(En su pulsación íntima, la experiencia no ofrece ningún índice de “inadecuación” del lenguaje, como tampoco de su “adecuación”. Hay pulsación solamente porque cada cosa tiene varios nombres, y cada palabra, varios referentes).

Pierre Alféri, Buscar una frase

ENSAYO

Por Santiago Cardozo

1. El discurso, cualquiera sea el sujeto que lo profiera, está irremediablemente afectado por los ruidos, las interferencias, los balbuceos, los innumerables cortocircuitos y farfullos que determinan su escucha. El “mensaje” que el hablante codifica nunca llega puro, limpio, sin asperezas, sin raspaduras, sin imperfecciones en algún plano de su constitución, por lo cual el oyente siempre ejerce, involuntariamente, por diferentes motivos o razones, una escucha distorsionada.  

Cualquiera que hable, que se disponga a hablar y, en efecto, hable, es capaz de experimentar un balbuceo de fondo que hace escuchar cosas diferentes de aquellas que ha querido decir. Ese decir balbuceante cae inmediatamente en las redes de los ruidos, las interferencias, los farfullos, los ecos, incluso los susurros paralelos, subyacentes o superpuestos, decía, que se cometen cuando el deseo hace advenir el referente a la boca demasiado rápido. Ahí está, entonces, en la punta de la lengua, presto para saltar a la cadena significante, sin precauciones, sin cálculos de ningún tipo: ha llegado, precisamente, para eso: para ser disparado de inmediato y dejarse llevar por las ondulaciones del mascullo cargado del exceso de saliva que queremos expulsar de la lengua. 

2.  Las palabras salen titubeantes, indecisas: saben que han sido arrojadas al otro, quien las inscribirá, ipso facto, en una historia del sentido, en la que empezarán a funcionar con autonomía, moviéndose por senderos desconocidos, inexplorados, incluso inexistentes hasta que las palabras comienzan a recorrerlos, senderos sinuosos, cubierto de malezas etimológicas, afectivas, inconscientes. Si a esto le llamamos, como creo que debemos llamarle, malentendido, entonces advertimos enseguida que la comunicación, eso que tan cómodamente nombramos con la palabra comunicación, no es sino un fenómeno esencialmente hecho de malentendidos, que aparecen y desaparecen por cualquier rincón o recodo de los intercambios ocasionales o largamente preparados para ser proferidos en el auditorio de una Sala Magna universitaria. 

3.  En El origen de las palabras, del escritor uruguayo Damián González Bertolino, aparece este par de palabras: oticina, oficina. La primera resuena, a través del tiempo, en la segunda, como un “eco oscuro”, y esa resonancia ocurre a modo de una irrupción del vivo pasado en el presente del narrador, cuya relación con la lengua es, precisamente, la de un juego de resonancias y evocaciones permanentes, a partir de las cuales las palabras nunca son ellas mismas en la estricta diacronía de su empleo. Así, lejos de una lógica pragmática en la que el hablante, sencillamente, usa la lengua (la idea de usuario de la lengua, de extraordinario éxito en los estudios sobre el lenguaje, es ciertamente totalitaria), la relación del narrador con la lengua –ya que no el idioma, ya que no el lenguaje– es la de un tratamiento que confunde pasado y presente, dotando de sentidos diferentes, de modo retroactivo, la experiencia vivida. El origen de las palabras: González Bertolino se hace y se deshace como sujeto (como yo, como figura narrativa, como lugar de un imaginario en el que todo se disuelve en y por lo real de la lengua, por la imposibilidad de aprehender lo que la vida misma ha coagulado como experiencia) en la práctica discursiva, en el trato afectivo, doméstico, político, diría, con las palabras. 

4.  “El punto de la i que Miguel escribía aumentaba. Crecía, crecía y crecía. Una mancha color pizarra que tomaba, como una nube maligna, el renglón superior (la órbita de las mayúsculas) y que ascendía luego renglón a renglón por el resto de la hoja y también acortaba la distancia con los márgenes. Dejé de hacer mi trabajo y contemplé con terror cómo el punto no se detenía, cómo Miguel se inclinaba cada vez más sobre la hoja y se entregaba a una voluntad que le exigía una demostración de fidelidad espasmódica y creciente. Llegó un momento en que el punto no paraba de engordar y se aproximaba ya al borde superior de la hoja. Como yo, otros niños dejaron de lado sus cuadernos para mirarlo, así que no le llevó casi nada a la maestra sorprender a nuestro compañero fuera del redil de la ortodoxia”.

