ENSAYO
Por Fernando Loustaunau
No es infrecuente encontrar extranjeros atraídos por la sostenida calidad de la pintura uruguaya (y las artes plásticas en general).
Es conocido el interés del batllismo por fomentar las artes, pero no es menos cierto que antes de 1903 el país ya contaba con artistas valiosos. O sea, el buen nombre del arte nacional ya estaba digamos en carrera. Antecedentes si se quiere inorgánicos, pero no por ello carentes de valor.

Y no hablamos claro de ejemplos consulares como Juan Manuel Blanes, sino de otros que no obtuvieron tan alto reconocimiento. O la vida no les dio el tiempo de demostrar su dotes.
Montevideo recibió, acaso de forma algo tímida, el espíritu finisecular imperante en algunas de las grandes capitales del hemisferio norte. No dejó por cierto de ser un hecho poco frecuente a nivel regional, todo un toque de calidad no siempre exaltado.
El viaje de estudios era en aquel entonces un verdadero documento que convertía a los artistas en testimonios vivos de novedades y tendencias. En esa última década del siglo XIX resultan de un modo u otro insoslayables Carlos Federico Sáez, Pedro Blanes Viale, Carlos María Herrera y Milo Beretta. Artistas por cierto muy particulares, diferentes entre sí, pero de algún modo exégetas del modernismo.

Los dos primeros provenían de la pequeña y elegante ciudad de Mercedes, algo que nos lleva a pensar que la relación capital-interior no tenía la misma carga y significación que le atribuimos hoy.
Los dos primeros junto a Herrera son la expresión más tajante del modernismo nacional.
Los cuatro, interpretados en su contexto y conjuntamente, hablan de una sociedad con elementos “cultos” nada desdeñables para la época y para la zona del continente. Es cierto, estamos hablando básicamente de elites, pero ello no necesariamente disminuye el valor testimonial.
Con poca diferencia de tiempo, un lapso de dos o tres años, Sáez viaja siendo un adolescente a la Roma de 1893, Milo Beretta lo hace a París, Blanes Viale se instala con sus padres en Mallorca y Herrera también se resuelve por la Ciudad Eterna.
Sus retornos a la patria no pasarán por cierto inadvertidos. Y si bien es tarea compleja descifrar su legado, parece innegable cierta aura inconfundible que tiñó a aquella Montevideo que se equiparaba a las grandes metrópolis. Herrera en particular cumplió una función docente destacada y sus sofisticados retratos fueron sostenidamente valorados por las clases dominantes.
Sáez se murió casi antes de haber empezado. El mismo Pedro Figari lo rescata más allá de la pintura a un año de su muerte en El Día (y luego reproducido): “…Su vestido, su peinado, su sombrero, su porte, sus corbatas, sus alhajas, era todo distinto de lo que se estila; y, con todo, desde lejos ya se veía que no era un petimetre, un sonb, un extravagante, sino un artista, y a la vez un gentleman, de lo más distinguido. Decía monólogos y cantaba canzonetas napolitanas, con una gracia inimitable…”. Figari comprende que entre la estética y la persona hay una identidad mayor que hacen de Sáez un hombre atrayente en sentido mayúsculo, más allá incluso de su propia obra.
Dos datos de Sáez, en principio de relevancia nula en relación a su obra enorme, pueden valer la pena señalar.

Uno es el biombo sobre el cual incluía diferentes esmaltes con sutiles colores que resultaban a la postre atrayente complemento de la concreción plástica. Una suerte de sospechosa avanzada que implicaba la interacción de variados recursos que incluía entre otros el propio salpicado. El resultado es tanto un enigmático gesto como un perfilamiento cromático que otorga gran personalidad.
El otro es el lugar donde murió. En efecto, Carlos Federico Sáez terminó sus días al comenzar 1901 en una quinta de Piedras Blancas que, con los años, sería la emblemática vivienda de José Batlle y Ordóñez. Cabe recordar que CFS era familiar del malogrado Presidente Juan Idiarte Borda.
Como una línea en paralelo llama también la atención la presencia de otros artistas que tendrían repercusión internacional y que también son fruto de ese Uruguay (aunque en algún caso no sea más que lo natalicio).

Uno de ellos es Francis Luis Mora, nacido en Montevideo en 1874 (un día antes que Joaquín Torres García).
Hijo de Laura Gaillard, francesa de Burdeos, ella. Y del destacado escultor Domingo Mora, el joven montevideano (al menos de nacimiento) supo ser acreedor a una esmerada educación. En uno de sus viajes por el viejo mundo, recibirá la inspiración de Diego Velázquez. Se puede decir que es encomiable su interés en convertir las técnicas de los maestros de la Península Ibérica en términos plásticos estadounidenses, país donde obtuvo el mayor destaque. Y una de sus obras más representativas exhuma el metro neoyorkino.
Gran casualidad, si de casualidades se pudiera hablar, si se tiene en cuenta a Edward Johnston, nacido en la uruguaya San José de Mayo en 1872 y mundialmente reconocido por ser el autor del cartel del metro londinense (amén de ser considerado el padre de la caligrafía moderna).

Dos sujetos nacidos en un mismo país, país supuestamente fuera del canon e identificados (en particular Johnston) con algo tan “moderno” como sin dudas es el transporte subterráneo.
Es cierto, Michel de Certeau en L’écriture de l’histoire enfatizando el factor tiempo en la historiografía, desentraña la relación entre lo real y el discurso que la disciplina instaura. La escritura pone a distancia todo lo que toca, alterándolo…Y, como si fuera poco, no parece posible evitar la construcción del objeto en historia, lo que establece lo escrito y lo que excluye. Es, del verbo ser, aquello que se escribió.

En todo caso, bien merece este momento del pasado uruguayo buena atención con sus mujeres art nouveau o casi, con explosión de glicinas, con fervor universalista. Todo antes de que nos dividiésemos en primer o tercer mundo.
