A mi amigo y hermano Leonardo de León

ENSAYO

Por Santiago Cardozo

1 Tres popes del pensamiento lingüístico

En el modelo de la comunicación que presentara Roman Jakobson en el texto seminal “Lingüística y Poética” (1984 [1974]), la función poética del lenguaje constituye la vedete que introduce una novedad respecto de los diversos modelos comunicativos precedentes, por ejemplo, el de Karl Bühler (1967 [1934]). Así, el lingüista eslavo plantea la tesis de que la función poética se encuentra en cualquier tipo de discurso: no es propiedad exclusiva de la poesía en particular ni de la literatura en general. No obstante, como es relativamente sencillo de constatar, y como lo mostrara notablemente Eugenio Coseriu en “Sistema, norma y habla” (1989 [1952]), en los textos literarios es donde la función poética lleva la lengua a sus máximas posibilidades expresivas, empleándola como un sistema de virtualidades: “Los grandes creadores de lengua –como Dante, Quevedo, Cervantes, Góngora, Shakespeare, Puškin– rompen conscientemente la norma […] y, sobre todo, utilizan y realizan en el grado más alto las posibilidades expresivas de la lengua […]”. (Coseriu, 1989 [1952], p. 99)

En este contexto, es preciso señalar que las funciones del lenguaje desarrolladas por Jakobson no constituyen un modelo estático de la comunicación (en rigor, un esquema), como si esta se redujera al planteo de las seis funciones, dejando de lado diversos aspectos que participan en el acontecimiento comunicativo y definen el sentido de lo que se dice. Así por ejemplo, dos aspectos centrales del decir pueden ser pensados a partir de la propuesta de Jakobson, con notable productividad: el silencio y el equívoco. Ambos aspectos son constitutivos del lenguaje y se alojan, antes que en la actividad discursiva, en la propia estructura del sistema lingüístico. Esto quiere decir que el sistema de la lengua está hecho de silencio y de equívocos, una de cuyas principales consecuencias es que el propio sistema no puede cerrarse como una totalidad, como algo perfectamente delimitado y aceitado en su funcionamiento. En otras palabras: si todo sistema presupone un exterior con relación al cual se define, precisamente, como sistema, la constitución de la estructura interna del sistema está hecha del silencio y del equívoco que lo vinculan y articulan con el afuera, el “territorio” de los referentes, de los objetos del mundo de los cuales se habla.  

En esta dirección, importa destacar especialmente el carácter negativo de la relación entre los signos lingüísticos, cada uno de los cuales configura su identidad en las relaciones diferenciales y opositivas que establece con los otros signos. Así, la identidad o el valor de un signo X en el sistema están determinados por la posición que ocupa con relación a los signos Y y Z, pero estos signos no pueden proporcionarle a aquel lo que le hace falta para cerrar su identidad. Dicho de otra manera: la identidad o el valor de X están menos en lo que poseen Y y Z (de hecho, ninguno de estos signos posee lo que X “demanda” para definirse como signo) que en la relación misma que mantiene con Y y Z, de suerte que no hay ningún punto de apoyo sustancial que fundamente la identidad de los signos en el sistema de la lengua. Por lo tanto, ha de concluirse que en la lengua todo es negatividad en estado puro, es decir, en su máximo nivel de abstracción, a pesar de que la intuición puesta en juego en la comunicación cotidiana nos “diga” lo contrario. 

2 A Jakobson lo que es de Jakobson

La definición de la función poética que propone Jakobson implica la orientación del lenguaje hacia el mensaje, esto es, hacia la forma de decir las cosas. Uno de los primeros aspectos en los que deberíamos reparar está en la palabra “mensaje”, con la cual Jakobson se refiere a las maneras de hablar que llaman la atención sobre sí y, en consecuencia, reclaman interpretación, poniendo de relieve (expresión que viene doblemente al caso) la materialidad misma de los significantes. La palabra “mensaje” es ampliamente polisémica (cfr. la serie de artículos anteriores titulados “Elogio de la lengua”): denota tanto el contenido de un enunciado como la forma o el formato que lo “envuelve”. Así, en el primer sentido va el uso de “mensaje” relativo a la moraleja de un cuento o una fábula: “¿Qué mensaje les dejó el cuento?”, pregunta una maestra a sus alumnos; “¿Qué mensaje les querés dar con este texto?” (Observación aparte, que trataré en un artículo futuro: el término “mensaje”, con este sentido, posee un valor profundamente conservador, “totalitario” e, incluso, reaccionario); en el segundo sentido encontramos el empleo de “mensaje” para referirnos, por ejemplo, a un WhatsApp: “Te mandé un mensaje”, decimos, donde no separamos el contenido de lo dicho del formato en que lo decimos. Sin embargo, cuando utilizamos “mensaje” de acuerdo con el primer ejemplo, tampoco estamos separando, en realidad, el contenido moralista, filosófico, doctrinario, etc., del cuento de la forma en que ocurre, aunque tengamos la impresión de que hemos hecho la separación. 

