“¡‘Confíe en la ciencia’ es una de las afirmaciones más anti-científicas que jamás escuché! La medicina no es una ciencia exacta, nunca lo ha sido, es una ciencia aplicada, por lo tanto, está siempre cambiando.” (Dr. Aseem Malhotra, 2023)

PORTADA

Por Fernando Andacht

Me he dedicado en buena parte de los ensayos publicados en esta revista a analizar el tratamiento mediático de temas pandémicos. Estudié cómo se representa en los medios masivos la urgencia e inevitabilidad de alterar, distorsionar y empeorar la vida en todos sus ámbitos, desde 2020. Ese abordaje incluyó el muy publicitado desenlace de ese preludio anómalo “nuevo(a)normal,” a saber, el imperativo categórico de vacunar a la humanidad, sin importar ni medir posibles consecuencias indeseadas de un tratamiento experimental y por ende de alto o mediano riesgo. En el muy reciente testimonio del Dr. Malhotra (10.02.2023), el cardiólogo inglés afirma que el riesgo de sufrir un grave efecto adverso de la vacuna basada en el ARNm es de 1 en 800 vacunados, lo que incluye la muerte del vacunado.
Esta vez, en cambio, quiero abordar la casi inutilidad, e incluso el formidable obstáculo para el conocimiento científico de la investigación en ciencias sociales y humanas sobre la pandemia como discurso o comunicación pública. Dudo mucho que su difusión sea relevante para el gran público, pero es un síntoma de algo preocupante. Para demostrarlo, utilizo aquí una muestra que no carece de un sesgo personal, pues fue tomada de un evento académico en el que con otros colaboradores de esta revista participé en 2022. Me refiero al “Congreso Interdisciplinario Covid-19, Pandemia y Pospandemia”, que tuvo lugar el 26 de julio de 2022. Este es un asunto que ya discutí desde otras perspectivas en dos números de eXtramuros (01.08.2022 y 18.09.2022). En esas oportunidades, me ocupé de reflexionar sobre el significado de la cancelación de nuestra participación en aquel evento académico. Ahora les propongo analizar lo que dicen, pero sobre todo lo que callan o evitan los investigadores que participaron en nuestro Eje4/Comunicación, quienes no vieron obstaculizada la difusión de sus ponencias. 

No puedo menos que concluir, luego de ver y escuchar con gran atención las otras exposiciones del Eje 4/Comunicación grabadas en video – destaco que ninguna de ellas fue censurada como la nuestra con el silencio cómplice de la organización, el Espacio Interdisciplinario de la Udelar – que me asombra el grado de inocuidad, el absoluto vacío intelectual, y la ausencia de pensamiento crítico en lo expuesto durante esas sesiones académicas dedicadas al estudio de la comunicación en/sobre la pandemia. No atribuyo ese estado tan decepcionante del actual saber científico a la incompetencia o a la inferior calidad intelectual de los expositores que vi y escuché. Sería evidencia de una arrogancia enorme el contrastar la lucidez o importancia de nuestra propia presentación en ese congreso con la falta de capacidad de esos colegas en aquella ocasión. Muy por el contrario, percibo e interpreto en su homogénea y tenaz falta de relevancia y de contenido válido como aporte para entender la complejidad pos-pandémica o pandémica en el mundo de la vida una actitud institucional deliberada. Hace más de un siglo el lógico C. S. Peirce describió esa clase de comportamiento en un universitario como “indolente”: 

El estudiante universitario indolente, por mucho que se empeñe su profesor de filosofía para que se valga por sí mismo, porque siente un respeto bien fundado por los conocimientos superiores y por la fuerza intelectual de ese profesor, encuentra mucho más fácil aceptar todo lo que él dice como verdadero, porque lo dice él, que someter los argumentos de ese profesor a una crítica incisiva; y así él se convierte, por lo general, en casi tan esclavo de la autoridad, como lo era el estudioso medio de las escuelas medievales.” (CP 5.517, 1905)

