ENSAYO
¡Te acordás, hermano, que tiempos aquellos!
Veinticinco abriles que no volverán,
Veinticinco abriles, volver a tenerlos…
Tiempos Viejos (Tango)
Por Mariela Michel
“Estos tiempos definitivamente no son como los de antes.” “Los muchachos de antes no usaban internet”. “Los adolescentes de hoy se sienten más atraídos por internet que por otras formas de comunicación.” “A los nativos digitales es muy difícil alejarlos del entorno digitalizado”. Es fácil hoy dar por verdaderas todas estas afirmaciones. Basta entrar a internet y googlear las palabras: ‘los jóvenes e internet’, para que aparezcan en la parte superior de los resultados de la búsqueda páginas que lo confirman. En el segundo párrafo de la primera página se exhibe, un texto de UNICEF titulado Las redes sociales y los adolescentes: lo que tenés que saber , en el que leemos lo siguiente:
La adolescencia es una etapa cargada de oportunidades para el crecimiento y la consolidación de la personalidad. El valor de las relaciones sociales y el placer que generan son muy importantes en la vida de un adolescente. Los dispositivos electrónicos se han convertido en el medio más elegido por los adolescentes para una de las actividades más importantes de esta etapa: socializar.
Si continuamos la búsqueda aparecen páginas que explicitan una idea que está sugerida en la publicación de UNICEF, por ejemplo, la que contiene una publicación de abril del 2015 en la que se puede leer, incluso antes de abrir la página, una contundente aseveración que no parece dejar lugar a dudas: “Los adolescentes prefieren las redes sociales a la convivencia directa.”
Sin embargo, algo de esta afirmación tan rotunda no me cierra. Hay una discordancia muy grande entre la información que encuentro en internet y lo que observo en la vida cotidiana. Sin ir más lejos, viene a mi mente algo que vi hace un rato en la esquina de Blvr. España y Roque Graseras. Un grupo de adolescentes que evidentemente había salido hacía poco de un liceo de la zona a juzgar por sus uniformes y por el círculo de mochilas que estaba sobre la vereda a pocos metros del círculo que formaban sus dueñas, llamó mi atención. Su distribución espacial las alejaba del mundanal ruido aunque se encontraban en medio de la agitación ciudadana en una tarde en medio de la semana. El movimiento de sus manos y de sus cuerpos transmitía un disfrute intenso y prolongado; no llegué a ver si estaban practicando alguna coreografía o si solamente se movían al ritmo de su conversación animada. Sus miradas convergían hacia el centro de la figura que habían formado sus cuerpos, y en ciertos momentos alguna de ellas hacía un giro grácil de 360 grados.
Parecía que esa disposición espacial les permitía construir literalmente un mundo aparte, separado de los ruidos de los ómnibus, que pasan uno tras otro en esa esquina, de los autos, que se amontonan por los semáforos, y de los pasos de personas apuradas, que nunca faltan a esa hora pico. Es cierto, eran solamente unas ocho adolescentes; parece una muestra nada representativa de una generación entera, pero la intensidad del disfrute de esa unión corporal no era compatible en ningún aspecto con las afirmaciones que recién había leído, cuando buscaba material en internet para escribir este ensayo. Fue impactante la diferencia entre el mundo adolescente que había encontrado en imágenes en la pantalla buscador mediante, y la visión que dejó ese grupo en mi retina, apenas abrí la puerta y salí a la calle. ¿Serían ellas tan atípicas? Si no lo eran, ¿por qué no estaban apuradas por llegar a sus hogares, ansiosas por prender sus aparatos digitales o por aferrarse a sus celulares allí mismo? ¿Por qué estaban allí perdiendo el precioso tiempo que podrían haber dedicado a relacionarse a través de sus dispositivos digitales de los que seguramente ellas no carecían, a juzgar por su clase social?
En el 2018, en un congreso internacional de “Ciencia Dialógica” en Portugal, un campo que se dedica a estudiar la identidad desde una perspectiva relacional, entre los trabajos que despertaron mi interés, había un estudio en el que se había entrevistado a adolescentes y en el que se presentaban fragmentos de sus relatos. Un número importante de declaraciones recogidas en esa investigación incluía algún tipo de reclamo de atención presencial de los adolescentes con respecto a sus padres. El discurso de los entrevistados dejaba claro que no eran ellos quienes estaban escapándose del diálogo intergeneracional a través de las redes sociales, sino que estaban siendo empujados por la rutina del hogar y por la carga educativa a entrar en ese espacio en el que, en última instancia, se sentían solos.
