LUMPENSAYO

Por Felipe Villamayor

Ayer de noche, tecleando y tecleando y tecleando en busca de la palabra exacta, entendí cuál es el problema del Uruguay actual.

Nadie lee nada.

Pero posta: nadie lee nada. Sin ánimos de caer en el viejo cliché del típico profesor ortiva de literatura incapaz de contagiar a sus alumnos el entusiasmo por la lectura, me pongo a patear las librerías de viejo de la calle Tristán Narvaja. Mi propósito es averiguar si, efectivamente, como vengo sospechando desde hace un buen tiempo, ha habido un cambio significativo en los hábitos culturales del montevideano medio.

Luego de consultar a varios libreros de la zona, ratifico mis sospechas: «la gente cada vez lee menos y cada vez lee peor», coinciden todos; yo mismo podría haber corroborado dicho diagnóstico, puesto que trabajé en ese supermercado de libros también conocido con el nombre de Bookshop, y entonces he podido verificar de primera mano tan pesimista juicio. Allí recuerdo que se vendía muy poca literatura de autor, y sí mucha basura folletinesca del estilo Wattpad o recetarios de autoayuda. Peor: incluso la gente que trabajaba allí –mis colegas vendedoras; aclaro que uso el femenino porque en su mayoría eran mujeres– admitía sin tapujo ninguno no disfrutar en absoluto del hábito de la lectura; el cual, palabras más, palabras menos, les parecía una pérdida de tiempo.
Lo que aún no logro sacar en limpio es si esto se trata de algo meramente coyuntural –varios de los libreros a los que consulté afirman que es un fenómeno estrechamente vinculado a la pandemia–, o algo que se viene gestando desde hace tiempo. Sin ir más lejos, me acuerdo que cuando iba a la facultad –hace cinco o seis años– yo era el único pibe raro al que dos por tres se lo podía ver con un libro en las manos.

De hecho, tengo patente el recuerdo de una compañera que, en primer año, luego de verme sentado en uno de los bancos del pasillo ojeando la novela “El túnel” del escritor argentino Ernesto Sábato, me preguntó muy extrañada «¿Qué hacés leyendo eso?».
Esta compañera –llamémosla Leticia, pues ése es su nombre real– era una persona de temperamento más bien práctico, y no podía concebir el hecho de que alguien leyera simplemente por placer (incluso le llegó a parecer hasta un despropósito risible, y así me lo hizo saber). Ahora, cabría preguntarse qué hacía esta chiquilina entonces en un ámbito universitario, un ámbito que por lo general uno tiende a asociar al mundo de la lectura y del aprendizaje; y también, qué ocurre cuando gente así empieza a cundir en dichos espacios.

Para ser franco, sospecho que nada bueno. Y si no fíjense, ¡Las pruebas están a la vista!: El pésimo nivel de la mayoría de egresados del IPA, por poner un ejemplo (que conste que no hablo de la FIC o de la FHCE, pues se sobreentiende que la lectura no es un hábito que se practique demasiado por esos rumbos).

Ahora mismo me acuerdo de una compañera de trabajo en Bookshop. Se llamaba Rocío. Era una flaca de muy mal carácter y de trato más bien despectivo con los clientes. La mina estudiaba para ser profesora de historia –hasta donde sé aún lo sigue haciendo; le quedan un par de prácticas, creo–, sin embargo carecía casi POR COMPLETO de conocimientos históricos previos al periodo de entrada a la dictadura. Lo peor es cuando uno trataba de hablar con ella sobre literatura. ¡La flaca no leía nada, excepto libros de Gerardo Caetano!

De Jorge Luis Borges –sin lugar a dudas uno de los tres mejores literatos del siglo pasado– decía que era un viejo facho, y que su lectura era peligrosa, en tanto que contenía ideas y posturas según ella “elitistas y antidemocráticas”. De Vargas Llosa mejor ni les cuento. Directamente afirmaba que era fascista y neoliberal y que si te gustaba su prosa eras una mierda de persona (!). Todo esto, como se imaginarán, era para mí obviamente muy fácil de refutar, sin embargo, cuando lo hacía Rocío tendía a exasperarse mucho y a levantar su estentóreo tono de voz.

