HISTORIA
José Artigas no fue un intelectual preclaro sino un hombre de acción y lector instruido en tiempos tormentosos: a inicios del siglo XIX en Hispanoamérica se entrecruzaron diferentes corrientes de pensamiento sobre el ideal político y se verificó una hibridación de ideas y de imaginarios superpuestos.
Por Francisco Faig
En primer lugar, estuvo lo que podríamos llamar la tradición de pensamiento pactista, en donde la legitimidad de la autoridad política está penetrada por el pensamiento político clásico español de los siglos XVI y XVII. En segundo lugar, pero no menos importante, estuvo la influencia de la revolución independentista de los Estados Unidos de América – una traducción del texto de la Constitución del Estado de Massachusetts, por ejemplo, sirvió de modelo a la primera declaratoria de independencia de la Banda Oriental, que el gobierno económico de Canelones proclamó solemnemente en 1813 -, y el formidable peso de la revolución francesa.
Por causa de cumplirse en este mes de setiembre dos aniversarios particulares sobre Artigas, 170 años de su muerte y 200 años de su exilio en Paraguay, quiero analizar aquí las influencias que recibió su pensamiento desde estas dos concepciones políticas bien distintas. Más que ajustar una imposible ponderación exacta de una u otra filosofía en el pensamiento en Artigas, me interesa percibir lo que hacía al air du temps de ese entonces, que estaba claramente marcado, en tiempos de revolución en todo el continente, por esas dos grandes corrientes intelectuales.
Trataré pues en este ensayo sobre el pensamiento de Artigas, acerca de las dificultades de pensar lo político en un tiempo revolucionario. Mostraré en una primera parte que la cuestión de la legitimidad de la autoridad política fue enfrentada por el pensamiento artiguista desde la apoyatura teórica más tradicional vinculada a las teorías pactistas. En una segunda parte me detendré en la experiencia y reflexión generadas a partir de las Revoluciones estadounidense y francesa y que también influyeron sobre Artigas.
1 El peso del pensamiento tradicional
Hacia 1810, el carácter ilegítimo del régimen napoleónico era indiscutible para la inmensa mayoría de quienes participaban de la cosa pública en América y en la península hispánica. Y lo era por su origen: la abdicación de Bayona era ilegítima porque la relación entre el rey y sus súbditos necesariamente había de ser bilateral y, por lo tanto, no podía ser rota por una sola de las partes como ocurrió con Fernando VII. Ni aun cuando el rey hubiera dado voluntariamente su consentimiento para abdicar el proceso podía ser considerado válido, ya que en tal caso igualmente no se había verificado la aceptación de la nueva situación dada por la otra parte, formada por los pueblos que integraban la monarquía. Y es que aquí radicaba, justamente, el fundamento pactista de la autoridad real.
Esta concepción del origen del poder real difería contundentemente del razonamiento absolutista, que concentraba en el rey la soberanía de origen divino, y que tuvo en Jean Bodin y en sus Seis libros de la República de 1576, a uno de sus principales exponentes teóricos. Sin embargo, no por oponerse al absolutismo esta concepción política resultaba completamente novedosa a inicios del siglo XIX.
En efecto, ya en la Edad Media una forma estructurada de pensamiento constitucional se había afirmado desde una fuerte influencia de fuentes fundamentales como Aristóteles, los Antiguo y Nuevo Testamentos y el derecho canónico. Ella se preocupaba por el consentimiento, la legitimidad, los derechos de la comunidad, la representación, los derechos a la resistencia o la distribución de la autoridad.
En concreto, a principios del siglo XIII, el jurista romano Azon había realizado la distinción entre el pueblo como un conjunto coroporativo, universitas, y el pueblo como un grupo de individuos. Para Tomás de Aquino, la institución política es de derecho humano, si bien es cierto que la idea del poder viene de Dios; y en la ausencia de un legislador designado por la divinidad, el poder legislativo pertenece a la multitud toda entera o a aquel que represente la multitud. Marsilio de Padua, hacia el siglo XIV, consideraba que el consentimiento era la causa eficiente del gobierno lícito. En la misma época, Hervaeus Natalis, profesor de teología en la Universidad de París, iba en el mismo sentido cuando afirmaba que la jurisdicción sólo se conseguía per solum consensum populi: ya en ese entonces, la teoría del gobierno por consentimiento estaba pues plenamente formulada.