Me sorprendió ese estudio, a pesar de que mi experiencia personal coincidía con sus resultados, porque consideraba que el número de jóvenes con los que yo había trabajado era pequeño y que mi muestra no era aleatoria, ni siquiera muy variada. En ese entonces, ya se había difundido el concepto de ‘nativo digital’, en el que se apoyó una creencia bastante generalizada de que los jóvenes de esta generación sienten espontáneamente un ansia imperiosa de navegar largas horas en internet, y que prefieren pasar su tiempo libre solos, sentados frente a la computadora, inmersos en algún un video juego, antes que dedicarlo al encuentro presencial con sus padres o sus pares.
Otros psicólogos en Uruguay llegaron a una conclusión similar. En un texto en La Diaria Educación de ese mismo año (2018) de Barbieri y Balaguer manifestaron haber recogido reclamos que no reflejan el elevado nivel de “encanto” por el mundo digital que se podría asumir, si solamente leemos la definición del concepto de ND: “cada vez recibimos más quejas de los chiquilines, que iban a mostrarles algo a sus padres y ellos estaban mirando su propia pantalla”.
El lenguaje cambia, por cierto, pero desde hace ya unos años, se escucha entre los adolescentes una palabra que lo dice todo: “una juntada”. Durante mi propia juventud, ese término no existía, se podía ir a una fiesta, a un baile, a una reunión, encontrarse, salir en grupo, pero nunca ir a una juntada. Hoy, en tiempos de distanciamiento mediatizado por pantallas, aún se escucha con frecuencia la pregunta: “¿Cuándo va a ser la próxima juntada?” Me pregunto, entonces, si será cierto que los ‘muchachos de antes’ eran tan diferentes, y que los de hoy están tan atraídos por la vida intrapantallas. Muchos psicólogos hemos recibido la queja de adolescentes que reclaman la presencia y la escucha real de sus padres. Estos están sobre-exigidos por infinitas demandas laborales y también por los omnipresentes aparatos digitales instalados de forma permanente en los hogares del presente. ¿Será entonces real que los “nativos digitales” (ND) prefieren sumergirse en el espacio sin cuerpos de la red de redes? ¿Será que ya no desean enredarse y unificarse en una “barra” que en las veredas barriales nunca fue brava?
El lenguaje cambia, sin embargo, cuando el cambio es espontáneo, éste se produce sin que se puedan identificar autores individuales o institucionales. No hay necesidad de imponer un cambio lingüístico, si este refleja un sentimiento colectivo, sino que el uso del término se contagia de modo fluido, y expresa algo que permanece en el corazón de la experiencia juvenil a lo largo del tiempo. Se puede decir reunión o “juntada”, se puede usar el término ‘grupo’, o ‘barra’, y si fuera en portugués, llamarla “galera”. En todos los casos, las variaciones siempre preservan el aspecto central del significado de tener entre quince y veinticinco abriles, un aspecto que es común a los jóvenes de diferentes épocas y lugares. La adolescencia de nuestros hijos coincidió con un momento en el que vivimos en el sur de Brasil. Nos resultaba gracioso cada vez que les preguntábamos adonde estaban o a qué hora volverían, ellos respondían con tono risueño: “estamos aquí con a galera”. De arriba abajo, de adentro hacia afuera, de día y de noche…en Brasil y en Uruguay…. Porque aquí también los esperaba una interminable juntada con la barra del verano, un estar juntos que duraba tanto como los largos días estivales, y también las animadas noches de ese encuentro muy poco limitado, mientras duró la época de su adolescencia.
Sin gomina pero con la misma “galera”
No es necesario ser psicólogo para conocer la importancia que tiene el grupo de pares en la adolescencia y en la juventud. Tampoco para haber sentido en carne propia lo gratificante que es la experiencia grupal. Ante la pregunta de muchos padres y educadores sobre qué hacer con respecto a la relación de sus hijos con las pantallas, pienso que lo primero que hay que hacer es dejar de guiarse por las definiciones que encontramos en internet, porque, en definitiva, aquellas parecen ser el resultado de una publicidad de las propias redes, más que de una observación cuidadosa de los jóvenes. Es en el medio digital donde encontramos esas definiciones y descripciones que, si las dejamos interferir con la relación cara a cara con ellos, pueden llegar a construir una visión distorsionada en la que los vemos reflejados como en aquellos espejos curvilíneos y deformantes que había hace mucho tiempo en el Parque Rodó.
