ENSAYO
Por Mariela Michel
Cuenta la tradición de los relatos fantásticos que un vampiro no puede entrar a una casa si no es invitado a pasar. No solo hace falta que le abramos la puerta, sino que la criatura tampoco puede atravesar el umbral si explícitamente no lo hacemos pasar. Por eso, el título de la película Let the right one in (T. Alfredson, 2008) nos trae un consejo que, a primera vista, parece mucho más eficaz que la folclórica y protectora tira de ajos: Deja entrar a la persona justa (o correcta). A veces, es sorprendente cuánta realidad se deposita en el género fantástico; a pesar de ese marco irreal, su lección no lo es. Los relatos míticos que sucedieron “hace muchísimo tiempo en una lejana comarca” transitaron un larguísimo viaje de generación en generación, durante el cual acumularon una sabiduría que termina por hablarnos de modo claro e inequívoco de las peripecias terrenas de nuestra vida cotidiana, una realidad tan cercana como el café con leche que tomamos cada mañana.
Eso fue lo que pensé, cuando recordé que una tía abuela había sido estafada en su mismísimo hogar, a pesar de las incontables precauciones que ella siempre tomaba para protegerlo, no de vampiros, pero sí de la amenazadora entrada de malhechores. En aquella época, ella debía ir a la Caja de Jubilaciones a cobrar, pero lo hacía muy temprano para que el dinero quedara enseguida a buen recaudo detrás de su única puerta con tres o cuatro cerrojos, que además había hecho blindar no sin un gran esfuerzo económico. A un extraño también le sería difícil acceder al interior de su vivienda telefónicamente, porque ella había ideado una contraseña que sólo sus familiares conocíamos. Debíamos dejar que el teléfono sonara tres veces, luego cortar, y llamar nuevamente. Sólo así podíamos acceder a escuchar su voz tranquila. Mi tía-abuela era bien conocida entre sus muchos sobrinos, y sobrinos nietos, por sus cariñosos cuidados y reiterados consejos de siempre trancar bien puertas y ventanas, volver temprano, no salir solos por las calles, y muchísimos etcéteras, a los que, con una sonrisa llena de ternura, hacíamos caso omiso. A pesar de este esfuerzo de blindaje tan grande, un día en una reunión familiar, con mucha tristeza escuchamos su relato sobre “una señora muy amable, que parecía muy bien” y que se le acercó en la fila de la Caja de Jubilaciones, para hablarle sobre algo que a ella le interesó mucho. No recuerdo exactamente cuál fue el cuento del tío que le hizo. Lo que sí recuerdo es que ese día, con la misma puntillosidad con la que se protegía habitualmente, ella abrió cuidadosamente el portero eléctrico de su edificio y luego, uno por uno, los múltiples cerrojos de la puerta blindada de su modesto apartamento construido por el Banco Hipotecario, para hacer pasar a la persona que se llevó la totalidad del monto de la jubilación de ese mes.
Hace unos días, en una visita a Buenos Aires para un congreso, tuve la sensación de que el mejor aprendizaje lo había recibido fuera del lugar adonde ocurrió ese evento académico. Mientras caminaba por las calles, alguien señaló detrás del ventanal de un apartamento de categoría en un barrio muy vigilado, una pantalla televisiva que llamaba la atención por su desmesurado tamaño. En la pared principal de la sala, vimos desplegarse enormes figuras en movimiento que se desplazaban en el espacio como grotescos gigantes frente a dos pequeños seres humanos recostados aparentemente indefensos en un confortable sillón. Daba la impresión de que esas criaturas se iban irguiendo y estaban a punto de abandonar aquel desmesurado recipiente rectangular, para acercarse a quienes yacían lánguidos para extraer su vitalidad amparados por el oscuro manto ambiental, que se iba adensando al caer la noche.
¿En qué se parecen un vampiro fantástico, una tía abuela y un televidente contemporáneo?
