In memoriam Amir Hamed (11/V/1962 – 20/XI/2017)

ENSAYO

Por Alma Bolón

1)

Leonardo de León y Fabián Muniz son escritores y profesores de Literatura, según una combinación antaño inaugurada por Mallarmé y que, como en este poeta, se enriquece con un instruido y persistente interés por el lenguaje. En este punto se encuentran y pueden dialogar con Santiago Cardozo, también profesor y lingüista capaz de incluir una aguda reflexión filosófica en sus consideraciones sobre la comunicación, el sujeto, el signo, el discurso, el lenguaje y las lenguas. Además, los tres, por sobre todo, comparten el amor por la literatura y la confianza en su fuerza reveladora del ser del lenguaje.

Semanas atrás,  Leonardo de León y Fabián Muniz presentaron “El colimador fallido”, ensayo de Santiago Cardozo planteado pues desde una perspectiva filosófica y lingüística tan esclarecedora como poco frecuente en Uruguay. En este caso, claramente, la avería que anuncia el título tiene que ver con la imposibilidad de dar en el blanco, porque, por mucho que se haya ajustado la puntería, las palabras descerrajadas, por definición, no dan en el blanco. La metáfora del colimador y de su fallar remiten a una expresión de Lacan -“el colimador no funciona”-, de la que se desprende que el significado erra, falla o falta -está en falta, comete una falta y hace falta- al referente, a eso de lo que el signo habla, a eso a lo que el signo se refiere. La metáfora del título elegido por Santiago Cardozo también remite a “Le mauvais outil”, libro fundamental de Paul Henry, traducido al portugués de Brasil como “A ferramenta imperfeita”.

Y a la meditación sobre la falla o falta en la que el lenguaje no puede parar de incurrir, compeliéndonos a volver a decir una y otra vez, está dedicado “El colimador fallido”. Como el fracaso está asegurado, intentamos nuevamente, apostando confiados en el interminable querer decir, en su vital inagotabilidad. En una sabatina mañana de setiembre, la presentación de este libro fue una oportunidad de  proseguir esa meditación, de retomarla y de volver a sus términos; las líneas que ahora siguen también son prolongación de aquel momento. 

2)

Así ocurrió, en una de las vueltas del diálogo, un intercambio entre Leonardo de León y Fabián Muniz en el que asomaron Coleridge y Borges, o el Coleridge rememorado por Borges, el Coleridge que exhorta al lector a suspender la incredulidad. 

Porque, ante la incómoda conciencia de la falla del colimador y de la consiguiente imposibilidad de que la palabra dé en el blanco ¿es posible y es deseable suspender la incredulidad? ¿Acaso no debería resistirse la tentación de la credulidad, optando por la incredulidad salvífica, que nos pone a buen recaudo de los desastres de la creencia? Pero también ¿cómo resistir al encanto de la credulidad que nos hace llorar por Causette, por Esmeralda y por Quasimodo mientras nos enfurecemos con las canalladas de los Thénardier y las perfidias de Claude Frollo? ¿Hay que mantener intacta la incredulidad, para así evitarnos el trance de la manipulación de nuestras pasiones? En nombre de esa lúcida incredulidad ¿nos declararemos superiores a los atenienses, pacientes espectadores llenos de terror y de conmiseración ante las fuerzas trágicas que forjaban el destino de sus héroes, en sus teatros? 

El par en cuestión -credulidad e incredulidad- solo es comprensible si uno presupone una distinción infaliblemente nítida entra las cosas que piden ser creídas -Dios, los dioses, los secretos, los minotauros, los milagros, los hipogrifos, el amor, la bondad, la melancolía, el futuro- y las cosas que no nos dirigen tal pedido, porque por ser, pueden prescindir de nuestra creencia: los paraguas, las células, los abedules, los virus, los diputados, las raíces cuadradas, los dromedarios, las constelaciones, las máquinas de coser, los rombos, la oscuridad.

Dicho de otro modo, para poder creer, es imprescindible que el objeto de la creencia no exista, o que se lo dé por inexistente. Y es ante esa inexistencia que uno puede declararse creyente en su existencia. Por esto sucede que algunas personas se declaran creyentes en la existencia de los marcianos, pero un poco inesperado sería si alguien se declarara creyente en la existencia de los terrícolas, o de los montevideanos.