Para actualizar o adaptar la cita de Peirce a nuestra era pandémica, propongo cambiar “profesor de filosofía” por docente de cualquier disciplina universitaria, y haría extensiva la indolencia que el fundador de la semiótica atribuye al estudiante, al propio profesor. Muy pocos académicos hoy se atreven a salir de esa zona más que de confort de seguridad vital, que los conduce a acatar ciegamente todos los mandatos globales relativos a la pandemia, y también a adherir a consignas previas pero asociadas a la emergencia sanitaria como la perspectiva de género, las políticas de identidad, y un extenso catálogo de corrección más que política diría neo-religiosa. No hay casi herejes de la nueva secta oficial que atraviesa todos los ámbitos del mundo de la vida. Señalar lo nefasto de su impacto en la investigación académica es necesario, pues, en principio, el desarrollo de la ciencia supone una franca y ecuánime disposición hacia la búsqueda interminable de la verdad. Para comprender esta situación, nada mejor que acudir a un texto clásico de Peirce sobre los cuatro métodos o caminos para llegar a tener una creencia, sólo uno de los cuales es el que conviene a la ciencia. La vía científica se diferencia por completo del método de la tenacidad (CP 5.378), ese que usamos cuando nos obstinamos en creer algo, sin importar en absoluto la cantidad de evidencia acumulada que lo niegue. También difiere el camino de la ciencia de lo que creemos como resultado de respetar y obedecer acríticamente a alguna institución poderosa, el método de autoridad (CP 5.380), sea ésta secular o religiosa. No merece tampoco el rótulo de conocimiento científico la creencia a la que llegamos no mediante el estudio riguroso de la experiencia, sino influidos por “aquello que nos sentimos inclinados a creer”, ese es “el método a priori” (CP 5.383) y se asemeja al gusto por una moda. Parece difícil o improbable que docentes y estudiantes no sientan una poderosa inclinación a acatar sin más la visión de la pandemia que contó durante tanto tiempo con el unánime respaldo de un cuerpo selecto de científicos oficiales, de los políticos y de la masiva difusión y amplificación de los medios de comunicación. Ese fue el camino que de modo ostensible siguió la Universidad pública uruguaya, que funciona como marco institucional del conocimiento que se produce en su ámbito.  

Si, en cambio, queremos emprender el camino de la ciencia “para satisfacer nuestras dudas (…) es necesario encontrar un método mediante el cual nuestras creencias puedan ser determinadas por algo que no sea en absoluto humano, sino por alguna permanencia externa” (CP 5.384). Ese “algo no humano”, esa “permanencia externa” no es otra cosa que el impacto de la experiencia, la existencia de tenaces datos que no corroboran el relato hegemónico y triunfante de Covid-19. Peirce se refiere a aquello que permanece a pesar de ser ignorado como el único objetivo válido del método científico: “La verdad pisoteada resurgirá” (CP 5.408). Observé que estudiantes y docentes, sin importar su competencia académica o nivel intelectual, han optado por acatar obedientemente la “Ortodoxia Covid” (A. Mazzucchelli), es decir, un dogma del siglo 21 emparentado con los mandatos del poder eclesiástico en su apogeo. Tal adhesión impide que funcione el incentivo fundamental en la búsqueda de la verdad, es decir, “la irritación de la duda  (que) causa una lucha para llegar a un estado de creencia” (CP 5.374). A esa pugna intelectual y profesional Peirce elige llamarla “Investigación” (ibid. – énfasis en el original). El término inglés que él usa es ‘inquiry’, que proviene del verbo latino que significa ‘buscar’. Sin ese afán por satisfacer una genuina incertidumbre, y partir de modo falible en pos de la verdad, sólo hay un pobre simulacro de la ciencia. Lo que anima ese itinerario fallido no falible obedece a una mezcla de los otros tres métodos, con un énfasis en el de “autoridad.” Mediante  la transcripción de algunos fragmentos que extraje de las tres sesiones que componían el Eje 4/Comunicación (además de la nuestra), procuro ilustrar ese apartamiento radical e intencional del sendero de la ciencia, aún si se lo hace de modo automático, defensivo, y cuidadoso, para no alterar el actual ecosistema de pensamiento bautizado en abril de 2020 como “Nueva Normalidad.”

El desolado panorama de una institución para enseñar y no  aprender

Podría preguntarme, parafraseando al protagonista de una novela de Vargas Llosa, “¿Cuándo se jodió la universidad?” Por supuesto, no tengo la respuesta a un asunto tan complejo. Pero me atrevo a afirmar que el eufórico decreto gubernamental de “la Nueva Normalidad” del 17 de abril de 2020 causó una suerte de anemia institucional grave en la vida universitaria. El mundo académico apoyó con entusiasmo un dualismo reductor, empobrecedor: desde entonces, todo se basa en saber en qué margen de la grieta pandémica (que ya analicé en eXtramuros) uno debe ubicarse por un instinto político de supervivencia. La única variante desde el inicio es el grado de acatamiento servil a los mandatos globales de organizaciones como la OMS, y después a los prospectos vacunales de la todopoderosa industria farmacéutica internacional. No se reservó el menor espacio comunicacional público para debatir, criticar y discutir honestamente y desde un ámbito autónomo nada de lo planteado en estas dos grandes etapas pandémicas. Por el contrario, hubo un desembarco recurrente de las mismas figuras de la ciencia oficial(ista), que hicieron de los muy acogedores y felices medios masivos su segunda morada. Junto al gobierno, compusieron un trío heroico que nos hablaba y aleccionaba sin cesar, a cada hora del día. Una consecuencia de este arreglo fue que nada era más importante para seguir con vida que protocolizarnos masivamente, y luego vacunarnos sin chistar y en reiteración real (e ineficaz, sino por qué habría ese temor supersticioso del no vacunado…). Peirce dirige su mirada crítica a la existencia de dos clases de instituciones universitarias:

(E)s necesario notar aquello que está esencialmente involucrado en la Voluntad de Aprender. La primer cosa que la Voluntad de Aprender implica es una insatisfacción con nuestro estado presente de opinión. Ahí yace el secreto sobre por qué nuestras universidades norteamericanas son tan miserablemente insignificantes. ¿Qué han hecho para el avance de nuestra civilización? (…) La razón fue que (otras universidades) eran instituciones para aprender, mientras que las nuestras son instituciones para enseñar (…) para que una persona pueda tener alguna medida de éxito en aprender, él debe estar imbuido por una sensación insatisfactoria sobre su actual condición de conocimiento. Las dos actitudes son casi irreconciliables.” (CP 5.583, 1898)  

La selección o florilegio de fragmentos de lo expuesto en ese congreso, reitero, no revela la incapacidad intelectual o profesional de quienes hicieron esas presentaciones en el Eje 4/Comunicación donde nos tocó exponer a los colaboradores de eXtramuros. Lamentablemente, pienso que cualquier otro evento de similar naturaleza en el país o fuera de fronteras hubiera arrojado un resultado semejante. La explicación radica en esa flagrante ausencia de lo que Peirce describió como la “Voluntad de Aprender” (the Will to Learn). Pude observar en lo que expuso cada investigador – joven o experimentado – el vivo deseo de entonar una suerte de himno o fórmula litúrgica de pleitesía a lo consabido, a aquello que ya desde el inicio de ese estéril trayecto académico se sabe que se encontrará al final del recorrido. Eso es exactamente lo opuesto a la insatisfacción que nos impulsa a aprender y es, en cambio, el fruto de “instituciones para enseñar”. Un ejemplo notable es la reiteración elogiosa, casi como una letanía, del carácter “interdisciplinario” de todo lo que se dijo allí. No en vano, el ámbito universitario en el que se celebró ese encuentro luce ese término en su propia denominación: Espacio Interdisciplinario. Todas las palabras, diapositivas, gestos, argumentos proferidos ese día en el Congreso de la Udelar tenían como principal finalidad evitar el temible golpe de lo real, de todo aquello que hasta ahora no fue debatido ni explicado a lo largo de interminables horas de comunicación mediática y hegemónica. Hace medio siglo, Foucault (1992/1970) dio una descripción del mecanismo de auto-cancelación, el mismo que rige hoy de modo inexorable el universo académico pandémico: 

“En toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.” (p. 14)

A continuación, voy a traer a mi texto una selección que considero representativa de lo expuesto en las tres sesiones de cuatro ponencias más discusión, cada una de las cuales duró 90 minutos. Me consta que invito al sufrido lector a una árida travesía por un muy poco navegable mar de sargazos, un formidable escollo para la lectura, pero es importante que haga el esfuerzo y lea lo que sigue. Sólo así, podrá hacerse una idea cabal del daño formidable que el castrense acatamiento colectivo a protocolos pandémicos le causó a la ciencia. Le doy mi palabra y garantizo que cada cita es una transcripción fiel de lo que efectivamente se dijo en aquella ocasión académica. Lo que este ensayista juzga como inaudito tal vez no lo sea para quienes se tomen el trabajo de leer este decepcionante florilegio universitario. Esa es la libertad de todo lector ante un texto que busca provocar el debate, la irrupción de lo no dicho, y así oponerse al esfuerzo social por “dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”, como lo entendió Foucault en la segunda mitad del siglo 20. 

Pequeño catálogo de lugares comunes y desfallecientes de una ciencia indolente

Voy a acompañar cada cita extraída de las exposiciones en el Congreso Covid-19 Pandemia y Pospandemia con un título propio mediante el cual procuro sintetizar y a la vez criticar lo planteado en el Eje 4/ Comunicación de ese evento académico de 2022.