Parte del pensamiento conciliar de la época del Gran Cisma de Occidente (1378- 1417), tenía la convicción de que la comunidad de la Iglesia no podía destruirse por falta de autoridad en su cúspide. En 1417, Jean Gerson escribió Sur le pouvoir ecclésiastique, que giraba en torno a la autoridad suprema de todo el cuerpo de la Iglesia y a la aceptación de la autoridad del Papa como cabeza de ese cuerpo. Para Gerson, el concilio general, como incluía al poder papal, era más grande que el poder del Papa- cabeza considerado individualmente. El poder del Papa podía ser ejercido por un concilio cuando no existía Papa, o cuando su autoridad no fuera manifiestamente legítima: la autoridad de una comunidad no se destruía entonces con la caída del gobierno central, sino que podía constituir un cuerpo representativo para restablecer un régimen universalmente aceptado.
Dos siglos más tarde, Althusius, calvinista alemán del siglo XVII, en su Politica methodice digesta cuya primera edición es de 1603, adelanta camino en el pensamiento sobre la legitimidad pactista del poder político. En efecto, Althusius define la soberanía como un derecho supremo de jurisdicción universal que pertenece de forma inalienable al conjunto del pueblo considerado, no como un conjunto de individuos separados sino como un todo corporativo (por oposición consciente a la teoría de la soberanía monárquica absolutista de Bodin). El poder de todo el reino, que instituía el poder del rey y podía quitarlo, era más grande que el poder del rey. El rey, en esta concepción, era superior con relación a los individuos tomados en la unidad, pero era inferior con relación al colectivo de sus sujetos. En este sentido también, Althusius cree que los estados soberanos a gran escala pueden tener unidades políticas más pequeñas que conserven sus gobiernos autónomos fundados en el consentimiento local.
En toda esta posición pactista importa destacar finalmente a la Escuela de Salamanca. Allí, en el siglo XVI brillaron los dominicos Francisco de Vitoria (1483–1546) y Domingo de Soto (1494–1560), y tuvo hacia finales de ese siglo el predominio de los jesuitas Luis de Molina (1535–1600) y Francisco Suárez (1548–1617). No hubo un consenso de doctrina única sobre los temas de estudio en Salamanca, que se centraron en problemas morales, económicos y jurídicos. Pero lo que aquí me importa es que sobre todo a partir de 1613 con la publicación de la obra de Francisco Suárez, Defensio Fidei Catholicae adversus Anglicanae sectae errores, se desarrolló allí la idea de que el pueblo como un todo es el receptor de la soberanía, y es quien la transmite al rey gobernante.
En el último tercio del siglo XVIII, se multiplicaron las cátedras de Derecho Natural en las universidades. Se estudiaban los iusnaturalistas más modernos, como Pufendorf, y Grocio, quien había difundido por Europa las ideas de la Escuela de Salamanca, en particular a través de su obra De iure belli ac pacis de 1625, en la que citaba abundantemente el pensamiento de Francisco de Vitoria. La creencia en que solo el consentimiento y la voluntad constituyen la fuente de la autoridad legítima era común a todos los teóricos de la escuela del derecho natural, desde Grotius a Rousseau, pasando por Hobbes, Pufendorf y Locke. Para ellos, ninguna calidad particular da al individuo el derecho de gobernar al otro. Ese derecho debe necesariamente se conferido desde el exterior, por el consentimiento de los otros.
Así, el pactismo es la concepción y la imagen de las relaciones entre el rey y el reino, como regidas por el pacto que liga al rey con cada uno de los reinos que forman parte de la corona. Sostenía que la transmisión del poder de Dios al rey se hacía por intermedio de los pueblos, de las viejas comunidades políticas: se trata de la teoría del origen divino indirecto del poder real (a Deo per populum). Es un pacto que comporta derechos y deberes recíprocos, cuyo incumplimiento por el rey puede incluso justificar la revuelta.
