Terror en la Corte: diez reflexiones sobre el impacto del pensamiento libertario

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Milei parece haber generado un inesperado impacto -una reacción sistémica desmedida- en Uruguay, país con el que en principio su suerte política tiene poco que ver. ¿Qué significa el suceso del Mileísmo para la partidocracia uruguaya?

Por Diego Andrés Díaz

Acertadamente definida como la capital de un imperio imaginario por Horacio Vázquez Rial en el título de su obra sobre la ciudad, Buenos Aires siempre representó un enigma entre maravilloso, provocador y aterrador para la sensibilidad mesocrática oriental. Educados obligatoriamente por décadas en ser antiporteños, los uruguayos hemos adquirido una serie de relatos sobre nosotros mismos que en muchas ocasiones surgen a partir del reflejo invertido que el espejo transplatino nos devuelve. 

Y ese reflejo, para los cisplatinos, suele provocar una mezcla de admiración y espanto, que se traduce en una valoración orgullosa de la ordenada y tranquila vida institucional y cultural de la que una especie de idiosincrasia indeleble se jacta como un dogma unánime, obligatorio, incuestionable. En este sentido, el fenómeno “Milei” no escapa a esta fuerza histórica, y son demasiados los elementos reactivos que evoca como para que no recibiera, en un tono monocorde y definitorio, el rechazo unánime de la tribu cultural local, que, con soberbia y regocijo, le ha dedicado algunas líneas condenatorias desde la lejanía autosatisfecha, como si fuese la mirada de Virgilio describiendo el último círculo del infierno de Dante. 

Así, como quien deglute y devuelve las novedades del mundo sin estar en el mundo, la prensa y la cultura nacional nos asusta sobre este nuevo monstruo ultraliberal -o ultraderechista, que suena más peligroso- y nos advierte en tono doctoral que nuestras progresistas costas no admiten espacio para ese tipo de tiburón. Es que la tradición política nacional, consensual, solo le abre la puerta a los fenómenos políticos que tengan el sello batllista: puede ser de poncho, de sobretodo, con charretera o con boina con estrella roja, pero sociológicamente batllista. La herejía ultraliberal, es demasiado intragable para el modelo urbanita-estatal uruguayo. Esto no deja de ser injusto con el batllismo histórico, que tuvo expresiones muy liberales -y muy socialistas también- y responde más a una idea de lo que somos como sociedad, que varios escribas de la cultura hegemónica se congratulan de denominar como “batllista”. 

¿Por qué se da esta característica? Porque el Uruguay tiene como religión oficial de las elites políticas, mediáticas, académicas y culturales, a la partidocracia, con énfasis en este caso además en el Estado. Y evidentemente, de todas las expresiones políticas que suelen ser categorizadas como outsider, populistas, antisistema o conceptos similares, las únicas que van a ser señaladas como un peligro -simbólico, porque estamos hablando de un fenómeno extranjero, pero potencialmente contagioso- son las que pongan en cuestionamiento la fe de la Catedral de la idiosincrasia uruguaya, que es el Estado como medida de todas las cosas. No tienen esa suerte ni las Chavistas, que han sido bienvenidas sin mayor drama, ya que no cuestionan el dogma.

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Las ideas de Javier Milei no nacen hace poco, son parte de varias tradiciones occidentales dentro de una concepción amplia del llamado liberalismo, que pueden rastrearse en lugares de occidente tan diversos como la tradición de la escolástica tardía de la escuela económica de Salamanca, la tradición escocesa, los sociólogos liberales franceses, los liberales ingleses del derecho negativo, de la tradición confederal de la “vieja derecha” europea, de la tradición libertaria de la mayor parte de los “padres de la patria” de los EE. UU., del federalismo que se propago como idea de fragmentación del poder político en Hispanoamérica, de los autores de la escuela austriaca de economía, de la Argentina Alberdiana y Roquista, entre otras notorias influencias menores. Es verdad que la acción política tiene su propia naturaleza, que no escapa de esta ni la ideología más antipolítico, pero la insistencia en señalarlo de ultraderechista es parte del típico esgrima político agresivo que está instalado en todo Occidente (y que es señal de competencia activa por el poder). Cualquier análisis que vaya por ese camino aporta poco y nada a mi entender, salvo sumarse al lanzamiento de agravios intrascendentes que tiene la lucha por el poder, y que todos los sectores hacen un uso sistemático (“Facho”, “comunista”, “ultraderechista”, “zurdo”, y un largo etcétera). También sería importante recordar a los comentaristas uruguayos que numerosísimos intelectuales, políticos y académicos de este país han sido activos defensores de estas ideas.

