ENSAYO
Por Sergio Gutiérrez Martiello
El sistema educativo público, donde me desempeño como docente, ha dejado sus carnes desgarradas a la intemperie, exhibiendo sus fracasos más dolorosos. El malestar que siempre se ha sentido y con el que uno vive a diario: correr los problemas educativos desde atrás, luego de la “pandemia”, la distancia estudiante-docente se profundizó.
Las nociones que en un tiempo no lejano le daban sentido y ennoblecían la tarea educativa: profesores, estudiantes, clase, libros, presencialidad (el ser en el presente), entre otras encomiables valores, se han desfigurado. ¿Qué son ahora? Es difusa cualquier aproximación. En lo inmediato podemos echar mano de la situación sanitaria para justificar todas las falencias y desconexiones del sistema educativo con los “estudiantes”; sin embargo, sabemos que toda simplificación es falsa y que además este problema está presente desde hace bastante tiempo.
Para que estos jóvenes, renuentes a una educación cargada de materias no “útiles” –consideradas erróneamente no prácticas– no se desvinculen del sistema educativo formal, la UTU históricamente promueve un sinfín de flexibles asignaturas, tiene una carga teórica menor y está más centrada en lo técnico y práctico. Por eso, tantísimos jóvenes prefieren terminar su ciclo básico en UTU, así lo indica el incremento en la matrícula. Por lo que dicha institución es el último eslabón, el manotón de ahogado del sistema educativo público formal para que los jóvenes realicen alguna tecnicatura de rápida salida laboral o, en el mejor de los casos, completen el ciclo básico y sigan estudiando.
El docente se enfrenta al vértigo de una clase dispersa, suma de individuos que interactúan en pequeños sub grupos con una densidad de intereses y preocupaciones que, por lo general, se hallan fuera del aula; estudiantes apáticos, inquietos y por momentos desganados, renuentes a integrarse con otros estudiantes de forma aleatoria; estudiantes que no logran seguir el hilo del diálogo docente-alumno, ni menos retener o a veces entender, para luego –y lo más preocupante– construir conocimiento; estudiantes que han renunciado a ser aquello que los define: dígase de alguien que dedica parte de su tiempo y energía a leer, analizar e incorporar la información y el docente que quiere, en general por profunda convicción y vocación, enseñar. Además, como necesita seguir desempeñando ese hoy difuso rol, el docente se esfuerza por enmendar ese pacto roto, desde hace tiempo, con los estudiantes.
El docente sabe que construir conocimiento duradero requiere de un compromiso del estudiante que implica procesos lentos, continuos, cargados de un considerable esfuerzo, y muchas veces de reiteradas frustraciones. Ese tipo de aprendizaje en el que muchos docentes nos hemos formado ya no es posible, es repelido por el estudiante, tensión que requiere ser atendida. El estudiante ocupa los silencios de la reflexión para gritar, gesticular, su “no querer estar”, su “no querer participar” en dichos procesos obsoletos, “aburridos”, aunque todavía fundamentales para digerir e incorporar lo dialogado. El docente por lo general también se niega a ver ese desencuentro que nos empuja a nosotros y al sistema en su conjunto, a un lugar al que nadie quiere ir: replantear el cómo y el para qué de la enseñanza y de su aparatosa, insidiosa y tecnócrata estructura que mejora sus métodos de control, seguimiento y calificación, útiles al sistema, no a lo esencial que le da sentido a la tarea que asumimos.
Por más que a los estudiantes se les envíe resúmenes o videos de pocos minutos en extremo didácticos del tema a tratar, no se logra el cometido. A veces algún
alumno tiene la buena voluntad de ver el material, pero como la gran mayoría no lo consultó, cada clase hay que empezar de cero. Además, se suma otra dificultad, algunos alumnos están más preocupado, ponen más energía, en ser legitimado por su elección de género que por ocuparse en ser estudiante.
El sistema educativo estimula al docente a mirar este abismo con creatividad. El docente intenta por todos los medios acercarse al estudiante, adecuarse al nuevo territorio al que es empujado. Para ello, asume cualidades dramáticas: hace del aula un tinglado. Empatiza con los estudiantes, habla por momentos como ellos para secuestrar, al menos por breves momentos, su volátil atención, pero por sobre todo intenta evitar que los estudiantes le digan que su clase fue aburrida: el peor de los agravios. Pues, los estudiantes, entrenados en los códigos audiovisuales, están acostumbrados a la gratificación instantánea por el excesivo uso de las redes sociales. Entonces evalúan la clase en entretenida o aburrida. El docente, muchas veces agobiado, realiza ciertas concesiones con los menos interesados en participar de la clase, permitiéndoles que interactúen con su chupete electrónico o dejándolos hablar con alguno de sus compinches.
Los estudiantes, en general, son un público infantilizado por el consumo adictivo de imágenes, recurso que los docentes más entendidos en el manejo de la informática emplean para que a través de juegos realicen las tareas. Muchas veces el docente, con la mejor intención, motivando al alumno, se transforma en un consejero simpático, un abuelo a la moda o un asistente social que por momentos se pone un disfraz colorido para que ese otro Uruguay que está naciendo con muchas dificultades no se vaya del sistema educativo, ni de ningún otro sistema posible. Si hay algo incómodo de digerir es la naturalización de ciertos problemas educativos creyendo que los estudiantes siempre fueron igual de negados a estudiar. Al final, el “docente”, que ya tampoco cumple con la histórica definición –hace tiempo en entredicho– termina adaptándose a las falencias del grupo, a las que refuerza. Recorta los contenidos, modifica la planificación, simplifica los conceptos, evita ciertas palabras, repite las clases en función de aquellos más desconectados del proceso educativo realizando morisquetas sobre el pupitre en el intento desesperado para que los estudiantes, con todo un futuro por delante, no se “desvinculen”, como se dice ahora, ni se aburran, y lleguen con alguna herramienta mínima al escrito que justifique las acciones del docente y de la institución. Y así, los honorables servidores públicos sigamos ocupando el puesto, percibiendo un sueldo y la institución siga funcionando “normalmente” como si no pasara nada, y mantenga de esa forma sus favorables estadísticas, así como un discurso utópico para una realidad distópica.
Dada la deserción de los estudiantes del sistema educativo, la carencia de conocimientos previos, la falta de estímulo de la mayoría, la heterogeneidad de conocimientos, la falta de habilidades –también de los docentes para manejar el vértigo de la distancia–, los docentes terminamos tomando la asistencia como uno de los elementos centrales de la calificación. El alumno que asiste regularmente, no estudie y participe de vez en cuando como para que el docente tenga una idea de su rostro e identifique si es Pérez o Domínguez, a la larga aprueba el curso. Porque más vale que asista a que esté en la calle, más vale que caliente un banco a que se desvincule, más vale que esté en la institución a que aprenda algo y con ello estudiante y docente cumplen con las horas reglamentarias y el sistema sigue funcionando, que al fin y al cabo, es lo que realmente importa.