El par credulidad/incredulidad implica entonces, necesariamente, la existencia de una frontera infranqueable entre lo inexistente y lo existente, implica la existencia de un criterio que trace el límite que distingue lo inexistente de lo existente. Llegados a este callejón sin salida -no puede existir criterio que distinga lo existente de lo inexistente hasta tanto no se haya distinguido lo existente de lo inexistente- cabe volver a la hermosa exhortación de Coleridge. 

Su hermosura claramente radica en su verbo, porque para Coleridge no se trata de abandonar la incredulidad para aposentarse en la credulidad, no se trata de una deserción sino de una suspensión, no se trata de pasar de la incredulidad a la credulidad, reordenando lo existente y lo inexistente, sino que se trata de apagar, provisoriamente, la incredulidad. 

Dicho de otro modo, la exhortación de Coleridge no supone trasegar seres inexistentes hacia el otro lado de la frontera, para que así encuentren lugar entre los seres existentes, sino que se trata de ver a la luz del apagón, se trata de prestarse a la gran ficción que consiste en mirar el mundo como si hubiera apagón de la incredulidad.   

3)

Cabe imaginar que la incredulidad se suspende tanto mejor cuanto más se conoce la falla del colimator; la experiencia meditada de su continuo fallar predispone a suspender la incredulidad, al desdibujar el trazo que separa lo existente y lo no existente. ¿Cómo sostener esa distinción, si no hay palabra que dé en el blanco?

Por el contrario, cuanta más fe se tenga en la puntería certera de la palabra, más firme será la línea que distinga lo que existe de lo que no existe y, por ende, la incredulidad no se dejará suspender fácilmente. Los creyentes en “al pan, pan y al vino, vino” tienen la incredulidad dura de conmover, resistente a la suspensión. 

Sucede entonces que leen la ficción cotejando la palabra con la cosa, midiendo su grado de adecuación, de acuerdo con lo que creen que son las cosas del mundo.  

Esta manera de leer, confiada en la incredulidad alerta, se sostiene en la creencia en el lenguaje como colimador que puede no fallar, en la creencia en el colimador como instrumento que puede dar en el blanco y tocar el corazón de las cosas. Por cierto, entre nosotros, esta creencia se corresponde perfectamente con el inconmovible aire positivista (la temible combinación de logicismo y de empirismo) que Uruguay respira. 

Para el positivismo tenaz que nos impregna, leer consiste sobre todo en cotejar lo leído con lo que se supone que es “la realidad”. Esta rutina intelectual explica, a mi modo de ver, el éxito universitario, en Uruguay, de la categoría literaria “raros” y el éxito de la categoría  “(auto)biografías”, en algunos autores embozada y estérilmente combinadas ambas etiquetas (el diario vivir documentado en cifra estrafalaria, aunque transparente si se conoce la clave).

 Cuando se presupone que hay una nítida distinción entre los seres existentes y los seres inexistentes, y cuando se presupone que las palabras son instrumentos destinados a dar en el blanco de lo seres, claramente se concluye que leer consiste en controlar cuánto se dio en el blanco, y de qué lado de la frontera están los seres arponeados por las palabras: del lado de lo existente, del lado de lo inexistente. 

Los llamados “raros”, o la llamada “literatura fantástica”, etiquetas muy atractivas para los  universitarios uruguayos, tienen como contrapartida el interés por lo (auto)biográfico, en sus versiones crudas o más o menos camufladas por su cifrado distorsionador. Ambos extremos -relato “fantástico” o relato “(auto) biográfico”- cautivan por las opuestas distancias que, supuestamente, mantienen las palabras con las cosas. Si en un caso las palabras hablan de lo supuestamente inexistente, en el otro, su gracia precisamente consiste en hablar de lo supuestamente existente conocido. Leer consiste entonces en corroborar cuán logradas están la inexistencia de lo inexistente y la existencia de lo existente. 

