PORTADA

Por Mariela Michel

El cuento Caperucita Roja, fue escrito, entre otras cosas, con la finalidad explícita de transmitir una enseñanza a los niños. Sin dejar de lado las interpretaciones psicoanalíticas que los cuentos de hadas permiten hacer, desde el discurso manifiesto, el objetivo didáctico resulta evidente. Entre otras cosas, el cuento advierte a los inocentes niños a quienes está dirigido que deben desconfiar de desconocidos que los abordan con un discurso excesivamente cortés y concernido. Los niños que otrora escuchamos o leímos este cuento ¿hemos aprendido la lección?

La semana pasada, apenas había terminado un recorrido turístico durante una visita a familiares en Cuba, luego de escuchar la narración de los hechos históricos frente a varios monumentos de la hermosa ciudad de La Habana, ahora atormentada por la necesidad y la falta de alimentos, una frase quedó resonando en mi mente. Nos habíamos detenido un largo rato frente a la estatua de un héroe que el guía describió como una fuente de inspiración para Fidel Castro. Nos explicó que Fidel se consideraba un continuador de la obra de Carlos Manuel de Céspedes, quien en 1868 había declarado la libertad para los esclavos de su plantación. Así había logrado ese hombre ilustre su lugar de honor en aquella plaza de La Habana vieja. También es recordado por su papel en la lucha por la independencia de Cuba. 

Lo que seguía resonando en mi mente era la siniestra conexión entre esos dos hechos históricos. El relato del guía dejaba claro que aquellos esclavos habían sido liberados para caer en una nueva forma de esclavitud que los transformó en carne de cañón, en una guerra que no era la suya. Continuamos caminando para detenernos frente a un vagón de tren que recordaba las terribles condiciones en que los soldados habían luchado contra las tropas españolas. Pienso ahora que fue el modo sutil en que el guía hiló su relato histórico lo que dejó entrever que el gesto magnánimo al que se estaba refiriendo había sido apenas un acto interesado, un cálculo frío, no sólo del rédito militar, sino las palabras justas para convertirlo en un gesto digno del pedestal que hoy ocupa, y que ha sido revalorizado por la revolución cubana. Finalmente, estábamos ante un monumento que solamente recordaba un cambio de lenguaje. Dejaron de ser llamados ‘esclavos’, pero la denominación de ‘soldados’ no modificó su condición existencial.

Una lectura rápida de la página de Wikipedia, dedicada al héroe cubano, puede pasar por alto un similar uso encubridor del lenguaje en la frase: “Dio a conocer su plan de lucha con el Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba, concediéndoles la libertad a sus esclavos e invitándoles a unirse a la lucha anticolonialista.” Pero no fueron solamente los esclavos en apariencia liberados quienes cayeron en las garras de aquel lobo disfrazado. Lo hacemos todos los que escuchamos grandilocuentes discursos de desconocidos magnánimos, con la misma ingenuidad que aquella niña vestida de rojo. 

Alguien podría preguntarse, ¿cuál puede ser el interés actual de este relato en el contexto de esta revista? Me detuve en esta anécdota, porque ese viaje puso ante mis ojos un ejemplo muy claro de una práctica discursiva que no ha quedado en el pasado.  El modo en el que ese gesto que seguramente llevó a muchos esclavos a morir por una causa que les era ajena, fue disfrazado por el lenguaje de un gesto noble y benéfico. En el presente, en esta revista se han señalado estrategias discursivas similares, por ejemplo, la que en su texto: La enseñanza a distancia como desastre de la distancia Alma Bolón denominó “buenismo destructivo”, para referirse a la justificación que sustentó la decisión de la Udelar de “mantener, independientemente de cualquier circunstancia ligada al covid19, la enseñanza a distancia”, luego de que en otros espacios educativos hubieran vuelto a la presencialidad. Propongo aplicar el concepto de “buenismo destructivo” (A. Bolón) para entender el efecto que tienen estrategias lingüísticas como la que llamó mi atención durante el tour por La Habana Vieja.  El objetivo de este texto es tomar como base esta noción para explorar su alcance y consecuencias para la salud mental en la época actual. 