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Evidentemente, el movimiento tiene, como los otros partidos del status quo, deseos de obtener el poder. A diferencia de la tradición liberal argentina a nivel cultural, expresada en diversas facciones y nucleada generalmente en organizaciones culturales e intelectuales, Milei y el movimiento libertario que encarna tiene una notoria voluntad de poder, y parece haber adoptado para sí lo que bien señala Jeffrey Pfeffery en su libro Power: “El poder es para quien quiere tenerlo”. Esto puede ser socialmente un problema, pero son las reglas históricas de la política, que es un juego de suma cero: para estar, otro no tiene que estar.

Además, esta voluntad por ejercer el poder marca la derrota del “duranbarbismo” como mecanismo de construcción de poder político dominante en las oposiciones al progresismo hegemónico: como señalábamos en un artículo anterior, el duranbarbismo “…eclosionó como modelo de estrategia político electoral a partir de dos elementos: su (supuesta) pericia y dominio técnico con respecto a las nuevas tecnologías aplicadas a lo electoral, y una estrategia ideológica-discursiva -que podemos llamar, cultural- donde básicamente se huye de las posiciones rupturistas, ideológicas o pesimistas y se intenta caminar por lugares consensuales, amigables y “positivos”. En el entorno mediático globalizado en pleno siglo XXI, no es difícil imaginar cual es la agenda a la que adhiere, aunque sin la convicción de sus adherentes filosóficos, sino más bien al ritmo de proponer esa agenda en un marco tecnocrático, hipermoderno, empresarial, soft…”. Que el candidato más votado sea el que menos evito exponer de forma descarnada sus propuestas, habla de una derrota del “club de asesores”, los “focus group” y el relativismo programático. En esta coyuntura, parece que no paga prometer paraísos sin explicar cómo se llega, por parte de élites iluminadas e ilustradas.

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Otro elemento no novedoso es su característica personalista: es parte de la tradición de la política argentina que los movimientos y partidos políticos se construyen alrededor de figuras aglutinadoras, que en general catalizan los anhelos colectivos en ciertas personas. La histórica emergencia circular de nuevos “ismos” de la política argentina se manifiestan detrás de la victoria electoral del político. Así, el menemismo, el duhaldismo, el kirschnerismo, el macrismo, el massismo, y cuanto político existe construye alrededor su poder, un nuevo “ismo” que está ligado al ejercicio efectivo del poder. “primero la banda, luego la idea” es una de las máximas de las partidocracias modernas, y Argentina representa un caso típico exacerbado de liderazgo político individualizado en un líder.

La obsesión por parte del sistema político-estatal establecido en Argentina -es decir, el “estado ampliado”, que involucra a todo el aparato gubernamental, la política, las empresas prebendarias y sindicatos, la banca, los aparatos de hegemonía cultural- en señalarlo como un “peligro para la democracia” busca con desesperación proteger un sistema de cosas que evidentemente cruje, pero les garantiza rentas, poder y pertenencia –casta– donde la idea es que los partidos sistémicos sigan cumpliendo con la alternancia en el poder, pero que nunca exista una alternancia en el mundo de las ideas que llegan al poder. En ese sentido, la tendencia al socialismo, a la presencia omnipresente del estado en la vida de las personas, parece ser el “pase sanitario” del sistema político actual argentino. Pero no está funcionándoles  

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La dramática situación económica, social y política de Argentina, con el fracaso absoluto del modelo nacional que Duhalde – Alfonsín proyectaron a partir de 2001, crea las bases para que las propuestas consensuales, pactistas, dialoguistas, que extienden con parches en alguna medida la vida del modelo y de los protagonistas de este, no tienen atractivo político, y representen un problema y un lastre para los políticos tradicionales.

Las válidas consideraciones que se plantean sobre las dificultades institucionales y los frenos políticos que existen para aplicar programas rupturistas como el de Milei tienden a disolverse cuando las situaciones económicas y sociales alcanzan ciertos niveles de dramatismo. Las expectativas sociales son de un notorio “fin de época”, donde la población mayoritariamente rechaza cualquier recauchutaje de las practicas y retorica del régimen establecido. Así, más lo atacan, más crece.

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La obsesión nacional por defenestrarlo se ha dedicado a señalarlo como un “líder populista”, y en realidad, lo es. Pero el populismo no es una “ideología” en sí, sino una forma de hacer política y una serie de mecanismos comunicacionales que los actores políticos adoptan para relacionarse con el electorado. En ese sentido, el populismo no es una manifestación ni de derechas, ni de izquierdas, ni de centros, ni necesariamente socialista, ni liberal, ni nacionalista, ni conservador. Milei es populista porque establece una serie de perfiles en la comunicación que tienden a no ser elitistas, ni institucionales, mas bien directos y de simple comprensión del electorado más amplio. Señala Javier Benegas que “..el populismo no es por definición negativo o peligroso, puede ser muy útil, incluso puede ser necesario, en especial en aquellas sociedades en las que la política, lejos de ser esa actividad dedicada a analizar problemas y proponer alternativas, se ha vuelto inoperante o, peor, contraproducente porque no atiende a problemas reales sino a intereses marginales… (…) el populismo surge precisamente porque la vanguardia desprecia al común, sólo atiende a sus proyecciones sobre el futuro para distraer su inoperancia respecto del presente.”.

