterio de selección de textos o géneros discursivos no es aquí sino una forma de la comunicación, de la planitud de la máquina comunicativa, así como de eludir la pregunta por la pertinencia o impertinencia de incluir este tipo de texto o aquel, de trabajar con las cartas de solicitud de empleo o con la literatura, esto es, de una reflexión política (qué sí y qué no, qué conviene y qué no, argumentando sobre su razonabilidad). Ante estas preguntas (que suelen ser incómodas, muchas veces tachadas de autoritaria), se argumenta que la escuela no debe proceder a partir de una o sino de una y: no hay que trabajar en términos de este texto o aquel otro o aquel de más allá, sino de este texto y aquel otro y aquel de más allá, porque se debe llevar al aula, como decía, la diversidad de las prácticas comunicativas humanas en cuanto tales, el amplísimo abanico de matices que la componen, como si el salón de clase debiera espejar lo que pasa en el mundo, ser el mapa fiel del territorio humano.
Pero la lógica de la y es, según entiendo, la neutralidad misma del concepto de comunicación, el aplanamiento del lenguaje, de la política, operando en el seno de la escuela y condenándola a la lógica de funcionamiento de la economía y del oikos (lo próximo, lo conocido, lo que posee interés para ampliar las posibilidades de éxito en el mercado laboral), pues de qué otra manera se puede entender que la escuela se haya ocupado con cierta insistencia de las cartas de solicitud de empleo, los currículos, los afiches, los manuales de instrucciones, etc. ¿No es este el mundo doméstico que la escuela apenas amplía, consagrando su funcionamiento a partir de un redibujamiento de su perímetro, en lugar de establecer un corte con su lógica e introducir lo otro, lo ajeno, lo que no es propio y viene de otro lugar, lo auténticamente humano? La o, en cambio, introduce un criterio de pertinencia allí donde reina la horizontalidad más elemental, donde se rehúye el establecimiento de un corte, que es, siempre, una objeción a la neutralidad de la y, en suma, un asunto político que pone en el centro la constitución de un paradigma y, con él, del sentido, que es siempre un sentido social, político y, por ello mismo, criticable.
De alguna forma, tal como he querido entender las cosas aquí, la o es un principio político que pertenece al orden del lenguaje (logos), mientras que la y es un principio pragmático que responde a la lógica de la acumulación y la yuxtaposición, de la comunicación, a la lógica de la horizontalidad que no traza antagonismos (por el contrario, rehúye los antagonismos, el disenso en el seno de lo que se muestra como yendo de suyo y teóricamente avalado por la industria editorial extranjera, sobre todo española) y, por ende, no define con claridad ninguna pertinencia. Esto puede explicar, hasta cierto punto, por qué la literatura ha perdido pisada en el escenario de los textos elementalmente utilitarios, y más aún por qué, cuando aparece, queda sometida a la palabra totalizadora del maestro que define la interpretación correcta, esto es, que explica el texto señalando su sentido y a la función de divertimento.
En este sentido, defender el lenguaje o la política de la escritura es, para mí, introducir la o en la lógica de la y, hacer funcionar políticamente la dinámica comunicativa que domina (en) la escuela uruguaya con relación a la enseñanza de la lengua (la situación no se restringe únicamente a la escuela: también ocurre en enseñanza media y terciaria). Si, como he intentado mostrar acá, la comunicación y la ampliación del orden doméstico (la escuela como prolongación de la casa, del oikos) han producido como efecto imperceptible una manera particular de pensar la enseñanza de la lengua y de entender el lenguaje, en el interior de la cual la enseñanza de la escritura es, como todos queremos y decimos saber, un asunto crucial, defender el lenguaje desde el punto de vista de una política de la escritura implica levantar una resistencia (teórica, crítica, es decir, política) contra ese predominio de “lo comunicacional”, “lo pragmático” y “lo tecnocrático”.
Coda
Hace ya más de diez años, trabajando en el plan de Formación Profesional Básica (FPB) de la Universidad Tecnológica del Uruguay (UTU), tuve la visita de una inspectora de mi asignatura (Idioma Español) en un curso de Cocina. Corría el 2009 y Benedetti recién había muerto. Antes y después, consideré que trabajar literatura en las clases del FPB no solo era algo interesante, sino, sobre todo, necesario, una obligación política, digamos. Fui firmemente observado por la inspectora, quien me recomendó, en tono perentorio, que les diera a los alumnos lo que ellos precisaban: más o menos, aprender a leer y a escribir recetas.
