PORTADA
Por Fernando Andacht
En el origen del presente ensayo, hay una pregunta que surgió del inesperado cruce de un texto periodístico y de un film aclamado como una obra maestra en estos días. La lectura inicial fue sobre la Caravana de Libertad, ese movimiento que trajo a miles de camioneros canadienses a la capital de su país, para manifestar contra la tiranía sanitaria. La valiente cruzada contra sus absurdos y opresivos protocolos expuso esa modalidad extrema de control tecnocrático y gubernamental sobre la vida libre y espontánea. La experiencia fílmica fue ver Madres Paralelas (2021), el nuevo film de Pedro Almodóvar ahora disponible en la plataforma de streaming Netflix. Aunque nada parece unir ambas experiencias, espero poder elucidar en lo que sigue, cómo la cadena de signos verbales me llevó a pensar en el tiránico imperio de la mente y de sus abstracciones. La reflexión sobre el creciente dominio de la rígida y todopoderosa Teoría sobre nuestro mundo de la vida quizás podría explicar el insólito e irrestricto deleite que ocasionó a la crítica mundial una obra cinematográfica cuya trama procura exterminar la naturaleza en el altar de esa Teoría, para así extirpar definitivamente la realidad, para que triunfe una definición rígida, política y autoritaria de las relaciones (in)humanas de nuestra época.

Una muy antigua voluntad de abolir la naturaleza y fundar el reino de la Teoría
En un medio inesperado, el influyente vocero pandémico y global The New York Times, encontré una columna sensata sobre la Caravana de la Libertad de los camioneros que llevaron su reclamo contra la opresión sanitaria a Ottawa, la capital canadiense. En su columna, Ross Douthat recomienda leer un texto sobre el conflicto que subyace al enfrentamiento entre el gobierno canadiense junto a la clase digital, por un lado, y los camioneros y la clase de los seres humanos prácticos, por el otro: el blog de N.S. Lyons (2022), cuyo nombre, el periodista aventura, podría ser un seudónimo. No hablaré de ese excelente ensayo de este “analista y escritor que reside en Washington D.C.” sobre la gesta épica de esos trabajadores de la ruta, pero sí de otro texto suyo, en el que Lyons traza la genealogía de la perspectiva de género, y también de la teoría sobre el racismo y sobre diversas víctimas perennes que hoy campea en el universo académico, y de modo creciente y notorio, en los medios masivos de comunicación. Como suele ocurrir con las buenas referencias, mi lectura de un ensayo previo en el blog de Lyons (2021) sobre “la guerra contra la realidad” me permitió conocer a otro pensador heterodoxo, James Lindsay, de quien el primero tomó la información sobre el origen medieval de lo que hoy se conoce como Teoría. Sobre un componente central de esa suerte de protocolo ubicuo y poderoso trata un texto reciente en eXtramuros que analiza con lucidez las políticas de identidad” (Mazzucchelli 2022). Esa es la tupida trama de signos que dio origen al ensayo que ahora están leyendo.
Hace mucho que me preocupa la ascendencia irresistible de una escuela teórica muy influyente en las ciencias sociales y en las humanidades: la ‘construcción social de la realidad’. Hay texto clásico que la difundió a mediados los años 60 del siglo 20: la monografía de dos estudiosos europeos, P. Berger y T. Luckmann (1966) de donde extraigo esta cita:
“El mundo de la vida cotidiana es dado por sentado como realidad por los miembros comunes de la sociedad en la conducta subjetivamente significativa de sus vidas. Es un mundo que se origina en sus pensamientos y acciones, y es mantenido como real mediante estos. (pp. 33-34) Yo vivo en un mundo de signos y de símbolos cada día” (p. 55)
La obra puede considerarse una piedra angular del pensamiento posmoderno. Su enfoque filosófico y sociológico expresado con persuasiva claridad y admirable erudición favoreció e impulsó una tendencia intelectual y académica de pensar en el mundo que terminó por sobredimensionar el papel de los signos producidos por la mente y, al mismo tiempo, llevó a debilitar hasta el desvanecimiento la realidad y su fuente, la naturaleza, la existencia de todo lo que vive. Esto lo expresa de modo crítico y agudo Christopher Lasch, en su obra La revuelta de las élites y la traición de la democracia (1995):
“Las clases pensantes están fatalmente distanciadas del lado físico de la vida (…) Su única relación con el trabajo productivo es la de consumidores. No tienen ninguna experiência de hacer algo sustancial o duradero. Viven en un mundo de abstracciones e imágenes, un mundo simulado que consiste en modelos computarizados de la realidad – ‘hiperrealidad’, como se la ha llamado – que se distingue de la paladeable, inmediata, física realidad que habitan los hombres y las mujeres comunes. Su creencia en la ‘construcción social de la realidad’ – el dogma central del pensamiento posmodernista – refleja la experiência de vivir en un entorno artificial del cual todo lo que se resiste al control humano (inevitablemente todo lo familiar y reasegurador también) ha sido rigurosamente excluido. El control se ha convertido en su obsesión. En su empuje para aislarse contra todo riesgo y contingencia – contra los imprevisibles peligros que afligen la vida humana – las clases pensantes no sólo se han separado del mundo común en torno a ellos, sino de la realidad misma.” (p. 20, cit. por N.S. Lyons, 2021)
La lectura del blog de Lyons (2021), que recomiendo, me permitió conocer el lejano origen religioso de la contemporánea y desequilibrada construcción social y mental de lo real, en desmedro de la irresistible fuerza de la naturaleza, de la acción de la realidad, que es independiente de nuestra mente. Lyons emplea como referencia un texto de James Lindsay (2021), en el que explica cómo una herejía medieval, el gnosticismo, ha sido y continua siendo clave para entender el actual primado de la Teoría, uno de cuyos avatares más potentes en la actualidad sería la perspectiva de género:
“La esencia del gnosticismo puede expresarse en tres creencias: a) que no es que tú o tus teorías estén equivocadas, sino el mundo mismo; b) que hemos sido arrojados a esta miserable e intolerable condición contra nuestra voluntad; c) somos capaces de conseguir una consciencia, un conocimiento – una Gnosis – que nos permitirá reparar el mundo y a nosotros mismos. (E)l gnosticismo es un impulso pervertido hacia el progreso, que describe la circunstancia en que nosotros hemos mejorado nuestra habilidad de vivir en el mundo a través de una mejor comprensión de éste y de nosotros mismos en él. (…) El gnosticismo pone patas para arriba el progreso – lo invierte – al re-enmarcarlo lejos del esfuerzo para prosperar en el mundo tal como es y llevarnos a rehacerlo en un mundo que no es y, dado que esa no-realidad es esencial para el proyecto gnóstico –que no puede ser. (E)l gnosticismo es la perversión – la inversión – de la epistemología. (…) La ciencia es intrínsecamente agnóstica – sin Gnosis. La ciencia cuando no se ha osificado en alguna doctrina de cientificismo, procede enteramente sobre la premisa de que no sabemos. Mientras que La Ciencia está establecida; la ciencia nunca queda establecida. Toda hipótesis puede ser desafiada. Toda pretensión de conocimiento puede ser anulada, especialmente cualquier pretensión al Conocimiento.” (Lindsay, 2021)
Más abajo, analizo lo que considero una manifestación emblemática del poder de esa poderosa y ubicua Teoría, cuyo origen estaría en una creencia religiosa disidente que la Iglesia Católica persiguió ferozmente, en el siglo 13. Me refiero al film acogido con fervor casi unánime por las voces progresistas del mundo occidental, Madres Paralelas (P. Almodóvar, 2021).