 
En este punto hay una cuestión central: las democracias donde los botines estatales son suculentos y la competencia por las rentas del estado son enormes y jugosas, los liderazgos políticos tienden a ser caja de resonancia de grupos bien organizados que persiguen sus propios objetivos, en lugar de manifestar una representación de los ciudadanos. Una de las tónicas crecientes en los sistemas políticos occidentales es que los partidos establecidos colaboran con estos grupos en vez de incorporar a sus agendas las inquietudes de los ciudadanos, y así sus programas y plataformas incorporan cualquier consigna defendida por minorías bien organizadas y promocionadas. En la búsqueda de atajos hacia el poder, han descubierto que ganan votos más fácilmente incorporando las ideas de los activistas bien organizados, que tienen claro sus fines y que, en ocasiones, logran imponer en la agenda nacional o global temas que son irrelevantes para el ciudadano promedio. Entonces, quitarle la máquina de emitir moneda y empobrecer a los ciudadanos, o bajar impuestos,  sí es una prioridad popular, y no lo es pensar si hay una nueva secretaria de género, o de cambio climático.

El problema del populismo como forma de hacer política ha sido uno de los tópicos mas comunes en la ciencia política occidental del ultimo siglo, que lamentablemente no es abordado desde una perspectiva autocrítica por parte de los sistemas políticos establecidos y la academia, sino como una especie de chivo expiatorio donde esconder la colosal corrupción de las partidocracias “republicanas” y sus “leyes de hierro” oligárquicas, al decir de Michels. 

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El estilo populista que se manifiesta y que es cuestionado, tiene un componente bastante singular, y específico de la coyuntura: es un populismo en la boca de un técnico, que no rehúye de usar vocabulario técnico sofisticado para debatir, incluso cuando es una buena puerta de escape en un debate (él mismo ha admitido en la TV que es solo “un buen divulgador de economía”), y su éxito es hacer algo que caracteriza a las prácticas populistas: hacer lo que la mayoría desearía hacer en su lugar. Y en este caso, es arrojarle en la cara a la clase política establecida y el aparato burocrático estatal, de forma agresiva, su nivel de corrupción y desparpajo, en medio de una hecatombe económica nacional.

Igualmente, el que vota a Milei en general sabe lo que vota, o no podría alegar desconocimiento y a diferencia del modelo comunicacional del duranbarbismo instrumental, no evita exponer sus posiciones por más polémicas que parezcan, no crea una ensalada posmoderna de posturismos como señalan los manuales del político-corcho que flota en todos los mares: es liberal anti-estado: tómalo o déjalo. Mediante ese mecanismo, hizo del liberalismo un conjunto de ideas bastante populares -una evidente novedad-  dándose el lujo de lanzar “temas escándalo” que se relacionan mas a “ajustar el debate” en aspectos filosóficos (¿de quién es la propiedad de mis órganos?) que en representar una propuesta de programa político. Eso es una novedad democrática, no antidemocrática.

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Otro de los tópicos más repetidos sobre este -y otros fenómenos- es que es un político “antisistema”. Los procesos de guerra entre las elites están hace rato, desencadenados a nivel internacional, resultado evidente de la crisis en la que vive el globalismo como modelo de centralismo político. En ese sentido, los “antisistema” parecen manifestar un malestar profundo y un ajuste de cuentas a la interna de las mismas elites políticas, y este fenómeno global tiene sus capítulos locales a partir de las situaciones coyunturales de cada país: es la condena del “deep state” en los candidatos de EE.UU. como hacen Trump, Kennedy o Vivek Ramaswamy, es el problema inmigratorio y la troika europeísta progresista en Europa, es la superburocracia que parasita el estado argentino desde hace 50 años, en el caso de Milei. Los representantes políticos del malestar no dejan de ser un síntoma más del agotamiento del modelo cultural de esas sociedades. Por eso cualquier “antisistema” no basa su accionar político en realizar “alianzas” ni construye “pactos” grandilocuentes con el “status quo” político: para ganar te tienen que rechazar todos los demas, porque el espíritu de época señala que los apoyos políticos son veneno: la gente no los aguanta más. 

