ENSAYO
Por Diego Andrés Díaz
La crisis global desatada a partir de la Pandemia ha disparado una inconmensurable cantidad de teorías -oficialistas, oficiosas, posibles, conspirativas, deseables, complejas o simples, fundadas o delirantes, la lista sería interminable- sobre quienes han sido los mayores beneficiados y perjudicados en este proceso que ya lleva casi dos años como experiencia internacional. Desde elites encerradas en una oficina haciendo de titiriteros únicos y super poderosos a una simple crisis sanitaria, el espectro de explicaciones es tan variado y contradictorio entre sí que parece enturbiar aún más las aguas y no permite ningún tipo de claridad. No obstante, existen sí sectores políticos e ideológicos que parecen encontrar en esta crisis su campo de expansión, su “momento histórico” o su ambiente ideal de regocijo y promoción.
Uno de estos sectores podría denominarse como los “neomalthusianos”. Esta corriente ideológica nacida en el siglo XIX pone el foco de los problemas sociales la tendencia a la sobrepoblación, porque la población crece en proporción geométrica, a diferencia de los recursos que crecen de forma aritmética. Estas teorías tuvieron enorme preponderancia en los economistas clásicos -John Stuart Mill y David Ricardo se convirtieron al Malthusianismo- pero no superaron el análisis de un economista olvidado, Nassau William Senior, que derrumbó las teorías Malthusianas al cuestionar el modelo de crecimiento poblacional proyectado y la productividad agrícola. Senior vaticinó los dos procesos que sucederían indefectiblemente -control de la natalidad fruto de la prosperidad, aumento de la productividad agrícola- y demostró que los vaticinios de Malthus estaban absolutamente equivocados.
Como ha sucedido en incontables ocasiones, una teoría económica desacertada que realiza predicciones infundadas a partir de premisas falsas engendra una corriente ideológica poderosa y popular que se abre camino en las sociedades y logra respetabilidad, poder y adeptos. Los nemalthusianos han logrado hacer pie en la costa de la opinión pública a partir de sus presagios apocalípticos y sus propuestas de control poblacional. Dependiendo la época, han pasado de promover diferentes métodos eugenésicos y antinatalistas, dependiendo las ideas fuerza de cada coyuntura histórica. En esta época, por ejemplo, el avance tecnológico y el ecologismo suelen ser dos de las excusas más típicas para promover sus teorías anticientíficas.
Las teorías neomathusianas suelen adornar de forma clara o subyacente buena parte de las “agendas” futuristas de moda, ubicables en figuras globales como Klaus Schwab del “Foro Económico Mundial” o Bill Gates. La retórica no parece relacionarse con planes más o menos concretos -más allá de reivindicar políticas específicas de desestimulo de la natalidad, “hijo único, o “espacio ecológico”- pero subyacen frente a los planes económicos y productivos que plantean como agendas “inevitables”. Así, son uno de los grupos que viven con cierto entusiasmo la tragedia pandémica. Estos neomalthusianos, filántropos del despoblamiento, agoreros del fin del planeta, adoradores de la misantropía, insisten con la obsesión de bajar la cantidad de población de forma drástica a nivel mundial, partiendo de premisas apocalípticas, y, finalmente, promoviendo todo lo que huela a muerte y miedo. Buena época para ellos.
Los futuristas y su alianza con el progresismo de control
Ya me he referido como los globalistas y demás sectores ideológicos promotores del centralismo político se encuentran en una especie de “momento estelar” con la crisis sanitaria. Históricamente, toda crisis vital -guerras y pandemias preferentemente- empuja a la población a los dulces brazos del poder centralizado, que crece en tres dimensiones: jurisdiccionalidad (más amplios territorios), mayor población (más gente bajo su poder) y más ámbitos de la vida a dirigir. También me he referido en varios artículos sobre algunas aristas ideológicas de estos grupos, y como convergen de forma entusiasta los sectores neocalvinistas, pietistas, y progresistas, los eternos burócratas globales -que nadie eligió- de sonrisa amplia y discurso “one World”, que consideran que tienen una especie de designio universal cósmico y mesiánico de llevar a todas las personas del mundo sus “valores superiores”, y obligarlas a la fuerza a vivir en la “virtud”, a través de una especie de gran hermano/gobierno global. En definitiva, quieren salvarte de vos mismo, y que finalmente aprendas a ser ecofriendly, socialdemócrata, biodegradable, y global, como corresponde, aunque sea necesario hacerlo a piñazos.