Decir por decir, sin percibir la contradicción de sus propios dichos:

Alguien habla con gran convicción sobre “la incertidumbre que tiene el conocimiento científico”. Esa afirmación es por demás respetable, pero no concuerda en absoluto con la reduccionista y no problematizada oposición entre “información y desinformación” en la que se basa y desarrolla ese trabajo. Según la expositora, el segundo término de la oposición – “desinformación” – tendría como reducto exclusivo las maléficas redes sociales. Tal postura pasa por alto el falibilismo; su crítica sólo reprocha a los medios masivos el “no citar las fuentes” de lo que informaron sobre la pandemia. Curiosamente, se omite mencionar que esa mención de las fuentes, el no haberlas explicitado, era más que justificada. Citar el origen de la información pandémica hubiera sido del todo redundante, porque las principales fuentes científicas acudían en persona a los medios todo el tiempo. Me refiero principalmente a los miembros del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH). Ellos fueron las estrellas académicas y mediáticas en 2020 y 2021, hasta que ese colectivo se retiró de su rol  asesor del gobierno. Entrevistados sin cesar, estos científicos eran la imagen misma de la autoridad indiscutida de la ciencia. Escribí “indiscutida”, porque justamente lo que brilló por su ausencia en todos los canales televisivos fue un debate sobre el tratamiento de la pandemia, sobre las medidas adoptadas para combatirla, etc.. Esa inexplicable carencia convirtió lo expuesto por ese equipo de la Ciencia Oficial en la encarnación de la total certidumbre, de la ausencia de duda sobre lo expuesto recursivamente por los miembros de este casting. 

Por ese motivo, el tono irónico con el que culmina esta intervención carece de todo fundamento: “los científicos tales dicen que… y una no tiene acceso a la fuente primaria de información”. Y la presentación concluye con esta curiosa expresión: “es una práctica poco productiva, poco transparente en la que caemos.” ¿Y esos personajes que se volvieron familiares para toda la sociedad por concurrir tan asiduamente a los estudios de televisión, no eran fuentes primarias? Lo que se denuncia como “una práctica poco productiva, poco transparente” no es causada por la supuesta falta de fuentes  explicitadas en/por los medios, sino por la flagrante y deliberada inexistencia de “la idea de otro, de no, (que) se vuelve el eje mismo del pensamiento”, según Peirce (CP 1.324). Me refiero a planteos científicos alternativos, diferentes, otros, que, por esa razón, se convirtieron en disidentes condenados al exilio mediático. 

Decir mucho para no decir nada: el ofuscamiento del lenguaje bajo el peso muerto de la jerga

Lo llamativo de este otro trabajo fue un elemento casi constante en todas las exposiciones: su completa ajenidad a lo empírico, es decir, el poco o nulo contacto con la realidad pandémica. Se planteó la dificultad “de cada uno de nosotros (que) tenía que tomar decisiones individuales y particulares.” Ante ese supuesto caos libertario, estos investigadores se propusieron hacer “un análisis informacional de los fenómenos de desinformación.” Nada se dijo sobre la abrumadora campaña mediática para sembrar el terror pandémico en horario multiplicado de informativos y programas periodísticos televisivos desde muy temprano hasta la medianoche. Eso fue, explicaron, el motivo que los llevó a realizar su “análisis informacional de los fenómenos de desinformación.” Extraño comenzar ese abordaje con tamaña desinformación sobre algo que cualquier persona les podría haber dicho, sin haber cursado ningún estudio universitario, respecto a la catarata incesante de datos sobre muertes, ocupación de CTIs, y muchos más detalles macabros relacionados al Covid-19. 

Para “favorecer el pensamiento crítico,” ellos anunciaron de modo asertivo y satisfecho lo siguiente, supongo que como fruto de ese concienzudo análisis: “Es necesario trabajar la retroalimentación y la vinculación (entre) comunicación científica y alfabetización en información – alfabetización mediática.” Aún si dejamos de lado la oscuridad que resulta de la densa jerga empleada, no quedó nunca claro cómo harían los ciudadanos para conseguir esa forma crítica de pensar sobre la pandemia. Lo único que sí quedó claro era su confianza absoluta, no crítica, en un organismo internacional que dicen nos conduciría a la lucidez, a la hora de distinguir entre buena y mala información. Para tener éxito en ese “análisis informacional de los fenómenos de desinformación,” la bala de plata, explican o simplemente aseveran, sería la “Alfabetización informacional y mediática según la propuso la Unesco.” Una pena que no ofrezcan ningún argumento, ni tampoco presenten algún dato empírico que respalde lo que no es otra cosa que la aplicación del método a priori combinado con el de autoridad. Usar términos técnicos y adosarlos a una agencia global no es lo mismo que abordar la experiencia, esa

permanencia externa” (Peirce), de modo sistemático, como lo exige la ciencia. La mención de “la Unesco” funciona como una palabra que sirve para identificar a un grupo, para ser admitido en éste opera como un ‘santo y seña’ o ‘shibboleth’.

Siempre a bordo de un discurso previsible, obvio y alineado con la autoridad, los expositores cerraron su opaca presentación leyendo una diapositiva que proclamaba la importancia del “abordaje interdisciplinario.” Ese concepto o idea fue enunciado con entusiasmo y convicción a lo largo de todas las presentaciones del Eje Comunicación con un efecto discursivo semejante al litúrgico ‘amen,’ el signo que repite con devoción el feligrés en la misa. Nunca quedó claro en qué consistía su aplicación, es decir, cuáles eran las consecuencias prácticas, reales de ese enfoque. Ese hecho convierte al término ‘interdisciplinario’ en otro shibboleth, una consigna que abre puertas académicas a quien la utiliza, más allá de su valor epistemológico o metodológico.

