ECONOMÍA
Por Murray Rothbard
A lo largo del primer siglo de la República, el partido que favorecía un banco central, primero los federalistas de Hamilton, luego los whigs y después los republicanos, fue el partido del gran gobierno central, de una gran deuda pública, de los altos aranceles proteccionistas, de las obras públicas a gran escala y de las subvenciones en esa versión temprana de la «asociación entre gobierno e industria». Los aranceles proteccionistas eran para subvencionar las fábricas nacionales, mientras que el papel moneda, la banca de reserva fraccionaria y el banco central eran defendidos por los nacionalistas como parte de una política completa de inflación y crédito barato para beneficiar a sus negocios favoritos. Estos favoritos eran empresas y sectores que eran parte de la élite financiera, centrada desde el principio y durante toda la Guerra de Secesión en Philadelphia y Nueva York, con Nueva York asumiendo el primer puesto después del fin de esa guerra. Enfrente de este poderoso grupo de nacionalistas se encontraba un movimiento igualmente poderoso partidario del laissez faire, los mercados libres, el libre comercio, el gobierno ultra-mínimo y descentralizado y, en el campo monetario, el sistema de moneda fuerte basado directamente en el oro y la plata, con los bancos desprovistos de todo privilegio especial y con suerte limitados a la banca en metálico 100%. Estos libertarios del dinero fuerte eran el cuerpo y alma del partido demócrata-republicano de Jefferson y luego del Partido Demócrata de Jackson y sus potenciales votantes incluían todo tipo de ocupaciones, salvo las de banquero y la clientela de la élite favorecida por el banquero.
Después de que Hamilton creara el Primer Banco de Estados Unidos, seguido por el Segundo Banco impuesto por los demócrata-republicanos después de la Guerra de 1812, el presidente Andrew Jackson consiguió eliminar el banco central después de una lucha titánica durante la década de 1830. Aunque los demócratas jacksonianos no fueron capaces de aprobar todo su programa de moneda fuerte durante las décadas de 1840 y 1850, debido a la creciente división demócrata sobre la esclavitud, el régimen de aquellas décadas, además de establecer el librecambismo por primera vez en Estados Unidos, también consiguió eliminar, no solo el banco central, sino todo indicio de banca centralizada. Aunque el nuevo Partido Republicano de la década de 1850 incluía a muchos antiguos demócratas jacksonianos, el programa económico de los republicanos fue fijado con firmeza por los antiguos whigs en el partido. Los victoriosos republicanos aprovecharon su Congreso que incluía prácticamente un solo partido después de la secesión del Sur para aplicar su programa de nacionalismo y estatismo económicos. El programa nacionalista incluía: un enorme aumento en el poder público central alimentado por el primer impuesto de la renta y por altos impuestos sobre el alcohol y el tabaco, grandes concesiones de terrenos y subvenciones monetarias a los nuevos ferrocarriles transcontinentales y el restablecimiento de un arancel proteccionista. No fue menor lo que llevó a cabo en la revolución estatista republicana en el frente monetario y financiero. Para financiar el esfuerzo bélico contra el Sur, el gobierno federal abandonó el patrón oro y emitió papel moneda fiduciario irredimible, los llamados «greenbacks» (técnicamente, billetes de EEUU). Cuando el papel irredimible, después de dos años, se hundió hasta los 50 centavos por dólar en el mercado en términos de oro, el gobierno federal recurrió a aumentar la emisión de deuda pública para financiar la guerra.
Así, el programa republicano-whig consiguió acabar con la devoción demócrata tradicional por Jefferson-Jackson de la menda fuerte y el oro, así como su odio por la deuda pública. (¡Tanto Jefferson como posteriormente Jackson, en sus administraciones, lograron, por primera vez en la historia estadounidense, liquidar toda la deuda pública federal!). Además, aunque los republicanos no se sentían todavía lo suficientemente fuertes como para recuperar el banco central, en la práctica pusieron fin al sistema bancario relativamente libre y no inflacionista de la época posterior a Jackson y crearon un Sistema de Banca Nacional que centralizaba los bancos de la nación y creaba lo que equivalía a una estación intermedia hacia la banca centralizada.