La presencia de Felisberto es ostensible, tomando cuerpo de punto en la propia escritura de González Bertolino. El punto de la i toma proporciones descomunales, monstruosas; entonces, la i aparece como un frágil palito que soporta el peso ominoso de su propio punto, como si recayera sobre sus espaldas, sin gravedad, la redonda forma del planeta. 

¿Qué pasaría si el punto que crece, crece y crece saliera de la hoja y empezara a rodar por el salón de clase, sin que nadie tuviera la más mínima posibilidad de detenerlo? No hay duda: absorbería, como un agujero negro, a todos los alumnos de la clase, de la escuela; luego, al barrio, la ciudad y, en caso de seguir incrementando su tamaño, se comería al propio universo, incluyendo, claro está, todos los otros agujeros negros que andan por ahí, es decir, todos los otro puntos de i que se han desarrollado de esta forma. 

5.  “La dictadura todavía estaba allí cuando el inconmensurable huevo de la i de Miguel empezó a crecer. La maestra se puso a gritar y lo cascó de muerte. No sabía qué tipo de monstruo podía salir de su interior”.

El punto inconmensurable que no encuentra perímetro que lo contenga cifra la clave de la dictadura y de sus efectos, extendidos, qué duda cabe, a su después histórico. De forma paralela y no desprovista de ambigüedad, el mismo punto es eso que crece ominosamente, contenido en el corazón mismo de la sociedad sometida, sujeta al brutal estado de excepción que se vivía, pero que también parece dar cuenta de una resistencia civil a (en algún) nivel personal y colectivo (cada uno escribe según una lengua común y unas disposiciones reglamentarias compartidas). Por un lado, entonces, el inocente lápiz de Miguel, que ignora las instrucciones de la retórica escolar de la escritura y, por otro lado, la figura ambivalente de la maestra, representante, aunque a su pesar, del ominoso poder burocrático cernido sobre el cuaderno de sus alumnos, quienes detuvieron sus miradas en el osado e insurrecto desafío del punto de la i que no para de crecer (¿un tumor en la sociedad, en la cultura, en el pensamiento?, ¿esa resistencia gráfica que no obedece las rígidas formas del trazo enseñado, de los renglones inviolables que la burocracia escolar cuida con celo?).

6.  Rancio: voz que vuelve como una marca imborrable que denuncia, ante los ojos de todos, el olor mismo de la pobreza, incluso, sinestesia mediante (permítaseme el burdo tecnicismo para hablar de esto), su cara, las pobres y repetidas modulaciones de sus facciones. Quizás, no sin cierto atrevimiento, podría proponerse la tesis de que ella es, en efecto, el origen mismo de todas las palabras que González Bertolino despliega, describe, comenta, discute, contempla, recuerda, evoca, invoca e, incluso, revoca. La tesis es arriesgada: que sea verdad no depende sino de la lectura que cada lector realice del texto, aun cuando las referencias a la pobreza (una pobreza que, localizada en el tiempo, parece levantarse como una pobreza sin contexto, nunca, ciertamente, demasiado mitologizada; al contrario, es una pobreza real, palpable, doliente). 

¿Qué oímos cuando leemos rancio? ¿Cuáles son los estratos a partir de los cuales ejercemos esa escucha irreductible a la letra escrita, que, en rigor, des-estratifica los diferentes niveles en los que se “codifica” el sentido, a saber: el léxico, la morfología, la sintaxis, incluso la fonología, para quedarnos en estos tradicionales dominios de la lengua?   

Alguien habla y, al hablar, arroja las palabras al otro (el contenido de lo dicho retrocede ante el decir y sus consecuencias). Este las recibe como puede, situado en varios y disímiles lugares a la vez. Escucha y lo hace con distorsiones, ruidos, interferencias: donde aquel procuró establecer un enunciado asertivo, inequívoco, el que escucha advierte un balbuceo; donde, inicialmente, parecía haber una pregunta o una expresión de deseo (la figura teórica de la oración desiderativa no recoge, desde luego, la expresión del deseo), quien lee (pone la oreja) señala un farfullo que deviene tartamudeo, temblores epilépticos de la gramática: ¿qué se dice, qué se ha querido decir?, ¿cuáles son los sentidos inseminados en la lengua que brotan o hubieran querido brotar, bajo cierto control del sujeto o diseminados por doquier (fuera del alcance de cualquier pretensión de control) sobre la superficie de los enunciados?