La idea de un “nativo digital” nos induce a imaginar un ser nacido en otro espacio, una criatura que parece tener varias manos y muchos más dedos que nosotros, personas extrañas que deambulan con su mente por un espacio que se abre desde un rincón de su cuarto y que desconocemos. Esta nueva especie sería una suerte del nativo Viernes que encuentra al náufrago Robinson Crusoe, y que aparece en cada casa como el personaje de esa isla, en la que uno se encuentra caminando con paso inseguro y sin conocer los secretos para la supervivencia. Entonces, si seguimos el consejo de quienes diseñan definiciones con algoritmos de inteligencia artificial, la respuesta sería alfabetizarnos para sumergirnos en el ámbito digital en el que ellos se mueven con total levedad y fluidez. Cada uno en su pantalla. Esa es la receta infalible para el desencuentro. Y allí quedan los nativos digitales presos en su soledad. Y nosotros en la nuestra.
Bueno, es cierto que no es ni la primera vez, ni será la última en que una discordancia entre el mundo que percibimos con nuestros sentidos y el que vemos a través de las pantallas amenaza nuestra predisposición a creer lo que en ellas vemos y oímos. Si el ámbito digital es un medio protagonizado por la publicidad – ya nadie duda de que todo lo que hacemos en internet vuelve como un boomerang bajo la forma de interminables anuncios comerciales – es lógico que la publicidad empiece por casa. ¿Qué mejor publicidad puede haber para entrar y quedarse en el mundo digital que la constante representación de una nueva generación de seres que nacen y viven en un mundo de ensueño digital? ¿Qué mejor modelo para los adultos, que ya nos sentimos algo anacrónicos, que exhibir humanos de escasa edad, imposiblemente diestros y tan adaptados al llamado “metaverso” como los tan mentados “nativos digitales”? ¿Será posible que la sobre-difusión de ese concepto, que promueve el último grito de la moda en cuanto al diseño más deseable para los integrantes de cualquier generación, no sea más que un simple objetivo
publicitario? ¿Será posible que la frase los-jóvenes-de-hoy-son-muy-diferentes-a-los-de-antes no sea más que una frase hecha?
Pienso que sí, que es posible. El problema es que el término ‘nativo’ sugiere que se trata de proezas innatas, y que las diferencias entre una generación y otra son más sustanciales de lo que en realidad son. La definición de ese concepto que aparece en las páginas de búsqueda de Google explicita este equívoco: “¿Quiénes son los nativos digitales? Estos jóvenes tienen una habilidad innata del lenguaje y del entorno digital ya que han adoptado la tecnología en primera instancia.” (negrita en el original)
Del mismo modo que sucede con el concepto de ‘hablante nativo’ de una lengua, el término ‘nativo’ no se vincula directamente con una habilidad innata. Si creemos que esto es así, puede sucedernos como a una niña norteamericana cuyos padres habían adoptado recientemente una bebé recién nacida en Corea. Ella estaba ansiosa esperando que creciera para escucharla hablar coreano, pero su hermanita coreana comenzó a hablar el inglés exactamente como ella, siguiendo las mismas etapas que su hermana mayor. Lo innato es la capacidad de aprender con mayor facilidad durante un período determinado del desarrollo temprano, cualquier lengua o lenguas que se hablen en el entorno cercano. Es esperable que la destreza en el dominio fonético de los niños produzca cierta admiración en quienes nos enfrentamos a crecientes dificultades a medida que aumenta la edad. Recordemos que ya en el siglo 18 “admiróse un portugués de ver que en su tierna infancia todos los niños en Francia supiesen hablar francés” (Nicolás Fernández de Moratín). Como los vemos tan diestros a pesar de su pequeña estatura, parece que logran el milagro, que describe el epigrama de Fernández de Moratín, de “saber sin estudiar”. Sin embargo, aprender a hablar implica un complejo proceso que tiene como una de sus primeras etapas un balbuceo que es indistinguible en bebés de todas partes del mundo. Hasta que su práctica no les permite seleccionar algunos sonidos e ir dejando de lado otros, no se puede saber, solamente en base a su ‘acento’, si se trata de un bebé que se está desarrollando en Portugal, en Francia o en Corea. Gradualmente, antes de transformarse en palabras, los balbuceos comienzan a imitar los sonidos de la lengua del ambiente. Cuando el entorno comienza a incorporar el lenguaje digital, es esperable que ese aprendizaje también se desarrolle con mayor facilidad durante la misma ventana temporal que está abierta para el aprendizaje de una lengua. En conclusión, los bebés de todos los espacios y todos los tiempos vienen dotados de una capacidad universal similar que los predispone a adaptarse a sus entornos específicos.