Un epílogo a la nada. La última observación de lo compartido por esta presentación se relaciona a la respuesta que dan sus expositores a una pregunta. Lo que aparenta ser algo de carácter científico, a saber, la imprescindible autocrítica, revela la ausencia alarmante del componente empírico en el trabajo de estos investigadores de la sociedad en pandemia. Tras lamentarse por no haberse preguntado “por qué la persona prefiere creerle al influencer sobre si vacunarse o no vacunarse”, agregan otra urticante pero inexplicable duda: “O por qué la persona prefiere consumir un programa de debate en un bar para ver si se vacuna o no se vacuna.” Todo indicaría que se refieren al programa de televisión Polémica en el Bar. Sólo alguien que no miró jamás ese programa puede usarlo como ejemplo de una posición contraria o escéptica sobre la vacunación contra Covid-19, que provocaría titubeos en quien pensaba vacunarse. En esta revista, dediqué varios ensayos al análisis de la propaganda de este tratamiento, y a reflexionar sobre  la ardiente adhesión a la grieta pandémica a cargo de los integrantes estables de Polémica en el Bar. Por supuesto, elegir no consumir un producto comercial de ese medio es legítimo; lo que no es lícito para un investigador es afirmar, en un ámbito académico donde se presenta lo estudiado, que el espectador de un programa notoriamente embanderado con la ideología oficial covidiana podría llegar a dudar sobre los beneficios vacunales en la pandemia. Para que un argumento sea mínimamente aceptable en ese ámbito científico, debe ir acompañado de datos, en este caso, de algún ejemplo que lo justifique. Eso no ocurrió. 

Diga lo que diga otro investigador, haremos oídos sordos y acríticos

Podría pensarse que fue afortunado el poder contar con un trabajo de investigación proveniente de otra nación latinoamericana, en ese congreso. Es difícil no ver la intervención académica extranjera como una oportunidad valiosa para poder contrastar su aporte con la situación nacional relacionada con la pandemia y su comunicación. Pero lo que ocurrió fue diferente: todo transcurrió como si esta ponencia no hubiera tenido lugar. Su efecto en los colegas uruguayos de esa sesión se asemejó al aplauso de una sola mano.

El argumento introductorio fue que el gobierno (de su país supongo, aunque no lo explicitó) se había dedicado a “satanizar a los medios”, por ese motivo, los ciudadanos sentían rechazo por estos, y buscaban información pandémica en las redes sociales. Se dio por sentado que esa búsqueda era peligrosa, pero nada se dijo sobre el trabajo incesante de los verificadores o fact checkers en ese ámbito mediático. Menos aún se planteó como problema de investigación el saber en qué reside el saber de esos chequeadores, sus posibles intereses o apoyos económicos. Al finalizar, ninguno de sus colegas uruguayos intervino para decirle o explicarle que en este país eso no había ocurrido en absoluto. Por el contrario, como consigné en un texto de 2020 en esta revista, uno de los informativos locales llegó a jactarse del crecimiento inédito en el número de televidentes de ese programa. Aventuro ahora una interpretación del muy llamativo silencio de los demás integrantes de esa sesión, que se abstuvieron de comparar el caso uruguayo con el de ese otro país de nuestro continente. La expositora concluyó que el principal tipo de  “bulo es el engaño y proviene de los negacionistas”, se refería así a las fake news. El término peyorativo ‘negacionista’ que ella mencionó ocupa un lugar privilegiado en la Ortodoxia Covid (Mazzucchelli), y eso podría ayudarnos a entender la falta de reacción, de diálogo o discusión con la ponencia de esta extranjera. Se hizo caso omiso de lo único digno de considerar en relación a esa exposición, a saber, el uso incrementado de un medio masivo como la televisión en 2020 y parte de 2021, en nítido contraste con la argumentación – carente de todo apoyo empírico, cabe agregar – que aportó este trabajo de fuera de fronteras. Tampoco se cuestionó el uso del estigmatizante ‘negacionistas’, algo previsible y ya normal en un entorno discursivo cotidiano, pero que debería haber sido objeto de discusión en un ámbito académico, donde incluso se habló de la terminología pandémica. 