Así pues, lo que, en principio, podría constituir un obstáculo para la definición de la función poética, finalmente termina siendo un “caso” mismo de esta función, en la medida en que Jakobson parece ser consciente de la polisemia de “mensaje” y explotarla a su favor. En “mensaje”, se destaca el hecho de que el lenguaje se orienta hacia la forma del decir, pero siempre en cuanto esta forma es parte constitutiva del contenido de lo dicho, aunque este contenido, en primera instancia, aparezca como “apagado”. 

Entonces, conviene tener presente el equívoco suscitado por el empleo de la palabra “mensaje” para definir la función poética, especialmente si tenemos en cuenta que esta función, como remarca y ejemplifica Jakobson, se encuentra en cualquier conversación cotidiana como, desde luego, en la obra literaria más elaborada (pongamos por caso el Quijote). 

Por su parte, el decir y lo dicho están “atravesados” por el no-decir y lo no-dicho, de manera que, en el interior mismo de un enunciado, el sentido de lo que se dice remite a lo que pertenece al plano del silencio (no me estoy refiriendo a la noción de implícito de Ducrot (1986) ni a la lógica misma que desarrolla el lingüista francés en la relación entre el decir y lo dicho). ¿Pero cuál es la naturaleza de este silencio? Por lo pronto, el silencio en cuestión no tiene que ver única ni principalmente con la ausencia de sonido propia de la instancia anterior a ponerse hablar o de la instancia posterior a su cierre (los silencios de la caracterización del enunciado que realiza Alarcos en el ámbito de la gramática). Aclaremos este punto, especialmente crucial para la reflexión sobre el sentido. 

Por un lado, todo acontecimiento enunciativo supone “romper” un silencio, de modo que, ahora, la materia sonora o gráfica del enunciado ocupa el lugar que, hasta hace nada, ocupaba el silencio. Por otro lado, toda vez que hablamos, seleccionamos (de forma consciente, más o menos consciente o inconsciente) una serie de palabras del conjunto de posibilidades que nos ofrece la lengua, en un juego de exclusiones que funciona por defecto, esto es, al que ningún hablante puede escapar. Así, el juego de las exclusiones, aunque ausente sobre la superficie del discurso en despliegue, es parte de la estructura inherente a lo que se dice y al sentido que produce este decir. A esto debemos sumarle todos los efectos resultantes de lo que un oyente “escucha”, a diferentes niveles, en las palabras del hablante, en la medida en que siempre se dice de más, de menos y/o torcido. Esta es, quizás, una de las enseñanzas más importantes que la lingüística (o cierta lingüística) extrajo del psicoanálisis, particularmente del lacaniano.  

Hablar es arrojar las palabras al otro (incluso en el sentido del vómito), con las cuales el interlocutor debe hacer lo que esté a su alcance (lo que pueda hacer), partiendo de la base de que hablante y oyente no comparten el mismo diccionario. La consecuencia más inmediata de este hecho es que, en la comunicación, el malentendido está asegurado, lo cual no implica la inexistencia de comprensión, por precaria que esta sea. Por el contrario, es precisamente por el malentendido y sus efectos por los que la comunicación procura salvar los desperfectos y cortocircuitos que aquellos introducen entre los interlocutores y entre las palabras y las cosas, hecho que se sostiene en la demanda de sentido que todo hablante le lanza al lenguaje: que haya representación es el deseo profundo del sujeto, un deseo que el discurso siempre defrauda.

3 De Saussure a Coseriu y viceversa 

Veamos dos ejemplos en los que se ilustra la violación de la norma en el sentido dado por Coseriu (como uso constante de una de las posibilidades que ofrece la lengua). En cualquiera de los casos, la violación implica echar mano a estas posibilidades virtuales “codificadas” en la lengua, rápidamente reconocidas en las formas que adoptan las dos palabras objetos de examen.

Asimismo, este análisis pone de relieve el modo en que los hablantes hacemos cosas nuevas con lo que la lengua pone a nuestra disposición (formas abstractas, vacías, que nosotros llenamos con materia nueva y, de este modo, nos constituimos como sujetos en la tensión entre la herencia del sistema y la novedad que introduce el acto discursivo). Cabe anotar que los dos ejemplos que propongo pertenecen al habla espontánea, por lo cual se puede pensar, no sin razón, que las palabras proferidas adoptan la forma que tienen de manera más o menos inconsciente (no me refiero necesariamente a los efectos del inconsciente en y sobre el decir). 