Crónica de una tragedia largamente anunciada

Hemos sido testigos durante el año 2020 del fomento mediático de formas discursivas asociadas a “la nueva normalidad (NN)”, que implicaron cambios en el lenguaje y en los saludos entre las personas con el justificativo de que el 13 de marzo había arribado a nuestro país, en un vuelo desde Europa, el virus causante de una pandemia global.  Además de las medidas sanitarias, los cambios en la comunicación fática fueron notorios, no solamente en la sustitución del apretón de manos por el choque de puños, sino en que en toda despedida no podía faltar la palabra “cuidate”, eco del slogan de la campaña mediática “nos cuidamos entre todos”. A pesar de que aparentemente el ámbito público fue inundado de extrema preocupación y de máximo cuidado del prójimo, hubo un descuido esencial que llevó a que ese año aumentara en un 45 % el suicidio adolescente. Cabe notar que justamente durante el año de la pandemia no se registró aumento en las cifras de fallecimientos por toda causa, lo que lleva a concluir que ese año, la pandemia no fue tal. El único aumento significativo de muertes se debió, llamativamente, a un imperdonable descuido de la población que por su etapa de desarrollo necesita aún ser cuidada. Este hecho no puede sino ser descrito como una tragedia que fuera largamente anunciada, porque en junio de ese año ya había sido descrita por profesionales de la salud del Centro Hospitalario Pereira Rossell, una “parapandemia en pediatría” que incluía entre otros indicadores de “trastornos psicosociales” el aumento de las internaciones por intentos de autoeliminación en niños y adolescentes. Este y otros indicadores que permiten pronosticar un riesgo de suicido estaban a la vista de todos desde el comienzo. 

El uso reiterado hasta el cansancio de las palabras ‘cuidate’, ‘cuidarla’, ‘para cuidarnos’, durante los últimos años, llama la atención por su exageración. Así como no nos pasa desapercibido cuando un niño sobre-cuida a su hermanito menor con tanta fruición y nerviosismo que debemos evitar que, en su celo cuidador, termine apretándolo demasiado o empujándolo al suelo, es fácil observar una sobre-cautela en la preservación de las medidas sanitarias. Cuando el cuidado por el prójimo es excesivo, es posible pensar en una “transformación en lo contrario” (Freud), y, de hecho, era difícil no percibir un sentimiento de odio encubierto hacia ese otro que podría tan fácilmente contaminarnos. La palabra ‘cuidado’ se volvió un foco de atención tranquilizador, brillante y atractivo que terminó por encandilar a los propios profesionales de la salud que habían advertido esta catástrofe inminente.  Las cifras que el Dr. Giachetto difundió varias veces en los medios de comunicación requerían una respuesta de emergencia. 

Mientras escribo estas líneas, escucho que hay un televisor encendido en el cuarto lindero, y que el informativo anuncia que siete niños se han autolesionado como consecuencia de la exposición a un personaje (Huggy Wuggy) de un videojuego (Poppy Playtime), algo que recuerda lo sucedido con el juego de la “Ballena Azul”. Por si algún televidente se estuviera preguntando si no ha sido un descuido muy grande haber incitado a los niños a pasar horas, semanas, meses, sentados frente a las pantallas, para cuidarse de una pandemia que no los afectaba de modo significativo, la psicóloga Lorena Estefanel tiene algo que decir al respecto. Ella es citada en el informativo por su intervención en el programa Arriba Gente, en la que nos advirtió que no debemos hacer lo que alguno de nosotros puede estar tentado a hacer, es decir, responsabilizar a los profesionales de la salud por haber dejado a los niños solos frente a las pantallas durante tanto tiempo: “cuando aparecen problemas, como lo que pasó ayer con los videojuegos, los niños que se autolesionaron, rápidamente empezamos a mirar las variables que no tienen que ver con nosotros, empezamos a generar paranoia con los videojuegos…”

Su discurso tiene el objetivo explícito de “empoderar” a las personas. Para ello señala una tendencia a focalizar en los videojuegos y no en otras variables que dependen de nosotros mismos (de los individuos). Su recomendación es focalizar en la salud mental. Esta recomendación sería muy certera si no hubiese llegado tres años tarde. También sería oportuna, si no asociásemos las conductas autolesivas que están siendo reportadas a las medidas sanitarias respaldadas por muchos profesionales de la salud durante los años previos a estos incidentes.  Pero es imposible no asociarlas, porque en agosto de 2020, en ese mismo programa, fue reportado el mencionado aumento significativo de éste y de otros indicadores de daño en la salud mental de niños y adolescentes vinculado a las medidas sanitarias por el Dr. Gustavo Giachetto, en base a un estudio realizado en el ámbito hospitalario.  