Además de que, como resulta visible, la inspectora se arrogaba el derecho de definir qué necesitaban los alumnos de Cocina para su vida, me lo hacía saber con todo el peso de la institucionalidad, confirmando las sospechas que tenía desde el momento en que ingresé a dar clases en esa modalidad/plan/programa: que los estudiantes del FPB parecen no ser personas o, en todo caso, se personas de segunda o tercera. El requerimiento burocrático de que aprendieran a leer y a escribir recetas, de que eso es lo que habría de satisfacer sus necesidades (siempre más o menos inmediatas, siempre ligadas a la urgencia de la vida que se va), había operado una profunda deshumanización de los destinatarios del curso. Para estos, recetas; para el resto o cierta parte del resto, todo. Para los alumnos del FPB, más de la vida misma, de la pragmática doméstica más elemental, de la enseñanza técnica que no ve sujetos del “otro lado”, sino usuarios de métodos, de formas básicas y rutinarias de relacionarse con el mundo, desprovisto esencialmente de sentido político, compuesto, a su vez, por funcionamiento, usuarios-empleados de un reducido mercado laboral para el cual se los capacita.
De esto se sigue el hecho de que la literatura no sea objeto de enseñanza y de que, además, se la considere como un obstáculo en el corto y lineal camino de la capacitación, en la trayectoria insípida de la adquisición de protocolos técnicos con el objetivo de la siempre prometida inserción en el mercado laboral, pero sin la menor necesidad de pensar el marcado y sus dimensiones problemáticas en general y respecto de la educación en particular. ¿Para qué complicar las cosas con historia, con reflexión crítica sobre las propias condiciones de vida y de inscripción institucional en el sistema educativo y en los FPB? Toda instancia de soberanía reflexiva es una piedra en el zapato, cuando no un cascote, de la maquinaria económica.
En este marco, entiendo la enseñanza de la literatura o, al menos, el trabajo con textos literarios, como una tarea política consistente en convertir en sujetos a los individuos que componen el conjunto de los alumnos de los que estoy hablando, la masa destinataria de los cursos técnicos ofrecidos, en este caso, por la UTU. Dicho de otra manera: en la literatura se pone en escena la naturaleza lingüística, digamos, del sujeto, el hecho de que el hombre es hombre porque habla y porque, gracias a que habla, puede torcer su destino de animal (el zoon politikón aristotélico) o su destino de pieza en el engranaje productivo de la formación profesional básica.
Se parte de la base, entonces, de que la felicidad de los estudiantes está en la satisfacción inmediata de una necesidad inventada (leer y escribir recetas, puesto que nunca se trató de leer y escribir como saberes generales, aunque siempre se lea y escriba algo), como si el palabrerío de la literatura, toda su oblicua verborragia, los desviara de la consecución de la transparente felicidad de la “blancura técnica”; como si una metáfora no tuviera la capacidad y/o la fuerza de mover el deseo de los alumnos hacia algo que ignoraban o hacia aquello que precisamente los llevó a querer hacer tal o cual curso de capacitación básica: el trabajo de pensar las dimensiones social, histórica, política, personal y afectiva que constituyen su situación, reconociéndose en una particular articulación entre estados del mundo, cuerpos, palabras (discursos) y destinos.
Notas
[1] Cfr. Walter J. Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México D. F.: Fondo de Cultura Universitaria, 2004.
[2] Cfr. Emilio Alarcos Llorach, Gramática de la lengua española, Madrid: Espasa-Calpe, 2001.
[3] Cfr. Sandino Núñez, “Escritura tecnológica y escritura ideológica. El sueño de lo real”, en Prohibido pensar. Escrituras, Año I, N° 3, Montevideo: HUM, 2014, pp. 31-49.
[4] Para un desarrollo de este concepto de lenguaje como irreductible a la idea de instrumento comunicativo, cf. Jacques Lacan, El seminario 3. Las psicosis, Buenos Aires: Paidós, 2011 y Sandino Núñez, La vieja hembra engañadora. Ensayos resistentes sobre el lenguaje y el sujeto, Montevideo: HUM, 2012 y “Apuntes de lingüística hegeliana”, en Psicoanálisis para máquinas neutras. Biopoder o la plenitud del capitalismo, Montevideo: HUM, 2017.
[5] Mijaíl M. Bajtín, Estética de la creación verbal, Buenos Aires: Siglo XXI editores, 2003.