Cuando España es invadida por Napoleón y el rey es puesto en prisión, la vieja estructura constitucional desaparece y el pueblo vuelve a un estado de anarquía pre-político, pre-social, sin autoridades, anterior al pacto constitutivo de la sociedad. La resistencia a Napoleón es entonces, en el mismo movimiento, manifestación de los deberes de los súbditos para con su señor y también defensa de la patria y de cierto orden colectivo. Ya que, en un sentido clásico, el poder de Napoleón es tiránico: es el gobierno ilegítimo del que no es el señor natural del reino.
En el levantamiento contra Francia los discursos hacen referencia a las comunidades políticas que han sido los principales actores de una jerarquía de pertenencias: los pueblos y las ciudades en la base, la monarquía en lo más alto. Se perciben los dos niveles que conviven a la vez: uno, que sigue siendo plural – los pueblos -; otro, que es profundamente unitario a la vez que vinculado al rey – la monarquía -.
Es por eso que la retórica de los primeros movimientos juntistas exaltan las virtudes de la lealtad, la fidelidad y el honor. Esas virtudes significan la reivindicación por el súbdito de su propio ser, de la conformidad consigo mismo, de su dignidad, tanto en América como en la Península, ya que la monarquía era de composición dual: las proclamas americanas en este sentido, se dirigen frecuentemente a los españoles europeos y a los españoles americanos marcando esta aceptada dualidad que convergía en una unidad forjada en la autoridad real.
Es pues a partir de este estado de acefalía de la autoridad legítima que hay que reconstruir cierto pacto social que permita restructurar la sociedad. Y, de acuerdo a esta teoría, al desaparecer el rey, el poder, naturalmente, ha de volver a su fuente, a la comunidad política. Será así esta concepción política pactista la que justificará la retoma por los diferentes reinos – incluso los de América – de sus soberanías.
La consecuencia para América de toda esta concepción de la autoridad política, de origen teológico medieval y de influencia también escolástica, es pues fundamental. Toda la lógica del reclamo de fueros, de la legitimidad de la base territorial autónoma, de la desconfianza hacia la autoridad central bonaerense, presente en el contexto de las Instrucciones del año XIII de José Artigas, por ejemplo, responde a esta tradición hispánica y clásica. También, el carácter personal del vínculo de cada súbdito para con el rey contribuye a explicar las dificultades que en general y más tarde, sobre todo en el correr de esa década del diez, los independentistas tuvieron en toda América para dar el paso hacia la independencia total. Es decir, las dificultades que hubo en admitir un rechazo abierto al rey que propiciara un orden republicano de gobierno.
Los fundamentos en los que se basa la concepción artiguista de la legitimidad de la autoridad política responden a esta fuerte influencia del pensamiento clásico español. Sin embargo, a la par de esta notable influencia tradicional, los protagonistas de estos tiempos turbulentos prestaron también atención a las dos revoluciones más cercanas e importantes de finales del siglo XVIII: la de Estados Unidos y la de Francia.
A los instrumentos de lectura conceptuales de la realidad de lo político que asientan una legitimidad basada sobre el acuerdo y el pacto, se agregarán los propios de una modernidad, los que ciertamente serán similares en su preocupación por el fundamento de la autoridad, pero también radicalmente distintos en su respuesta. Una visión considera a la sociedad como formada por el conjunto de estamentos y cuerpos propios del Antiguo Régimen. Otra, la ve formada como un conjunto de individuos autónomos. Conviene detenernos entonces seguidamente en esa gran influencia de la modernidad revolucionaria.
2 Construir de la nada
La independencia estadounidense y la revolución francesa marcaron profundamente los espíritus de los medios sociales más atentos al acontecer internacional en el Río de la Plata, que fueron lo que podemos llamar las élites culturales: la alta administración pública, los profesores y estudiantes de universidades, los profesionales, el clero superior. Por ejemplo, el coronel portugués Joaquín Xavier Curado, destacado como diplomático y observador en el Río de la Plata en 1809 por la corte de Río de Janeiro, informaba a la corona portuguesa de esta influencia cuando afirmaba que “las ideas francesas han infectado al Río de la Plata en un punto inconcebible”.
La realidad de la América hispana revolucionaria implicó, de alguna forma, que la ruptura del vínculo con la Península de parte de los diversos movimientos juntistas abriera también la posibilidad a la ruptura con el rey. Por supuesto que no fue un movimiento unívoco, ni sencillo, ni aceptado por todos. Pero por una paradoja llamativa de la Historia, muchos de los que en América reivindicaron a Fernando VII contra el heredero de la Francia revolucionaria, determinarían llevando adelante una revolución inspirada en la modernidad francesa.