Teniendo en cuenta esto, es interesante como han proliferado nuevamente los proyectos futuristas donde se nos proyecta una imagen pormenorizada de lo que seremos. Estas puestas en escena futuristas hablan mas de lo que esconden del presente de lo que desean del mañana para nosotros: buena parte de estas agendas son proyectos actuales que están ocurriendo frente a nuestros ojos, en este momento: aumento de la emisión monetaria, de la presión fiscal y exigencia de “rentas básicas”, agudización de la censura y el control de los ciudadanos para “protegernos” de la pandemia, de los “conspiracionistas”, del odio, del capitalismo de libre mercado y su “desiguladad”, del racismo, del machismo y de cuanta “mala conciencia” nos arrastre a pensar de forma “incorrecta”, propuestas de gobiernos globales que encarecerán mediante la coartada ecológica o igualitarista la vida de la gente común, campañas contra las monedas no manipulables por los gobiernos, propaganda constante sobre las bondades de los sistemas de control -pases verdes, salvoconductos de todo tipo- al mejor estilo del despotismo chino y sus “créditos sociales”.
Uno de los subproductos del progresismo como religión secular es la aparición de lo que se conoce como “agendas” -políticas, económicas y sociales- donde algún tipo de agencia, organización o líder social nos transmite su relato futurista sobre lo que seremos y debemos ser en el futuro. No necesitamos imaginar el futuro que nos tienen prefabricado, porque te están hablando de su proyecto en el presente.
No es una casualidad que sean los organismos del centralismo político como la ONU con su “agenda 2030”, o la reciente monserga progresista del gobierno español con su “agenda 2050”, los propagandistas evidentes de este tipo de propuestas globales o nacionales. No es necesario un análisis especialmente pormenorizado para comprender que la lista de estas ideas gira entorno a la dependencia creciente de los ciudadanos de los estados, organismos internacionales, o burocracias distributivas, donde se adornan con cursilería pseudo ecológica, catastrofismo y discurso políticamente correcto, el anhelo que seamos borregos sin libertad, sin propiedad, viviendo de una renta básica, consumiendo lo que las empresas de sus entusiastas y filántropos promotores impongan.
Estos planes a futuro de los progresistas se manifiestan en el campo de la ciencia ficción de masas: imaginemos que este tipo de proyección en 1990 nos mostraría en sus planes el perfeccionar el fax, o a fines del siglo XIX las velas de cebo como forma de iluminación. Los ingenieros sociales piensan “dentro de la caja” y creen formular el mundo del futuro a partir de sus esquemas, por eso odian la libertad. Los caminos por los que transitará la sociedad en libertad son indescifrables a futuro. El progresista cree que sabe cuáles son esos caminos -por eso se considera un “vanguardista”- y quiere imponer coactivamente leyes y fines para que todos caminemos “directo al progreso eterno” bajo su supuesta receta infalible.
Los “saltos hacia adelante” son siempre las propuestas que realizan lo que Arnold Toynbee denominaba futuristas. Una de las características de las “agendas” es que resumen de manera formidable los ribetes más evidentes de la filosofía progresista en su manifestación futurista: frente a la impotencia de un presente lleno de incertidumbre, miedo y desasosiego; el futurista proyecta su fuerza creativa a un paraíso -en este caso terrenal- donde se manifestaría finalmente la creación de un nuevo tipo de humanidad. Lo interesante de buena parte de estas propuestas gira en torno a unir esta “tierra prometida” futurista, no con la clásica promesa material de superproducción y abundancia, sino que estos planes son en el plano de la conciencia: “no tendrás nada y serás feliz”, es decir, te adoctrinarán en qué es ser feliz.
El futurismo se ha manifestado siempre en sociedades que enfrentan a circunstancias de desasosiego e incertidumbre, donde existe un verdadero reverso de los pilares sociales -incluso civilizatorias- donde descansa el presente, y esa turbulencia en la base de las concepciones cosmogónicas deriva en una transferencia temporal del “cisma en el alma”, hacia el futuro. Proyecta un camino de mansedumbre, ya que se manifiesta como la imposibilidad de persistir en la autodeterminación en el aquí y ahora, transfiriendo ese acto en la llegada de una época dorada en el futuro. El futurismo es una de las formas típicas de búsqueda de autotrascendencia cuando el salto al pasado, al “volver a un estadio anterior dorado”, es imposible porque todo lo que hace al arcaísmo un lugar deseable como salto al pasado, esta desaparecido irremediablemente.
Por esto último, es que el progresismo y el futurismo como evasión del “aquí y ahora” encuentran caminos a recorrer juntos. Como “concepción del tiempo”, el progresismo se viste con ropas ajenas -el desarrollo exitoso de la técnica y el progreso de esta- para hacer del mismo uno de los conceptos fetiche mas exitosos de la política moderna en occidente. La celebre frase “progresista es a progreso lo que carterista es a cartera” parece condensar sucintamente la trampa detrás del concepto:
El progresismo no es la admiración al progreso de una sociedad, sino la inclinación a querer dirigir el progreso de la misma, interviniendo en ésta de manera activa hacia un futuro imaginado.