Un pensamiento que va en una dirección contraria a la inflación construccionista de lo mental, que minimiza hasta obliterar el vigor y la presencia de lo real en nuestras vidas, lo encontramos en la semiótica de C. S. Peirce. En lo que llamé su “realismo arcoíris” (Andacht, 2017), se describe la realidad como aquel elemento de la experiencia “que insiste en forzar su camino al reconocimiento como algo distinto de la creación de la mente” (CP 1.325). Otro modo de expresar la acción simultánea de nuestros signos y de todo lo que nos afecta y registramos a través nuestro trato directo y mediado con el mundo, que funciona naturalmente en un equilibrio inestable y dinámico, es éste: “Cuando una cosa está en tal relación con la mente individual que la mente la conoce, está en la mente; y su estar de ese modo en la mente no disminuirá en absoluto su existencia externa” (CP 8.16). Y por fin, cito ahora el texto de Peirce que motiva mi designación de esa visión de la relación viva y de mutua influencia entre signos y lo real externo como un ‘realismo arcoíris’. Peirce emplea la colorida metáfora visual para describir la interacción fluida y nunca polarizada o excluyente entre lo que John Deely (2009, p. 5) presenta como un encuentro vital, semiótico y biológico, entre “el mundo objetivo cerrado sobre si mismo de la pura percepción animal (Umwelt) y el mundo objetivo que incluye la comprensión humana (Lebenswelt) como una apertura al infinito”:
“todo lo que está presente ante nosotros es una manifestación fenoménica de nosotros mismos. Eso no le impide ser un fenómeno de algo exterior a nosotros, tal como un arcoíris es a la vez una manifestación tanto del sol como de la lluvia.” (CP 5.283)
La hegemonía notoria del pensamiento dualista y reduccionista, que postula una grieta insalvable entre el mundo de los signos con que interpretamos y comprendemos la vida y a nosotros mismos en ella, y lo que determina nuestra naturaleza de animales semióticos, es un peligro sobre el que nos alerta Lindsay (2021), cuando comenta una afirmación del pensamiento biolibertario feminista: “la filósofa feminista Kelly Oliver pidió una revolución contra ‘la absoluta autoridad de la naturaleza recalcitrante’ en una publicación de 1989 donde ella asegura que podemos liberarnos de esa prisión mediante el abandono de las ‘verdaderas teorías’ y de las ‘falsas teorías’ para adoptar ‘teorías estratégicas’”. Considero que una de las “teorías estratégicas” que promueve esta pensadora feminista “para minar y disolver la opresiva ‘estrategia’ del patriarcado, una de cuyas partes es la construcción de la absoluta autoridad de la naturaleza recalcitrante” (Oliver, 1989, 147) es la que subyace bajo la trama del nuevo film de Almodóvar. En Madres Paralelas, el director español lanza un ataque fulminante contra “la naturaleza recalcitrante”, y su obra parece haber conseguido un eco muy favorable en los medios de comunicación.

Madres paralelas o la inmersión melodramática en la vida de una madre pararreal
Ante nada, hago dos descargos que el lector debe tomar en cuenta, antes de seguir leyendo. En lo que sigue, hay revelaciones importantes sobre la trama de Madres Paralelas para quien aún no la vio. Y el otro descargo es que debo confesar algo, para que al lector no le quede ninguna duda: este film de Almodóvar no me gustó en absoluto; nada en él me pareció válido, justificable, digno del buen cine, sin importar su género fílmico, tema u origen. El director de Madres Paralelas consiguió plasmar en su producción previa algunos memorables filmes con una mezcla disfrutable de Quevedo y de Murillo. Almodóvar creó un realismo cargado de humor ácido o negro, decididamente ibérico, como el mejor jamón español. Este nuevo film laureado y elogiado hasta lo indecible carece de sangre; corre la irrespirable e irreal Teoría por las venas cerradas de esta producción cinematográfica – aludo así al autor de la frase que es citada como broche ideológico final, para arrancar el aplauso de los incondicionales de esta ideología. El concepto de ‘Teoría’ escrito con mayúscula lo describe N.S. Lyons (2021), en un ensayo cuyo título es “La guerra de la Realidad” (The Reality war):
“para la clase sacerdotal, guardianes de la Gnosis (Conocimiento), hay una oportunidad sin precedentes para que la Teoría le arranque el control a la naturaleza recalcitrante, para que la narrativa líquida triunfe sobre la realidad trivialmente estática, y para cortar todos los lazos tradicionales corruptos, para que sus átomos sean reconfigurados de un modo más correcto y deseable”.
Creo justo incluir entre esos elevados guardianes de la Teoría a las muy numerosas voces extáticas de los profesionales de la crítica de cine, que han celebrado de modo superlativo el nuevo film de Almodóvar. Cito a modo de ejemplo a dos críticos norteamericanos:
“Entre los realizadores de cine vivientes, el más prodigioso constructor de mundo podría ser Pedro Almodóvar. El argumento central de Madres Paralelas es el Almodóvar clásico: una madeja de inversiones, revelaciones, sorpresas y coincidencias desarrolladas con estilo, ingenio y sentimiento. Pero el arte de Almodóvar también se caracteriza por la precisión emocional y la claridad moral.” (A.O. Scott, The New York Times, 2021)
“En sus manos, una viejísima, incluso imagen cliché y consabida de la mujer –el simultáneo peligro, carga y exaltación de la maternidad– se convierte en algo más profundo, más rico, y notablemente emocionante.” (M. Finney, Boston Globe, 2022)
Estos especialistas en apreciar las virtudes del universo cinematográfico coinciden en utilizar un atractivo y refinado estilo que oculta una notable falla, una llamativa oscuridad en la narrativa creada por el director de cine Almodóvar para este film: ellos no hablan de la ausencia flagrante de un motivo o razón para que la protagonista Janis (Penélope Cruz) no le diga a Ana (Milena Smit) que existe un muy fuerte indicio biológico de que sus bebés, que nacieron al mismo tiempo en la maternidad donde ellas se conocieron fueron accidentalmente cambiados. Se me ocurren algunas posibles y todas endebles explicaciones para el comportamiento inexplicable del personaje Janis durante la mayor parte del relato fílmico:
a) se trata de una preferencia étnica (la niña tiene un marcado aspecto latinoamericano)
b) Janis tiene la bizarra preferencia de tener el hijo de otra persona en lugar del suyo
c) su afecto en esos dos o tres meses de tener a la beba de la otra es tan inmenso que ya no se puede separar de ella
d) Janis posee el don de la premonición o profesía, y ya previó lo que le ocurriría a su propia hija.