En efecto, fue la insuficiencia de la legitimidad de tipo histórico la que hizo posible el paso a un régimen republicano de gobierno en estas tierras. Admitida la nueva realidad de soberanía de los pueblos, los caminos a emprender no habrían de aplicarse necesariamente a proveer la reconstitución de la situación política anterior a la crisis. Desde esa aventura republicana se afirmó una nueva lógica de legitimidad y concepción de lo político capaz de sustentar un nuevo orden, y ese orden sedujo a las élites del Río de la Plata de las que Artigas formaba parte.
Por supuesto, como en el caso del pensamiento clásico pactista español del siglo XVIII, el republicanismo no fue una pura creación moderna. La tradición del pensamiento político republicano proviene de la antigua Roma, y fue articulada por los trabajos de historiadores tales como Polibio, Tito Livio, Plutarco, Tácito y Cicerón. La preocupación por el bien común propia del republicanismo daba un papel relevante a ciertos criterios de constitución del poder político, como el imperio del derecho, el reparto del poder entre varios representantes y cuerpos instituidos, la representación de diferentes clases sociales bajo diversas formas, la limitación de la duración del mandato, y la rotación de las responsabilidades entre diferentes ciudadanos.
Estas raíces que se hunden en la tradición romana fueron encontrando sus traducciones concretas en diversas partes de Europa y América en tiempos de afirmación de la modernidad. El humanismo cívico del Renacimiento italiano, por ejemplo, inauguró una relación a la persona y al tiempo que rompió con las representaciones cristianas de la época medieval. El republicanismo tuvo cierto esplendor en algunas ciudades- Estado de la Italia renacentista y en las provincias holandesas cuando se liberaron de la monarquía hispánica. Luego, fue referencia de pensamiento en el proceso revolucionario constitucional inglés del siglo XVII, en los años fundacionales del constitucionalismo norteamericano, y en parte sustancial del ideario de la revolución francesa.
En esta concepción republicana, el individuo, que deja de lado las prescripciones providenciales, toma en mano su propio destino y abre la perspectiva de una realización personal en la “vita activa” de la ciudad más que en la “vita contemplativa”. La República entiende el gobierno del pueblo como el régimen caracterizado por el reino de la libertad política y de la virtud civil. La reafirmación de esta forma de convivencia social se sostiene, sin duda, en la naturaleza de las instituciones para las que la libertad es el valor supremo.
Pero, sobre todo, el sentido republicano de gobierno insiste en el desarrollo de un fuerte sentido de espíritu público, de espíritu cívico, de comunidad ciudadana necesarios para lograr el éxito en la construcción del devenir conjunto republicano. La República no se contenta con una definición procedural de la democracia, no exige solamente el respeto de las reglas de derecho y de los mecanismos de deliberación, sino que quiere algo más: una concepción compartida del vivir- conjunto. El hombre es libre de trazar su destino y de esta forma va dibujando un rasgo esencial de la modernidad: una nueva concepción del tiempo, lineal, abierto a futuro, que permite, en definitiva, la creación de un nuevo orden institucional que no tiene por qué tener referencias similares a las establecidas en el antiguo orden de gobierno.
Con el siglo XVIII se afirma esta libertad de futuro que tan distinta es a la cautela que exige la tutela del poder implícita en la teoría pactista. José Carlos Chiaramonte hace el siguiente comentario acerca del libro de José M. Portillo Valdés Crisis atlántica, Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana (2006), que ilustra con brío lo que quiero señalar aquí: “existe una notable diferencia entre la asunción de la soberanía como depósito por ausencia del soberano, o como atributo propio y esencial. Lo primero significa asumir una capacidad de tutela, de uso y administración, pero, al mismo tiempo, implica admitir la incapacidad para alterar el ordenamiento. Lo segundo, la asunción de la soberanía como atributo esencial de la nación o pueblo, significa literalmente una revolución, un desposeimiento de la monarquía y una exclusiva atribución a un nuevo sujeto político que puede de este modo proceder a constituir un nuevo ordenamiento”.