Otro punto que importa mencionar antes de dejar atrás esta inusual e ignorada ponencia del exterior es que nada se dijo en ella sobre la constante  e imposible de ignorar práctica de cancelación que reina indiscutida en las poco fiables redes sociales, según planteó ese trabajo. Utilizo el término ‘ignorada’ no como resultado de una interpretación psicológica o sociocultural del extraño silencio que siguió a esa presentación. Me baso en la premisa semiótica que postula que el significado de los signos debe buscarse en las consecuencias que estos podrían producir, en su crecimiento a través de la generación de otros signos. Y eso fue precisamente lo que no tuvo lugar: los dichos de la expositora extranjera cayeron en el vacío, y eso en un ámbito académico es alarmante.

Decir lo ya dicho hasta la náusea se vuelve necesario si es personalizado

Empieza esta otra ponencia con una afirmación que sólo podría ser apoyada por alguien que durante el bienio 2020-2021 se ausentó por completo del país, o vivió recluido como un eremita en una cueva lejos del mundanal ruido. Esto fue que lo expresó con visible entusiasmo este grupo de investigadores: “Sentimos la necesidad de entablar un diálogo con la población,” porque les gustaba la idea de “poder compartir y difundir los conocimientos que están ahí, (porque) la ciencia está en todas partes.” De nuevo, sólo alguien que no estuvo un solo día a partir del 13 de marzo de 2020 en Uruguay podría aprobar e incluso elogiar el motivo de esta iniciativa científica. Pero para el resto de los ciudadanos llevarla adelante sin siquiera mencionar la presencia masiva, incluso agobiante, del elenco estable de la ciencia oficialista en los medios masivos es inexplicable. No sólo iban los miembros del GACH, más un pequeño grupo selecto de infectólogos y virólogos una y otra vez a todos los medios, sino que una vez allí, ellos recibían un tratamiento privilegiado. La histórica consigna ‘el tiempo es oro’ en televisión o radio no se aplicó en absoluto a estos personajes; ellos permanecían larguísimo tiempo, hasta  evacuar todas las reiteradas preguntas de los entrevistadores, en la edición central del informativo y en las otras ediciones también. Su lenguaje era lo suficientemente llano y autoritario como para no dejar la menor duda sobre todos los aspectos imaginables de la pandemia. Difícil imaginar a espectadores que tras recibir esa dosis masiva y cotidiana de divulgación sanitaria podrían no haber saciado su curiosidad siempre sobre la versión oficial de la pandemia. 

Y la propuesta de ciencia aplicada de estos investigadores fue ésta: “Decidimos hacer algo, un diferencial, de emergencia, un botón de preguntas, que cualquier persona pudiera preguntarnos cualquier cosa. Fueron las investigadoras que se dedicaron a chequear la parte científica. Vimos que había un vacío.” De nuevo, es poco creíble que faltaba información sobre la pandemia, cuando había tantas horas en todos los medios convergentes y unánimes dedicadas a darle voz, plataforma, podio, al selecto grupo de expertos aprobados, siempre al mismo casting. Por ese motivo, no puedo menos que preguntarme qué pregunta podría no haber sido respondida de modo público y reiterado. No considero que sea una respuesta aceptable el modo en que constataron esa supuesta ausencia: “Lo que vimos es que era una forma de comunicar institucional, no era una persona.” Eso podría ser verdad, si no nos hubiéramos familiarizado con la calva asertiva del Dr. Radi, la figura más visible del Grupo Asesor Científico Honorario, o con la voz severa casi irritada del Dr. Álvaro Galiana, infectólogo y director del Hospital Pereira Rossell, un complemento habitual de aquel colectivo. Nada había de institucional en su visita permanente a la televisión; se volvieron presencias tan frecuentes y esperadas como las conferencias semanales del equipo de gobierno desde la Torre Ejecutiva sobre el estado de la pandemia, en ese relato monológico. Sin embargo, nada de eso fue mencionado por este trabajo. Para que su propuesta fuese relevante, debería haberse contrastado, diferenciado con la otra de modo empírico, es decir, con inclusión de la realidad, de lo que en efecto ocurrió en el país. Hubo una referencia fantasma entonces a la voz ausente y disidente, censurada. Pero eso no es válido en ciencia, se llama auto-censura. 

