
LECTURAS DE EXTRAMUROS
Los que aman, odian. Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Emecé, Buenos Aires, 2018
Por José Assandri
Los que aman, odian es una de las novelas policiales escritas en lengua española más ingeniosas e interesantes que puedan leerse. Demostrar esta afirmación sin aguarle la fiesta a los futuros lectores, sin anunciar quién es el asesino, es un ejercicio que tiene sus dificultades. Sin embargo, tratar de desentrañar el argumento y cómo fue escrita, cuando la cuestión policial capta tanto la atención de tantos, sea bajo el formato de las noticias, o como novela policial tradicional, o como ese folletín policial que practican las populares series de Netflix o HBO, posiblemente nos diga alguna otra cosa sobre la subjetividad de este tiempo.
En primer lugar, hay una serie de elementos que pueden ser señalados como particulares de esta novela: que se haya escrito en 1946 (muy pocos lectores vivos podrían identificar los tics de la época); que sus autores hayan sido un hombre y una mujer (que en esos tiempos eran tipos mucho más definidos y definitivos); que hayan estado casados entre sí (un estado que sólo supo interrumpir la muerte y no las infidelidades de él); que algunos conciban a los autores de la novela como escritores secundarios opacados por la sombra de figuras como Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo (resultado de esa actual lógica de campeonato que supone que sólo hay lugar para uno solo); que se haya transformado en una película (algunos creen que el cine califica un texto, asunto que quedará sin respuesta). Sin embargo, más valor que todo esto lo tiene la primera frase de la novela: “Se disuelven en mi boca, insípidamente, reconfortantemente, los últimos glóbulos de arsénico …” (p. 9) ¿Por qué utilizar desde el inicio esa palabra, arsénico, que tiene tanta letalidad literaria? Algo así no va en contra de la lógica habitual de la novela policial, simplemente es un comienzo que tienta al lector a pensar que, el caso a desentrañar, no es un asesinato sino un suicidio. Inmediatamente los autores agregaron entre paréntesis “(asernicum album)”, un modo de hacerles saber a los lectores que nunca serán sus razonamientos los que descubrirán al asesino. Este arsénico es, ni más ni menos, que un remedio homeopático para tratar desórdenes digestivos, insomnio, alergias, ansiedad, depresión o síntomas obsesivo compulsivos. El arsenicum album también tiene como función presentarnos al protagonista de la novela, o más bien, a quien nos hace el relato, Humberto Huberman, médico. Es sabido que la figura del médico acompaña generalmente al detective privado como figura o contrafigura. Es del caso recordar a Sherlock Holmes y su inseparable doctor John H. Watson. Sin embargo, también es cierto que es posible prescindir del médico, como lo mostró G. K. Chesterton, contemporáneo de Arthur Conan Doyle, quien inventó a un Padre Brown que se desempeñaba bastante bien a solas. ¿Por qué la figura del médico tiene tantas veces un lugar importante en las novelas policiales? Esta es una pregunta que merece ser considerada seriamente.
Tal vez convenga traer a cuento el origen de la novela policial. Aunque para algunos la investigación como ficción podría remontarse al Edipo Rey de Sófocles, la mayoría coincide en que el género literario puede fecharse bastante precisamente: en 1841 Edgar Allan Poe inventó a C. Auguste Dupin, el detective privado. Este personaje era capaz de descifrar misterios que, aquellos a los que el Estado ha delegado las funciones de autoridad e inteligencia, los policías, no son capaces de hacerlo. Justamente el oficialismo no sabe ver lo que tiene delante de los ojos, simplemente se ocupa de repetir su estereotipado modo de ver las cosas. El detective privado, aquel que no pertenece a ninguna institución, ni a la familia, ni siquiera al matrimonio al decir de Ricardo Piglia (Formas breves), es quien puede dar una solución adecuada a ciertos enigmas. Y si bien esta estructura básica ha variado a lo largo de la historia de la novela policial, para nuestra novela, preferimos quedarnos con estos pocos elementos.