La ampliación del entorno publicitario mediático y digital
A veces nos pasan desapercibidos mensajes publicitarios que están incorporados a la información que recibimos y que forman parte del constante bombardeo mediático. Su influencia se constató durante la época conocida como ‘de-la-pandemia’, en la que los medios se comportaron como un sofisticado exhibidor de una “megatanda, que penetró hasta el último resquicio de la máquina televisiva” (Andacht, 2022). La observación sistemática del comportamiento de la publicidad a lo largo del período que comenzó en marzo del 2020 en la que se apoyan ensayos como Un nuevo diario del año de la Plaga tres siglos después: La peste, la tanda, y la identidad perdidas, (Andacht, 2021) muestra que el crecimiento descontrolado de la publicidad fue ocupando todos los espacios mediáticos y atravesando los límites del encuadre definido por el tradicional “metamensaje” (G. Bateson, 1972) ‘esto es una tanda’:
“Durante un promedio de diez horas diarias, si contabilizamos las tres ediciones del informativo, más los diversos programas periodísticos de la mañana y de la tarde, no sólo se extendió la tanda convencional, sino que dentro de esos programas continuaba una tanda pandémica enfática.” (Andacht, 2021)
A partir de ese momento, quedó claro para todo aquel que observase con atención que más allá de los avisos dentro de los programas televisivos realizados explícitamente por los conductores de los programas, se encontraban mensajes publicitarios enmarcados dentro del institucional metamensaje “noticias verdaderas”. El adjetivo ‘verdaderas’, no siempre verbalizado, es aludido por el constante y marcado contraste que hacen los locutores con las denominadas “noticias falsas”. La omnipresente “tanda pandémica” mostró que se había comenzado a llevar adelante una estrategia publicitaria non sancta que no respeta el contrato mantenido con la audiencia y, por ende, las normas dictadas por la ética profesional.
La observación del ámbito de internet permite constatar una tendencia similar. Si tomamos distancia y comparamos el mundo experimentado fuera de las pantallas con muchas de las noticias que encontramos en internet, es fácil descubrir contenidos publicitarios disimulados en las “noticias verdaderas”. Sin embargo, no es fácil dejarlos de costado al llevar a cabo las rutinas cotidianas. Sería necesario poner en marcha una suerte de limpiaparabrisas de eslóganes publicitarios que nos invaden permanentemente al navegar en internet, para tomar el volante sin obstrucciones perceptuales en la vida cotidiana y en los encuentros cara a cara. Si lo hacemos, las diferencias entre las generaciones terminan resultando insustanciales. El tiempo pasa y por más que usemos pantallas, celulares, aunque se nos tienta con la comodidad de clases por zoom o de reuniones de teletrabajo, y con seductores juegos en la ‘realidad virtual’, no he conversado aún con ninguna una persona que me haya dicho que realmente prefiere el encuentro digitalmente mediado a los momentos de estar juntos, conversar, reírse, discutir, perder el tiempo juntos o tomar mate en compañía.
Aventuro aquí una interpretación sobre los recientes acontecimientos en el IAVA que es solamente eso, una interpretación personal, pero una que se me impone cada vez con más fuerza. Pienso que quizás, más allá de las motivaciones gremiales, políticas, ideológicas, de militancia, etc. manifestadas por el vehemente grupo de estudiantes que vimos vociferar frente a las cámaras de los informativos, encontremos apenas disimulado el viejo deseo juvenil de aferrarse a un pretexto para estar juntos, para atrincherarse y, en estos tiempos de supuesta ‘nueva normalidad’, de resistir juntos ante el peligro de perder un espacio simbólico hoy amenazado. Si leemos su lenguaje corporal, éste parece decir que su lucha es por un lugar donde ampararse para estar y ser sin límite de tiempo, incómodos pero inseparables. La imagen del salón con las paredes con grafitis parecería ser la representación gráfica del entrelazamiento por la mezcla de colores, trazos y letras que no llegan a verse como frases bien definidas. Podría describirse como un estilo impresionista que predomina sobre el contenido simbólico de lo que allí está escrito.