A los bancos estatales, desde el inicio de la guerra, les había encantado acumular una expansión de los billetes y depósitos a la vista de reserva fraccionaria por encima del aumento de los greenbacks federales, expandiendo así la oferta total de dinero. Posteriormente en la Guerra de Secesión, el gobierno federal crearía el Sistema de Banca Nacional, en las leyes bancarias de 1863, 1864 y 1865. Mientras que la Ley de Peel había concedido a un Banco de Inglaterra el monopolio de todos los billetes bancarios, las leyes de banca nacional concedían ese monopolio a una nueva categoría de «bancos nacionales» otorgada federalmente: a los bancos estatales existentes se le prohibió la emisión de billetes y tuvieron que limitarse a emitir depósitos bancarios. En otras palabras, para conseguir efectivo, o papel moneda, los bancos estatales tenían que mantener sus propias cuentas corrientes en los bancos nacionales para recurrir a sus cuentas y obtener efectivo para redimir los depósitos de sus clientes si era necesario. Por su parte, los bancos nacionales se crearon con una jerarquía tripartita centralizada. En lo alto de la jerarquía estaban los principales bancos de la «ciudad de reserva central», una categoría originalmente limitada a los grandes bancos en la ciudad de Nueva York; por debajo de estos estaban los bancos de la «ciudad de reserva», en ciudades con más de 500.000 habitantes y por debajo de estos estaban el resto de los «bancos del país». La nueva legislación incluía una disposición promovida por los gobiernos estatales whigs, especialmente en Nueva York y Michigan, en la década de 1840: requisitos legales mínimos de reserva fraccionaria para sus billetes y depósitos. Los requisitos de reserva constituían un instrumento de control de los estratos superiores de la jerarquía bancaria sobre los inferiores. Lo esencial era inducir a los niveles inferiores de la banca a mantener buena parte de sus reservas, no en efectivo legal (oro, plata o greenbacks), sino en cuentas de depósito a la vista en los bancos de los niveles superiores.
Así que los bancos del país tenían que mantener un porcentaje mínimo del 15% en reservas con respecto a sus billetes y depósitos a la vista en vigor. De ese 15%, solo el 40% tenía que estar en efectivo: el resto podía estar en forma de depósitos a la vista en los bancos de su ciudad de reserva o en la ciudad reserva central, que también tenían que guardar un porcentaje mínimo de reserva del 25%. Estos diversos bancos nacionales iban a ser autorizados por un interventor federal de la moneda, un cargo oficial del Departamento del Tesoro. Para conseguir una autorización, el banco tenía que cumplir con altos requisitos mínimos de capital, requisitos que aumentaban a través de las categorías jerárquicas de los bancos. Así, los bancos del país tenían que aportar al menos 50.000$ en capital y los bancos de la ciudad de reserva tenían un requisito de capital de 200.000$.
Antes de la Guerra de Secesión, cada banco estatal solo podía acumular billetes y depósitos sobre sus propias existencias de oro y plata y cualquier expansión indebida podía echarlo fácilmente abajo por las reclamaciones de redención de otros bancos o el público. Cada banco tenía que subsistir por sí mismo. Además, cualquier banco sospechoso de no ser capaz de redimir sus recibos de almacén veía como sus billetes se depreciaban en el mercado comparados tanto con el oro como con los billetes de otros bancos más sólidos.
Sin embargo, después de la implantación del Sistema de Banca Nacional todos los bancos fueron llamativamente no obligados a sostenerse por sí mismos ni a ser responsables de sus deudas. El gobierno de EEUU había diseñado una estructura jerárquica de cuatro pirámides invertidas, descansando cada pirámide encima de otra más pequeña y estrecha. En lo más bajo de esta pirámide invertida de varios niveles había un puñado de muy grandes bancos de la ciudad de reserva central en Wall Street. Encima de sus reservas de oro, plata y greenbacks los bancos de Wall Street podían acumular una expansión de billetes y depósitos en una relación 4:1. Sobre sus depósitos en los bancos de la ciudad de reserva central, los bancos de ciudad de reserva podían acumular en una relación 4:1 y luego los bancos del país podían acumular sus recibos de almacén en una relación 6,67:1 encima de sus depósitos en los bancos de reserva. Finalmente, los bancos estatales, obligados a mantener depósitos en bancos nacionales, podían acumular sus expansiones de dinero y crédito encima de sus cuentas de depósito en los bancos del país o de la ciudad de reserva.