No sólo la novela policial tiene fecha de comienzo, sino que también su método puede ser localizado. Carlo Ginzburg lo llamó “paradigma indicial” (Mitos, emblemas, indicios) tomando como ejemplo algo que se originó en los años 1870, cuando cierto personaje, Giovanni Morelli, publicó una serie de artículos firmados el nombre ruso de Iván Lermolieff, y que “tradujo” al alemán usando el nombre de Johannes Schwarze. Morelli introdujo en la historia del arte un método para identificar y certificar, con alto grado de acierto, los autores de las pinturas que se exhibían en los museos. Frente a la eventualidad de la falsificación de las pinturas, no se trataba de saber sobre el estilo del pintor, ni de los rasgos estilísticos esenciales de su obra, sino de cómo cada pintor ejecutaba detalles como las uñas, el lóbulo de la oreja, los dedos de los pies. Allí, en esos detalles supuestamente superfluos, se coagula la particularidad de cada pintor. Este paradigma indicial muestra que algo es una cosa y no otra a contrapelo de lo que podría pensar el común de la gente, incluso, frente a considerados expertos. Es a partir de allí que el parentesco con la novela policial está dado: la clave está en los detalles que pasan desapercibidos. En las novelas policiales se trata de interpretar huellas en el barro, cenizas de cigarrillos, esos detalles absolutamente triviales, y en un mismo impulso, Ginzburg emparenta a Morelli con Conan Doyle (médico) y Sigmund Freud (también médico). De este último, en su estudio del Moisés de Miguel Ángel, no sólo implicó un cultivo del detalle, sino que también citó en su texto al propio Morelli, como también en otros textos se refirió a Holmes, cuya una práctica sería cercana a la psicoanalítica.
Lo que mueve los engranajes de una novela policial es saber lo que no se sabe, el misterio, asunto que por cierto no es patrimonio de la novela policial. Jacques Rancière señaló (Los bordes de la ficción) que la novela policial surgió en un momento de caída de los grandes descubrimientos de la ciencia. Y como si hubiera tomado el relevo de esa fe en el razonamiento, surgió la novela policial, una racionalidad de ficción. Para Rancière, el detective privado proviene de la cruza entre la intuición de Immanuel Kant y la mística de Emanuel Swedenborg, es decir, es necesario cerrar los ojos ante lo que se percibe para operar espiritualmente, para establecer las relaciones necesarias que no son evidentes a los sentidos. Y si la figura del médico tiene su lugar, no es sólo porque él sabe leer los síntomas más allá del malestar, sino porque su profesión se nutrió del ascenso de la ciencia llamada positiva. Esto ha sido tan evidente en la historia del policial que, en series como CSI, se podría decir que el laboratorio es un personaje más. Le corresponde al laboratorio dar el sentido adecuado a los indicios encontrados por los investigadores.
En Los que aman, odian, el asesinato no fue cometido ni con una cuerda, ni con un cuchillo ni con una piedra. La estricnina, algo bastante muy difícil de acceder, fue la causa de muerte.
Y esto hace que el médico homeópata se vuelva sospechoso a causa de su cargamento de glóbulos y líquidos con los que, imaginariamente, cree engañar a las enfermedades y la muerte. Una pregunta se desliza subrepticiamente en la novela: ¿acaso un homeópata podría ser efectivo en la lógica de la novela policial? Sin duda que en la ficción cualquier cosa es posible, pero la homeopatía busca que los cuerpos se acomoden a sus males, no ambiciona soluciones radicales como arrancar las enfermedades, ni proponer una nueva calidad debida como sí se lo puede proponer la medicina tradicional llamada alopática. Entonces, como un panadero celíaco, como un carnicero vegano, el médico homeópata, más allá de sus convicciones respecto al crimen, no es para nada el tipo de médico que podría frecuentar una novela policial tradicional, ni tampoco sus hipótesis en la novela fueron muy convincentes. Se podría decir que, a través del médico homeópata, los autores objetaron la tradicional figura del médico y su saber.
Pero no sólo importan los personajes de una novela policial. El escenario es fundamental. En Los que aman, odian, el asesinato ocurrió en un hotel aislado, al borde del mar, al que se accede laboriosamente aprovechando la bajamar, trepados a un vehículo que se traslada, incierto, sobre el artificio de unos tablones arrojados en la arena. A tal difícil trance, hay que agregar que el crimen sucedió en medio de una tormenta de arena que amenazó con tapar el edificio del hotel y transformar en momias egipcias a la muerta, los sospechosos, los investigadores (que son más numerosos que los posibles asesinos), los dueños del hotel, un niño y nuestro doctor. La dificultad de acceder o salir del hotel acrecientan la intriga dado que, en ese clima, no parece posible que alguien de afuera hubiera llegado simplemente para cometer un crimen.
