POIESIS / 64

Por Aitor Francos

Es fácil advertir las virtudes de un buen poeta porque únicamente hace falta ponerse a leerlo; lo difícil, habitualmente, es llegar hasta este punto, descubrirlo. El segoviano Luis Llorente (1984) es antes que nada un lector entusiasta, que no se cansa de promocionar lo ajeno, de dar muestras de su inagotable gozo que le produce aquello que lee, y que, con entusiasmo, trata de acercar a los demás. Él mismo es un poeta talentoso, y quién sabe si una rara especie en su generación. No exagero si aseguro que de entre los poetas de su edad es el que mejor ha integrado la formalidad y la exigencia de lo clásico y aunque no oculta sus referencias más inmediatas las hace íntimas y las personaliza, de modo que suenan absolutamente suyas. Lo demuestra aquí mismo, usando para titular este libro un extracto de Lope de Vega, que además cita en forma de epígrafe. Nunca mediada por la necesidad o la prisa, en la voz de Llorente, cuya hondura elegíaca le ha ido alejando hacia territorios más intimistas y personales con la deriva de los años, hacia una mayor exactitud formal incluso, está imponiéndose progresivamente una expresión más cercana, aunque el eje central de la creación se siga sustentando en el barroquismo del lenguaje y en sus amplias posibilidades formulativas. Destacan, como influencias evidentes, seguramente inexcusables para el poeta, Francisco Brines, en términos de actitud y celebración; Claudio Rodríguez, Lezama Lima y César Vallejo, en cuanto a fervor por la palabra y estética. Hay en su poesía, en la misma medida, elegía y pesar, como fuerzas sostenedoras del mundo, pero impera la exaltación hímnica, y la proclamación admirativa hacia las causas de la naturaleza. Lo bello es bello porque puede ser admirado, y necesita observación, no explicarse. Llorente es un poeta satisfecho y agradecido, encontraremos en él todo menos impostura. Y acepta igualmente la decepción y la renuncia, el olvido y la rendición. Este carácter le empuja a una sensibilidad inusualmente receptiva, que es lo que impregna de autenticidad sus páginas y lo que además funciona como resorte muscular de su escritura: el poema se engendra de dos maneras; o como revelación, de cuanto se presenta ante él, o para celebrar la experiencia misma de la palabra leída en otros. Como bien apuntó Maurice Merleau Ponty el lenguaje antes que un objeto es un ser. Y la palabra establece todo el cimiento vivo. Entonces se entiende que el poeta es alguien que pregunta al lenguaje, con serenidad pero también con pasión, para evocar y proyectar un rumor orgánico. Y recibe como un rezo secular, un íntimo temblor que acompaña a la música olvidada del universo. Porque hay un instante exacto para la contemplación y otro para el recuerdo. Pero el resto del tiempo el poeta es insignificante, prescindible, ni siquiera resulta necesario para la poesía. En su libro Del fruto que arde leíamos: “Acaso quien camina es invisible”. Lo que importa es la perplejidad, la representación del asombro. Ordenar el mundo a través de la percepción y la mirada. No obstante, no es éste un viaje ascético. La actitud vital de Llorente es, principalmente, de exaltación y dicha, y de clarividencia. Este rumbo viene determinado desde El vuelo y la mirada (2015) y bautiza al mundo como lugar de comunión entre el poeta y los dones de la naturaleza a los que tiene acceso. Como diría Claudio Rodríguez (quizá el poeta que más influencia ha ejercido en Llorente): Cuanto miro y huelo /es sagrado (“Las estrellas”). Ver (y percibir en general, mediando cualquier sentido) se convierte, por tanto, en algo constitutivo: un acto poético fundador. Y el objetivo de la escritura no es despejar la incógnita de la simbolización y la metáfora, sino mantenerla viva; establecer una dialéctica directa con el entorno. Ser, citando un heptasílabo del poeta: memoria y redención. Lógicamente, la memoria y la fugacidad del tiempo —que son las sombras que la vida arroja sobre el hombre- hacen que la mirada del poeta, aunque exaltada, sea profundamente elegíaca, y que no se pueda atender al mundo sin percibir en él los signos de derrota, mientras todo alrededor se va derrumbando embadurnado de una fuerza de amarre maternal y consoladora. La realidad es la que el poeta descubre, y hace suya, mediando su experiencia perceptiva. Y con la escritura le da un cuerpo, proyección y una identidad. La poesía ofrece así representaciones oníricas, en el teatro del mundo y de la significación. De ahí que haya que estar despierto y alerta, en la obligación de ser perceptivo, ante la inmortalidad de la belleza, del arte total. La mirada tiene ese poder de retener por un momento algo enunciado y hacer que pueda salvarse en las palabras del poeta. Se nota, en Y no bebáis del agua del olvido, un intento de recuperar, para cada poema, una pasión psíquica casi junguiana, revitalizadora, de extrema conexión mental con cuanto se ve y describe, y que adquiere, con frecuencia, matices de epifanía. De alguna de nuestras conversaciones he deducido su devoción por la poesía valiente y arriesgada, cuyo estímulo esencial es el de determinar un cambio en quien lee. Probablemente Llorente no crea en las armas de lo poético como estímulo para la acción política o social, o no es algo que podamos deducir de cuanto escribe, pero sí tiene fe en que es útil para la transformación íntima del lector. En su poesía habita una convicción crítica apasionada y, a la par, una fórmula didáctica. Contando con el pausado ritmo de publicaciones al que nos tiene acostumbrados, sometido a largos periodos de silencio voluntario y de perfeccionamiento, de austeridad y contención, cada entrega supone un acontecimiento. Y una dichosa aventura. Hombre de oficio, ha hecho de su poética una cumbre solitaria, el mejor ejemplo de entrega prudente y calmada, que es la forma más firme, en realidad, de exigencia. 

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Luis Llorente nació en Segovia en 1984. Estudió Filología Hispánica en la Universidad de Salamanca. 

Ha publicado cuatro libros de poemas: La rutina de la nieve (Huerga & Fierro, 2010); El vuelo y la mirada (Siltolá, 2015); Del fruto que arde (La Garúa, 2017) e Y no bebáis del agua del olvido (Polibea, 2021).

Ha sido incluido en varias antologías, como Poetas de Castilla y León (Punto de Partida, Universidad Nacional Autónoma de México, 2010); La deriva alucinada: poesía en Salamanca (Editorial Abril, Luxemburgo, 2013); El Salón Barney (Playa de Ákaba, 2014); Nacer en otro tiempo: antología de la joven poesía española (Renacimiento, 2016) y Pájaros vivos: poesía reunida contemporánea (Celya, 2021).

Además, ha colaborado en libros temáticos de VV.AA., como Tribu versus Trilce: homenaje a César Vallejo (Karima editora, 2017); O sol é secreto (homenaje a Eugénio de Andrade, Fundación Povoa de Atalaia, Portugal, 2019) y Declaraciones poéticas (Ágora Siglo XXI, 2023).

Poemas suyos han aparecido en revistas importantes de España como Suroeste, Estación Poesía, Quimera, Archiletras Científica, Oculta Lit, Gure Zurgaia o Estigia. Y en la mexicana Migala.

Fue finalista del premio Adonais en 2016 y en 2017.

Reside en Segovia.