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El aprendizaje no es meramente “diferente”: es deficiente en el mejor de los casos y nulo en el peor. Se calcula que hay millones de niños sin conectividad y, por ende, sin acceso a ninguna clase de educación. Las autoridades, sin embargo, no parecen demasiado preocupadas; ello se debe, apunta secamente un amigo, a que el peronismo no es precisamente un adalid de la educación del pueblo.
Por Laura Chalar
Aprendizajes diferentes
Mi hija, en Buenos Aires, habla con su prima, en Montevideo. –Cata –oigo que le dice–, yo voy a ir a Uruguay y voy a ir a la escuela contigo. Decile al tío que me compre un uniforme igual al tuyo.
Siento un nudo en la garganta. La prima montevideana acaba de reanudar las clases presenciales; mi hija no va a la escuela desde marzo ni tiene miras de volver a ella en el futuro avizorable. Para el Ministro de Educación argentino, no se debe pensar en volver a clases hasta que se encuentre una vacuna, lo cual, según los expertos citados en los medios de prensa, demorará por lo menos un año. Mientras tanto, nos tranquiliza, “[n]o se pierde el año porque [los] aprendizajes se están llevando adelante. Es un dato objetivo […], hay aprendizajes, pero diferentes”.
Esto no es cierto. El aprendizaje no es meramente “diferente”: es deficiente en el mejor de los casos y nulo en el peor. Se calcula que hay millones de niños sin conectividad y, por ende, sin acceso a ninguna clase de educación. Las autoridades, sin embargo, no parecen demasiado preocupadas; ello se debe, apunta secamente un amigo, a que el peronismo no es precisamente un adalid de la educación del pueblo, sino que medra, por el contrario, en el ambiente de la ignorancia y el clientelismo. Las frases de rigor acerca de la agudización de la brecha económica y la falta de acceso de muchos niños a las herramientas informáticas que les permitirían sobrellevar mejor esta crisis son apenas fórmulas vacías, dado que quienes las pronuncian no ofrecen solución alguna.
Lo que tenga que durar
A fines de mayo, luego de cincuenta días de cuarentena (aún no sabemos lo que hoy, tres meses después y aún en virtual estado de sitio, conocemos: que nuestro aislamiento forzado alcanzará el dudoso honor de ser el más largo del mundo), el filósofo Nicolás José Isola escribe en el diario La Nación sobre la falta de empatía de los gobernantes ante la angustia y sufrimiento de la población. En conferencia de prensa, señala Isola, el presidente Fernández ha ninguneado este padecimiento, diciendo: “A mí me llama mucho la atención esta idea que transmiten muchos medios y muchos periodistas de la angustia de la cuarentena. ¿Es angustiante salvarse? Angustiante es enfermarse, no salvarse”. Isola cita también otras palabras del presidente: “¿Qué me importa cuánto dure la cuarentena? Va a durar lo que tenga que durar”.
Para el autor del artículo, “[s]ubestimar la angustia ajena es un buen indicador del nivel de empatía y humanidad. […] Si la respuesta de la población hasta ahora fue bastante responsable, no era difícil darle una palmada en el hombro a ese cansancio. […] Hay que hacer silencio para escuchar a los niños angustiados por no poder correr, a los adultos sin perspectivas de futuro y a las pymes que quiebran, dejando hambre para la cena y miedo para el postre”.
Esta falta de empatía, y la negativa a calibrar cualquier otra variable que no sea las cifras de contagiados y muertos –incomprobables, por cierto, para el ciudadano común, descreído con razón de las cifras oficiales respecto de cualquier área–, se perpetúan y profundizan. Cien días después, la imagen del presidente de Argentina, el gobernador de la Provincia de Buenos Aires y el gobernador de la Ciudad de Buenos Aires en conferencia de prensa, con los barbijos negros ocultándoles media cara, parece el póster promocional de una película distópica. El mensaje, que la población aguarda en vilo, también lo será.
Heraldos negros.
La marcha y los vasos
Circula por Facebook una pulla o befa a quienes se oponen al gobierno y a su apasionado romance con el aislamiento; aquellas personas a quienes se llama despectivamente “anticuarentena” o “negacionistas”, lo cual equivale a deslegitimar su reclamo sin ingresar siquiera en su análisis.
Junto al dibujo de una mujer con expresión angustiada, se dice que los síntomas del “gorilaje” son (entre otros) la “falta de libertad de expresión” (presumiblemente se refiere a la percepción de dicha falta), el “terraplanismo agudo”, la “dificultad de elaborar un reclamo coherente”, la “migración de sus referentes a Punta del Este”, la “falta de vasos de Starbucks” y la “dificultad para digerir la paliza de 2019”.