7.  Un aspecto especialmente interesante de este libro es el modo en que vemos funcionar, ante nosotros, el contexto como categoría determinante del sentido de las palabras, mucho más allá de lo que puede señalar la pragmática (este contexto, si se quiere, es un anti-contexto o un contexto que se desborda a sí mismo, al incluir la dimensión del afecto y del goce); dicho al revés, vemos funcionar la retroactividad del significado, que son producidos, cuando no provocados, por el juego de los contextos en los que se utilizan como palabras, cuya imbricación deja, por su propio funcionamiento como no-contexto, enormes espacios de “indefinición-indecisión semántica” (no sabría bien si esta es una forma apropiada de llamar a este fenómeno), lo que constituye el trabajo propio del significante, en el que y por medio del cual el lector se instituye como sujeto del lenguaje y, para el caso del libro en cuestión, como lector político. ¿Qué sería, pues, un lector político, en presupuesta oposición a un lector no político?

Un primer elemento que podemos subrayar concierne a la manera en que el narrador y, a través de sí, el lector se relacionan con la lengua, con su insoslayable materialidad. Así, el principio referencial del funcionamiento imaginariamente comunicativo del lenguaje es dañado abiertamente por la inherente opacidad de las palabras, por lo que adopta especial relevancia, es decir, relieve, la función poética del lenguaje (que es, en rigor, una función crítica), en los términos planteados por el lingüista eslavo Roman Jakobson. 

La atención dada al lenguaje –a su forma, a su sustancia, al juego que entablan los significantes– pone de relieve la opacidad que atraviesa, constitutivamente, a todo decir y, al mismo tiempo, remacha la distancia que, por defecto, existe entre las palabras y las cosas. Es así que, en la atención destinada a lo que resiste desvanecerse como “puro o solo significado”, como “puro o solo espíritu”, González Bertolino, como tantos otros, abre reflexiones que se alimentan de aquella distancia y de esta resistencia, agujeros hechos del deseo y del inconsciente del que habla, pero también de lo ya dicho, de la “memoria” que las palabras son cuando se emplean en un lado y en otro, sin que el sujeto que las utiliza pueda desprenderse de ella como quien se saca una campera y la cuelga en el perchero a la entrada de su casa. 

Ese modo de trabajar (con) la lengua, de detenerse en el peso de su forma material, concreta; en su forma, digamos, corporal, es lo que, a la vez, requiere y construye, del “otro lado” (no hay, sabemos, un “otro lado” en ningún lado), un lector que también debe trata (con) la lengua, asumiendo, forzosamente, el lugar de la interpretación, la incómoda obligación de ser sujeto que le lanza la interpelación ideológica (Althusser), mediante la asunción de ciertas posiciones sociales, históricas, etc., interpelación por medio de la cual puede, en un incesante trabajo de crítica, deshacerse como sujeto de esas mismas posiciones, para volver a verse instituido como sujeto en otra reconfiguración del sensorium o de la partición de lo sensible (Rancière) edificados.  

El ejemplo del punto de la i es elocuente al respecto, puesto que, sin dejar de ser un punto, en tanto responde a lo establecido, a las reglas de la escritura del alfabeto español, es, simultáneamente, otra cosa, o no solo otra cosa, sino lo opuesto, aquello que desborda, amenazante, el vigilante trabajo de la institución normativa, el recto decir como decir ajustado/apropiado (la cuestión de lo propio y lo impropio queda para otra ocasión) a ciertas prefiguraciones que, en la escuela, suelen adquirir una modalidad sancionatoria muy clara, que no elude (rezongos, observaciones en los juicios del carné, citaciones a los padres, notas bajas, miradas en sordina que condenan la conducta desviada, errática, en fin).  

El sensorium que está en juego, en franca disputa, es también el del espacio de la hoja que el punto comienza a ganar, poniendo en litigio toda la estructura burocrática en la que se sostiene la escuela como lugar del correcto trazado de las letras, en una época en que las torceduras de lo establecido tienen costos de diversa naturaleza, como el golpe directo en el cuerpo o el socavamiento de la reputación infantil en construcción.  

