PORTADA
Por Mariela Michel
Hace pocos días, en una reunión de amigos en un bar, la conversación derivó en una interesante reflexión, una de esas que solo pueden darse en un boliche al caer el día. Mientras iban y venían palabras sobre las posibles diferencias y similitudes entre la vida cotidiana en las sociedades modernas con respecto a épocas anteriores, por ejemplo, la Edad Media, surgió una pregunta que quedó en mi mente hasta el día de hoy. Por eso, me gustaría retomarla aquí, para continuar esa conversación de otro modo.
Una forma de aterrizar imaginariamente en épocas distantes, y conocer la vida cotidiana, es a través de la literatura. Desde nuestra infancia, siempre tuvimos esa valiosa habilidad de entrar y salir del mundo del ‘como sí’, entrar en la piel de otros y vivir vicariamente momentos intensos de sus vidas tan diferentes a la nuestra. Lo sorprendente es que casi siempre caemos en una inesperada revelación, como Simon & Garfunkel, nos damos cuenta de que, “luego de cambios y cambios, somos más o menos los mismos” (The boxer).
Y esta vez, no fue la excepción, o quizás sí. De repente recordé que en épocas escolares o liceales me había sentido privilegiada de vivir en tiempos en los que el confort había aumentado gracias a los vertiginosos avances tecnológicos y de la medicina, que respaldan hoy nuestro modo de vida tranquilo y seguro. Pero en ese momento, en el bar, a la hora de aterrador informativo central, fue imposible evitar un repentino sentimiento de nostalgia nuestra vida vicaria en la Edad Media. Al menos sabemos que, si lo escuchamos con atención, el noticiero de nuestra época actual es literalmente ‘aterrador’. Por suerte, tenemos nuestras defensas y ya no lo escuchamos con atención. Pero aún sin atención las noticias atraviesan la pantalla y nos llevan a buscar cada vez mejores alarmas, nuevas dosis de vacunas. Difícil imaginar una Edad Media con mayor inseguridad.
Es cierto que algunos estamos en la edad de decir aquella frase delatora sobre el tiempo pasado y cómo fue mejor. Pero el considerarla una frase ‘típica de viejo’ es también una forma de no escucharnos. ¿No será que quienes tenemos cierta edad sabemos también por experiencia propia, que es cierto que todo tiempo pasado fue mejor, y que es el momento de que se valore nuestra experiencia de vida? Devaluar la voz de aquellos que como el diablo sabemos algo por viejos, puede ser una forma de privar a los jóvenes de conocer sobre tiempos que no pudieron vivir. Al menos, los viejos sabemos sobre el tiempo, sabemos algo sobre lo que vivimos, y podemos justificar nuestro reclamo de poner el freno a aquellos avances que están llevando a las sociedades modernas a retroceder.
Me doy cuenta de que este texto, no es principalmente una reflexión psicológica. Aunque de cierto modo sí lo es. No lo es, porque no está apoyada en observaciones clínicas, sino en mi propia experiencia de vida. Lo que justifica publicarlo es que pienso que es necesario dar mayor espacio, o mayor legitimidad en el debate público, que está ciertamente en declive, a la voz de tantos mayores de 65 años, de las personas comunes que saben por viejas, una voz que ha sido menospreciada constantemente durante los últimos años. Solamente a modo de ejemplo, menciono que en el ámbito universitario, se han impuesto jubilaciones obligatorias, que si bien no traen un problema económico, logran suprimir a todo profesor que atraviesa los 60 o 70 años de la faz de la vida académica. Recuerdo el caso de un docente recién jubilado a quien se le intentó retirar su correo electrónico universitario, un nexo con su rol de profesor universitario que no conlleva gastos de ningún tipo. Y luego llegó la estacada casi letal colocada por el rótulo “población de riesgo”, otro término impuesto por el “eslogan publicitario” (Andacht) de la Nueva Normalidad, que parece haber venido para quedarse por la incansable repetición mediática. Claro que nos sentimos “personas en riesgo”, pero en riesgo de desaparición no física, que es la que nos importa, sino de caída vertiginosa de aquel lugar en las sociedades que valoraban todo aquello de que el “Diablo sabía por viejo”.