e) Janis sufre una variante de la cleptomanía que la empuja a quedarse con lo que no es suyo, incluyendo un ser humano
f) invito al lector a agregar otras opciones tan insatisfactorias como las anteriores
Por supuesto, ninguna de estos esclarecimientos es en absoluto plausible, todos carecen de un nivel básico de verosimilitud narrativa, para ser aceptado como un motivo razonable de lo que el personaje central del film hace, o mejor dicho, no hace, bajo el inapelable mandato de la trama. Sólo una completa fascinación con la obra y con la ideología fílmica almodovarianas podría hacernos entender tantas reseñas extáticas y elípticas, porque ellas omiten discutir algo que es tan digno de discusión. Me pregunto qué madre real preferiría quedarse con el hijo de otra madre, cuando ella ha tenido uno perfectamente satisfactorio. Ambos personajes son madres solteras, ¿por qué Janis persevera con tanta convicción y tenacidad en mantener secreto el origen de la niña que ella tiene y cuida en su casa como si fuera suya tras averiguar que no lo es? Le alcanzaría con una simple llamada telefónica o enviar un texto para alertar a la madre correcta sobre el error ocurrido. Nada en todo el film es útil para ayudarnos a comprender su férrea actitud. Nada en el retrato psicológico del personaje apunta en dirección a resolver esa enigmática decisión.
Una posible pista para entender aunque no necesariamente aceptar la reacción crítica tan extremadamente positiva de este film, podría ser algo que A. O. Scott, el crítico del The New York Times, escribe, cuando él justifica y elogia la peripecia, que juzgo sinuosa e incomprensible para cualquier espectador: “Lo que le ocurre a Ana y a Janis no es sólo un asunto accidental o un artificio narrativo; hay una dimensión política en su relación que es la clave de la estructura del film”. No creo que el prestigioso columnista utilice el término ‘política’ en el mismo sentido en que yo lo uso, para interpretar ese capricho del relato que, concuerdo, es clave para desentrañar el funcionamiento del film. Sobre el alcance de ese componente de la obra que prefiero llamar ‘teórico’, me extiendo más abajo.
Ahora debo explicar el haber acuñado el término ‘pararreal’ en el título de esta sección. El adjetivo ‘paramilitar’ indica una actividad semejante a la militar, pero aquel que la ejerce se encuentra “fuera de la ley” (Wikipedia). Algo análogo ocurre en este film, pero la ley involucrada es el orden natural del mundo de la vida. Aunque el término ‘pararreal’ le cabe más a una de las dos madres cuyos destinos retrata el film, no es posible olvidar que la narrativa de su vida no representa a un único ser humano, de lo contrario nadie la comprendería. Además, la conducta insólita de la protagonista irrealiza la vida de la otra madre en la trama. ¿Por qué hablar entonces de ‘madres pararreales’? En el inicio, observamos la conducta típica y esperable de cualquier madre en ambos personajes – el proceso de gestación, los cuerpos transformados, y la vida que surge de estos; todo cumple con la expectativa de cualquier espectador. Sin embargo, a la hora de comportarse maternalmente, el personaje central, Janis, se aparta violentamente de lo real. Una vez que ella conoce la realidad biológica indudable – quien creyó que era su hija no lo es, pues fue cambiada por error – su reacción no está anclada en el instinto, en el hecho duro como una piedra de ser madre de otro ser humano, de otra hija, de la que tiene otra mujer. ¿Por qué no hacer el intercambio que restablezca la realidad, si no ha pasado demasiado tiempo aún, apenas un par de meses? ¿Qué justificación ofrece el relato fílmico para esa conducta aberrante, reñida con el sentido común, con el archienemigo de la Teoría? Ninguna, nada se nos dice, ni siquiera al final, a la hora de la confrontación con la verdad, que sirva como elucidación de lo que vemos. Ni Janis es una clarividente capaz de predecir la muerte prematura de su propia y verdadera hija, ni tampoco se nos informa que ella padece de una peculiar patología semejante a la cleptomanía, que la indujo de modo irresistible a apropiarse de la progenie de la mujer que conoció en la maternidad del hospital. Voy a detenerme ahora a comentar y analizar algunos fragmentos del relato que narra el film de Almodóvar.


La construcción social de una madre tan pararreal como independiente
“Siendo ésta una de las sagas ginocéntricas de Almodóvar, nuestras heroínas dan a luz hijas: Janis pare a Cecilia, y Ana a Anita. Las bebas, aunque han nacido a salvo, son colocadas bajo observación antes de ser devueltas a sus madres. Es en ese punto que los fans habituales del director, entrenados en melodrama, se deben aprontar para una vuelta de tuerca.” (Anthony Lane, The New Yorker, 2021)
“Madres Paralelas es un drama fuerte, conmovedor que hace preguntas duras para las que no hay respuestas claras.” (James Berardinelli, Reel Views, 2022)
Aunque mi argumento principal sostiene que del inicio al fin, el film del director español es un encendido homenaje a la Teoría, a la perspectiva de género, en dos instancias centrales del relato, Almodóvar pone en primer plano la fe absoluta en lo real, en la biología, en la maternidad auténtica, que no es ni forzada ni teórica como la que fluye por su narrativa fílmica. La búsqueda de la confirmación parental mediante el examen de ADN implica la irrupción de lo real en la trama, de la realidad que no depende de nuestra mente, de nuestra cognición, y que, por ende, no puede ser construida socialmente, porque simple y obstinadamente existe, y como tal es recalcitrante. Se oponen así, de modo no tematizado, la Teoría gnóstica que anima el film y la realidad que como el ratón roe obstinado su camino hasta revelar lo que de veras ocurre. Podemos contemplar en un instante decisivo para los personajes lo que es, en lugar de aquello que a un grupo o a una persona se le ha antojado caprichosamente superponer sobre lo real, para convalidar una idea artificial, voluntarista, divorciada de la naturaleza y de lo real. Con el pasaje del tiempo siempre ganará la naturaleza, sólo hace falta paciencia. Veamos ahora cómo llegan los irresistibles signos de lo externo para poner en escena el “peculiar elemento que es una ciega insistencia, por la cual la naturaleza empuja su camino dentro de un lugar en el mundo” (Peirce, citado en Di Leo, 1991, p. 91).
El padre biológico de la hija de Janis interviene sólo para ser descalificado de ese rol y de toda incidencia familiar. Tras conocer a la niña, él tiene serias dudas sobre su real filiación. La reacción es plausible dado su aspecto totalmente diferente a él – y a la madre, agrego, aunque el argumento intenta débilmente justificar ese muy marcado rasgo étnico – y por eso le pide que hagan un examen de ADN. Decirlo y ser expulsado por la mujer son una sola acción. Se cumple así una ley almodovariana: cada hombre que aparece o es nombrado en el film no aprueba el examen de decencia mínima, y merece la condena y expulsión casi inmediata del relato. Por eso, llama mucho la atención que, poco tiempo después, Janis hace precisamente eso que criticó con tal dureza cuando le fue sugerido por el hombre. Vemos en extenso la reacción de Janis; contemplamos en primer plano su rostro afectado por el golpe brutal de lo real que le informa sin margen de duda que esa niña, que ella llamó ‘Cecilia’, no es suya. La banda sonora y la ampliación rotunda del resultado de la prueba de ADN que leemos en la pantalla de la computadora son empleadas no una sino dos veces; no queda incertidumbre alguna sobre la fuerza con que aterrizó lo real en plena conciencia de la protagonista. A la atmósfera musical de creciente zozobra, se suman los cada vez más audibles gemidos de desesperación que salen de la boca de Janis.