Por cierto, esta manera de leer solo puede apoyarse en nuestras creencias en la férrea distinción entre lo posible o lo imposible y, por cierto también, estas creencias son tributarias de ideologías, temores, concepciones teóricas, déficits críticos, carencias imaginativas, etc. 

Por mi parte, suelo apoyarme, con variado logro, en el precepto borgesiano “nadie es imposible”: redentores atroces, impostores inverosímiles, inciviles maestros de ceremonias, asesinos desinteresados, suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad, mediocres desencantados resistentes a extorsiones. Nuestra imaginación, demasiado encorsetada en el supuesto saber “psicológico” sobre “la naturaleza humana”, por suerte a veces puede contar con la ficción que le afloja el cepo y le ilumina los incalculables dominios de “la realidad”. De igual modo suelo apoyarme en la idea del lenguaje como colimador fallido: no solo la distinción entre los seres existentes y los seres inexistentes es una distinción poco confiable, de ahí el “nadie es imposible”, sino que no hay modo certero de comprobarla a través de las palabras.

De ahí también el escaso interés que presentan los intentos de discriminar y juzgar la literatura por “lo posible” o “lo imposible” de sus referentes. Desde la Retórica y la Poética aristotélicas se sabe que lo posible suele divergir de lo que se asemeja a la verdad, mientras que lo imposible puede acercarse. 

(A los efectos de persuadir, más vale imposible verosímil que posible inverosímil, escribe Aristóteles. Así sucede que es más inverosímil imaginar algo perfectamente posible -por ejemplo, el fin del actual sistema capitalista- que imaginar algo mucho menos posible -el fin del planeta, el apocalipsis total- pero que luce como una amenaza muy verosímil. De igual modo, quienes denuncian las atrocidades cometidas por torturadores y

violadores saben que el relato de lo efectivamente ocurrido debe restringirse, so pena de que lo atroz luzca inverosímil y la denuncia no sea oída.).  

En el extremo opuesto, inclusive los relatos más ajenos a cualquier psicologización de los personajes y más jugados a la experimentación formal (con las palabras y con los procedimientos narrativos productores de efectos de verosimilitud) pueden suscitar una emotividad capaz de embargar durablemente a los lectores. (Pienso en, por ejemplo, “La vida intrusa” de Leonardo de León; “La epopeya de las pequeñas muertes” de Fabián Muniz; “La anomalía” del súper oulipiano Hervé Le Tellier.)

4)

La gramática de cualquier lengua es absolutamente indiferente a la verdad o la falsedad de lo que dice. Como otras veces procuré mostrar, desde el punto de vista gramatical, si “Juan come manzanas” o “Juan come naranjas” es absolutamente indiferente: para la estructura sujeto explícito/verbo/complemento de objeto directo da exactamente lo mismo que se trate de naranjas o de manzanas, que se trate de Juan o de Pedro, que coman o que vomiten. Las manzanas, las naranjas, los Juan y los Pedro gramaticales son seres inexistentes, aunque indistinguibles de los existentes que se llaman Juan, Pedro y que comen o vomitan manzanas o naranjas. Lo mismo sucede con “Abiyán es la capital de Mali”, gramaticalmente indiscernible de “Tegucigalpa es la capital de Honduras”: su estructura sujeto explícito/verbo copulativo/atributo es indiferente a la verdad o a la falsedad de lo que afirma. Tan es así que el colonialismo israelí puede sostener como exitosa verdad lo que una enorme parte del mundo considera falso: “Jerusalén es la capital de Israel”. Por cierto, esta indiferencia de la gramática a la existencia o inexistencia de sus referentes, o a su verdad o falsedad, no suspende estas distinciones, aunque sí obliga a mayor fineza y cautela en su análisis. 

(Por algo, a la hora de ejemplificar, no inventamos cualquier ejemplo gramatical: la inexistencia de la referido por el ejemplo no elimina los efectos referenciales soeces, polémicos, brutales, indiscretos, etc.) 

Algo comparable sucede en el plano del discurso, es decir, de la puesta en funcionamiento de la lengua. Por definición, el discurso no es portador de marcas que garanticen la existencia y la verdad de lo referido, aunque quien habla siempre puede declarar cuánto adhiere a lo que afirma: “Creo que Tegucigalpa es la capital de Mali”, “Todo indica que Abiyán es la capital de Mali”, “Luego de consultar a los expertos puedo decir que Dakar es la capital de Mali”, “No creo que Bamako sea la capital de Mali”, “Hay que ser pelafustán para decir que Abiyán es la capital de Costa de Marfil”, etc. 