Mientras escribo esto, escucho sin ver el informativo en el aparato televisivo que está en la habitación contigua. Intento desconocerlo, para poder concentrarme en la reflexión que quiero transmitir aquí. No puedo evitar oír algunas frases sueltas: “la víctima era una mujer de…..”; “un hombre semicalcinado fue encontrado…”. Las noticias son interrumpidas por la publicidad de una empresa de emergencia móvil. Enseguida, se retoman los interminables reportes de personas encontradas sin vida. A continuación, se hace hincapié en el brusco descenso de temperatura que amenaza la vida de las personas en situación de calle. Luego de un rato, siento una intensa opresión en el pecho. Me pregunto si se relaciona con las noticias en sí mismas o con la descuidada – o cuidadosamente perversa- elección de palabras tenebrosas, todas ellas cargadas de alusiones a la muerte, que se yuxtaponen sin considera la antes protegida “sensibilidad del televidente” e incluso olvidan que a las 7 de la tarde probablemente todavía haya menores en la sala.
Mi pequeña muestra de noticias no fue ‘aleatoria’, sino ‘de conveniencia’, porque no necesité levantarme del escritorio para recogerla. Sin embargo, fue realizada al azar, ya que no hubo una elección deliberada de noticias para registrarlas aquí. De todos modos, para recoger algunos datos en otro momento del día, recuerdo que en el horario de la tarde temprano había pasado a visitar a mi madre, que tiene 92 años, y por ese motivo recurre al televisor como compañía con frecuencia. La encontré mirando algo relacionado con una campaña de concientización sobre enfermedades cardíacas. Cuando pasé por su cuarto unos momentos después, escuché una mención a un rebrote de tuberculosis. Apagué su aparato para conversar un rato.
En este momento, vuelvo a poner atención en los sonidos que irrumpen del dispositivo alarmista doméstico en el cuarto de al lado, y escucho algo que parece diseñado para este ensayo. Como si la televisión quisiera ayudarme con esta argumentación, escucho ahora en el trasfondo del silencio de la tarde que cae, un broche de oro regalado por la pantalla aún encendida que trasmite mediante la voz del informativista un consejo médico sobre el cáncer. Se trata de un experto que llegó a nuestro país a darnos la noticia de que la reducción del estrés favorece la acción de los tratamientos contra esa enfermedad.
Bueno, alguien puede decir ahora que éste es el primer mensaje positivo que recogí en el día de hoy. No se puede negar que en el manejo del estrés hay una clave para la prevención de enfermedades. En eso podemos darles la razón a los mensajeros de la buena salud. Pero si esto fuera así, hay una gran contradicción que da lugar a una pregunta: ¿nos están tomando el pelo? Este locuaz visitante electrónico a quien dimos la bienvenida en el horario central del encuentro familiar, puso en escena durante varios momentos del día de hoy, y todos sabemos que lo hace cotidianamente, un ritual en torno a la muerte que no cesa de generar estrés. Sus referencias al fin de la vida difieren de las enseñanzas budistas en las que la muerte nos ayuda a comprender mejor los enigmas de la vida.
Digo esto porque los macabros mensajes televisivos usan imágenes y palabras deliberadamente escogidas para actuar como dardos implacables que sacan de quicio de modo permanente nuestra relación con el cuerpo y con el espacio social. Con sus cámaras como colmillos sedientos, los medios masivos capturan la sangre derramada por las calles, y una vez dentro de las viviendas la colocan en un cáliz, para rendir culto a la enfermedad, a la separación entre los seres humanos, para construir una visión de la vida como una larga agonía. Uso la palabra ‘construir’ deliberadamente, para aplicar “la teoría de la construcción de la realidad”, porque en este caso resulta útil para recordar que estamos ante una construcción televisiva, y no frente a una transmisión “en directo” de la realidad tal cual es en el mundo externo, cuya existencia detrás de la pantalla permanece opaca, ajena a esos arreglos televisuales.
Creo necesario destacar que el hecho de que sea posible introducir en el hogar “construcciones de la realidad” no significa que no exista en el exterior de la pantalla una realidad mucho más compleja y matizada cuyo acceso no solo nos está mediatizado, sino muchas veces está interferido por cortes, omisiones montajes, yuxtaposiciones de imágenes y palabras que no difieren mucho de lo que conocemos como la construcción de una simple mentira. Una vez que les abrimos la puerta, nos entregamos confiados a sus advertencias basadas en noticias “construidas”, es decir, distorsionadas de tal manera que empiezan y terminan por extraer gran parte de nuestra energía vital a la tenue luz de un hogar iluminado al anochecer por la ubicua pantalla.