En ese preciso momento, comienza oficialmente la trama del film que cabría retitular “Madres pararreales”, porque lo que sucede es no sólo el capricho del director-guionista español, sino el designio tiránico de la Teoría gnóstica, esa que hoy impera bajo la forma de la construcción socio-irreal de lo real. La angustia bien actuada por la actriz debería haber sido el prólogo de su inmediata, casi frenética búsqueda para enmendar el error humano, para restablecer el vínculo natural, genético, genesíaco y materno con su verdadera hija. Pero nada de eso ocurre; al film se le antoja, contra viento y verosímil, no sólo que Janis no siga ese camino natural, sino que ella proceda a cortar toda amarra con lo real. La mujer se queda con la hija de otra, probablemente de Ana, de la muy joven madre que conoció en la maternidad, y que parió el mismo día. Eso no parece relevante; lo que contemplamos es su tenaz actitud de aferrarse a esa niña, que ella ya sabe no es la suya. El espectador no recibe ni la sombra o insinuación de una explicación que vuelva plausible ese anómalo comportamiento.
Cuando la mujer no soporta más permanecer leyendo el informe que le permitió acceder a un saber concreto y duro como un puñetazo, Janis se levanta llorosa, y podemos ver la habitación. No puedo dejar de comentar sobre la visión de signos de la hegemonía teórica del film: sobre la pared, hay una foto vintage, blanco y negro, de tres mujeres jóvenes apoyadas en la parte delantera de un autobús; su vestimenta las ubica en los años 50. Parece que Almodóvar sufriese de un horror vacui femenino: el realizador no puede dejar de llenar cada momento filmado con un signo icónico de ese género, como si él necesitara declarar todo el tiempo la supremacía de lo femenino por sobre lo masculino, así en la vida como en sus signos icónicos. Desde la banda sonora, la música de cuerdas continúa aumentando en intensidad, para enfatizar el clímax que produjo la anagnórisis, es decir, el momento en que la protagonista hace un descubrimiento crucial para su vida, para su futuro. Apostaría a que todos los ojos fijos en la pantalla esperan verla dirigirse a la casa de la otra mujer, de Ana, para restablecer la verdad, que no es construida, sino, como ya vimos, se la consigue mediante un esfuerzo, de modo falible y perfectible, siempre, así en la vida como en la ciencia.
De modo insólito, no es eso lo que ocurre, lo que ha guionado que se filme don Pedro Almodóvar, en pleno y consciente ejercicio del absoluto control fílmico que posee. Pero, no nos adelantemos. Primero, el relato nos induce a pensar que sí, que la madre con la cría equivocada ha elegido el camino natural para restaurar lo que la recalcitrante naturaleza dictaminó, de una vez para siempre. Janis llama por teléfono a su abogado, pero sin suerte, no encuentra a esa encarnación de la Ley, que, admitamos, es social, colectiva, pública, y por ende legítima para restablecer el orden natural que fue violado por el sanatorio. Cuando lo hace, el director aprovecha para trasladar al personaje a otro espacio del apartamento, donde cuelga de modo muy visible sobre la pared una imagen de gran tamaño de otra mujer. Se trata de la fotografía de una mujer negra cuyos senos están descubiertos; no es erotismo, sino un toque étnico y exótico lo que la figura femenina retratada aporta a ese ambiente burgués madrileño. También es un índice de la profesión del personaje – fotógrafa – y de su cosmopolitismo. La siguiente llamada es aún más justa y necesaria: Janis llama al padre biológico, al antropólogo forense Arturo, quien, recordemos, había sido quien antes había sugerido con insistencia, al conocer a la niña, que se hiciera ese examen genético, por no reconocerse en ella. Pero en aquella ocasión, su planteo fue violentamente repudiado por Janis, junto con la persona del progenitor de Cecilia, de quien suponen sea su hija. En esa actitud, Janis sí es consistente, pues luego de que suena sólo una vez, ella corta la llamada. Presenciamos un claro arrepentimiento de ese segundo contacto, que cabe destacar, la acercaría a la realidad. También, como me hizo notar la psicóloga Mariela Michel, esa acción implica el reconocer el derecho de su verdadera niña a conocer no sólo a su madre real, sino también a su padre; pero ese es un pequeño detalle que el irrefrenable constructor asocial de la realidad Almodóvar pasa por alto. Quizás procede así porque se trata de un hombre, y eso lo vuelve culpable a priori.
Vemos luego a la mujer en otro espacio de la casa, pero esta vez en una toma muy distante, que nos aleja considerablemente de la interacción, y nos convierte en lejanos espías, fisgones de eso que debería haber ocurrido en primer lugar. Parece que el film quisiera amortiguar, atenuar la sospecha o conjetura de que esa niña-ya-no-más-suya es realmente de Ana, y que la suya real y existente es la niña que Ana tiene ahora, pero que no sospecha no sea la suya. Cuando le responde una empleada con inconfundible acento latinoamericano – otro rasgo reiterado y acorde con la ideología de este film teórico – que Ana está ocupada, que está bañando a “la niña”, Janis cambia de opinión, y le dice que no es necesario que ella la llame. Su reacción es tan inexplicable como los siguientes actos de Janis, cada uno más irreal o pararreal que el otro, menos materno y más extraño, por ser negador del vínculo que realmente la une con la otra beba, a la vez que la separa de la niña que tiene en su casa. No olvidemos que el acto de hacerle el examen de ADN a la beba ya supone una considerable ajenidad o distancia, la que instala su sospecha. Concluye esa tercer llamada, la más importante y vital, con una mentira flagrante: “No hace falta (que Ana la llame) sólo quería preguntarle cómo estaba la niña.” Por supuesto, no es correcto el uso del deíctico “la”; Janis ya sabe para siempre, de modo tan irreversible como el nacer, que la otra es “su” niña.
La banda sonora evoca la música de un film de suspenso del maestro Alfred Hitchcock. Y en verdad, reina un clima tenso de suspenso: no puede el espectador no preguntarse cuándo le dirá a la otra mujer la verdad que la biología y la ciencia le revelaron para siempre ese día. Fue su propia y soberana decisión el emprender la búsqueda de la verdad irrebatible. ¿Ocurrirá la restitución la mañana siguiente o recién será en la tarde? No es plausible que la mujer demore más tiempo en hacer esa revelación necesaria, materna antes que feminista o femenina. Mientras la música de fondo recrea el momento del desenlace, la siguiente escena nos muestra a Janis absorta, como si estuviese hipnotizada y no pudiese apartarse de la pantalla del computador. Así llega por tercera vez el uso de un zoom, de una amplificación cada vez mayor, de la fría y objetiva información enviada sobre la paternidad – o debería decir ‘maternidad’ – de la niña que Janis trajo a su casa del hospital. El director nos da una pista de lo
que vendrá en la trama, pero es desorientadora en extremo, porque en un gran primer plano observamos cómo la mano de la mujer apaga esa esquirla de realidad que tanto la desacomodó. Al día siguiente, la encontramos observando a la niña – ya no más ‘su niña’ – que duerme, mediante una pantalla de vigilancia.