Cómo psicóloga considero que lo que debemos dejar de hacer es culpabilizar a los padres y a las familias, cuando muchos profesionales de la salud especializados en esta etapa del desarrollo se mantuvieron en silencio o, incluso, fueron activos en la recomendación de evitar el contacto entre los niños, algo que sabían o deberían haber sabido, estaba dañando su proceso de desarrollo. Somos nosotros, los psicólogos quiénes debemos asumir nuestra responsabilidad porque esa es nuestra área de especialización. Concuerdo con la psicóloga Estefanel en que lo que está en juego es la salud mental, pero la responsabilidad fue y aún es nuestra. Era fácil para cualquier psicólogo prever que la salud mental sería fuertemente puesta en jaque por aquellas medidas que bien podríamos llamar ‘anti-psicológicas’. 

Una cosa es “generar paranoia con los videos juegos” y otra distinta es advertir que si seguimos dejando a los niños solos frente a pantallas durante horas, su salud mental será dañada.  Es nocivo para el desarrollo saludable hacerles cada vez más difícil que desarrollen los juegos que realmente les gustan, como el juego simbólico, aquel famoso `ta que yo era’, que cada vez escuchamos menos, y los juegos que implican movimiento como las escondidas, la mancha, y tantos otros que involucran centralmente el contacto corporal estrecho. En realidad, fue con respecto a esos juegos que los profesionales de la salud han literalmente “generado paranoia”, a través del verdadero significado de la frase “nos cuidamos entre todos”. Una consigna que disfraza de buena intención una recomendación dañina, un discurso que, bien podría decirse, está imbuida de “buenismo”, y que resultó “destructivo” para la salud mental y física de tantas personas. 

El significado de las palabras, más allá del diccionario

La semiótica que se basa en la máxima pragmática sostiene que el significado de un término no está en la descripción del diccionario sino en las consecuencias prácticas que podemos concebir tendrá el objeto de nuestra concepción (C. S. Peirce).  En ese sentido, las consecuencias prácticas de nuestra concepción de los términos ‘liberar’ y ‘cuidar’ no coinciden con lo que se observó en los discursos aquí considerados.  Aún si cambiamos el término ‘esclavizar’ por ‘liberar’, el significado continúa siendo el mismo, más allá de lo que diga el diccionario.

Lo mismo sucede con el término ‘cuidar’. En base a esta definición, se puede decir que la estrategia usada en los discursos encubridores es la separación entre el signo (la palabra) – lo que en la lingüística Saussureana se conoce como ‘significante’ –  de su significado, de acuerdo a la máxima pragmática. Una escucha desatenta puede pasar por alto, que el significado del término no está arbitrariamente vinculado al conjunto de letras escrito o a su enunciación sonora, sino a los hechos que podemos observar. Quizás sea la máxima pragmática la que está detrás del dicho popular “la mentira tiene patas cortas”, o de los argumentos que permiten rebatir el construccionismo radical, en base al principio de que el discurso puede construir la realidad pero sólo hasta cierto punto. Este ‘cierto punto’ sería hasta el momento en que las consecuencias de un discurso, observables en los hechos, tiran abajo el intento de construirlos.  Un 45% de aumento del suicidio adolescente no puede de ningún modo ser la consecuencia de un cuidado.

El discurso anti-discriminador

Recientemente, en una conversación con un grupo de maestros y docentes de diferentes niveles, uno de ellos relató que un estudiante había decidido cambiar el tema de su ensayo escrito, porque un profesor le había hecho ver que su enfoque era discriminatorio contra el grupo transgénero. Con un notorio sentimiento de culpabilidad, luego del señalamiento, el joven manifestó su arrepentimiento, y aceptó sin argumentar, que él había actuado mal por haber tenido una actitud que podía lesionar a una población vulnerable. 

Este sería otro caso en el que un cambio discursivo terminó teniendo las consecuencias prácticas de un acto discriminatorio que, aparentemente, se quería evitar. En primer lugar, se privó a las personas transgénero de tomar ellos mismos la palabra para rebatir lo que deseasen rebatir de los argumentos del estudiante, por considerarlos “personas vulnerables”. El significado de la palabra ‘vulnerable’ termina siendo una forma de discriminación en los hechos que supera cualquiera de las palabras que este joven, con evidente bajo nivel de agresividad, pudiera haber escrito. Y como efecto colateral, el joven perdió una buena proporción de confianza en sí mismo y en sus propios pensamientos.