Temblaban las paredes del local. Pues a Rocío no le gustaba que le llevaran la contra. Oh, no. Desde sus tiempos de estudiante en el IAVA estaba acostumbrada a que le dijeran a todo que sí. Su artista favorita era Lali Espósito, y defendía a muerte que Carolina Cosse la trajera a tocar gratis a Montevideo. De hecho, el día que vino fue una de las pocas personas que fue a verla. Por lo que me contó ella “se gozó toda”.

Dije que el problema principal de los uruguayos es la falta de lectura, no obstante, ahora que lo pienso esto no es cierto, pues, seamos sinceros, leer no es un hábito indispensable para el quehacer diario. Todo lo contrario. Durante miles y miles de años (once mil novecientos para ser exactos) la gente ha sido analfabeta y aun así ha logrado grandes cosas. Me retracto entonces.

El problema es lo que ocurre cuando nuestra clase dirigente actual se jacta abiertamente de no hacerlo; el problema es lo que ocurre cuando los periodistas y retóricos de turno hacen gala de dicha ignorancia como si se tratase de un motivo de orgullo. Pues, les guste o no, en el caso de ellos ocupan una posición de prestigio social, ¡Es su deber por lo tanto cultivar a su interna el mayor espectro de ideas posibles –incluso si no suscriben a ellas, incluso si se sienten asqueados por ellas– intentar vivir por fuera de su zona de confort, y apuntar siempre, SIEMPRE a lo más alto!

Y pienso en esto hoy más que nunca ahora que oigo a los jóvenes del IAVA protestar a golpe de bombo, con ímpetu barrabravesco, acerca de un supuesto atropello a sus libertades (según Camila Menchaca, profesora de historia, chupóptera pública, al parecer estamos a esto de vivir un golpe de estado militar), pues tengo entendido que uno de los beneficios de la lectura es una “ampliación del vocabulario, además de una mayor capacidad a la hora de articular y reflexionar en torno a conceptos complejos y de orden abstracto”.

Ninguna de estas virtudes parecen estar presentes, sin embargo, en los reclamos de “les estudiantes del IAVA”. Su comprensión de la actualidad política es pueril y maniquea, funciona a golpes de consignas, consignas que por otro lado no tienen NADA de transgresoras, y que son el requeche de reclamos que a lo sumo hace cuatro décadas tenían algún asomo de relevancia, pero hasta ahí nomás…

La sola idea de que el mandato de Luis Lacalle Pou –¡Por lejos el presidente más tibio que tuvo el Uruguay en lo que va de su historia!– representa para ellos una suerte de amenaza para la democracia es ridícula (aunque en realidad lo es, pero no por los motivos que ellos creen).

Aunque, por otro lado, no es de extrañar que se sientan así. Estos pibes, después de todo, son jóvenes. Desconocen el pasado. No tienen mucha idea del presente, y aquellos que sí deberían brindarles las herramientas necesarias para poder asimilar y comprender dichos fenómenos, parecen estar interesados más bien en festejar y promover su vandalismo y lumpenaje.

Creo que acabo de descubrir el segundo problema del Uruguay actual. El primero es que nadie lee nada. El segundo es que ya no hay autoridad ninguna (la misma palabra parece encerrar una connotación negativa); la crisis del mundo actual se explica en parte por eso: en el torpe afán de querer agradar a sus hijos (o en este caso alumnos) a como dé lugar, los adultos han renunciado a su viejo cetro de autoridad, ya no cumplen el rol que antes se les había asignado, y por lo tanto ahora los locos están a cargo del manicomio.

No sé ustedes, pero a mí estos chiquilines me dan una pena enorme.

(Foto tomada del perfil de Facebook del gremio estudiantil del IAVA)