Así pues, del lado de la función poética (la orientación de la lengua hacia su propia forma, llamando la atención y reclamando, consecuentemente, interpretación) se levanta la provocación crítica del punto de la i de Miguel, provocación que se halla en la razón de ser del deseo de escritura de González Bertolino, según él mismo confiesa, ampliamente puesto en escena en el modo en que trata (con) la lengua, produciendo, decía, un lector político, porque la posición de escritor que el propio González Bertolino define y ocupa es, también, política. 

8.  “En aquellos primeros años de adolescencia, esa escisión natural que causaba la distancia entre el deseo y el propio objeto de ese deseo venía a subsanarse con dos formas de la ensoñación. Por un lado, la costumbre masturbatoria que permitía acceder a la intimidad de tantas compañeras del liceo; por otro, la lectura y, de manera cada vez más acentuada, la escritura”. 

González Bertolino aproxima la masturbación –la coloquial y barrial paja– a la lectura y la escritura. Con ello, el movimiento de la ensoñación, que pasa a confundirse con el movimiento de la mano (la coloquial y barrial Manuela), reúne la lectura, la escritura y la imaginación que sirve de fuente a la ejecución del “placer solitario”. Entonces, la metáfora derrideana de la diseminación asume un particular sentido erótico: lo que, al diseminarse, se esparce por aquí y allá como semen, o lo que permite la homofonía parcial con inseminación: lo que se disemina como semen es también lo que se insemina y, al inseminarse, da lugar a algo nuevo. Las palabras aparecen, entonces, como el semen de la lengua, pero, a la vez, como aquello capaz de cortar (con) el deseo sexual del adolescente, represión mediante, en beneficio de la creación literaria. ¿Podríamos decir que hay algo del orden de la madurez en la escena comentada? En el origen, entonces, una represión sexual, que abre la existencia a la lengua. 

El problema del signo es, precisamente, el problema del deseo: ¿qué dice el signo del deseo? Esta es la pregunta principal, la pregunta cuya respuesta huye en múltiples direcciones. Es, también (y habría que pensar hasta qué punto el “también” resulta una denegación o un rechazo de lo que uno no quiere enfrentar) una pregunta que supone cierta vigilancia del sentido, una vigilancia que procura la escucha de lo que no se dice, como si colocáramos el oído sobre el pecho auscultando lo que se oculta en el intervalo de los latidos del corazón. 

9.  Poema XXVIII de Trilce, especialmente los dos primeros versos de la primera estrofa: “He almorzado solo ahora, y no he tenido/madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua”. 

El primer punto que me interesa poner de relieve, en la misma línea de lo señalado sobre la función poética como función crítica (y, en este caso, crítica radical, capaz de extenuar a la gramática misma) es la confección, precisamente, gramatical del verso “madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua”, en la medida en que la coordinación de elementos contiene un término disruptivo, que rompe con la lógica corriente de la relación de coordinación (Deme un pan, una manteca, un queso crema, un paté). En efecto, el verbo en modo imperativo sírvete parece salirse de la estabilidad categorial de los elementos coordinados (todos sustantivos): madre, súplica y agua. En este sentido, la gramática como “saber científico” ofrece un principio de inteligibilidad de la coordinación, que amortigua los efectos corrosivos de aquello que sucede en el discurso y que su aparato conceptual decide ignorar o, sencillamente, no puede abordar. En otras palabras, al dar cuenta de ciertos fenómenos de la lengua, la gramática constituye un extraordinario aparato teórico que, aunque no se lo proponga explícitamente, estabiliza el sentido, al trabajar en esa zona de correspondencia entre las formas, los contenidos y lo que interpretan los hablantes-oyentes ideales (el hecho de que hablen de interpretación puede ser tomado como un síntoma de esta “voluntad de estabilización”; ni que hablar la categoría de hablante-oyente ideal, de cuño chomskiano). 