Lo que en un momento comenzó como una reivindicación de ciertos grupos socialmente oprimidos, en la actualidad parece no pasar de la promoción de cambios a nivel discursivo. En el caso de los grupos derivados del movimiento estadounidense Black Lives Matter, algunos de sus dirigentes históricos expresaron preocupación al observar que los fines originales estaban siendo malversados por intereses políticos que nada tenían que ver con las de ese grupo étnico. Ese cambio de foco se ve en que al mantenerse el nombre original del grupo, éste ha escapado a la modificación propuesta por el discurso encubridor. El nombre del movimiento parece ser el único espacio en el que la palabra ‘black’ se hubiera podido esconder para evitar su transformación en ‘afrodescendiente’. Una operación lingüística que no es afín al proyecto original de un grupo que lo que menos hubiera deseado es ser clasificado como “población vulnerable”. 

Al contrario, fui testigo de ello cuando en los años 80 fui a los Estados Unidos como estudiante de intercambio, y tuve la oportunidad de convivir con la única familia descrita con esa palabra hoy prohibida en una pequeña ciudad habitada por familias rubias, en Holland, Michigan. Wanda, que tenía el rol de ser mi ‘hermana americana’, lucía un altísimo afro look, que era muy similar al que se veía por doquier en los grandes posters de lo que fue en ese momento la campaña “Black is beautiful”.  Me parecía estéticamente acertada esa campaña, que no hacía imposiciones, ni intentaba controlar los intercambios verbales, ni el comportamiento de las personas. Simplemente señalaba la belleza de una imagen atractiva colocada en un lugar visible, una belleza que podría haber pasado desapercibida por el estatus social en que esa población había vivido a partir de su condición de esclavitud. La palabra ‘black’ formaba parte de las reivindicaciones de esa época. En nuestro país esa actitud fue defendida por figuras admiradas y apreciadas como el ‘Negro Rada’, que incluso denominó con la palabra prohibida ‘Black’ uno de sus álbumes, cuya carátula muestra su rostro en intenso color negro.  Nada hacía prever en ese momento que, años más tarde, la belleza de esos posters a todo color ‘negro’ sería descolorida por una lavandina lingüística que la llevó a su desvanecimiento, y a ser sustituida por el artificial atributo de “afrodescendiente”. 

El prohibir el uso de esa palabra, estampa el atributo de discriminable sobre ese sector de la población. En un Club de Niños en el que trabajé durante dos años, se daban lecciones sobre discriminación en las que se terminaba acusando a los niños de actitudes discriminatorias que ellos visiblemente no tenían. Por supuesto, que cuando se peleaban proferían todos los epítetos prohibidos a su alcance. Pero luego jugaban juntos, sin recordar ningún tipo de diferencia física ni intelectual entre ellos.  

Pero el tema de la discriminación era allí moneda corriente. Tanto es así, que uno de los niños se quejaba constantemente de ser discriminado como “negro”. Lo que llamaba la atención era que otros niños de tonalidad de piel más intensa que él no solo no sentían esa discriminación, sino que ejercían roles de liderazgo en grupos formados por niños de todos los colores. El abordaje psicológico elegido fue mostrarle al niño que no existía tal discriminación. Para eso, se eligieron fotos de personajes públicos y futbolistas ‘negros’ que sus compañeros admiraban, en las que éstos exhibían condecoraciones y copas, e incluso fotos del propio Negro Rada con una gran sonrisa. La prueba de que el desenfatizar la actitud discriminatoria era una forma de apoyar la autoestima del niño la dio él mismo. Durante un paseo, el niño me llamó diciendo que una compañera quería cambiarse de asiento por su color de piel. Le dije que acudiría enseguida, porque estaba resolviendo otro problema, mientras pensaba que probablemente la niña querría sentarse junto a alguna amiga de su mismo sexo, algo que a esa edad es muy común. Cuando llegué a auxiliarlo, me dijo con tono seguro: “Dejá, ya no preciso ayuda, yo le puedo explicar por qué soy negro”. Nunca sé que quiso decir con eso, porque nunca llegué a conocer qué fue lo que conversaron, pero la niña no se cambió y luego los vi jugar como si nada hubiese sucedido. Probablemente, la seguridad con la que el niño pronunció la palabra ‘negro’ haya tenido un impacto en su compañera de viaje. Lo que llevó al niño a adquirir seguridad no fue la supresión de un término, ni el haber señalado con un dedo reprobatorio una conducta discriminatoria que no sabemos si existía por parte de una niña, sino el destacarlo a través de imágenes que lo realzan del mismo modo que lo hizo la campaña “Black is beautiful”.