Sin embargo, ciertas lecturas del ultra famoso artículo de Roman Jakobson titulado “Lingüística y poética” parecen haber tenido la función de ocultar lo que aquí expongo acerca de la indiferencia de la lengua y del discurso ante lo inexistente, lo existente, lo verdadero y lo falso. 

Resumo el artículo. Interesado en reflexionar sobre lo que bautiza “función poética”, Jakobson nombra seis elementos que participan en el acto de comunicación, asociando cada uno de ellos a una función característica. Así, al emisor se asocia la función emotiva, al receptor se asocia la función conativa, al referente se asocia la función referencial, al canal se asocia la función fática, al código se asocia la función metalingüística y al mensaje se asocia la función poética. Observa Jakobson que las tres primeras funciones (emotiva, conativa, referencial) asociadas a los tres primeros elementos (emisor, receptor, mensaje) se corresponden con las tres personas del discurso: la primera persona (“yo”, la persona que habla), la segunda persona (“tú/vos/usted/vosotros-as/ustedes”, la persona a la que se le habla) y la tercera persona (“él, ella, ellos, ellas”, la persona de la que se habla).

Una simplificación se produjo cuando se entendió “persona gramatical” como persona, individuo, ser humano, ser hablante, ser mortal, cosa que obviamente Jakobson jamás entendió así. Las personas gramaticales no son personas humanas, sino ficciones lingüísticas, a tal punto que cualquier entidad del mundo puede ocupar el lugar de la primera, segunda o tercera persona gramatical. En lo que hace a la primera persona, la persona que habla, si nos atenemos a la ficción, desde Esopo a Cortázar, hablan los corderitos, los lobos, las ranas, los ciervos, las cigarras, las hormigas, los cronopios, los famas, las esperanzas, etc.  Todos ellos hablan, es decir, son primera persona. También, por poco que hayamos leído los textos bíblicos u homéricos, conocemos la locuacidad de Jehová, Zeus, Hermes, Abraham, etc. Igualmente, por poco que hayamos oído algún chiste conoceremos que el universo entero habla: “¿Qué le dijo un tomate sano a un tomate enfermo? Tomá té”. Trivialmente, “el diario dice”, “el cartel indica”, “la radio anunció”, “google avisa”, “la sociedad pide”, “la lápida advierte al transeúnte”, “la historia enseña”, “los mercados responden”, “el pueblo condena”, “el capital exige” y un extenso listado en el que la prosopopeya, figura emblemática de nuestro presente, campea con el mismo entusiasmo que en Esopo, Homero, la Biblia o Cortázar. Y también, trivialmente, “algo me dice que…”, “esto no me dice nada”, “la gelatina de frambuesa es sosa, no me dice nada”, “su alegría me dice que…”, “su cara no me dice nada”, etc. Véase si no este fragmento de Onetti: «La cara estrecha e infantil entorna entonces los ojos, se inclina un poco con la boca en guardia y dice: “Alguien me estafa, la vida no es más que una vasta conspiración para engañarme”».

Semejantemente, la segunda persona gramatical puede ser una persona humana viva, muerta, imaginaria, presente o ausente; una divinidad, un santo, una santa, el cielo, el diablo, un animal no humano; pero también puede ser cualquier artefacto doméstico, la computadora, la péñola de Cide Hamete, las plantas, el televisor, la radio, uno mismo, etc. Se les habla al perro y al gato, al auto que se nos cruzó imprudentemente o al que no quiere arrancar, al Dios propio, a los seres queridos muertos, a los seres queridos imaginarios, a los tinteros. Véase si no este otro fragmento de Onetti: «Rius dejó de improvisar sobre injertos, se abstuvo de mirarlo y manoteó el último sandwich del plato; después se limpió los labios con un papel y preguntó al tintero de hierro, con águila y dos depósitos secos: -¿Ya?»   