¿En qué época vivimos, en qué etapa estamos actualmente?
El 5 de abril de 2022, el “Poder Ejecutivo (PE) resolvió dejar sin efecto el decreto N° 93/020 de declaración del estado de emergencia nacional sanitaria.” Es bueno encontrar certezas, y ésta es una de ellas. Sin embargo, la claridad no va más allá de este decreto. ¿Es algo para festejar? No se puede negar que lo es. La ciudad pareció haber emitido un gran suspiro de alivio, que duró unos días, hasta que la televisión volvió a alertarnos de que la pandemia aún no estaba terminada. Es cierto que también la vida nos deparó muchas sonrisas, en el momento de saludar, nos reímos ante hesitaciones sobre cómo hacerlo. Entramos en una nueva etapa, pero no es fácil saber qué características tiene. Para saberlo, debemos compararla con etapas anteriores, y para eso no hay nada mejor que consultar a los viejos.
No escribo aquí en nombre propio solamente, sino que me dispongo a recoger algunos aspectos comunes de conversaciones mantenidas con personas de mi generación (entre 60 y 75 años), con quienes en varios momentos nos encontramos riendo y comentando: “qué horrible, estamos hablando como viejos, pero es lo que somos”. De esas observaciones, que en general tienen un enfoque comparativo, podemos extraer algunas conclusiones, para caracterizar el tiempo en que estamos viviendo.
¿Por qué es importante hacer eso? Creo que lo es, porque solo podemos incidir en nuestro tiempo, si adoptamos una actitud reflexiva, para poder observarnos a nosotros mismos y buscar cierto grado de claridad sobre qué estamos experimentando. El trajín cotidiano nos impulsa hacia la acción pura. El poder tomar el timón de nuestra vida y de la vida en común requiere detenernos y tomar distancia. El objetivo es apartarnos y aterrizar nuevamente en nuestra vida cotidiana como si fuéramos aquellos personajes literarios a quien conocimos tan íntimamente.
La Nueva Normalidad en la Pospandemia
Un mes después de haber sido decretada la emergencia sanitaria, el Presidente comunicó el nombre de la etapa que se había iniciado en Uruguay en el año 2020: “El país se encamina a iniciar una etapa de nueva normalidad en la lucha contra la pandemia de COVID-19”; “El mundo ya no va a ser el mismo” (Lacalle Pou, 17.04.20). El día en que cesó la emergencia sanitaria decretada un mes antes, el 13 de marzo de ese año, algo importante cambió. Ya no está vigente el marco de excepción necesario que habilita a las autoridades a imponer “medidas sanitarias, sociales y económicas”. Entonces nos preguntamos: ¿si el mundo no volverá a ser el mismo, qué características tendrá ahora? Hoy, ya no nos regimos por el marco de excepción, ¿cuál es el marco de presupuestos implícitos en el término “nueva normalidad” que rigen nuestra vida cotidiana?
Desde el punto de vista del significado, según el análisis semiótico de Andacht (ver eXtramuros, N° 49), en la expresión pueden observarse características comunes a todo eslogan publicitario:
La Nueva Normalidad. (…) Sus tres signos están diseñados para ejercer una fuerte seducción: un adjetivo atractivo como la juventud eterna, como la expectativa de renovar el viejo aparato celular; lo acompaña un sustantivo tan tranquilizador como el respirar una bocanada de aire en la Rambla montevideana.
Es común que una campaña publicitaria apele a lo novedoso de su producto, y que al mismo tiempo lo vuelva parte de lo que consideramos nuestra vida normal. Por eso, las piezas publicitarias con frecuencia muestran encuentros de amigos, asados, abrazos entre abuelos y nietos, personas corriendo al aire libre en un día soleado. En realidad, debería decir ‘mostraban’, porque esas imágenes se han ido ausentando de las pantallas. Para ponerle una señal de alarma a las tranquilizadoras representaciones de la normalidad, fue necesario diseñar una muy buena campaña publicitaria con su propio eslogan. Sin eso, parece imposible que empecemos a transitar el ríspido camino hacia la desconfianza, con confianza. Para que confiemos en los publicistas televisivos y empecemos a desconfiar de los abrazos, de los niños, del aire, del sol, de los encuentros, en suma, de nosotros mismos, los mensajes tienen que ser extremadamente persuasivos. El eslogan es un primer paso para ayudarnos a hacer el duelo por aquella cercanía normal de antaño, para que podamos aceptar ese producto siniestro e incierto que salió y se ha puesto a la venta: “un mundo que ya no será el mismo”.