A partir de la crisis de la pandemia, uno de los síntomas más potentes de esta alianza entre el progresismo y el futurismo es el humor predominante en occidente donde parece posarse encima de la cabeza de la sociedad una nube negra de determinismo inevitable sobre su “caída y reforma” en clave de refundación, de tono igualitarista como todo subproducto de las crisis de autodeterminación, donde se invoca un necesario “aristocidio” previo que, en nombre de buenas o malas intenciones, barre con todos los factores desde donde la cultura suele pisar para subir escalones.
Ese malestar suele transformarse en “signo de los tiempos” y manifestarse como otro capítulo de los nefastos determinismos, que están detrás de los proyectos refundacionales, el renovado asambleísmo constitucional, los “reseteos”, o las anteriormente citadas “agendas”. La oposición a esta ola no logra verbalizar orgánicamente su rechazo y malestar, y se suele atragantar al no lograr explicar ni de forma simple ni profunda, eso que siente que encarna todo este progresismo cancelador y estatizante, sin caer en la trampa de la “vulgata revolucionaria”, y sonar frente a la opinión pública como clasismo, supremacismo, anti-ecologismo o cualquier otro “ismo” de falsa calificación, pero efectivo en su afán excluyente del debate público.
Irónicamente, el eterno afán refundacional del progresista, en lugar de hacernos progresar, al cancelar gran parte de la experiencia previa nos hace volver a la infancia eterna de las instituciones humanas y revive como un Frankenstein decadente, viejas mentiras, viejos errores, viejos conflictos. “No tendrás nada y serás feliz”, propone uno de los eslóganes más conocidos de la alianza progresista-futurista. Como todo eslogan, es la coartada de los ingenieros sociales globales para jugar a ser dioses, como es su histórico anhelo desde que transformaron sus supersticiones en un proyecto de religión materialista moderna. Como nos recuerda Nicolás Gómez Dávila, “cuando se deje de luchar por la posesión de la propiedad privada se luchará por el usufructo de la propiedad colectiva”.
Ante este panorama desalentador, también puede advertirse que la solidez del proyecto progresista y futurista de los centralistas políticos parece aumentar sus grietas. La propaganda como técnica -en este caso, el modelo de promoción globalizado de un único relato de la pandemia- no necesariamente manifiesta su victoria cuando el contorno donde es aplicado -en este caso las sociedades- está bajo su embrujo más poderoso, sino más bien lo contrario: no es el primer caso donde una técnica desarrollada -la propaganda- y su capacidad de predominio son la demostración de debilidad de sus usufructuarios a nivel social. El dominio a través de la técnica de un cuerpo social es una manifestación de debilidad, más que de vitalidad.
La crisis interna de los compañeros de ruta del progresismo
Dentro de las variopintas y contradictorias fuerzas del progresismo, uno de los entusiastas compañeros de ruta de los discursos y políticas de la pandemia es la izquierda ortodoxa occidental. En sus variadas manifestaciones, en general han promovido de forma clara gran parte del modelo promocionado, ya que ven allí buena parte de sus históricas reivindicaciones: mayor centralismo político a partir de prestigiar el rol del Estado y de su intervención económica, la oportunidad de promover diferentes versiones de igualitarismo, la habilitación de mecanismos de rentas básicas universales propiciadas por su entusiasmo inaudito frente a las cuarentenas. El cuarentenismo militante de las izquierdas políticas suele estar decorado de un discurso de preocupación social, aunque es evidente que se conjuga en esta propuesta política el deseo de ver al Estado avanzar sobre la sociedad civil.
Desde la reivindicación del “Keynesiansimo”, anhelar el derrumbe de Occidente, hasta ver en la crisis actual una nueva versión de su consecuente profecía de que estamos frente a la “crisis final del Capitalismo”, las distintas izquierdas políticas se han ido alineando a las propuestas de control social como mecanismo de brindar “seguridad”, incluyendo en estas propuestas un constante discurso de desprecio y relativización de la libertad como valor fundamental de las sociedades occidentales, intentando ensuciarlo con otros conceptos notoriamente menos prestigiosos como “egoísmo” o “desigualdad”. Esta estrategia no es en absoluto nueva, pero evidentemente en la coyuntura actual su alianza a las propuestas globalistas de los que eran anteriormente los dueños del mundo según su vieja “vulgata revolucionaria”, ha superado la inicial y obvia incomodidad. Se los ha visto reivindicar los discursos de la burocracia globalista del FMI por su reclamo de “mayor gasto público”. Ver para creer. Los que mejor se han acomodado a la narrativa pandémica oficial son los colectivistas posmodernos, viudas de Marx y representantes chavistas locales, que quieren hacer de cada uno de nosotros un esclavo del estado, dependiente de una renta básica, llorón y débil, que crea que solo por existir los demás están obligados a darte cosas e incluso decirte como debes pensar, sentir, amar, vivir, en definitiva.