Para eliminar la restricción sobre la expansión del crédito bancario de la depreciación de los billetes en el mercado, el Congreso obligó a todos los bancos nacionales a aceptar a la par los billetes de todos los demás. El gobierno federal concedió una situación casi de curso legal a cada billete de cada banco nacional acordando aceptarlos a la par en el pago de impuestos y la banca de sucursales continuó siendo ilegal como antes de la Guerra de Secesión, así que el banco solo estaba obligado a redimir los billetes en metálico en el mostrador de su oficina central. Además, el gobierno federal dificultó la redención en metálico al limitar la contracción (es decir, la redención neta) de billetes de banco nacional a un máximo 3 millones de dólares por mes.
Así que el país se veía subyugado con un sistema bancario nuevo, centralizado y mucho menos sólido y más inflacionista que podía inflar e infló a partir de la expansión de los bancos de Wall Street. Al estar en la parte inferior de la pirámide, los bancos de Wall Street podían controlar, así como generar una expansión múltiple del dinero y el crédito de la nación. Justificados por una «emergencia de tiempo de guerra», el Partido Republicano había transformado de forma permanente el sistema bancario de la nación desde uno bastante sólido y descentralizado a un sistema inflacionista bajo el control centralizado de Wall Street. Los demócratas en el Congreso, partidarios del dinero fuerte, se habían opuesto al Sistema de Banca Nacional casi como un solo hombre. A los demócratas les llevó casi una década recuperarse políticamente de la Guerra de Secesión y sus energías monetarias se dedicaron durante este periodo a acabar con el inflacionismo de los greenbacks y a conseguir la vuelta al patrón oro, una victoria que se produjo en 1879 y a la que los republicanos se resistieron con vigor. Particularmente activa a la hora de impulsar la continuación de la inflación de los greenbacks fue la élite industrial y financiera en el poder entre los republicanos radicales: los industriales del hierro y el acero y las grandes ferroviarias. En realidad, fue el desplome de los banqueros y magnates nacionalistas y los subvencionados y sobre-extendidos ferrocarriles en el fuerte Pánico de 1873 el que domeñó su poder político y económico y posibilitó la victoria del oro. El pánico fue la consecuencia del auge inflacionista generado por el nuevo sistema bancario durante y después de la guerra. Y poderes financieros tan dominantes como Jay Cooke, el asegurador en monopolio de los bonos públicos a partir de la Guerra de Secesión y principal arquitecto del Sistema de Banca Nacional, en una especie de justicia poética, cayeron en bancarrota durante el pánico. Pero incluso después de 1879 el oro seguía viéndose en peligro por los intentos inflacionistas de volver o añadir la plata al patrón monetario y llevó hasta 1900 conseguir que la plata fuera por fin derrotada y se estableciera el oro como único patrón monetario. Por desgracia, para entonces, los demócratas habían perdido su estatus como partido de la moneda fuerte y se estaban convirtiendo en más inflacionistas que los republicanos. En medio de estas peleas sobre el patrón monetario básico, los decrecientes partidarios demócratas de la moneda fuerte no tenían ni la capacidad ni la inclinación para tratar de restaurar la estructura libre y descentralizada que había existido antes de la Guerra de Secesión.
El descontento de Wall Street
En la década de 1890, los principales banqueros de Wall Street estaban cada vez más descontentos con su propia creación, el Sistema de Banca Nacional. En primer lugar, aunque el sistema bancario estaba parcialmente centralizado bajo su liderazgo no estaba los bastante centralizado. Sobre todo, no había un banco central reverenciado que rescatara a los bancos comerciales cuando estuvieran en problemas, para servir como «prestamista de último recurso». Los grandes banqueros presentaban su queja en términos de «inelasticidad». La oferta monetaria, se quejaban, no era suficientemente «elástica».