Importa aquí entender la sustancial influencia de la revolución francesa en el Río de la Plata. Porque es en París, y sobre todo luego de la decapitación de Luis XVI, que se plantea con toda su gravedad la necesidad de constituir un nuevo ordenamiento y de asentar las bases de legitimidad de un nuevo régimen. No quedó más camino allí, para legitimar el poder, que apelar a la moderna soberanía de la nación, en tanto conjunción libre de individuos.
En efecto, muerto el rey por la revolución, la única fuente posible de legitimidad es la que surge de esta concepción de nación: la soberanía nacional remplaza a la soberanía del monarca. Es esta nación soberana la que es libre de darse una nueva ley general, la Constitución, que no resulta de la restauración de las leyes fundamentales que vienen de la tradición, sino de un nuevo pacto social, capaz de crear ex nihilo un hombre nuevo y una sociedad nueva.
En América, puesto en prisión el rey, esta influencia francesa caló hondo. Claro está, sus consecuencias políticas eran muy distintas de las que se deducían del argumento clásico español de la retroversión de la soberanía de los pueblos. Porque en última instancia, la soberanía de los pueblos en la lógica pactista no habría de ser definitiva, sino que operaba en soledad, en un tiempo excepcional, hasta tanto se regularizara la situación de la monarquía. La lógica francesa, por el contrario, implicaba dar un paso adelante en la ruptura revolucionaria.
En efecto, conjugar la libertad a la francesa implicaba admitir una libertad nueva y abstracta a construir según un modelo ideal. El hombre se concibe ante todo como individuo y ciudadano. La nación es entendida como un pacto voluntario entre los hombres en la que no caben los estatutos y estamentos particulares. La nueva construcción del colectivo, libre, depende de las voluntades individuales, y precisa de un acto fundador que es la Constitución. No se concibe como en la lógica pactista, como una representación de los pueblos, reinos o ciudades, todos ellos particulares y yuxtapuestos, a la vez que perseverantes en su concepción de representación holista.
Pero también la influencia del proceso independentista estadounidense fue relevante para el Río de la Plata, sobre todo en el acceso a textos que conformaron nuevos regímenes políticos. Las constituciones estatales de Massachusetts, New Jersey, Pennsylvania y Virginia, la declaratoria de la independencia de los Estados Unidos, el articulado sobre el tratado de Confederación y Perpetua Unión de 1777, y la propia Constitución Federal de los Estados Unidos de 1789 estaban disponibles en español desde 1811 y eran conocidos por Artigas, que también tenía el libro de John Mc Culloch, Historia concisa de los Estados Unidos.
En este sentido, importa destacar que la traducción al español de varios textos de Thomas Paine publicados en Filadelfia en 1811, La independencia de Costa Firme justificada por Thomas Paine treinta años ha, que tuvo amplia difusión en toda América del Sur desde 1812, marcó la redacción, por ejemplo, de las Instrucciones del año XIII: los profesores Eugenio Petit Muñoz y Ariosto González, en sendos trabajos, mostraron que incluso algunos de sus párrafos fueron tomados directamente de esta obra.
También el pensamiento de Paine fue relevante al buscar la singularidad del continente americano, lo propio de la americanidad, en diversos campos: la geografía – la distancia entre los dos continentes -, la naturaleza y los mitos – en donde el Nuevo Mundo es un mundo completamente nuevo -. Pero un poco como ocurrió en Estados Unidos, la americanidad propia de la América hispánica terminó siendo más profunda y de dimensión política: el tiempo revolucionario en toda América no solamente giró en torno al perfeccionamiento de las antiguas libertades, sino que instituyó la construcción de un orden político ex nihilo elaborado por la razón. Y en ese sentido importó la experiencia concreta estadounidense, sobre todo desde la resolución práctica de las constituciones de los nuevos Estados que se entendieron como nuevas Repúblicas.
En esta dimensión de las cosas, importa entender que, aunque a veces las constituciones y los principales textos de referencia políticos de los nuevos países americanos pudieran inspirarse formalmente en la arquitectura de poderes propia del modelo inglés, su razonamiento de fondo, en torno a la legitimidad del poder, es diferente y es de tipo francés.