Las normativas sanitarias, sociales y económicas de la emergencia sanitaria eran para muchos de nosotros una imposición injustificada. Las órdenes que recibíamos en esa época eran confusas: las máscaras no protegen/protegen; las vacunas inmunizan/no inmunizan, pero esta nueva etapa pospandémica fue un paso adelante hacia el abismo de la confusión. Hoy la frase más escuchada en los medios es: “cesó la emergencia sanitaria pero la pandemia aún no terminó”. Ahora es imposible saber en qué etapa estamos. Ahora entramos sin excusa de ningún tipo en la confusión cruda de la nueva normalidad. Para situarnos, es necesario reconocer primero la confusión en la que estamos inmersos. De ese modo, podremos entender las razones detrás de la poca alegría efímera que nos trajo el fin de la pandemia, para empezar a buscar las formas de recuperar la plena alegría de vivir.
La Nueva Normalidad: lo que el viento pospandémico no se llevó
Antes de comenzar a vivir nuevamente con alegría, debemos limpiar la casa, con bastante alcohol en gel lingüístico, limpiar nuestra sociedad de las impurezas que la “pandemia” nos dejó. Vivir con alegría no implica necesariamente aceptar las injusticias sociales, sino perseguir nuestras metas individuales y colectivas con confianza y sin imposiciones.
- La contradicción enloquecedora. Recibimos del discurso “pandémico” una nuevonormalización de las contradicciones no explicitadas que nos llegaron a través de expresiones como: ‘enfermo asintomático’, ‘jóvenes saludables frágiles’, ‘niños como amenaza’, ‘vacunas que no protegen de contagio’, ‘abrazos que nos hacen mal’, etc. En esta nueva etapa, rige un solo presupuesto que enmarca la vida en sociedad en un único ámbito: ‘estamos viviendo en la pospandemia, pero la pandemia no terminó’. Esta afirmación prolonga en el tiempo todas las contradicciones anteriores.
- La confusión todo-abarcadora. El concepto de ‘nueva normalidad’ es en realidad un caballo de Troya, un envase aparentemente inocuo en el que se oculta un ejército de términos enviados para destruir la más mínima certeza que orienta en la vida en sociedad. Se trata de una verdadera guerra cuyos proyectiles son aparentemente inofensivos, pero como aquella tortura con una simple y liviana gota de agua, y otra, y luego otra horada el hueso. Todo vínculo, toda relación humana ocurre dentro de un marco conceptual de presupuestos tácitos, que encuadran y protegen los vínculos. Estos requieren cierta constancia y permanencia en el tiempo. El ataque a la normalidad es un ataque al encuadre, y desde el punto de vista psicológico tiene un efecto psicotizante.
- La vulnerabilidad extrema. Los habitantes de la pospandemia debemos hacer un duelo por aquel sentimiento de fortaleza física y psicológica que sentíamos tanto en salud como en enfermedad. La creencia de que pueden ocurrir nuevas pandemias o nuevas variantes en el futuro conlleva la siniestra idea de que nuestro sistema inmune no las podría combatir. Esto vale para el sistema inmune de quienes no estamos vacunados, y el de los vacunados. Las vacunas aplicadas en enormes números no han servido para reforzar el sistema inmune.