En buen romance, no podía aumentar suficientemente rápido como para ajustarse a los bancos. En concreto, los bancos de Wall Street consideraban la oferta monetaria suficientemente «elástica» cuando generaba auges inflacionistas por medio de expansión de crédito. Los bancos de la ciudad de reserva central podían acumular billetes y depósitos sobre el oro y así generar múltiples pirámides invertidas de expansión monetaria a partir de sus propias expansiones de crédito. Eso estaba bien. El problema llegaba cuando, más tarde durante los auges inflacionistas, el sistema bancario entraba en problemas y la gente empezaba a ir a los bancos a redimir sus billetes y depósitos en metálico. En ese momento, como todos los bancos eran de por sí insolventes, liderados por los bancos de Wall Street, se veían obligados a contraer rápidamente sus préstamos para permanecer en el negocio, causando así una crisis financiera y una contracción de la oferta del dinero y el crédito en todo el sistema. A los bancos no les interesaba la idea de que este declive repentino era una consecuencia, una depuración de los excesos del auge inflacionista que habían creado. Querían ser capaces de seguir expandiendo el crédito durante las recesiones y durante los auges. De ahí su reclamación de una solución para la «inelasticidad» monetaria durante las recesiones. Y esa solución, por supuesto era la gran y vieja panacea que habían estado impulsando nacionalistas y banqueros desde el inicio de la república: un banco central.
La inelasticidad, por supuesto, no era la única razón del descontento de los banqueros de Wall Street con el status quo. Wall Street estaba perdiendo cada vez más su dominio sobre el sistema bancario. Originalmente, los banqueros de Wall Street pensaban que los bancos estatales serían completamente eliminados debido a la prohibición de emisión de billetes: por el contrario, los bancos estatales se recuperaron pasando a la emisión de depósitos a la vista y acumulando a partir de las emisiones de los bancos nacionales. Mucho peor: los bancos estatales y otros bancos privados empezaron a superar en los bancos nacionales en los negocios financieros. Así que, aunque los bancos nacionales eran completamente dominantes después de la Guerra de Secesión, en 1896 los bancos estatales, las cajas de ahorros y los bancos privados comprendían un 54% de todos los recursos bancarios. El crecimiento relativo de los bancos estatales a costa de los nacionales fue el resultado de las regulaciones de la Ley de Banca Nacional: por ejemplo, los altos requisitos de capital para los bancos nacionales y el hecho de que a los bancos nacionales se les prohibiera tener un departamento de ahorros o extender crédito hipotecario sobre inmuebles. Además, al iniciarse el siglo XX, los bancos estatales se habían convertido en dominantes en el creciente negocio de los trusts. No solo eso: incluso con la estructura de banca nacional, Nueva York iba perdiendo su predominancia con respecto a bancos en otras ciudades. Al principio, Nueva York era la única ciudad de reserva central en la nación. Sin embargo, en 1887, el Congreso enmendaba la Ley de Banca Nacional para permitir a ciudades con una población superior a los 200.000 habitantes convertirse en ciudades de reserva central e inmediatamente Chicago y St. Louis solicitaron serlo. Estas ciudades estaban realmente creciendo mucho más rápido que Nueva York. Como consecuencia, Chicago y St. Louis, que tenían el 16% del total de los depósitos bancarios de Chicago, St. Louis y Nueva York en 1880, fueron capaces de doblar su proporción de los depósitos de las tres ciudades hasta el 33% en 1910. En resumen, era el momento para que los banqueros de Wall Street recuperaran la idea de un banco central e impusieran una completa centralización con ellos al mando: un prestamista de último recurso que pondría el prestigio y los recursos del gobierno federal a favor de la banca de reserva fraccionaria. Era el momento de llevar a Estados Unidos el banco central posterior a la Ley de Peel. Sin embargo, la primera tarea era acabar con la insurrección populista que, con el pietista carismático William Jennings Bryan a la cabeza, era considerada un grave peligro por los banqueros de Wall Street. Por dos razones: una, los populistas eran mucho más sinceramente inflacionistas que los banqueros, y dos, mucho más importante, desconfiaban de Wall Street y querían una inflación que dejara a un lado a los bancos y estuviera fuera del control bancario. Su propuesta concreta era una inflación producida mediante monetización de plata, priorizando la más abundante plata en lugar del más escaso oro como clave para inflar la oferta monetaria.
Bryan y sus populistas habían tomado el control del Partido Demócrata, previamente un partido de moneda fuerte, en su convención nacional de 1896 y así habían transformado la política estadounidense. Liderados por el banquero de inversión más poderoso, J. P. Morgan & Company, de Wall Street, todos los grupos financieros de la nación trabajaron juntos para derrotar la amenaza de los seguidores de Bryan, ayudando a McKinley a derrotar a este en 1896 y luego cimentó la victoria en la reelección de McKinley en 1900. De esta manera, fueron capaces de conseguir que se aprobara la Ley del Patrón Oro de 1900, acabando con la plata de una vez por todas. Era entonces el momento de pasar a la siguiente tarea: un banco central para Estados Unidos.