El primer ejemplo es parte de una conversación en un grupo de amigas que hablaban de una persona a la que una de ellas conoció hace muy poco. Esta les describía a las otras cómo era el hombre con el que había tenido un intercambio circunstancial, diciéndoles: “Era castañoso, el típico rubio alemán”. Más allá del juego con el estereotipo alemán (no interesa, en este momento, el carácter problemático de la referencia de las formulaciones que aluden a un prototipo, como un caso específico del problema general de la referencia), el punto objeto de consideración está en el adjetivo “castañoso”, que no existe en la lengua, aunque, ciertamente, puede crearse a partir del modelo de “verde” > “verdoso”, “nube” > “nuboso”, “calor” > “caluroso” (en general, leído como “abundancia de lo que expresa el sustantivo”). Interesa llamar la atención sobre el hecho de que, este ejemplo, “castañoso” no proviene de un sustantivo, como ocurre en los otros casos, sino de un adjetivo: “castaño”. Así, el adjetivo creado por la hablante posee una doble singularidad: la de ser un término inexistente, que explota la virtualidad del sistema lingüístico (como Saussure ejemplificaba con “indécorable”, en español “ingraduable”) y la de provenir de un adjetivo, rompiendo con la regularidad de la lengua (de los procesos de formación de palabras). Esta creación espontánea pone en evidencia la manera en que los hablantes en general producen signos que se ajustan a las pautas existentes en el sistema de la lengua, pero que no existen como realizaciones normales, frecuentes. Aun así, la suerte de estas creaciones depende de múltiples factores, con lo cual pueden aparecer en boca de un hablante cualquiera una única vez sin prolongar su vida más allá de esa efímera ocurrencia.

El segundo ejemplo es idéntico, en el sentido de que el hablante crea una palabra inexistente a partir de una pauta morfológica existente, aunque, en este caso, se respeta, por así decirlo, la regularidad con la que la lengua forma estos adjetivos, pertenecientes a la clase de los relacionales derivados con el sufijo “-al”. Un cuidacoches, hablando de un pequeño veranillo en el medio del invierno, me dijo: “Hace un calor veranial”. Esta palabra, desde luego, está formada sobre la base de “otoñal”, “invernal” y “primaveral”, cada una de las cuales procede del respectivo sustantivo: “otoño”, “invierno” y “primavera”. Sin embargo, para el sustantivo “verano”, el adjetivo no es “veranial”, como dice el cuidacoches, sino “veraniego”, con lo que se produce una violación de la norma asumida por el sistema de la lengua para la formación de este adjetivo (la pauta regular está bloqueada por la existencia de “veraniego”), la que, por su parte, constituye, paradójicamente, una violación de la norma que sigue la lengua para la formación de los otros tres adjetivos. Como explica Coseriu: 

Por lo que concierne a la formación de palabras, a la derivación y composición, la distinción entre norma y sistema se manifiesta en relación con las necesidades expresivas cotidianas de cualquier hablante. (1989 [1952], p. 78)

De nuevo, la creación ad hoc del cuidacoches se agotó, supongo, en la conversación que mantuve con él, apenas unos segundos dedicados a la temperatura de un día específico de un invierno que ya no recuerdo. Así pues, en los dos casos examinados, las palabras, inexistentes en la norma, “existen de alguna manera en el sistema, en el conjunto de estructuras, posibilidades y oposiciones funcionales de la lengua española” (Coseriu, 1989 [1952], p. 78).

4 Adenda: humor ansiolítico

Un tercer ejemplo, no consignado arriba, tiene que ver con el juego del equívoco en tanto que, para el caso, juego de palabras. Así, en conversación con un amigo acerca de su imposibilidad de conciliar el sueño, me contaba que había accedido a un fármaco que le permitiría descansar en la complejísima situación familiar por la que estaba atravesando. En este contexto, él mismo se hacía eco del juego de palabras: me decía que había empezado a tomar Bromazepam, medicamento que, a su juicio (juicio humorístico sobre sí mismo), era exactamente por lo que estaba pasando en la situación que vivía, al menos en términos de la incredulidad que sentía, de la sensación de inverosimilitud que experimentaba: “Broma-zepam”, es decir, una broma como complemento del verbo “saber” (algo así como “Sepan la broma” o “Sepan que es una broma”), conjugado en tercera persona del plural del modo subjuntivo (interpretable, acá, como un imperativo, aunque, tal vez, atenuado, como la exigencia de una negra constatación). La similitud “colada” le permitía “iluminar”, si se quiere, la complejidad de las circunstancias que le tocaban en suerte (la enfermedad mortal de su padre) y, de alguna forma, pienso, conjurarlas, mediante un juego que también da lugar a un ejemplo de humor negro. 