Para Piglia (“La ficción paranoica”), la sensación de peligrosidad en que viven los lectores, la idea de una vida cotidiana amenazada, los temores a la conspiración y a los enemigos ocultos, es el camino que conduce a la novela policial. Esa racionalidad de ficción les representa a los lectores el estado de las cosas según el índice de sus temores más ocultos. Es entonces que la búsqueda de una explicación hace carne en cada uno, y no sólo se rechaza la posibilidad del azar, sino que la sed de deducciones puede derivar en delirios interpretativos. Con el confinamiento y de distanciamiento social creados por Los que aman, odian, la pregunta por el asesinato abre a múltiples respuestas. El médico homeópata tuvo sus hipótesis; el comisario Aubry las suyas; el inspector Atwell (o Atuel) las propias. Ninguno de ellos descubrirá al asesino, la respuesta solo llegará por la propia declaración del asesino, fuera del alcance de todos esos saberes.
¿Por qué el asesino mató a quién mató? Recién después de su crimen el asesino se preguntó por qué lo hizo, de hecho, amaba a la muerta. Pero inmediatamente después declaró “hice lo que hubiera hecho cualquiera en mi lugar.” (p. 150) No parece que tuviera ningún tipo de arrepentimiento, sino que, además, supone que sus reacciones son comunes. Luego de sus declaraciones, el asesino se alejó rápidamente del lugar, por lo tanto, no es posible seguir interrogándolo. Sólo nos queda el título y los autores para buscar otra respuesta.
Pero como tampoco podemos interrogar a los autores, ya que no están en este mundo, nos queda como ejercicio de ficción la pregunta ¿cómo hicieron para escribir juntos? ¿Cómo se llega al grado de intimidad que les permitió escribir y que no sea posible encontrar saltos de escritura, diferencias de estilo? Alguno podrá imaginar que él le metería a ella un dedo en la oreja, para hacerle sentir la molestia persistente del viento y la arena, y, que de ese modo pudieran tener el clima de la novela. Otro imaginará que, mientras él trataba en el baño de sacarse de encima, inútilmente, la última gota, ella le golpeó el hombro para anunciarle que tenía una nueva idea, como si para escribir juntos no alcanzara con la intimidad que proporciona el sexo, como si se volviera necesario compartir las funciones más segregativas de los humanos. Habrá quienes imaginen otras escenas, por ejemplo, que justo cuando iban camino al restaurante a cenar y festejar el final de la novela, un cruce de miradas les habrá hecho saber que tenían que volver inmediatamente a hacer lo que tenían que hacer, escribir. Nada de eso ocurrió.
Cierta página escrita por Adolfo Bioy Casares explicó cómo fue que escribieron. Para él, Silvina fue de las personas más inteligentes que conoció. También escribió que Los que aman, odian, fue escrita a finales del verano de 1946, en un hotel de Mar del Plata, durante un mes. “El método de trabajo fue muy parecido al que empleábamos con Borges: inventábamos episodios, alguien proponía una solución y yo escribía. Quisiera agregar que nunca hubo una discusión ni una pelea, ni con Silvina ni con Borges. Reconocíamos enseguida cuál era la mejor frase para el texto y la aceptábamos sin discusiones.” Para Bioy Casares no hubo diferencia entre su esposa y su amigo (de quién su inteligencia no se duda). ¿Acaso escribir una novela policial es sólo cuestión de inteligencia? ¿Qué lugar les daban a las pasiones? Entonces podemos recordar a Elvio Gandolfo: “Perdónalos Marlowe, no sabían lo que hacían.”
Solo nos resta el título como una guía, y allí, el amor y el odio están juntos al mismo tiempo. Seguramente eso es lo más difícil de escuchar, preferimos que las pasiones se distingan claramente, como si esa fuera la mejor forma de tratarlas. En primer lugar, se supone que, si hay odio, no puede haber amor. En segundo lugar, que sólo una pizca de odio degradaría el amor. Los que aman, odian, no solo afirma que amor y odio están juntos, sino que tal vez, hasta proponga un método para tratarlas, precisamente la homeopatía. Las pasiones podrían ser procesadas a fuerza de gránulos de arsénico para disminuir su potencia. Ese modo, matar lenta y periódicamente las pasiones, puede ser el camino que emprenden algunos a través de distintos tipos de sustancias, con lo que el asesinato y la autodestrucción tampoco estarían tan separados. Más allá de todos los esfuerzos por no tener mezcladas en el ánimo las pasiones, la novela también podría indicar que, en ciertas situaciones como el confinamiento, eso se vuelve aún más difícil. Suponer que ese es el mensaje de la novela, que las pasiones están mezcladas y que no hay amor sin odio, puede ser una presunción demasiado apresurada. Porque entonces habría que concluir que, esta novela policial, no siendo más que racionalidad de ficción, está compuesta por la inteligencia de sus autores, mientras que el resto se debe a la verdadera filigrana (esas marcas que evitan cualquier falsificación) de los lectores: nuestra avidez por frecuentar el amor y el odio.