Sin embargo, el verso de Vallejo introduce un problema que, aun cuando pueda quedar sometido-reducido (en suma, simplificado) a las explicaciones que la propia gramática proporciona (por ejemplo, se puede decir que el verbo sírvete ha quedado, por el efecto de sus vecinos, sustantivado o que la coordinación admite elementos heterocategoriales, aunque sea en situaciones diferentes a esta), sigue actuando como un socavamiento de la estabilidad referida. Por lo tanto, el verbo en cuestión no solo rompe con la lógica corriente de la coordinación como relación sintáctica, sino que, además, hace escuchar otra cosa, otra voz, en el juego de los sustantivos “mudos” que lo componen (menos, desde luego, súplica). Es así que el sírvete inscribe un acto de habla heterogéneo en el seno del acto de habla del verso en el que aparece y, además, un acto de habla cuyo titular es un enunciador diferente al poeta, enunciador que, por otra parte, está muerto. ¿Quién habla, entonces? 

(En rigor, se puede decir que la mudez de los sustantivos coordinados, antes de verse implacablemente interrumpida por el verbo sírvete, que también grita desde su condición de palabra esdrújula, es mudez solo parcialmente: en efecto, el nombre súplica, en la medida en que implica que alguien habla, anticipa el drama de los personajes hablando y hace perfecto juego, en tanto que palabra igualmente esdrújula, con la sonoridad sobresaliente de la antepenúltima sílaba tónica; así, es entonces que/cuando aparece el verbo en modo imperativo que, a diferencia del sustantivo súplica, muestra la escena dramática misma en su acontecer, la irrupción de la figura muerta de la madre del poeta que lo llama desde algún lugar, que le ordena o lo invita a que se sirva).  

Así, entre la estabilidad gramatical que la coordinación proporciona como forma de absorber el sufrimiento del yo y la irrupción de ese fragmento de pasado y de muerte, se fragua una ruptura más profunda, que es aquella que opera la poesía con relación a las estructuras de la lengua, al menos a aquellas que el discurso imaginario de la gramática define como formas, precisamente, gramaticales (conforme a las reglas, en este caso, de la sintaxis), en oposición a los ejemplos de agramaticalidad, que violan lo que el sistema gramatical ha dispuesto como su software de producción-interpretación de oraciones). 

Pero quizás el punto más interesante, por crucial, es que la ruptura en cuestión, la voz materna que irrumpe en el medio de la conjuración de un sufrimiento (eso que se abre camino –para ser escuchado– en el tejido de significantes de una lengua constituye el fondo de sinsentido que soporta los procesos de significación), es una voz que proviene del mundo de la muerte. Entonces, probablemente ya lo hubiéramos intuido: el “sentido de la vida” (que es lo mismo que hablar del sentido que construye el lenguaje) está dado, indefectiblemente, por la muerte, que, de forma invariable (y, sin sentido), llega.  

10.  El verso en cuestión del poema de Vallejo pone sobre la mesa el problema de la relación entre el sujeto hablante y la lengua que (lo) habla. En efecto, cuando sostengo que el hablante no utiliza la lengua en términos instrumentales, sino que trata con ella (la relación misma es la forma de este tratamiento), quiero decir que, atrapado por el sistema lingüístico como sistema de virtualidades, de posibilidades abiertas y cerradas, de realizaciones posibles y no posibles (no podemos decir chater ni chatir, sino chatear, como tampoco podemos decir googler o googler; de la misma manera, no decimos Tenés una facción de tu madre, sino Tenés las facciones de tu madre, con el sustantivo en plural, aunque virtualmente podríamos emplear un singular), el sujeto (lo que Lacan llama el parlêtre) produce su discurso (instancia siempre inédita por histórica) con lo que la lengua le ofrece, precisamente, como posibilidades. 

Es cierto, pues, que no usamos el sustantivo facciones en singular, como tampoco usamos en singular el sustantivo víveres (En la alacena me queda un solo víver) ni en plural el sustantivo cenit (He visto varios cenites en los lugares a los que he viajado). Pero este hecho no tiene que ver con la naturaleza concreta, material, en una palabra, sustancial, de los objetos denotados (el tercero indispensable: el referente), sino con la forma en que el uso constante, frecuente de la lengua (la norma, en palabras de Eugenio Coseriu) decide un camino de realización de la virtualidad del sistema lingüístico en “desmedro” de otros. 