De igual manera, otra simplificación consiste en identificar la tercera persona gramatical (el referente, eso de lo que se habla, según Jakobson) con una entidad existente o con una afirmación verdadera. Claramente, la generalidad abstracta de la definición de referente que propone Jakobson -“eso de lo que se habla”- impide su confinamiento en un decir verdadero sobre algo existente. No obstante, la vulgata quiso que se identificara esta función con el discurso científico, es decir, con el discurso que intenta decir la verdad sobre lo existente; se asimiló la función referencial al discurso científico en tanto que discurso objetivo, expositivo, centrado en eso de lo que se habla y nada más que en eso, puesto que excluye lo que atañe a la primera persona y a la segunda persona.

Sin embargo, como dije antes, no hay manera de distinguir desde el punto de vista gramatical o discursivo afirmaciones perfectamente falsas o sobre entidades inexistentes. Así, “Abiyán es la capital de Bélice” y “El hipogrifo surca el cielo” o “Abiyán es la capital de Costa de Marfil” y “El carancho surca el cielo” son absolutamente indistinguibles, no solo desde el punto de vista gramatical, sino desde el punto de vista discursivo: en todos los casos predomina  la función referencial, por muy falso o inexistente que sea el referente. 

Porque lo propio de la función asociada al referente no consiste en afirmar la verdad sobre algo existente, sino en producir un efecto, perfectamente ilusorio, de objetividad, de decir exclusivamente ligado a la cosa de la que se habla, como si la cosa hablara por sí misma sin que hablante alguno hablara a otro hablante. Este efecto es perfectamente ilusorio porque ningún enunciado se enuncia solo, por lo tanto, la función referencial logra su ilusorio efecto de objetividad por sustracción de cualquiera de las marcas características de las otras funciones. Por muy falso o ficcional que sea un enunciado, si carece de marcas expresivas de la emotividad de la primera persona, si carece de marcas que interpelen a una segunda persona, si carece de comentarios sobre las palabras empleadas, si carece de juegos lingüísticos o de procedimientos que atraigan la atención sobre la manera de decir, entonces, probablemente, por muy falso o ficcional que sea ese enunciado, se lo considerará “objetivo” o “verdadero”.

5)

Entonces, volviendo al intercambio entre Leonardo de León y Fabián Muniz en la presentación de “El colimador fallido”, ensayo de Santiago Cardozo, una hermosa mañana de sábado en setiembre pasado.

¿Cómo entender la exhortación de Coleridge a suspender la incredulidad, cuando se descree de la perfección del colimador? Una respuesta posible es suspender la incredulidad ante la potencia del lenguaje, creyendo en esa potencia sin negarla ni mitigarla ni minimizarla, creyendo en su  fuerza instituyente de mundos, al tiempo que se sostiene una incredulidad constante ante un colimador por naturaleza fallado. 

Las lecturas antes criticadas del famoso artículo de Jakobson sobre “las funciones del lenguaje” van en un sentido opuesto, al inducir a creer que hay enunciados cuya forma (orientados hacia el referente, desprovistos de marcas de subjetividad, apelación, metalingüísticas, lúdicas, etc.) equivalen a veracidad, objetividad, cientificidad; de igual manera, esas lecturas inducen a creer que hay enunciados cuyo juego con la sintaxis y con las palabras inhiben su fuerza veraz. Estas interpretaciones simplificadoras del artículo de Jakobson le creen al lenguaje (creen en la posibilidad de algunos de sus enunciados (identificables por su orientación al referente) de dar en el blanco) y descreen del lenguaje, al suponerlo simple medio de comunicación de un saber “objetivo”, es decir, completamente ajeno a la materia en la que se dice.

Estas lecturas reductoras del artículo de Jakobson sobre “las funciones del lenguaje” parecen cumplir la función de empobrecer nuestra fe en el lenguaje y de exacerbar nuestra indefensión ante su sistemática (irreductible) fuerza ficcional.   


Notas

 1 El colimador fallido. Lenguaje y política (de Lacan a Rancière), Santiago Cardozo, Montevideo, Azafrán, 2021.

2  Juan Carlos Onetti, ambas citas provienen de “Jacob y el otro”.