- El miedo prolongado. Durante la pandemia, nos vimos enfrentados a una situación de alarma crónica generadora de lo que se conoce como estrés tóxico. En la pospandemia, el miedo pasó de tener la forma de un virus hirsuto agigantado por la pantalla, a tener una forma difusa. Otro de los elementos que debemos limpiar es el miedo, pero antes de eso tenemos que encontrar a qué le tememos hoy. ¿Tememos a las variantes que están por venir?, ¿a nuevas medidas que pueden instalarse en cualquier momento? En otras palabras, hoy le tememos a un porvenir amenazante. La amenaza ya no está, pero nos acecha en cualquier esquina. Ahora además de aquel delincuente que puede surgir en cualquier momento, se instaló en nuestra normalidad una nueva amenaza, la de un virus que acecha nada más ni nada menos, que en nuestros vínculos cercanos.
- La culpa paralizante: Antes la consigna era relativamente clara para quienes deseaban seguirla: ‘quedate en casa’, o en su defecto, ‘usá tapabocas todo lo posible’. Hoy las personas reciben un mensaje que, además de contradictorio, es generador de mayor culpa: “puedes volver a tu vida normal, pero puedes seguir siendo un portador de enfermedad”. Así escuchamos frases como “yo me confié demasiado”, “salí sin tapabocas, y luego un emoticón de cara tapada por una mano”. Muchas personas piden hoy disculpas por haber caído en la tentación de recuperar su vida social.
- La insensibilidad ante los niños y adolescentes: Este sentimiento negativo es el que menos debemos nuevonormalizar. Es un deber ético aplicar aquí una botella entera de alcohol en gel. Sin embargo, en plena pospandemia entró este comentario a una red social: “Mi nieta, lo trajo del jardín y lo pasó a toda la familia, en tu caso arrancó por la maestra, se ve que los niños, son un banco de virus”. Que ese comentario pasara desapercibido en un grupo numeroso de WhatsApp, es una verdadera señal de alarma. Si a algo debemos tenerle miedo, es a la nuevonormalización del miedo a los niños.
También confesamos que hemos vivido
Antes o después de aquella conversación de boliche en la que me di cuenta de que el avance de los tiempos era, en realidad, un retroceso en relación con las formas de vida más humanas, tuve otras conversaciones con personas aún mayores, y que motivan este texto. Esas conversaciones están detrás de la convicción de que una forma de recuperar el bienestar en la cultura es escuchar a los viejos. Pero una de ellas, una persona mayor que yo, me dijo casi en voz baja: “no sé si contarles a los jóvenes nuestra experiencia. Es muy diferente a lo que están viviendo ahora, y puede confundirlos”. Otros confiesan tener un sentimiento de auto-descalificación: “no quiero hablar como un viejo”, “nadie va a querer escuchar a una vieja como yo”. A quienes hemos vivido otras etapas no creo que puedan vendernos el concepto de nueva normalidad. Por suerte, muchos en nuestra intimidad sentimos que aquel tiempo pasado fue mejor en muchos aspectos. No en todos, claro, pero es necesario escuchar a los viejos para poder discernir, para saber en cuáles, para decidir si queremos preservarlos. Muchos saben lo que Mirtha Legrand expresó con la mirada triste, pero a viva voz recientemente, cuando dijo en público que el aislamiento y la inactividad la habían transformado: “le dije a mi médico, quiero volver a ser la que era antes y él respondió: trabaje Mirtha, trabaje”. Muchos perdieron en estos dos años la juventud espiritual y física, que habían conservado con tanta energía. Luego de vivir muchos años, casi todos saben que es lo que los ha afectado, y nunca ha sido un virus. Todos saben que ahora han conocido algo a lo que le temen mucho más, a la terrible soledad de un aislamiento que vivieron y que nunca más quisieran volver a vivir. Es claro que muchos prefieren la muerte. Ella no nos amenaza como la fría y aterradora distancia social. En el ámbito de la normalidad, todos somos como Mirtha, preferimos que la parca nos encuentre inmersos en el mundo a la soledad impuesta, a la muerte en vida. El ser humano no es si no es con otros. Si la vida no es una aventura, ¿vale la pena ser vivida? Como dice el poeta: “Prefiero tener toda la vida, la vida como enemiga, a tener en la muerte de la vida, mi suerte decidida” (Viramundo, Gilberto Gil).