Impulsando la cartelización: La línea progresista
El origen de la Reserva Federal se ha ocultado deliberadamente mediante mitos extendidos por los defensores de la Fed. La leyenda oficial dice que la idea de un banco central en Estados Unidos se originó después del Pánico de 1907, cuando los bancos, picados por el pánico financiero, concluyeron que era desesperadamente necesaria una reforma drástica, en la que destacaría la creación de un prestamista de último recurso. Todo esto es una sandez. El Pánico de 1907 proporcionó un asidero útil para soliviantar a la gente y dispersar propaganda a favor de un banco central. En realidad, la agitación bancaria a favor de un banco central empezó tan pronto como se consiguió la victoria de McKinley sobre Bryan en 1896. La segunda parte esencial de la leyenda oficial afirma que un banco central es necesario para controlar la desgraciada tendencia de los bancos comerciales a sobre expandirse, dando esos auges lugar a los consiguientes declives. Un banco central «imparcial», por el contrario, dirigido como tiene que ser por el interés público, podría contener y contendría a los bancos frente a su tendencia a obtener beneficios a costa del bienestar público. La realidad es que eran los propios banqueros que presentaban este argumento que supuestamente atestiguaba su nobleza y altruismo. De hecho, como hemos visto, los bancos deseaban desesperadamente un banco central, no para poner cadenas a su propia tendencia natural a inflar, sino, por el contrario, para que les permitiera inflar y expandirse juntos sin incurrir en las sanciones de la competencia del mercado. Como prestamista de último recurso, el banco central podía permitirles y animarlos a inflar cuando normalmente tendrían que contraer sus préstamos para salvarse. En resumen, la razón real para la adopción de la Reserva Federal y su promoción por los grandes bancos era exactamente la contraria de sus motivaciones ruidosamente proclamadas. En lugar de crear una institución para limitar sus beneficios a favor del interés público, los bancos buscaban un banco central para mejorar sus ganancias al permitirles inflar mucho más allá de los límites establecidos por la competencia del libre mercado.
Sin embargo, los bancos se enfrentaban a un gran problema de relaciones sociales. Lo que querían era que el gobierno creara y forzara un cártel bancario por medio de un banco central. Aun así, se enfrentaban a un clima político que era hostil al monopolio y la centralización y estaba a favor de la libre competencia. También se enfrentaban a una opinión pública hostil a Wall Street y a lo que perspicaz pero rudimentariamente consideraban el «poder del dinero». Los banqueros se enfrentaban a una nación con una larga tradición de oposición a la banca centralizada. ¿Cómo pudieron entonces impulsar un banco central? En importante darse cuenta de que el problema al que se enfrentaban los grandes banqueros era solo una faceta de un problema mayor. El capital financiero, liderado de nuevo y no por casualidad por la Banca Morgan, había estado intentando sin éxito cartelizar la economía en el mercado libre. Primero en las décadas de 1860 y 1870, los Morgan, como los mayores financieros y aseguradores de las primeras grandes empresas de Estados Unidos, las ferroviarias, trataron desesperada y repetidamente de cartelizarlas: de crear «grupos» de ferrocarriles para restringir los envíos, asignarse envíos entre ellas y aumentar las tarifas los fletes, para así aumentar los beneficios en el sector ferroviario. A pesar de la influencia de Morgan y una buena disposición de la mayoría de los magnates del ferrocarril, los intentos se estrellaban con las rocas de la competencia del mercado, ya que las ferroviarias individuales incumplían los acuerdos para conseguir beneficios rápidos y nuevo capital riesgo creaba ferrocarriles en competencia para aprovechar los altos precios de cártel. Finalmente, los ferrocarriles liderados por Morgan acudieron al gobierno federal para regular los ferrocarriles y así forzar al cártel que no podían alcanzar en el mercado libre. De ahí la Comisión Interestatal de Comercio, creada en 1887.