Recuérdese que, como enseñaba Saussure (2005 [1916]), el valor de un signo lingüístico depende de dos tipos de relaciones: las relaciones sintagmáticas (in praesentia), como las que hay entre la base léxica “estacion-” y el sufijo “-amiento” y entre la base “blanc-” y el sufijo “-ura”, y las relaciones asociativas (in absentia), como las que se dan entre “estacionamiento” y “cochera” o “auto” (pero también entre “estacion-amiento” y “estacion-ar”) y entre “blancura” y “túnica” o “pureza” (pero también entre “blanc-ura” y “blanc-uzco”). El ejemplo que ofrecía el lingüista ginebrino planteaba la constelación de la palabra “enseñanza”, cuyas relaciones asociativas (el punto que me interesa aquí) desplegaban (esto ocurre, ciertamente, para cualquier signo) cuatro “líneas” posibles de asociaciones: 1) relaciones exclusivamente por el significado: palabras como “educación”, “túnica”, “profesor”; 2) relaciones por el significante y el significado léxico: palabras como “enseñ-ante”, “enseñ-ar”, “enseñ-ado; 3) relaciones por el significante y el significado gramatical: palabras como “mat-anza”, “esper-anza”, “templ-anza”, y 4) relaciones exclusivamente por el significante: palabras como “panza”, “tanza”, “enseres”, en las que no hay ninguna relación que se establezca por la vía del significado (así, se podría pensar, en un contexto determinado, en una panza atravesada por una tanza como efecto del encuentro de los elementos de similar forma).

El chiste de mi amigo (Bromazapam) procedía de la conjunción de dos “líneas” de asociaciones, que permitía, simultáneamente, la segmentación de dos elementos (la misma posibilidad ocurría en “estacionamiento”): las relaciones del tipo 2 y 3, en la medida en que el nombre del fármaco evoca, léxica y gramaticalmente, dos palabras distintas, como si se tratara de un compuesto ortográfico: el sustantivo “broma” y el verbo “sepan”, una pauta morfológica que invierte el procedimiento de formación de palabras más productivo de esta clase de compuestos en español: verbo + sustantivo –[N[V][N]]–, como “sacacorchos”, “lavarropas”, “lavaplatos”, etc., aunque, ciertamente, no tiene que ver con él, ante todo por el número y modo en que aparece conjugado el verbo “saber”. 

El efecto humorísticamente “anagnórico” del ejemplo depende de su inscripción en la situación en la que sucedió, y mi amigo, jugando con el nombre del fármaco que le recetaron para poder dormir, encontró en ese efecto una salida provisoria a la triste circunstancia de la enfermedad de su padre. “Presos” de la lengua como hablantes, el sujeto se “libera” en la práctica discursiva: así, en el lugar mismo en que mi amigo estaba capturado por la red o la malla abstracta del sistema de la lengua, encontraba un resquicio por el cual ejercer su libertad como sujeto hablante.  

5 Norma, poiesis y libertad

En los tres casos comentados, vemos la articulación, ciertamente abierta, en permanente tensión, entre la poiesis y la norma, entre la actividad hacedora del hablante y los usos constantes que todos llevamos adelante en nuestras prácticas discursivas, usos a los que no podemos sustraernos. Así pues, si la norma es lo que constriñe socialmente el decir, imponiéndole formas frecuentes de expresión, la poiesis, en los casos examinados (y en otros), pone sobre la mesa formas de expresión anormales, lugar de la respiración profunda del hablante.


Referencias bibliográficas

Bühler, K. (1967 [1934]). Teoría del lenguaje. Madrid: Revista de Occidente. 

Coseriu, E. (1989 [1952]). “Sistema, norma y habla”. En Teoría del lenguaje y lingüística general, Madrid: Gredos, pp. 11-113.

Ducrot, O. (1986). El decir y lo dicho. Polifonía de la enunciación. Barcelona: Paidós. 

Jakobson, R. (1984 [1974]). “Lingüística y Poética”. En Ensayos de lingüística general, Barcelona: Ariel, pp. 347-395.

Saussure, F de. (2005 [1916]). Curso de lingüística general. Buenos Aires: Losada.