Sin embargo, el momento más inexplicable llegó hacia el final de esta ponencia, cuando describieron el objetivo fundamental de su iniciativa, a saber, el promover “confianza en la ciencia, en quienes hacen ciencia, en sus instituciones, en las declaraciones.” La diapositiva que acompañó esa afirmación exhibía el recorte de un artículo, aparentemente de periodismo científico cuyo título era “Para aumentar los niveles de vacunación, invierta en la confianza.” La justificación de la premisa que ofrecieron fue que “tiene que haber un consenso” sobre la legitimidad o valor de la ciencia. De ese modo, dijeron, se contrarrestaría el impulso hacia la desinformación: “Muchas personas me decían, ‘¡Yo sigo a una persona en Instagram que es un genio!’.” Y concluyeron con tono categórico: “¡Pero no era un científico!” Este planteo me impresiona como curioso, incluso implausible, pues afirmar que “tiene que haber un consenso” en la ciencia, cuando tuvo lugar un desembarco masivo de una única voz, la del relato monopólico de la Ortodoxia Covid, que no fue desafiado ni cuestionado por nadie en el ámbito de la comunicación pública dominante. Al respecto, cabe citar el oportuno comentario del cardiólogo inglés Aseem Malhotra que usé como epígrafe de este ensayo: exigir la confianza en la ciencia “es la afirmación más anticientífica que jamás escuché.” En vez de buscar un sentimiento de confianza irrestricta en la ciencia, lo que de hecho ocurrió en pandemia, se debió plantear el ejercicio real  de la duda como parte clave del funcionamiento de toda ciencia, a saber, la discusión, el intercambio honesto y no censurado entre diversos caminos para llegar a la verdad, tras el impacto de algo no humano, de una permanencia externa, como describe Peirce el funcionamiento del método científico. 

Coda sobre el imaginario social dañado por los rigores político-sanitarios

Antes de cerrar mi ensayo, quiero acudir brevemente al pensamiento de uno de los mayores teóricos contemporáneos sobre la actividad de la imaginación en la sociedad, en cualquier latitud y tiempo. La obra del filósofo griego-francés C. Castoriadis (1922-1997) propone como tesis la centralidad de la imaginación  individual – “el imaginario radical” – para la permanente gestación del cambio del cual depende la salud institucional de toda sociedad que se piense democrática. Esa creación innovadora a nivel individual y social se encuentra en tensión con lo que cristalizan las instituciones a nivel simbólico – “el imaginario instituido” –  que tienden a la conservación incambiada de lo ya imaginado a través del tiempo:

El Imaginario es creación incesante y esencialmente indeterminada (social-histórica y psíquica) de figuras/formas/imágenes y sólo a partir de éstas puede tratarse de algo. Lo que llamamos ‘realidad’ y ‘racionalidad’ son obras de esta creación.” (Castoriadis, 1975, pp. 7-8)

El asiento de esta vis formandi en el ser humano singular es la imaginación radical, i.e., la dimensión determinante de su alma. El asiento de esta vis en tanto que Imaginario Social Instituyente es el colectivo anónimo (…) el campo socio-histórico.” (Castoriadis, 1997, p. 228) 

La noción de ‘imaginación radical’ del individuo es el equivalente teórico, en mi enfoque, a la acción de la iconicidad, de los signos más libres, de naturaleza formal, cualitativa, en el modelo semiótico peirceano, y por ende es la fuente de la innovación, del descubrimiento, en los seres humanos:

Pues una gran propiedad distintiva del ícono es que mediante la observación directa de éste otras verdades relativas a su objeto pueden ser descubiertas que aquellas que son suficientes para determinar su construcción.” (CP 2.279) 

El valor de un ícono consiste en exhibir los rasgos de un estado de cosas considerado como si fuera puramente imaginario.” (CP 4.448)

Lo que Castoriadis llamó las ‘significaciones imaginarias’ dan cuenta de la novedad, de la introducción de lo imprevisible, de la “auto-creación” en el mundo de la vida. Incluso, los signos más complejos, según Peirce, los que construyen la estabilidad y previsibilidad del mundo, los símbolos, poseen como función el ser el vehículo de los íconos: “Un significado consiste en las asociaciones de una palabra con imágenes, su poder de suscitar sueños (its dream exciting power)” (CP 4.56). El término ‘sueño’ en la semiótica triádica es empleado a menudo como sinónimo del ícono antes de que éste se materialice en una imagen concreta, por ejemplo. Sin ese elemento posibilista, nada nuevo ocurriría.  Así en la vida cotidiana como en la ciencia, la intangible imaginación desempeña un rol fundamental. Entre ese elemento aéreo y la estable generalidad simbólica, se ubica lo indicial, la materialidad de los signos con la que se concreta nuestra existencia, y que podemos interpretar de modo siempre falible. Así es el funcionamiento normal de las diferentes clases de signos.