Ahora bien, ante ejemplos como los que aparecen entre paréntesis, el saber de la teoría gramatical –ya que no la gramática como maquinaria o software para el decir– emplea un asterisco para señalar la agramaticalidad de la oración, de modo que nos encontramos con notaciones como las que siguen: *En la alacena me queda un solo víver, *He visto varios cenites en los lugares a los que he viajado o *Tenés una facción de tu madre. ¿Pero qué quiere decir ese asterisco, más allá de indicar la no conformidad del ejemplo con las reglas gramaticales definidas, arbitrariamente, por la lengua? ¿De qué otro modo puede leerse esa notación al inicio de cada ejemplo, que se usaría también para los casos de los verbos en infinitivo de la segunda y la tercera conjugaciones vistos arriba: *chater, *chatir, *googler y *googlir?

Esa inadecuación o no conformidad (¿disconformidad?) da cuenta de un “saber de la lengua” que posee el hablante y que tiene que ver con lo que Lacan llamó lalengua (o lo que, revisando genealógicamente la noción de plus-de-jouir, se retoma, según cierta tradición, como lalalengua en Cuando Marx importunó a Lacan. Una genealogía posible del plus-de-jouir (Fernando Barrios y Sandra Filippini), a fin de conservar el efecto de lalaleo con el que el psiquiatra francés quería mostrar la desestabilización del sistema de la lengua, su permanente des-estratificación por la práctica discursiva, que debe tratar con lo real que soporta su ocurrencia). 

Cuando la teoría gramatical utiliza el asterisco para decir que una construcción cualquiera es agramatical, también está diciendo que “no se puede ir por ahí” (que “no se puede decir todo”), que el hablante no iría –y, ejerciendo cierta forma de escucha que pone sobre la mesa, en mi opinión, el deseo del saber gramatical como disciplina– o no debería ir por ahí, no solo porque encontraría el bloqueo o el muro de la propia gramática como maquinaria productiva-interpretativa, sino también porque recibiría la sanción de la norma, lo que implicaría que esta, antes considerada como uso constante, frecuente, se volvería prescriptiva, es decir, moral. 

Este es, pues, el problema que está en juego en el tratamiento que el hablante hace de/con la lengua, con relación a la cual define, precisamente, su posición de sujeto en permanente tensión con el sistema lingüístico que utiliza y por el cual es, a la vez, utilizado, la norma (ya en el plano del discurso) como “frecuencia de uso” y moral y lo real de lalalengua

Asimismo, vemos aquí, también, cómo en esta constitución posicional  el sujeto hace algo nuevo con lo ya dado (la lengua) y lo ya hablado (el discurso: el interdiscurso, el discurso transverso, las formaciones discursivas, etc.), de modo que se sitúa, por fuerza, en ese punto en el que se articulan activamente la tradición y la novedad, el sistema lingüístico como conjunto de restricciones y posibilidades expresivas y el discurso como su puesta en funcionamiento (el sujeto se hace en la asunción de posiciones de diverso tipo, nunca en la fijación de un lugar en una estructura dada de cierto modo de una vez y para siempre).

Ahora bien, no todo el problema de la relación entre el sujeto y la lengua queda reducido a lo señalado, sobre todo porque esta relación está apoyada en otra, de la que el propio sujeto es parte constitutiva, a saber: la relación entre la lengua y la realidad. Así, por un lado, el verso de Vallejo ilustra, en la medida en que lleva a cabo esta operación, el modo mediante el cual la lengua, en su forma más dura, es decir, la gramática, es “violada”, de manera tal que la propia “violación” queda permanentemente tensionada entre su asimilación al sistema lingüístico (a la gramática de la coordinación) y la imposibilidad de ser adecuadamente integrada, esto eso, pacíficamente estabilizada en una descripción y explicación gramaticales capaces de dar cuenta de los sentidos suscitados en y por la “violación” ocurrida. La ruptura que ejecuta el poema afecta las cosas de tal modo que lo que sucede en y por ella no tiene un lugar cómodo en la lengua, sino que, por el contrario, halla su incomodidad irreductible en la relación del sujeto con el sistema lingüístico a través de su puesta en funcionamiento, el discurso, y en este, a su vez, el sujeto adopta esa posición de incomodidad que le permite ejercerse como libertad con respecto a las constricciones más establecidas de la gramática, absolutamente desbordadas por la inter-dicción de lo real en lo imaginario del poema como discurso, esto es, como el plácido decir que coordina ciertos elementos léxicos según las reglas sintácticas que les permiten funcionar sin ningún cortocircuito (al menos, de entidad) y, por ende, plantear las cosas en términos de un hablante ideal que codifica un contenido y un oyente (igualmente) ideal que lo decodifica según una gramática compartida, aparentemente ajena a la idea radical de la lengua como sistema virtual de posibilidades expresivas.