Difícilmente pueda encontrarse un mejor ejemplo de autoritarismo que esta mezcla de problemas risibles con uno de los más inquietantes que pueden darse en un país que se dice democrático. No hablemos siquiera del tono ramplón y revanchista que permea todo el “chiste”. Vayamos a lo más elemental: si un compatriota o conciudadano siente que sus derechos de raigambre constitucional están siendo coartados, eso debería preocuparme, sin importar cuál sea su afiliación política.
El 17 de agosto, día en que los argentinos conmemoran el “pase a la inmortalidad” –denominación oficial del feriado– del general San Martín, hay manifestaciones masivas en varios lugares del país. El presidente responde a las marchas, pacíficas y desprovistas de emblemas partidarios, con la frase “No nos van a doblegar”. Como si esto fuera una lucha de voluntades, una pulseada o un match de boxeo, que se gana por aguante, tozudez y devolver piñas más fuertes que las que se reciben.
Las caras detenidas
Mi hija ya no quiere más clases a través de la plataforma Zoom. Harta de las conexiones defectuosas, de la confusión, de la imagen que se congela en una mueca incomprensible, de la presencia de todos y de nadie (¿qué clase de amigos o de maestras pueden ser esos cuadrados diminutos que proliferan en la pantalla?), se niega a participar. Ni siquiera la ocasión en que le toca ser la “estrella del día” –hablará de su familia paterna; hemos armado un pequeño archivo de fotografías victorianas, señores de barba y damas encorsetadas, e información sobre las vidas de estos antepasados– la motiva demasiado. Cuando la madre de algún cumpleañero organiza un Zoom para “festejar”, se suma un ratito, a desgano, y a los pocos minutos pide permiso para salir de la reunión.
A la edad de siete años, cinco meses lejos de los amigos es mucho. Los rostros se desdibujan, códigos comunes caen en desuso, rutinas de la amistad se pierden. Estos niños, a diferencia de los de generaciones anteriores, no tienen el hábito ni la costumbre de hablar por teléfono, de generar un diálogo a distancia y enriquecerlo con el ida y vuelta de las ideas, como lo hacíamos nosotros sentados en un sillón del living, junto a la sempiterna mesita de las guías telefónicas. Sólo conocen la inmediatez; pero esta inmediatez no presencial, sin la apoyatura de una larga amistad, de años de trato y contacto, confunde y frustra: las conversaciones, invariablemente, languidecen.
Conectarla a las clases cuesta un Perú. Un Perú marcado de peleas, rezongos y frustración. Finalmente lo logro. Ahí está, enfurruñada frente a mi celular, desde el cual la maestra intenta despertar –como sea, como se pueda, de a puchitos– el interés de veinticinco niños ahítos de tele, de tablet, de concesiones forzadas y comida a deshora. Niños que hace medio año que no madrugan, no potrean en el patio del colegio ni ven a sus padres salir a trabajar, al cine, a comer, o hacer otra cosa que andar con la cara gris, sumidos en sus propias pantallas.
Solange
En Córdoba, Solange Musse, de treinta y seis años, está muriendo de cáncer. El sábado 15 de agosto Pablo, su padre, emprende el camino desde Neuquén, donde reside, para estar junto a ella en su agonía. Lo acompaña una tía de Solange que padece discapacidad motriz. Llevan recorridos más de mil kilómetros, más de diez horas de viaje, cuando un control policial y sanitario les impide el ingreso a la provincia de Córdoba por no haberse realizado previamente un hisopado que dé fe de su estado de salud (Pablo explicará posteriormente que no había podido realizárselo por el costo, ya que está desempleado; uno imagina el dolor adicional que esta circunstancia desgraciada, evaluada en retrospectiva, debe estar causándole).
No hay súplica ni argumento que conmueva a las autoridades. Se les realizan dos tests serológicos; según la posterior versión oficial, estos “tests rápidos” obedecen a la voluntad de contemplar la especial situación de Pablo, pero, como ambos dan positivo, se le prohíbe continuar; para el hombre, los resultados son “dudosos”. De cualquier modo, padre y tía son obligados a regresar por donde vinieron, escoltados –para más seguridad– por ocho móviles policiales diferentes a lo largo de las distintas provincias que atraviesan. Los mismos mil y pico de kilómetros, pero en dirección contraria. No les permiten, dirá Pablo después, detenerse a comer ni a descansar; tampoco utilizar los baños de las estaciones de servicio, por lo que deben hacer sus necesidades al costado de la ruta. El lunes 17, ya de vuelta en Neuquén, Pablo consigue ayuda económica para realizarse el hisopado, que le da negativo. Mientras espera el nuevo permiso de circulación, se entera de la muerte de su hija, acaecida en la mañana del viernes 21.