En las reivindicaciones verbales en las que se fundamenta su negativa a acatar órdenes de las autoridades, en su rechazo a imposiciones a lo largo de la historia del país, no hay ninguna mención con respecto a las órdenes recientemente recibidas de distanciamiento social, aislamiento, y alejamiento total de los salones de todos los centros de estudios. La irreductible defensa del lugar donde agruparse sin interferencias, y las alusiones a los tiempos de la dictadura militar, extrañamente nada dicen sobre la aún reciente prohibición a agruparse durante el año 2020. En la defensa actual de la clase trabajadora no se incluye a aquellos empleados que hasta hoy están obligados a usar hasta dos tapabocas durante largas horas incluso en días de intenso calor, como las empleadas de la heladería La Cigale, en Montevideo. Tampoco se escuchó el rechazo a la vigilancia de movimientos y conversaciones que sufrimos de modo creciente. Ni se mencionó la práctica de censura comunicacional que aún se mantiene en las redes sociales y en los medios tradicionales. Sin embargo, la actitud física actual comenzó con una desobediencia a las órdenes de las autoridades educativas. No se planteó la afectación de la salud mental durante la época de las medidas sanitarias que fueron acompañadas por un aumento del suicidio adolescente del 45% en el año 2020. Sin embargo, uno de los reclamos de la “plataforma reivindicativa” es el de incorporar un “equipo multidisciplinario” que incluya un psicólogo, en función de su preocupación por la salud mental severamente afectada por las medidas sanitarias. Pienso que es posible que estos estudiantes estén aceptando con demasiada credulidad una identidad que les llega desde la publicidad mediática de una juventud “nuevonormal” que incluye reclamos verbales de indiscriminación de género en los baños públicos, pero sus cuerpos y su atrincheramiento en el tibio espacio de la grupalidad nos habla de esa amenaza vigente en estos tiempos pospandémicos.
Los nativos corporales de hoy y de siempre
Al dejar de lado algunos lugares comunes repetidos por los medios para mirar el mundo sin su interferencia, las cosas parecen no haber cambiado tanto. La historia de la evolución intergeneracional fue narrada en la canción Dégéneration del grupo de Quebec Mes aïeux, para celebrar a ritmo de tambores y violines y con el lenguaje de la nueva generación de aquella época (2005) lo que se niega a cambiar:
Et pis toé, mon ami, qu’est-ce que tu fais de ta soirée? Y ahora vos, mi amigo, ¿que hacés con tus noches? Éteins don’ ta tivi, faut pas rester encabané Apagá entonces la tele, no hay que quedarse encerrado Heureusement que dans’ vie certaines choses refusent de changer Por suerte en la vida algunas cosas se niegan a cambiar Enfile tes plus beaux habits, car nous allons ce soir danser Ponete tus mejores pilchas, porque esta noche nos vamos a bailar.
La escucha frente a frente, cuerpo a cuerpo, mirando a los ojos, es la única escucha que existe. El creador del Psicodrama, Jacob L. Moreno (1889-1974) usaba un lenguaje poético para describir el encuentro en lugar de una definición propiamente dicha. Lo hacía así porque para él no había encuentro sin cuerpo, y es difícil trasmitir la idea de que no existe relación humana, si se excluye la comunicación cuerpo a cuerpo. A algunas personas le resultar un poco chocante esta definición en clave moreniana, pero la traigo aquí porque deja en claro la importancia de nuestra corporalidad en la comunicación. Sin duda, hay signos verbales en nuestra forma de llegar a otro, pero es su capa más externa, un recubrimiento del ser, que es siempre y desde su origen mismo un nativo corporal.
Un encuentro de dos; ojo a ojo, cara a cara.
Y cuando estés cerca yo arrancaré tus ojos
y los colocaré en el lugar de los míos,
y tú, arrancarás mis ojos
y los colocarás en el lugar de los tuyos,
entonces yo te miraré con tus ojos
y tú me mirarás con los míos.