En general, las empresas manufactureras no se convirtieron en lo suficientemente grandes como para incorporarse hasta la década de 1890 y en ese momento los banqueros de inversiones, liderados de nuevo por la familia Morgan, organizaron una gran serie de gigantescas fusiones, cubriendo literalmente cientos de sectores. Las fusiones evitarían el problema del engaño por empresas individuales independientes y las empresas en monopolio podrían así proceder pacíficamente a restringir la producción, aumentar los precios y aumentar las ganancias de todas las empresas y accionistas fusionados. El poderoso movimiento de fusión llegó a su culminación en los años 1898-1902- Por desgracia, una vez más, prácticamente todas estas fusiones fracasaron, sin conseguir establecer monopolios ni precios de monopolio y, en algunos casos, perdiendo constantemente porciones de mercado a partir de entonces e incluso cayendo en la bancarrota. De nuevo el problema era nuevo capital riesgo entrando en el sector y, armado con equipos actualizados, superando al cártel con el precio artificialmente alto. Y de nuevo los intereses financieros de los Morgan, junto con otros grupos financieros y de grandes empresas, decidieron que necesitaban que el gobierno, en particular el gobierno federal, fuera su suplente a la hora de establecer y, mejor aún, obligar a crear cárteles.
La famosa Era Progresista, una era de un Gran Salto Adelante en la regulación masiva de los negocios por los gobiernos estatales y federales, duró aproximadamente desde 1900 o finales de la década de 1890 hasta la Primera Guerra Mundial. La Era Progresista fue esencialmente aprobada por los Morgan y sus aliados para cartelizar los negocios y la industria estadounidenses, para acaparar más eficazmente lo que el cártel y los movimientos de fusión habían dejado a un lado. Debería estar claro que el Sistema de la Reserva Federal, creado en 1913, era parte constituyente de ese movimiento progresista: igual que los grandes envasadores de carne consiguieron aprobar una costosa inspección federal de la carne en 1906 para imponer costes devastadoramente altos sobre los pequeños envasadores en competencia, los grandes banqueros cartelizaron la banca a través del Sistema de la Reserva Federal siete años después.
Igual que los grandes banqueros, al tratar de crear un banco central, tenían que enfrentarse a una opinión pública que recelaba de Wall Street y era hostil a la banca centralizada, los financieros e industriales se enfrentaban a un público imbuido por una tradición y una ideología de libre competencia y hostilidad al monopolio. ¿Cómo podían conseguir que público y legisladores aceptaran la transformación esencial de la economía estadounidense en cárteles y monopolios?
La respuesta fue la misma en ambos casos: los grandes empresarios y financieros tuvieron que formar una alianza con las clases moldeadoras de opinión de la sociedad para obtener el consentimiento del público por medio de una propaganda hábil y convincente. Las clases moldeadoras de opinión, en siglos anteriores la Iglesia, pero que ahora constaban de gente de los medios de comunicación, periodistas, intelectuales, economistas y otros académicos, profesionales, educadores, así como ministros de la Iglesia, tenían que se reclutados para esta causa. Por su parte, los moldeadoras de opinión e intelectuales estaban muy dispuestos a esa alianza.
En primer lugar, la mayoría de los académicos, economistas, historiadores, científicos sociales, habían ido a Alemania a finales del siglo XIX para conseguir sus doctorados, que todavía no se concedían con facilidad en EE. UU.. Allí se habían visto influidos por los ideales del estatismo, el organicismo y el colectivismo bismarckianos y su manera de moldear el Estado y gobernar la sociedad, con funcionarios y otros planificadores gobernando benignamente una economía cartelizada asociada con las grandes empresas organizadas. También había una razón económica más directa para el deseo de los intelectuales de esta nueva coalición estatista. El fin del siglo XIX había visto una enorme expansión y profesionalización de los diversos segmentos de los intelectuales y tecnócratas. De repente, los fabricantes de herramientas se habían convertido en ingenieros graduados; habían proliferado los caballeros graduados universitarios con doctorados especializados; médicos, trabajadores sociales, psiquiatras, todos estos grupos se habían organizado en asociaciones de gremios y profesionales. Lo que querían del Estado era concesiones y empleos lujosos y prestigiosos (a) para ayudar a dirigir y planificar el nuevo sistema estatista y (b) defender el nuevo orden. Estos gremios también ansiaban tener la licencia del Estado o al menos restringir la entrada en sus profesiones y ocupaciones, para aumentar los ingresos de cada uno de sus miembros.