Mientras buscamos la paz de un encuentro familiar, quizás de un momento de distensión solitario para compensar los sinsabores y temores del día, que en esta época acosan muchos entornos laborales, encendemos un generador de mensajes
perturbadores que vehiculizan todos los programas informativos, culturales e incluso la pausa comercial. Por supuesto, la tanda mantiene activada la respuesta de estrés hasta minutos antes del descanso nocturno. Se vuelve literal el dicho de que de ese modo “no hay cuerpo que aguante”. Si dejamos los informativos de la televisión abierta, volvemos a encontrarnos en la ficción de las múltiples plataformas de entretenimiento con relatos que anuncian el fin del mundo. Otras narrativas escenifican una guerra entre los géneros, representan la exacerbación de la discriminación entre grupos étnicos o raciales, y no pocas veces ponen en imágenes guiones que transforman la otrora protectora naturaleza en un escenario de catástrofes ambientales. Asistimos a la traducción de las noticias que nos aterrorizaron unos minutos antes, ahora transformadas en otro género, para ser vividas con mayor impacto emocional, justo antes de apagar la luz.
Como dijo mi madre, cuando la visité esta tarde, “a veces la dejo prendida, pero no la escucho realmente, ya estoy acostumbrada a esas noticias”. Sin embargo, como una transfusión, de modo casi imperceptible, ese vampiro desvitalizador nos va fragilizando justamente porque nos estamos acostumbrando a vivir en estado de alarma. La obsesión de mi tía abuela por los cuidados, mirada ahora desde la pos-pandemia, ya no resulta tan atípica. Gradualmente, esa actitud se ha vuelto parte de “la nueva normalidad”, a la que sin firma mediante, hemos dado nuestro consentimiento. Antes, nos provocaba cierta gracia condescendiente ver cómo ella se ufanaba por lavar, y volver a lavar, cada uno de los alimentos que llevaría a su mesa. Su energía inagotable para desinfectar varias veces la fruta, los utensillos, los muebles, los baños, los pisos de su apartamento impoluto nos dejaba atónitos. Y por supuesto, su ímpetu para lavarse las manos con fervor a cada rato. Antes de salir a la calle, ella cubría su cabeza y rostro con pañuelos que la protegían del frío y de los siempre temidos microbios. Esa prenda, en ese entonces, le daba un aire estilístico excéntrico.
Hasta hace poco tiempo, esos comportamientos resultaban insólitos, al menos para quienes éramos jóvenes y despreocupados. Pero hoy, ya estamos acostumbrados. El alcohol en gel sigue disfrutando de un rol ubicuo en mostradores y mesas de restaurantes, donde aún hoy es usado con fruición. Los cerrojos y las alarmas se multiplican, las advertencias, los consejos de seguridad y de cuidado son hoy habituales. Y además, es cierto que las noticias nos hablan de una sociedad cada vez más amenazada. Y la mayoría de las amenazas vienen de nuestros congéneres, de potenciales violadores que están latentes en cada uno de los hombres a quienes queremos pero que han crecido en una violenta cultura patriarcal. Incluso a ellos le debemos asignar una cuota de terror hogareño. Cada vez que encendemos el televisor, nos damos cuenta de que estamos acorralados por amenazas cada vez mayores: se multiplican las rapiñas, la violencia, los accidentes, las catástrofes ambientales, y por supuesto toda clase de enfermedades. Ya no podemos decir “al mal tiempo buena cara”, porque el mal tiempo es el tiempo que habitamos, según nos muestran todos los días quienes nos protegen desde la televisión, la radio e incluso, las películas transmitidas por cable o por Netflix. Y nuestro cuerpo ¿aún aguanta?
El cuerpo sigue teniendo su razón
No, no aguanta más. El estrés es una activación del sistema de alarma que fue descrita como una respuesta general adaptativa en tres fases ya en 1958 por Hans Selye. La primera fase llamada de alarma, cuando se detecta una amenaza. Luego, viene la fase de resistencia, cuando el cuerpo responde para adaptarse a la situación, y finalmente llega una fase de agotamiento, en la que los recursos del cuerpo comienzan a agotarse. Los modelos se han vuelto más complejos, pero todos ellos coinciden en que la respuesta de estrés es de corta duración, porque es una exigencia grande al sistema fisiológico a causa de la descarga de adrenalina, por el aumento de la frecuencia cardíaca y también de los niveles de hormonas de estrés.