Solange abandona este mundo sin haber podido abrazar a su padre y a su tía, como era su deseo y el de ellos. Unos días antes había escrito una carta que se viralizó. “Lo que han hecho con mi padre y mi tía es inhumano, humillante y muy doloroso”, decía. Y en mayúsculas: “QUIERO ESTAR CON MI FAMILIA Y QUE NO SEAN MALTRATADOS POR NADIE”. Al día siguiente de su muerte, un juez acoge la acción de amparo promovida por la familia y permite al padre y a la tía de Solange trasladarse desde Neuquén para asistir al entierro.
El desborde del sistema
Las estrategias se agotan. El pico de contagios iba a ser en abril. Iba a ser en mayo. El pico venía en junio. Se dispararía en julio. Explotaba en agosto.
Que los cumplas feliz
Por primera vez desde quién sabe cuándo, paso mi cumpleaños lejos de mi familia de origen. Mi hija, cuya ternura y sabiduría nunca dejan de sorprenderme, le ha pedido a mi madre, a mis tíos y a mi hermano que me manden videos con saludos. Miro los rostros en el rectángulo del celular, escucho sus voces, observo los fondos borrosos de las habitaciones donde transcurren sus vidas. El living de mi madre, donde, en lo que ya parece otra vida, me paraba junto al ventanal para mirar la calle aceitada de lluvia o dibujar sobre el vidrio empañado; donde leía en amigable silencio, las piernas recogidas sobre el sofá, mientras ella claudicaba en sus intentos de interesarme por alguna serie policial escandinava. ¿Nos acostumbraremos a que estar en familia sea esto, el WhatsApp, el Zoom? Pienso también en mi trabajo: en la pequeña oficina donde mi título luce en la pared, los libros de mi padre se alinean en la biblioteca y se oye de a ratos una carcajada de mi jefe, que tiene la mejor risa del mundo. Pienso en los amigos cuyas vidas, a diferencia de la mía, han vuelto a sus cauces. Y, una vez más, en mi madre. En el tiempo de los viejos, que no es como el nuestro. Hoy hace tres, hace cuatro, hace cinco meses que no la veo.
Trascender
Ninguna época como ésta para viralizar consignas, y las últimas palabras de Solange tienen la fuerza y el pathos necesarios para convertirse en una. Ocurre muy rápido. Ni siquiera le han dado sepultura todavía cuando su lamento y su indignación comienzan a circular por las redes, compartidos, repetidos, retweeteados, copiados y pegados ad infinitum. Así como es pronto para calibrar las pérdidas de toda índole que dejará la pandemia, las cicatrices y secuelas de infortunios gratuitamente agravados por un gobierno inepto y autoritario, también es demasiado temprano para saber si esta inmortalidad express de Solange será tan efímera como la obtenida por tantas otras peripecias de “gente común” o perdurará de alguna forma, en alas de la energía final de una mujer herida en su último trance.
En estos días he estado pensando, inevitablemente, en Alexis de Tocqueville, el jurista e historiador francés cuyas reflexiones están en la base del pensamiento político moderno. Dice Tocqueville que “es sobre todo en los tiempos democráticos en los que vivimos que los verdaderos amigos de la libertad y de la grandeza humana deben estar incesantemente alertas y listos a impedir que el poder social sacrifique en lo más mínimo los derechos particulares de algunos individuos para la ejecución general de sus designios”.
La frase es, además de bella, relevante ante la actual realidad. Y, sin embargo, en esta tarde de domingo, bajo el sol de un invierno pusilánime, en el ciento cincuentésimo día de una cuarentena tan absurda como perversa, las palabras que resuenan en mi mente no son las del pensador decimonónico sino las de Solange. Enferma terminal, conectada a un respirador, sabiendo que su padre desandaba el camino que, brevemente, lo había acercado a ella.
Palabras a las que deseo un largo aliento, mayor al que concede esta cultura de lo transitorio en que estamos inmersos, y en la que a la sobreinformación permanente se contrapone la fugacidad de todo lo que nos indigna, exacerba o emociona.
Palabras que trascienden, de alguna manera, la imperdonable ofensa infligida a la mujer que las escribió.
Hasta mi último suspiro tengo mis derechos.