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Se habla con insistencia de las enormes dificultades que puede enfrentar si gana las elecciones para llevar sus propuestas adelante, o que sus adversarios políticos lo desestabilicen a tal punto de hacerlo caer -sin advertir que es una aseveración realista pero antidemocrática, que suelen realizar los que se venden como paladines republicanos- o la urgencia de que los cambios tengan resultados mágicos automáticos -después de décadas de destrucción-. Pero ese componente ha sido moneda corriente en todos y cada uno de los partidos políticos del establishment partidocrático: ¿Quién podría señalar con el dedo, que sus propuestas no sean efectivas, de los partidos que compiten con él? Creo que la mayor dificultad que enfrenta, a niveles de largo plazo -pase lo que pase en unas elecciones, que, como todas, no van a transformar de un día para el otro la realidad- radica en la potencia evidente que tienen aún a nivel cultural la estatolatría en Argentina. Si evita el acto pedagógico de explicar lo que hace, las dificultades van a ser mayores.

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Existe un elemento que me resulta a la vez un éxito y fortaleza enorme, y un peligro. Hagamos una constatación básica: el estado existe. Se puede tener por lo menos dos actitudes diferentes frente a esto: la que considera su existencia como algo benéfico (aunque la idea de la virtuosidad del estado como algo automáticamente bueno, como un Dios, se asienta sobre pies de barro como demuestra la propia historicidad del Estado) o tener una actitud de recelo y desconfianza frente al avance del Estado, entendiendo que el mismo no es la sociedad, es solo un marco institucional, instrumental, de una realidad que lo contiene y que, en teoría, lo gobierna.

En ese sentido, existe un notorio éxito en transmitir a parte de la sociedad que pueden darse diferentes formas de gobierno en un estado, pero lo deseable es mirar a las instituciones del estado de forma desconfiada y de tener, como espíritu comunitario, un rechazo al avance del mismo más allá de coyunturales mayorías. Esa cultura de desconfianza/rechazo/rebelión automática a nivel cultural frente al avance del estado es una de las victorias fundamentales de la primavera de las ideas libertarias, y se contrapone a la dominante concepción estatolátrica donde el accionar del poder estatal se auto afirma en su propia lógica: sus acciones son apriorísticamente nobles, sus propiedades nos son comunes, sus intenciones siempre sanas y deseables, sus acciones legítimas.

Así también, existe el peligro de no instrumentalizar las realidades de la lógica política, es decir, del mismo sistema en donde esta metido, le guste o no. El proceso de la coyuntura real, como bien señala Juan Friedl, es el siguiente: donde hay caos como hoy -caos con “estado presentísimo” vale tener en cuenta- habrá monopolio de la fuerza; donde hay monopolio de la fuerza, legalidad; donde hay legalidad, libertad individual. Saltearse este dato de la realidad o subvertirlo, es mentirse.

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Una de las victorias mas notorias de la corriente liberal-libertaria y de Milei es haber logrado “fijar la agenda” de forma dramática, en un contexto donde esto era un coto de caza exclusivo del progresismo. Eso que ahora se denomina la “batalla cultural” esta absolutamente influenciada por las ideas que, entre otros, traccionó Milei desde su llegada a los medios masivos.

En este sentido es notoria la dramática basculación de los temas, las interpretaciones, los conceptos y las ideas que ha experimentado el debate público, especialmente en la fractura profunda del “consenso socialdemócrata” que dominaba en los sistemas políticos occidentales de la mano del progresismo y sus valores asentados en su autoproclamada “superioridad moral”.

Pase lo que pase en la elección, hay una victoria que es incuestionable: la transformación de las derechas en buena parte de occidente es notoria, y esto se debe a la revalorización de las viejas ideas de libertad individual, poder político controlado y mirado con desconfianza, mercados libres y propiedad privada, frente a otras ideas que fueron protagonistas en el siglo XX (conservadurismo, nacionalismo, orden, estabilidad, tradición) y que en general, representaban un espejo de las propuestas dinámicas de unas izquierdas mucho más militantes, idealistas y creativa. En este campo el impacto en las nuevas generaciones es impresionante, logrando expandir una serie de valores e ideas en ámbitos que hasta ahora representaban un monopolio absoluto de la hegemonía cultural de las izquierdas, que han puesto a sus agentes culturales en franco desequilibrio y descompensación emocional.
Las ideas de la libertad no son nuevas, no nacen con la irrupción polémica de Milei, ni se disolverán junto a su existencia y notoriedad, pero estamos ante un fenómeno bastante inédito donde han logrado ser conocidas por varias generaciones que jamás habían escuchado hablar de ellas. Luego que los estados impusieron hace bien poquito a la población medidas restrictivas de los más básicos derechos individuales mediante el miedo y la mentira, incluso -y mayormente- en países que se vanagloriaban hasta hace poco de ser respetuosos de los mismos, lo mejor que puede pasar en nuestras sociedades es que se reivindiquen los derechos individuales, el respeto a la vida y la libertad de los ciudadanos, y que no existe justificación para tratarnos como esclavos u ovejas. NO somos propiedad del estado. Y eso, para mí, es una gran novedad que festejar.