A partir de ese descubrimiento basado en la tecnología y en la naturaleza, se produce un deslizamiento, un alud de mentiras y omisiones: tiene lugar un despegue feroz de lo real, para incursionar alegremente en un universo pararreal, casi patológico, pero más que nada imposible de entender. ¿Por qué Almodóvar no se molesta en justificar su comportamiento? ¿Por qué no se nos da en la trama alguna señal que nos ayude a comprender la indiferencia anti-natural de Janis en relación a la recuperación de SU hija? Porque el film y su realizador confían en la Teoría; todo lo que hace una mujer tiene su lógica, su razón de ser, y el control que ella ejerce tenazmente es el mismo que la ha emancipado, lo que le da fuerza para combatir contra la “cultura de la violación”, como veremos más adelante. Porque debemos tener en cuenta que la adolescente Ana fue violada por dos compañeros, y por eso ella ni siquiera sabe a ciencia cierta quién es el padre de quien ella cree es su hija.
En el universo notoria y orgullosamente ginocéntrico almodovariano, como observa el crítico Anthony Lane (2021), ¿a quién puede importarle que Janis no responda con la verdad a la llamada del padre biológico de otra niña, que no es la que ella conserva bajo su techo? Seguramente no a quien habita bajo el confortable cielorraso de la Teoría. ¿Por qué me animo a afirmar esto? Porque los numerosos críticos cinematográficos cuyas muy elogiosas reseñas leí no mencionan lo que más debió ser dicho, ya sea o no algo objetable para ellos. Al igual que el director, deben haber considerado que la Teoría subyacente ya es explicación suficiente y necesaria de la trama. Así nos lo anuncia el muy legible texto de la camiseta que usa Janis en un momento posterior: “We should all be feminists” (Todos nosotros deberíamos ser feministas). A buen entendedor, no hace falta otro eslogan. No sólo le miente al hombre con gran convicción, quien no es la madre biológica de la beba, sino que luego se queja de la gran fatiga que implica ser madre soltera El comentario sirve para que el espectador recuerde que ese hombre es el que vimos recomendar el aborto – sin nombrarlo, pero de modo inequívoco – cuando supo del accidental embarazo de Janis. Su egoísmo o falta de compromiso, además de haber pedido un examen de ADN lo vuelven irremediablemente culpable, de acuerdo a la Teoría, claro. Son sólo “problemas domésticos, nada especial” termina diciéndole ella. Tras esa conversación telefónica, Janis siente un deseo de mayor cercanía con la niña. Se lleva la cuna del cuarto de la joven au pair que vive en su casa y que se supone debe cuidarla. Ese personaje femenino y extranjero es la única representante del género femenino que recibe fuertes reproches en el film; su pésimo desempeño culmina en su desalojo.
Cuando lo esperable era dar el paso hacia la restauración de la verdad, asistimos a un afianzamiento anti-natural, pararreal de una maternidad que sí podría describirse como la construcción individual/feminista de la realidad. Una vez instalada Cecilia en su dormitorio, Janis la saca de la cuna y mientras la abraza con afecto exclama: “¡Venga aquí con mami!” Me pregunto: ¿a quién se abraza con ese fervor este personaje? Respondo: a la Gnosis, al conocimiento secreto que le da la Teoría, según el cual todo lo que hace una/esta mujer está bien, y no necesita ser explicado – porque el relato definitivamente no lo hace. Ni siquiera se insinúa un motivo para esa reacción tan estrafalaria y reñida con el deseo natural de ir a recuperar y abrazar a su propia hija, allí donde ella se encuentre. Incluso, en nombre de la sororidad, Janis debería ir a contarle la verdad a quien ella contuvo durante su estadía en el hospital, con una actitud afectuosa y empática que no dudo en describir como materna, porque Ana es apenas una adolescente, al borde de la adultez. Además, por la violenta circunstancia que rodeó la concepción de su hija, Ana tiene serias dudas, lo suyo también “fue un accidente”, como comenta Janis. No obstante, en contraste con el ánimo resuelto de la mujer madura y soltera como ella con quien comparte la habitación de la maternidad, Ana sí “se arrepiente” de su condición.
Si Janis tuvo la iniciativa – pedida en vano por el desterrado padre biológico – de hacer el examen de ADN, ¿por qué no emprender la búsqueda de su niña real y natural? Porque en este film, la naturaleza es la enemiga, debe ser extirpada, y el primer paso es negarla, olvidarla de este modo prepotente con el espectador. Lo pararreal se impone por el neo-gnosticismo a lo real. Todo indica que la suya es una firme definición de la situación: Janis se quedará con esa niña, y punto. ¿O es que no entienden todavía estimados espectadores que Janis ha construido a esa beba como su hija? Y eso debe bastar, al menos para su majestad la Teoría imperante. Por supuesto, comprendo que hay afecto auténtico involucrado. No en vano pasaron dos o tres meses, y ella se ha encariñado con la niña que seguramente – aunque no lo vemos – Janis ha amamantado con su leche. ¿Cómo dudar de ese afecto irreprimible y humano? Pero ¿qué pasa con el otro afecto, con el anhelo por tener en sus brazos y en su regazo a SU hija? Por último, hay algo fundamental que apenas se tematiza en el desenlace el film: el afecto genuino implica decirle la verdad y nada más que la verdad a esa niña con la que se ha quedado, y a todos los que están envueltos en ese infortunado accidente. No hay amor real en la continua mentira.

Madres pararreales internadas en la espesura del melodrama
Después – no sabemos cuánto tiempo después, el film no lo indica – el relato se espesa, se vuelve aún más enemigo de la naturaleza y de lo real. Janis decide cambiar el número de teléfono. Difícil no pensar que lo hace para que la otra mujer, la que tiene a su niña y no conoce a la suya no pueda comunicarse con ella. ¿Pero por qué lo hace? Imagino que ese es el grito que el alma del espectador normal pronuncia, ese que aún no ha sido subyugado por la académica y política Teoría todoterreno. Además de ser un acto realizado con total premeditación y alevosía, su decisión involucra centralmente la tecnología contra el natural deseo – ya desechado – de comunicarse con la más que probable madre de Cecilia. No descarto la improbable resolución por la cual ambas mujeres, de común acuerdo, dieran el inverosímil consentimiento para quedarse cada una con la hija de la otra. En esa situación tan difícil de creer o imaginar siquiera, sí merecería el film el nombre de Madres Paralelas o al menos Convergentes.
El film nos muestra la vida cotidiana de Janis, y la vemos como una madre totalmente dedicada al cuidado de su hija. ¿Qué habría de más natural? Si no fuera que no lo es, y que ella lo tiene muy claro. Sigue pasando el tiempo, la joven irlandesa ya fue despedida; y Janis lleva a la niña a la casa de una “canguro”, una mujer que la cuidará mientras ella trabaje. “Yo estoy muy nerviosa, porque es la primera vez que nos separamos” le confiesa. Todo sería tan previsible, y digámoslo, natural, salvo que Janis debería haberse separado de la niña hace mucho, no para quedarse sin hija, sino para recuperar y conocer a la suya. Sigue en pie la pregunta que ningún crítico de los muchos que leí se formula: ¿por qué actúa así la mujer, tan obviamente contra la naturaleza?