La Glorious Revolution de 1688 y el sistema inglés es conocido (y también admirado) en esta parte de América: en sus libertades públicas, en el equilibrio de los poderes, en su estabilidad. Pero no puede ser una referencia teórica para la modernidad por los principios que lo fundan, porque no se verifica allí una ruptura radical: la isla sigue siendo una monarquía, limitada, pero monarquía al fin.
Para la lógica independentista se termina imponiendo la ruptura con el pasado, y en este sentido, la única experiencia de provecho reciente a la cual apelar es la revolución francesa. Cierto es que sus fanáticas derivaciones en el caos de la terreur preocupaban a las élites en América. Pero, en los principios básicos que deben fundar el sistema político, la identidad con Francia es amplia y sustancial: la nación ha de ser una e indivisible y en ella ha de radicar la soberanía; sus componentes elementales son los individuos, unidos por una asociación voluntaria; la ley es la expresión de la voluntad general; solo los individuos, iguales en derechos, son representables, y no los cuerpos o las provincias.
Conclusión: dos legitimidades en competencia y cooperación
En estos tiempos convulsionados en el Río de la Plata, las mismas palabras hacían alusión a conceptos en realidad distintos, en función de las también distintas corrientes de pensamiento aquí descritas. Detrás de algunos términos clásicos se expresaron así nuevas ideas difíciles de formular con conceptos nuevos para hombres ciertamente instruidos sí, pero volcados a la acción en tiempos agitados. Por ejemplo, cuando se invocaba a la nación ¿estaba formada por comunidades políticas antiguas, con sus estamentos y cuerpos privilegiados, o por individuos iguales? ¿Era un producto de la historia o el resultado de una asociación voluntaria? ¿Estaba ya constituida o debía constituirse? ¿Residía en ella la soberanía?
Según la respuesta que se diera a estas preguntas algunos actores procuraron restaurar las viejas instituciones, con la representación de los reinos y estamentos. Pensaron en las comunidades políticas tradicionales estructuradas como un cuerpo y reunidas en los congresos de los pueblos, colectivos yuxtapuestos tomados como un todo. Pero otros actores buscaron la conformación de una asamblea única de representantes de la nación, inspirados más en el legado individualista de la revolución francesa, y ya pensando a la nación en términos de un colectivo formado por una asociación de ciudadanos- individuos representada por un congreso no dividido en estamentos.
Para enfrentar la situación excepcional de vacío de poder de la monarquía, la teoría pactista clásica, extendida en el Río de la Plata, legitimaba la formación de Juntas en las diversas metrópolis del reino. Pero esa corriente autonómica solo respondía a un tiempo transitorio: la lógica de la retroversión de la soberanía de los pueblos llevaba implícita la posterior normalización en torno a la autoridad monárquica reconstituida.
Junto a esa visión de las cosas se va afirmando una concepción política distinta. Que precisa, como la teoría pactista, del protagonismo del colectivo. Pero que entiende a la nación y al ciudadano de forma completamente distinta al pactismo político. Y fue la modernidad radical de la revolución francesa la que abrió las puertas a una novedad sustancial: la creación de un nuevo tiempo, forjado ex –nihilo, con la base del individuo y de su libertad. La corriente intelectual republicana se afirmó entonces como una herramienta capaz de moldear una circunstancia nueva en la que todo estaba por construirse en el campo de la legitimidad del gobierno, como bien lo había demostrado la independencia de las colonias británicas en América del Norte.
En definitiva, en el Río de la Plata el salto a la modernidad en un sentido republicano, independiente y que privilegia al individuo- ciudadano en su concepción política, se dio enancado en la vieja concepción clásica: el movimiento juntista, por ejemplo, precisó de la convocatoria a un congreso que habría de llevarse adelante legitimado por la razón pactista y la acefalía del poder, y que fue el que dio lugar al texto clave en el pensamiento de Artigas que es las Instrucciones del año XIII.
En todo el período artiguista, estas dos concepciones políticas, tan distintas, tuvieron fuertes momentos de cooperación y de competencia. Intuyo que algunas de las dificultades que muchas veces existen para entender bien el derrotero de Artigas a partir de 1811 están vinculadas a este asunto que, por cierto, marcó también todo el proceso revolucionario continental de inicios del siglo XIX.