De ahí la nueva alianza de Estado y Modelador de Opinión, una unión al viejo estilo de Trono y Altar reciclada y actualizada en sociedad con el gobierno, los líderes empresariales, los intelectuales y los expertos. Durante la Era Progresista, con mucho, el foro más importante creado por las grandes empresas y las finanzas que aunó a todos los líderes de estos grupos forjó una ideología y un programa político comunes y redacto y promovió en la práctica las principales nuevas medidas progresistas de intervención estatal y federal, fue la National Civic Federation. A esta le siguieron otros grupos similares y más especializados.19 Sin embargo, esto no bastaba para formar la nueva alianza estatista de Grandes Empresas y Grandes Intelectuales: tenían que ponerse de acuerdo, proponer e impulsar una línea ideológica común, una línea que convenciera a la mayoría de la gente para que se adoptara el nuevo programa e incluso lo acogiera con entusiasmo.
La nueva línea fue brillantemente exitosa, aunque engañosa: la de que las nuevas medidas y regulaciones progresistas eran necesarias para salvaguardar el interés público frente al monopolio siniestro y explotador de las grandes empresas, cuyos negocios prosperaban en el mercado libre. La política pública, liderada por intelectuales, académicos y expertos desinteresados a favor del bienestar público, iba a «salvar» al capitalismo y a corregir los fallos y defectos del mercado libre al establecer el control y planificación del gobierno siguiendo el interés público. En otras palabras, políticas como la Ley de Comercio Interestatal, redactada y aplicada para tratar de forzar la formación de cárteles ferroviarios, iban a defenderse diciendo que iban a someter a las grandes empresas ferroviarias por medio de la acción pública democrática. A través de esta impostura «liberal corporativa», que empezó en la Era Progresista y ha continuado desde entonces, esta coalición de grandes empresas e intelectuales se ha enfrentado a un clamoroso problema de relaciones públicas. Si estas políticas se han pensado para domeñar y someter a las rapaces grandes empresas, ¿cómo es posible que tantos grandes empresarios, tantos socios de los Morgan y los Rockefeller y los Harriman hayan sido tan notorios al promover estos programas? La respuesta, aunque parezca ingenua, ha conseguido convencer a la gente con pocas dificultades: porque estos hombres son gente ilustrada, educada, empresarios con mentalidad pública, llenos de un espíritu aristocrático de noblesse obligue, cuyas actividades y programas aparentemente casi suicidas se llevan a cabo con el noble espíritu de sacrificio por el bien de la humanidad. Educados en el espíritu de servicio, han sido capaces de colocarse por encima de la búsqueda estrecha y egoísta de beneficio que había caracterizado a sus antepasados.
Y así si aparecía algún escéptico inconformista que rechazaba caer en esta sandez y trataba de investigar más profundamente las motivaciones económicas subyacentes, era rechazado rápida y bruscamente como un «extremista» (ya fuera de izquierdas o de derechas), un descontento y, lo más condenatorio de todo, un «creyente en la teoría conspirativa de la historia». Sin embargo, la cuestión no era algún tipo de «teoría de la historia», sino la voluntad de usar el sentido común. Todo lo que tiene que hacer el analista o historiador es suponer como hipótesis, que la gente en el gobierno o los que cabildean en busca de políticas públicas pueden estar al menos tan interesados y motivados por sus propios intereses como la gente en los negocios cotidianos y luego investigar los patrones importantes y reveladores que verá ante sus ojos.
La banca central, en resumen, estaba pensada para «hacer por» los bancos lo que la CIC había «hecho por» los ferrocarriles, lo que la Ley de Inspección de la Carne había hecho por los grandes envasadores, etc. En el caso de la banca central, la línea que tenía que impulsarse era una variante del juego trilero del «anti gran empresa» realizado en beneficio de la gran empresa a lo largo de la Era Progresista. En la banca, la línea era que era necesario un banco central para controlar los excesos inflacionistas de los bancos no regulados en el mercado libre. Y si los grandes banqueros fueron muy notorios y rápidos a la hora de defender esa medida, bueno, esto solo demostraba que eran más educados, más ilustrados y tenían un mayor espíritu público que el resto de sus colegas banqueros.