11.  En suma, el poema de Vallejo es un cortocircuito real en el –supuestamente– aceitado engranaje de la gramática, con relación al cual produce no solo ruidos de diverso tipo (es posible sentir cómo las piezas de la gramática no encajan bien, cómo chirrían en el movimiento íntimo que las anima), sino también, y fundamentalmente, una apertura del sentido que desarticula toda pretensión de relacionar establemente, bajo la idea de interpretación, formas y contenidos. En este contexto, que es, también, un des-contexto, la irrupción del sírvete constituye, en efecto, una irrupción que no se localiza ni en la gramática ni en el discurso, sino que proviene de un lugar que la lengua no puede capturar. 

12.  Adenda: ¿Por qué la enseñanza de la lengua en el sistema educativo suele ser refractaria al trabajo con la poesía? ¿Por qué, cuando se enseñan determinadas estructuras lingüísticas recurrentes, como podría ser un sintagma nominal modificado por un adjetivo (el perro [manchado]), por un sintagma preposicional (el perro [de mi amigo]) o por una subordinada relativa (una forma [que no encuentra mi estilo]), la poesía no suele oficiar como un dispensador de ejemplos?

En el contexto abierto por las preguntas, es preciso atender a las relaciones existentes entre el que habla, la lengua y la poesía, que podrían iluminar parcialmente el problema planteado. En efecto, estas relaciones, que no son sino formas de la relación ética [4] de base que se entabla entre el sujeto hablante y la lengua una vez que aquel asume la posición enunciativa del yo (que, por definición, presupone a un ), permiten comprender el recelo que despierta la poesía para la enseñanza de la lengua. 

La cuestión central parece estar, en efecto, en esta relación ética que es, ciertamente, no instrumental o, mejor todavía, anti-instrumental, porque no tiene que ver con ninguna finalidad expresiva, sea del tipo que sea, sino, por el contrario, con la propia constitución del hombre como ser de palabra. Dice Agamben en El sacramento del lenguaje: “[…] la especificidad del lenguaje humano con respecto al del animal no puede residir sólo en las peculiaridades del instrumento […]. La especificidad consiste, al contrario, en una medida no menos decisiva, en el hecho de que, único entre los vivientes, el hombre no se ha limitado a adquirir el lenguaje como una capacidad más entre las otras que posee, sino que ha hecho de él su potencia específica, es decir, en el lenguaje ha puesto en juego su propia naturaleza”. 

En el fondo, entonces, el problema señalado podría expresarse así: la enseñanza de la lengua y, particularmente, de la gramática en el sistema educativo nacional es una actividad sostenida en y fomentada por una perspectiva instrumental de la lengua, en la medida en que en aquella tres preguntas decisivas brillan por su ausencia: la pregunta por la naturaleza del sujeto que habla, la pregunta por el sentido y, precisamente, la pregunta por la relación ética entre el sujeto y la lengua. La poesía, así, introduce en la tranquilidad de las prácticas institucionales de enseñanza de la lengua un recurso crítico que provoca una serie de ruidos intolerables e indigeribles para esa homeostasis administrativa que, por ejemplo, la planificación didáctica parece componer o a la que se pliega sin mayores problemas. De este modo, la “lucha ética” está completamente obstruida por la perspectiva instrumental de la lengua y, naturalmente, de su enseñanza, lo que, si se quiere, reemplaza la lucha referida por el paradigma, ampliamente totalitario, de la utilidad y la utilización del instrumento comunicativo.  

Este principio de utilidad, del que se deriva la concepción del hablante como usuario de la lengua, está presente, sin duda, en la enseñanza de la gramática, dado que el estudio de las estructuras lingüísticas y sus relaciones con el contenido que “poseen” deja abiertamente de lado el modo en que los significantes producen (el) sentido, su principal “avatar”. En cambio, la poesía exhibe y/o dramatiza, digamos, lo contrario: la condición contingente, llegado el caso fortuita, del significado respecto del significante, algo que la gramática no puede sostener (en ningún sentido del sostén), por lo cual su enseñanza en el ámbito educativo (al menos en el nacional) rechaza la poesía como “lugar” para enseñar lengua.