A diferencia de estos sectores, también ha surgido un numeroso grupo que siempre ha reivindicado una sensibilidad e identidad de izquierdas pero que no acepta el paquete ortodoxo de la crisis del Coronavirus tan fácilmente. Estos sectores sociales han hecho culto a la histórica desconfianza frente a los relatos del status quo, y reivindican desde una mirada más crítica frente al “consenso Covid” a enfrentarlo de forma absoluta, lisa y llana.
Las contradicciones en sus posiciones se instalan cuando recorren las estaciones más significativas de su “vulgata revolucionaria”. Evidentemente, la crisis del coronavirus manifiesta un ataque al soberanismo político, y allí encuentran un valioso y sincero clivaje para rechazar de plano el modelo globalista detrás de la crisis pandémica. Pero si la reivindicación de la soberanía celebra uno de sus más caros valores históricos, otros aspectos del discurso pandemista cuestionan buena parte de su “vulgata” y les genera un notorio malestar. En general apelan a evitar los aspectos incomodos (el carácter estatista, igualitarista y homogeneizante del proyecto globalista) buscando en esta crisis “viejos enemigos” escondidos, como ser “el sistema financiero global” -cuando éste es una de las actividades mas intervenidas de la economía y representan verdaderas gubermentalidades, formando parte del “Estado Ampliado” ya mencionado anteriormente en otro artículo– o las grandes empresas. Sus contradicciones están aún en ebullición, y representan uno de los más interesantes cambios políticos e ideológicos que trajo la crisis sanitaria.
Este malestar ha propiciado un ambiente de desorientación política e ideológica importante. Esta sensación se traduce en la creciente idea que las izquierdas y derechas ya no representan conceptos validos para interpretar la realidad. Más allá de este otro debate y su relativa importancia, me interesa señalar un aspecto sumamente positivo y otro negativo que, a mi entender, se dan en este proceso: el positivo estriba en la reivindicación de estos sectores de la defensa de las libertades individuales y de la libertad como valor político supremo, recreando una mirada más honesta de la mejor cara del liberalismo como defensa del individuo frente al poder del estado y su tendencia a crear poblaciones dependientes y sumisas.
El que considero negativo, se manifiesta en su eterna tensión jacobina, que suele terminar en el callejón sin salida del mesianismo, de la “superioridad moral de la causa”, de la representatividad absoluta de cuerpos sin existencia ontológica real (“pueblo”). No hay sociedad que resista un proceso creciente de Jacobinismo -que no deja de ser un futurismo-, donde se suelen instalar los “salvadores de la humanidad”, los reyes del asambleísmo, los “Robespierre del micrófono”, a quienes deberemos rendir pleitesía y honrar su síndrome de superhéroe de Marvel no superado.
Una (nueva) crisis del modelo político neoconservador.
Merecería un ensayo particular referirnos a un nuevo capítulo de la debacle del modelo de acción política de los llamados “neoconservadores”. La Pandemia ha barrido como en cada ocasión que se manifiesta una crisis, su eterno apego a las estructuras de los Estados u organismos internacionales para llevar adelante su proyecto político. En este caso, su problema no es tanto el modelo pandémico sino la cultura dominante a nivel civilizatorio. Solo hare una mínima reflexión a este punto.
Los neoconservadores han apostado a usar al Estado como vehículo de la “virtud” de sus formas morales y encontraron en su brazo coactivo y obligatorio un medio para mantener buena parte de sus valores e ideas en sociedades cambiantes como las modernas. Las instituciones, agencias y leyes que crearon para mantener las costumbres y tradiciones “desde arriba”, es decir, desde el Estado, representaron una “técnica cultural” efectiva en el plazo inmediato, pero suicida en el mediano. Las mismas instituciones y leyes que crearon para mantener las formas culturales conservadoras fueron utilizadas para desbaratarlas, demonizarlas e incluso perseguirlas, cuando la herramienta cayó en otras manos ideológicas fruto de los cambios políticos. Su adoración de una técnica de acción política efímera (uso del Estado para promover cultura dominante) simplemente se le dio vuelta. Afilaron el filo que los degollaría, cuando el cuchillo cayera en otras manos.