Las conquistas feministas han sufrido un proceso similar. Luego de un período inicial en el que muchas mujeres soñamos con una liberación llevada a cabo por ambos sexos en cooperación, la intervención de los medios comenzó a escenificar cotidianamente un combate permanente de un sexo contra el otro. A muchas mujeres que, con apoyo en la experiencia personal, comenzamos a explorar una liberación autogestionada, los medios nos ofrecieron consignas pre-diseñadas en un camino hacia una liberación constantemente supervisada. Los movimientos feministas nos ofrecen un paquete de conceptos asociados a “la cultura patriarcal” que describen las pautas de vivencias de sumisión que, muchas veces, no es percibida por nosotras mismas. En definitiva, una liberación supervisada no puede ser otra cosa que una nueva forma de dominación, ya no de parte del sexo opuesto, sino de mujeres que se auto-atribuyen la capacidad de estar más iluminadas que otras. 

¿Acto discriminatorio o descarga simbólica?

Una vez más creo que debemos aprender de los niños. Durante las horas de observación que llevé a cabo en el Club de Niños que mencioné antes, percibí la facilidad con la que los niños proferían insultos feroces, cuando estaban furiosos, y segundos después, olvidaban todo aquello para reírse juntos de cualquier cosa. Varias veces me sucedió que niños que venían al consultorio por estar fuertemente enemistados, una vez que se les ofrecía una hoja en blanco y unos marcadores, olvidaban sus conflictos, para compartir historias de sus personajes favoritos y no querían separarse para retornar a sus casas. 

En los medios de comunicación, escuchamos cada vez con mayor frecuencia la sugerencia de prohibir los llamados “discursos de odio”, que asocian a actos violentos, que todos consideramos socialmente condenables.  Desde el punto de vista psicológico, esta asociación entre descarga verbal y acto agresivo no tiene sustento empírico. Al contrario, muchas veces se busca propiciar espacios que favorezcan la descarga emocional (catarsis) que, si bien no es terapéutica en sí misma, puede ser un alivio momentáneo y una forma de acercarse a un proceso terapéutico que lleva a entender los motivos de emociones tan intensas. Una vez más, la sabiduría popular expresada en refranes puede enseñarnos algo. El dicho “perro que ladra no muerde” alude a un conocimiento intuitivo de que la descarga verbal no equivale a un acto agresivo. Un docente de psicoterapia advertía a sus alumnos que no debían temer a las descargas de sus pacientes, y recurría a la imagen de un vaso que vertía su contenido, para explicar que la descarga siempre tiene un límite. 

Sabemos que en la convivencia es imposible que “todo sea color de rosa”. En las relaciones entre grupos sociales, entre hombres y mujeres, entre distintos grupos etarios, entre amigos y amigas, siempre existen y existirán momentos de emociones negativas, enojos, bronca, inclusive odio. En psicología, el odio no se considera totalmente opuesto al amor; ambos sentimientos pueden ser parte de una misma relación. En esos casos, con frecuencia la descarga verbal es necesaria, porque es la que transmite la dimensión afectiva del hecho que nos impacta. Lo que en psicología se conoce como “pasaje al acto”. Se trata de un concepto que se utiliza para describir las acciones agresivas con características criminales, y se lo define como una “salida de la escena simbólica”. El ámbito simbólico que caracteriza el lenguaje es diferente del ámbito de la acción, donde se despliegan los comportamientos agresivos. Al reprimir la expresión en el plano discursivo o al manipular el significado de los términos, se corre el riesgo de aumentar los comportamientos agresivos con características de pasaje al acto.

Cuanto más celebrado es el discurso imbuido de “buenismo” en los medios de comunicación, menos espacio queda para la expresión de sentimientos negativos en el plano simbólico. En estos últimos años en los que los discursos mediáticos se embanderaron con emblemas de la bondad, con las consignas de cuidarnos entre todos, se ofrecieron como modelos de anti-discriminación social se registró un aumento de la violencia y de la pobreza en el mundo entero. Por eso, es importante recordar la moraleja de aquel cuento de hadas: es necesario desconfiar de las desconocidas figuras de autoridad que se nos acercan con voz edulcorada y apariencia protectora, y comenzar a confiar cada vez más en nuestros propios recursos, en nuestros pensamientos, sentimientos e ideales.