Aunque no hay indicación temporal, podría ser en otra estación del año, vemos a Janis salir de su casa. Y es entonces que guión y destino hacen que se crucen las dos mujeres que la naturaleza humana debería haber reunido voluntariamente hace mucho tiempo. Ana es moza del bar en cuya mesa se ha sentado Janis. La mujer más joven luce diferente, se ha cortado y teñido el pelo de rubio. No la reconoce, lo que es otra sugerencia del pasaje del tiempo. Y adviene la segunda anagnórisis: cuando la observa de cerca, Janis se sorprende – se agrandan sus ojos – al reconocer a la joven, quien tampoco había dado muestras de reconocer al personaje de Penélope Cruz. Curiosamente, la joven no manifiesta sorpresa alguna, y simplemente le asegura que es ella: “Sí, Janis, soy yo!” Todo sigue normalmente, aunque debería escribir anómalamente, porque no se puede des-conocer, imposible negar lo ya sabido, que a Janis, como antes y emblemáticamente a Edipo, la empuja a su trágico destino, tras saber lo que ignoraba. Con alegría cortés un poco fingida Janis dice que “ahora son vecinas”; la otra justifica para el relato esta excesiva coincidencia – Madrid es muy grande y está densamente poblada, casi siete millones de habitantes en su área metropolitana. Ana le cuenta que cuando la iba a visitar, se arrepintió y entró a ese café, y terminó por conseguir un empleo allí, para irse de su casa e independizarse de su madre. Aunque ese otro personaje femenino es egoísta y autocentrado, siempre, de modo intermitente, pero notorio en la trama, el personaje masculino es el que peor se porta, como el padre de Ana, que desde el inicio, se nos dice, se ha desentendido de su hija. Sólo cuando queda sola, en el taxi que la vino a buscar, el rostro de Janis devela su angustia. Pero nunca se ha siquiera insinuado una explicación de esa obstinada ‘decisión de aferrarse al error, a la niña equivocada. Importa y mucho enfatizar que hasta ese momento de la trama nada sabe Janis sobre el destino de la otra niña, casi seguramente, su hija.
Recién cuando se encuentran de noche, en el apartamento de Janis, ésta le hace la pregunta obvia aún no hecha, sobre “su hija”, que sabemos que ella sabe seguramente sea la suya. Y llega entonces la tercera anagnórisis: “Anita ha muerto” dice con natural pesar y sollozo su madre-que-no-lo-es aún siéndolo, por afecto, por el fuerte vínculo. Eso es lo que entiende sin entender del todo el espectador. Lo que es natural en la escena son los ojos húmedos de Janis, y su exclamación conmovida: “¡No me digas eso!” Tal como hubo tres tomas con zoom de la pantalla del computador con el resultado genético de paternidad, ahora es la pequeña pantalla del celular de Ana la que es exhibida en primerísimo primer plano, para que la fotografía de la niña muerta, de Anita, concite toda nuestra atención. De modo absurdo, fuera de lugar y anacrónico, Janis acaricia el rostro retratado en el aparato, el rostro que ella no fue a conocer y buscar al día siguiente, o el mismo día en que supo que su hija estaba ahí, lejos de ella. A las preguntas angustiadas de Janis sobre cómo ocurrió esa muerte, responde Ana con una frase resonante, quizás otro momento natural de este tan anti-natural e irreal film: “Su cerebro se olvidó de respirar”. Ambas mujeres tienen los ojos enrojecidos, sólo Ana llora, pero la otra también está visiblemente afectada. Fue su niña, cuyo organismo se olvidó de vivir, tal como Janis olvidó su rol materno, su lugar necesario e irremplazable en el orden natural. Justo en ese momento, melodrama mediante, se oye el llanto de la sobreviviente, de Cecilia, en su cuarto. Hay una ironía trágica: la madre huérfana de hija acaba de oír y verá por el dispositivo electrónico de vigilancia a su propia niña viva y lloriqueando, grande y sana: “¡Está preciosa!” exclama Ana casi en un susurro, como si temiese despertarla o inquietarla, a pesar de que Cecilia está en otra habitación.
Y así se van espesando las oscuras aguas del melodrama de Almodóvar, un páramo del cual adivinamos saldremos en relativamente corto tiempo. Ana feliz levanta en brazos a la niña, que ignora es la suya, ante la mirada complacida de Janis. Pero antes hay más anti-naturaleza, un momento pararreal insólito. Al despedirse, con las manos entrelazadas – un anticipo de una relación erótica – Janis la mira con intensidad a los ojos y le pide algo inusual: “¿Tú podrías mandarme la foto de tu Anita?” Además de acceder, la otra comenta que Janis “ha cambiado el número de teléfono”, y que por eso ella no pude hablarle antes. En ese instante, parece que Almodóvar – artífice total de la idea e ideología de esta obra – se jactase o burlase de nuestra incomprensión del móvil que podría llevar a una mujer en apariencia cuerda, normal, en su sano juicio, a retener una hija que no es suya, y a no desear o anhelar con toda su alma ir al encuentro de su cría, y reparar ese crucial error administrativo, cuando todo era posible, cuando no había pasado demasiado tiempo… Creo que el director está sentado o mejor entronizado en la Teoría, en ese cúmulo de ideas previas, rígidas y cada día más poderosas e intimidadoras sobre género, raza, minorías, víctimas de la sociedad, etc. Por eso, Almodóvar no se molesta en explicarnos nada, y además refresca la memoria del espectador sobre la perversa decisión de aislarse o fugarse, de algún modo, con lo que no es suyo, e ignorar o desdeñar lo que sí lo es. Una evidencia casi pueril de lo antedicho es que cuando Janis la invita a su casa a comer, y le hace la propuesta de que trabaje y viva con ella, la protagonista lleva puesta una camiseta blanca sobre la que se puede leer con claridad, en grandes letras negras y (quizás) helvéticas: WE SHOULD ALL BE FEMINISTS. Claro, todo en ese film está organizado hacia esa Teoría o Perspectiva de Género, una inamovible y tiránica definición, como la llamé en otro ensayo.

Aventuro que su real niña, Anita, también murió por abandono, sin ignorar lo que se nos cuenta sobre la causa orgánica de su prematuro deceso. Su verdadera madre la abandonó el día mismo en que decidió ignorar la realidad, luego de buscar y encontrar la evidencia irrefutable del verdadero origen biológico de la niña que llevó a su casa. Otra inconsistencia enorme del artífice de este film es que describe a una feminista que miente de modo contumaz a otra mujer sobre algo tan fundamental como la identidad de su hija. Seguramente, ese no es el ejemplo de sororidad que la portadora del muy visible mensaje textil debería darnos.