En otras palabras, el estrés es una defensa diseñada por la naturaleza para reaccionar ante situaciones de crisis que por definición son transitorias. Durante la respuesta de estrés, el funcionamiento normal del cuerpo queda suspendido. Las regiones cerebrales del tronco encefálico toman predominancia sobre las regiones dedicadas al pensamiento, a la planificación del futuro. El cuerpo literalmente toma el timón sobre la razón. Si estamos en un auto y nos acercamos a un cruce y sorpresivamente vemos desde el borde del ojo a un camión que se acerca a toda velocidad a contramano, antes de que el pensamiento intervenga para decidir quién tiene la preferencia, nuestro pie ya apretó el freno y nos salvó la vida. En el reino animal sucede lo mismo. Una de dos: o la alarma desaparece si la potencial presa consigue huir o defenderse, o el depredador vence a la víctima. En ambos casos, la situación de alarma dura poco. Cuando el estresor desaparece, el cuerpo vuelve a la normalidad, el cerebro también, y puede dedicarse a pensar, a planificar su futuro, a hacer operaciones matemáticas de gran complejidad si lo desea. Pero en la situación de alarma, el cerebro reptiliano toma la delantera, en virtud del diseño natural que nos configuró.
Pero el mundo según nos lo muestra el televisor que tenemos delante, es diferente. En ese universo televisado, las amenazas no son de corta duración o, si lo son, se multiplican de tal manera momento a momento y de canal a canal que, para dar una respuesta adaptativa (Selye) debemos mantener siempre activado el sistema de alarma de nuestro cerebro. El mundo televisado es muy diferente al mundo en el que biológicamente estamos preparados para vivir. La activación constante del sistema fisiológico de alarma desgasta el organismo de tal forma que, tarde o temprano, termina enfermando. En última instancia, el bombardeo de noticias alarmantes se transforma necesariamente en un factor patógeno, por ser un activador permanente de estrés crónico también llamado estrés tóxico. Por ese motivo, las noticias alarmantes que supuestamente están dirigidas a protegernos dejan de ser protectoras y se transforman en agentes patógenos. La relación entre el estrés crónico y el debilitamiento del sistema inmunológico no es una relación de correlación, es una relación causa-efecto. Además de los factores que se han planteado para explicar el exceso de muertes que sobrevino luego de la vacunación, se puede agregar el de las enfermedades causadas por el estrés crónico.
De víctimas y no victimarios
Varias veces he escuchado este último año el comentario relacionado con el estrés al que fuimos expuestos y que todavía sigue afectando a muchas personas en la pos-pandemia Por ejemplo, el otro día una mujer de unos 70 años explicaba que no podía sacarse el tapabocas cuando salía a la calle, a pesar de que, según ella, no era bueno para la salud: “lo que pasa es que quedamos con una psicosis….. mi hija está igual…. No se nos va a pasar de un día para el otro.” La palabra “psicosis” fue su forma de referirse al estrés que no conseguía sacar de su cuerpo. La pregunta sobre cuánto más dañina es “esta psicosis” que los virus a los que le teme no es muy diferente a la pregunta que me hacía en mi adolescencia sobre mi tía abuela. Pero ahora el número de víctimas de las noticias alarmantes se ha multiplicado, y se extiende a la mayoría de las personas con las que últimamente he conversado sobre este tema.
Sin duda somos víctimas. Pero como toda víctima, tenemos la posibilidad de cerrarle la puerta a esos seres que están nutriéndose de nuestro temor y fortificándose con nuestro debilitamiento. Cada vez más nos cruzamos con rostros lánguidos y pálidos por las calles, muchas veces detrás de algunos obstinados tapabocas; en otras ocasiones, son rostros atemorizados que le huyen al aire libre, a las fiestas, a los encuentros danzantes, a los encuentros. Cada vez más personas se sienten seguras en el encierro solitario, luego de trancar las puertas para dejar fuera la energía del sol, el vigor de la naturaleza, la alegría del contacto. Pero lo hacen no sin antes haberle abierto la puerta de par en par a la sedienta y perversa criatura que, instalada en el lugar más confortable de nuestro hogar, se alimenta, crece y tonifica a costa de nuestra creciente debilidad.
Por eso es importante alguna vez tener en cuenta la moraleja de los cuentos fantásticos. No hay victimario, si no le abrimos la puerta nosotros mismos. Las víctimas no solamente somos víctimas de quien nos agrede, sino de nuestra propia renuncia a asumir la responsabilidad de protegernos. Sólo los niños pueden ser víctimas verdaderas. Los adultos siempre tenemos la posibilidad de dejar entrar a la persona correcta.