A partir de la instauración autoritaria de la llamada ‘Nueva Normalidad’, bajo el pretexto de la crisis sanitaria, tuvo lugar la prevalencia tiránica y dominante del componente simbólico, del imaginario instituido (Castoriadis), sobre el imaginario radical, sobre la instancia creativa, libre del ser humano. Ese notorio desequilibrio afecta todas las provincias de la vida, tanto la cotidiana como la dedicada a desarrollar la ciencia. Todo lo callado por los investigadores que observé y escuché en ese registro audiovisual del Congreso interdisciplinario COVID 19, pandemia y pospandemia, es un indicio que revela la supresión de la irritación de la duda, del motor de la investigación. Lo que se eligió decir una y otra vez revela el imperio de lo que en francés recibe el nombre de “lengua de madera”, es decir, un lenguaje hueco, que dice lo que se supone se debe decir en cierta ocasión, sin espontaneidad alguna, y sobre todo, sin ser una respuesta auténtica al contexto real en el que se profiere esos signos. No afirmo en modo alguno que esos investigadores deberían haber manifestado su aprobación de lo que quienes colaboramos con nuestra escritura en eXtramuros pensamos. Pero discrepar no es lo mismo que pasar por alto, que ignorar por completo prácticas o hechos flagrantes como la cancelación del pensamiento disidente y estigmatizado sobre la pandemia, el alud imparable de información aterrorizante vertida por los medios sobre la pandemia  desde marzo de 2020, y tantos otros elementos de la realidad que fueron silenciados por estos investigadores. 

La esterilidad del discurso científico que observé en los trabajos de investigadores dedicados a estudiar la comunicación y la pandemia, el notorio predominio de lugares comunes, de una abundante y opaca jerga son el síntoma del debilitamiento de la iconicidad, es decir, de la imaginación que debe regir la búsqueda de la verdad. La acción de los signos o semiosis supone un delicado equilibrio entre la iconicidad, en la que se basa la imaginación, lo indicial, que corresponde al límite o resistencia que produce lo existente, y lo simbólico, que es la generalidad de la ley, de las convenciones. Todo lo que no se dijo, lo ruidosamente silenciado en las ponencias que escuché y de las que presenté arriba algunos fragmentos representativos, revela la restricción excesiva de la capacidad de auto-creación sin la cual la sociedad pierde su autonomía, así en la política como en la ciencia. 

A diferencia del período dictatorial en este país (1973-1985), cuando la censura era explícita, instituida e interpretada como el desolador ocaso de la democracia, el régimen nuevo(a)normal decretado por el gobierno en 2020, tiene un efecto siniestro, insidioso, porque se convirtió en un obstáculo insuperable para la búsqueda sistemática de la verdad. Se ha conseguido inmovilizar la imaginación científica, se la ha vuelto sumisa a un relato monopólico, y acostumbrada a la aniquilación del debate, y a la tolerancia cómplice de la censura o cancelación del pensamiento crítico. Le dejo la última palabra al teórico de la significación que fue Peirce, quien nos legó la “regla de la razón” que debe regir toda investigación, no importa en qué ámbito ésta ocurra:

(P)ara poder aprender, debes desear aprender, y al desearlo no estar satisfecho con aquello que ya estás inclinado a pensar, de (esta regla) se desprende un corolario que por si mismo merece estar inscrito en cada muro de la ciudad de la filosofía:

                   No obstruyas el camino de la investigación. (CP 1.135)

El cerrar los ojos y demás sentidos a la realidad pandémica y pos-pandémica – el supuesto objeto del congreso convocado por la mayor universidad del país – no altera en lo más mínimo la “permanencia externa”, la realidad que es “Obsistente” (CP 2.89), que siempre resiste e insiste en hacerse notar. El denodado esfuerzo de estos investigadores – que como tales tienen como deber ético preguntarse y dudar de todo – por apartar de la mente lo real no cambia un ápice el hecho de que la comunicación pandémica alteró y desfiguró el mundo de la vida como parte de la intensa campaña nuevo(a)anormal. A eso se entregaron sumisos y aún se entregan la Ciencia Oficial, la Política y la Máquina Mediática. 


Nota

1 Hay una versión censurada en YouTube (10.02.2023) – lo cual ya revela con elocuencia la política de cancelación de esta red social – se encuentra en https://www.youtube.com/watch?v=eH7 NGLQBWyI, para asistir al video completo del eminente cardiólogo inglés Dr. Aseem Malhotra, recomiendo usar Telegram o Rumble.

Referencias

Andacht, F. (2022). La censura silenciosa amordaza la Universidad pública uruguaya (Setiembre, 18). revista eXtramuros: https://extramurosrevista.com/la-censura-silenciosa-amordaza-la-universidad-publica-uruguaya/

Andacht, F. (2022). En pos del verosímil pandémico: más allá del muro (Agosto 01) revista eXtramuros: https://extramurosrevista.com/en-pos-del-verosimil-pandemico-mas-alla-del-muro/ 

Castoriadis, C. (1997). Fait et à faire. Les carrefours du labyrinthe 5. Paris: Seuil 

Castoriadis, C. (1975). L’ institution Imaginaire de la société. Paris: Seuil

Peirce, C.S. (1931-1958). The Collected Papers of C. S. Peirce. C. Hartshorne; P. Weiss, y A. Burks (eds.). Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press. (La obra de Peirce es citada del modo convencional: x.xxx remite al Volumen. Párrafo de los ocho volúmenes.