Con evidente experiencia y comodidad, a medida que conviven las dos mujeres y la única hija, que es compartida pero que sólo pertenece a una de ellas, Almodóvar disfruta de esta narrativa cada vez más densa y cargada emocionalmente. Un ejemplo de ese clima es el ofrecimiento que le hace Ana de traerle la hamaca “que mi Anita disfrutó mucho”, y la reacción bien actuada por la otra actriz. Luego de mostrarnos el impacto del comentario en su cuerpo, Janis dice con un tono de voz que bordea la sobreactuación: “Quizás tenga todavía su olor”. Estamos flotando en la laguna viscosa del melodrama. Tras ese intercambio que no puede no ser doloroso en cualquier circunstancia, pero que para el público es doblemente trágico, sobreviene una pesadilla de Janis que la hace ir con urgencia al cuarto donde duermen Ana y Cecilia. Acepta la oferta de la joven de acostarse en su cama, y de modo previsible y almodovariano, poco después la sororidad se convierte en un vínculo erótico entre ambas. Cuando irrumpe en ese cuarto, a modo de explicación, Janis le dice a la otra mujer: “La echaba de menos”. Después de esa intimidad aún sin sexo, nuevamente ella acude a la ciencia, a la biología y con un pretexto, le toma una muestra de ADN a Ana, y por supuesto, a la niña. Salvo para alguien muy desprevenido en el público, el resultado de este nuevo análisis es del todo previsible. Esa acción está desfasada, debería haber sucedido mucho antes, tras constatar que la beba que tanto la alegraba no era suya, aún si Janis hubiese puesto todo el afecto anhelante de una recién madre sobre esa niña. Ahora su gesto tiene un sentido puramente melodramático, y sólo sirve para reforzar el impacto teatral y lacrimógeno o iracundo de la próxima e inminente revelación.

Siempre embarcados en la previsible ruta del melodrama, contemplamos a quienes ya se han vuelto amantes llevar el coche con Cecilia al cementerio, para visitar la tumba de Anita. Así nos enteramos de que ella vivió seis meses. El dato importa, porque durante parte de su existencia, Janis podría haber hecho el cambio. En ese largo sendero hacia la revelación, somos testigos del modo brutal en que Ana fue violada, y su niña concebida. La violaron dos compañeros que aprovechando que estaba ebria y drogada grabaron su acto sexual con el chico que a ella le gustaba, y la amenazaron que para no difundirlo debía tener relaciones con ellos dos también. Se trata de una instancia típica de la cultura de la violación; nada falta del decálogo de males masculinos en este film. Sólo resta el mensaje de Janis, que le aconseja a Ana que debió haberlos denunciado, para que “esos chicos no siguieran violando”. Flota sobre ese relato el fantasma de La Manada, del caso de violación grupal de una joven en Pamplona, en 2016. Pero aún algo queda un deber para cumplir con la Teoría: otras víctimas encuentran su lugar en este inusual vehículo cinematográfico, aunque lo hacen con notoria dificultad.

Junto al convidado de piedra político llega la revelación final y pararreal
Transcurren ochenta minutos antes de que se retome el tema político mencionado al inicio: la búsqueda de la verdad histórica sobre los desaparecidos de la dictadura franquista. Regresa Arturo en su rol profesional con la noticia de que se hará la excavación en el pueblo de Janis que ella había solicitado. Se encuentra con él en una taberna, y le responde con alegría radiante que “la niña está maravillosa”, como si hubiese quedado muy atrás la sombra del gran engaño practicado. La preocupación política de Janis ocasiona el cisma entre ambas mujeres. Ana dice que ni sabe ni le importa conocer la verdad de un tiempo en que ella no existía, y agrega que en su familia esto no fue nunca discutido. Su comentario causa un duro reproche de Janis, quien aprovecha la indiferencia de la otra para lanzar una suerte de manifiesto sobre las miserias políticas e históricas de España:
“Parece que en tu familia nadie te ha explicado la verdad sobre nuestro país! Hay más de cien mil desaparecidos, enterrados en cunetas! ¡A sus nietos y bisnietos les gustaría desenterrar sus restos, para poder darles una sepultura digna, porque se los prometieron a sus madres y a sus abuelas! ¡Y hasta que no lo hagamos, no habrá terminado la guerra!”
Todo lo que sigue en relación a la incómoda inclusión en el relato de los desaparecidos de la Guerra Civil española recién en el tercio final del film, me llevan a pensar en un nuevo y válido sentido de la expresión ‘revictimización’. Parece algo tan forzado y ajeno al melodrama en curso este ingreso del tópico histórico que el histriónico despliegue de indignación de la mujer sólo sirve para deshonrar la memoria de quienes se supone la trama fílmica deseaba honrar. Es tan escaso el tiempo, tan menguada la energía narrativa y discursiva que se le dedica a representar ese episodio oscuro de la historia de España, que el resultado narrativo no puede sino ser decepcionante.
Observamos extrañados una melancólica incursión en el género de cine didáctico, con un mensaje explícito. A lo que se ha dedicado la mayor parte del film es a otra forma de didacticismo, a cultivar la Teoría, a ensalzar y consagrar el deseo insensato y antinatural de control de una mujer. Mal puede alcanzar el tercio restante de la trama fílmica para despertar la conciencia social dormida sobre la tiranía franquista. Por supuesto, hay además un momento de ironía involuntaria, porque la mujer que alecciona con tono iracundo a la joven, para que ella sepa por fin de la verdad sobre la familia de su padre, ha ocultado y mentido sin cesar sobre algo de vital importancia, hasta ese momento. Consigno que, en esta obra, son invariablemente los hombres quienes aparecen como culpables de todo, de la guerra, de las desapariciones, de la indiferencia hacia ese episodio oscuro de la historia del país, y reiteradamente de una pésima actitud hacia las mujeres. Ana debe despertar de su ajenidad con ese crimen impune, la conmina indignada Janis, “¡para poder decidir dónde quieres estar tú!” Este discurso de cartulina es tan ajeno al mundo narrativo de Madres Paralelas como lo sería la irrupción de un samurái, y por eso, no puede sino revictimizar a quienes fueron víctimas de desaparición en aquel conflicto bélico del siglo 20.

El sentimiento de encolerizada indignación de la mujer en esa escena sugiere que ese podría ser el fin de su relación con Ana. La joven le pregunta: “Ya estás harta de mí, verdad?” Janis niega cada una de las dudas que expresa con angustia la otra, porque quiere entender la frialdad que siente. Y el espectador presiente que el melodrama está a punto de llegar a su clímax: “Los problemas son conmigo misma”, le dice finalmente Janis. Llega la revelación final: “Durante todos estos meses te he estado ocultando algo”. Decide entonces confesar la verdad: acompañada por una intensa música de cuerdas que de nuevo colorea la escena de suspenso hitchcockiano, la mujer revela lo que en verdad la angustia, y que cambiará la vida de ambas para siempre. La protagonista se apoya de nuevo en la ciencia, en la biología, y le muestra a Ana los dos resultados de los sendos análisis de ADN sobre la verdadera filiación de Cecilia.
Tras leer el primer informe, Janis le dice: “no soy la madre de Cecilia”. El informe de no maternidad está fechado el 14.02.2018; antes pudimos ver en su tumba que la muerte de Anita ocurrió el 12 de marzo de ese año. Transcurrió todo un mes en que Janis pudo y debió haberle comunicado a la probable madre de Cecilia que tenía a su hija, y ella debió haber conocido y reclamado a Anita como suya. El otro informe es del 12.01.2019, casi un año después del primero, y diez meses después de la muerte de la otra niña. Tras leerlo, llega la anagnórisis definitiva, pues comprende “que Ana Manso sería la madre biológica de Cecilia, pero Ana Manso soy yo…” exclama incrédula la joven. Y llega la frase redundante y anacrónica: “¡Cecilia es tu hija!” Quizás Almodóvar siempre había soñado con filmar un culebrón, una típica telenovela latinoamericana, del mismo origen que la cita literaria con que culmina esta obra. En ese clima, surge la pregunta obvia: “¿Cómo no me has dicho nada antes?” le reprocha. Luego, mientras Ana mira a la niña morocha, con rasgos latinoamericanos, también observa la fotografía que lleva en el celular, y por fin reconoce en esa imagen al padre de su hija. Se produce la recuperación de identidad de la niña y de la maternidad real de la mujer. Con escasa luz y mucha angustia, vemos sollozar solitaria a Janis en su dormitorio. De un modo estético y refinado visualmente, el film le da cuerpo a la expiación tan diferida, en una escena cuya composición cromática recuerda la atmósfera de una pintura fría y nocturna de Edward Hopper. Janis llora mientras asiente, a la pregunta de Ana: “Quieres decir que mi Anita era tuya?” Y recién tras más de hora y media del film (1h 34’) sobreviene la interrogante fundamental: “¿Desde cuándo lo sabes?” Como si de pronto Almodóvar recordase su deber con la ética y con la estética de la representación, le hace decir a Janis algo que lejos de satisfacer nuestra incertidumbre la ignora para siempre: “Yo quise explicarte mis sospechas, te lo juro, de hecho te llamé, nada más saberlo, pero me eché atrás!”

Sin minimizar o ignorar el natural e irresistible flujo de afecto por el ser humano que se cree que ha parido, y que cuida y amamanta con cariño, persiste la inverosimilitud o inexplicable situación. Sólo se vuelve inteligible esa reacción de la protagonista desde el marco de la Teoría, desde la perspectiva de género, y desde otras ideas pre-establecidas, tal como lo afirma Lindsay (2021):
“La Teoría se sienta por encima de la realidad y aporta la comprensión correcta, tal que aquellos que abrazan la Teoría son los únicos que pueden realmente entender la realidad.”
Nada se nos dice sobre el tiempo anterior, sobre ese mes entero en que Janis no fue a hablar con la probable madre de Cecilia, sino que además tomó la decisión de cortar amarras no sólo con la joven, sino con la naturaleza, con su curiosidad y con su deseo genuino de conocer lo que ella naturalmente había parido, la niña que Janis había engendrado. Tan solo se habla de algo que, desde el género melodramático, es muy comprensible, a saber, la humana tentación de no quedarse sin hija, luego de conocer la muerte inesperada y terrible de la otra niña, de Anita. Continua estando envuelto en una impenetrable oscuridad el motivo, la inclinación a no acudir raudamente a verla, a conocer la verdad. La muy escueta frase de la mujer, “pero me eché atrás”, después de llamarla, tras conocer su no filiación biológica con Cecilia, no explica nada, no satisface en absoluto la curiosidad más elemental sobre la reacción psicológica, humana de este personaje, que, suponemos, debería representar algo real del mundo de la vida. ¿Quién haría algo semejante en una circunstancia parecida? ¿Y por qué haría algo así? ¿Qué podría conducir a una mujer, o a un hombre, a renunciar a su vínculo existencial, a su relación con su hijo o su hija?
Y para colmo de males narrativos, ¿cómo entender esa renuncia tan poco tiempo después del nacimiento? Un total silencio argumental suprime o cancela esas preguntas, y coloca a la Teoría en las alturas, como si fuese una gigantesca bóveda ideológica que cobija a todos los críticos de cine cuyas alabanzas hiperbólicas leí, y que no dudo seguirán aumentando a lo largo y ancho del mundo. Todos ellos tienden un espeso manto de silencio sobre esta enorme inconsistencia o incoherencia narrativa. El comentario de Janis a Arturo, a quien ella acude al quedarse sola y desolada, es de nuevo incomprensible: “¡Ha sido espantoso, encontrarla cuando ya estaba muerta!” No tiene lógica alguna hablar de “encontrar(la)”, porque para usar esa expresión, se debe desear primero buscar a esa persona. Y eso fue precisamente lo que no sólo no hizo, de modo pasivo o indiferente este personaje, sino que ella se negó a hacerlo de manera activa, cuando Janis tomó medidas para evitar el encuentro con lo real, con la naturaleza materna. El encuentro con la otra mujer, recordemos, fue accidental, un azar, y ocurrió sólo porque Ana iba a verla a su casa. Ella la buscó, seguramente, para contarle sobre su pérdida, para compartir su dolor de ya no tener a su niña, con la mujer que se había mostrado maternal y compasiva con ella en la maternidad.
Coda-conclusión: mujeres pararreales al borde de un ataque teórico
¿Y esto que escribí sobre la Gnosis, sobre la construcción asocial e irreal de la realidad, tendría algo que ver con el manejo político y mediático de la vida pandémica desde marzo de 2020? Absolutamente sí, porque en Madres Paralelas – que insisto en rebautizar Madres Pararreales – hay una declaración de guerra sin tregua ni piedad contra la normalidad. Asistimos al triunfo de una humanidad plenamente controlada por la Teoría, por una clase de feminismo deshumanizante que deja atrás como un lastre inservible la biología, el amor, la relación con el Otro, para instalar en su lugar el reino de la desigualdad como necesaria estrategia de una realidad socio-construida, arbitraria. En nuestro país, el GACH (Grupo Asesor Científico Honorario) encarnó el monopolio de La Ciencia, que se encargó de atajar y obturar, política y medios de comunicación cómplices mediante, el acceso a una travesía dialógica abierta, sin claros límites (Peirce), en pos de la verdad sobre el mejor modo de entender y tratar la pandemia. Esa búsqueda es siempre un emprendimiento falible y necesario. Ahora, en el film Madres Paralelas de Pedro Almodóvar, asistimos al apogeo de un nuevo grupo tecnocrático asesor que preside sobre la realización y el éxito imparable de esta clase de inoculación ideológica y artística; propongo llamarlo el GATI: Grupo Asesor Teórico Irreal. Cada momento de la aclamada película de Almodóvar se empeña en incrustar en la pantalla un dogma de la Teoría que se lleva por delante la Realidad. No recuerdo haber visto en tiempos recientes otro film que represente y exhiba una serie similar de grandes momentos de un feminismo enemigo de la recalcitrante realidad. De modo análogo al poder y control irrestrictos del GACH a nivel local pandémico, con el fuerte apoyo del GATI, esta obra cinematográfica de alcance global – no en vano fue lanzada por la plataforma de streaming Netflix, para esclarecimiento de las masas no ilustradas del mundo – materializa a todo color, vestuario, música y actuación el protocolo para desterrar lo real e imponer el mundo de la identidad grupal mujer, por encima del hombre, para aplastarlo y borrarlo por fin de la faz de la tierra.
Referencias
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