ENSAYO
Por Mariela Michel
Un día cualquiera de un año cualquiera, hace unos cuantos años, una niña sentada en la mesa junto a su madre le preguntó qué le pasaría a ella, a la niña, si moría. Así nomás, de modo repentino y casual, como suelen hacer los niños. Su madre hubiera preferido en ese momento cualquier otra pregunta, pero la pregunta que le llegó era esa, y no había forma de eludirla. Tampoco sabía por qué esa idea había cruzado la mente de su hija tan tempranamente. Pero hizo de tripas corazón, y simulando una calma que no tenía, fue encontrando palabras para darle una respuesta que pudiera tranquilizarla. La madre pensó que su hija le temía mucho a la muerte, por eso quiso convencerla de que de algún modo la vida continuaría. Entonces, le explicó que el día en que ella muriese, iría al cielo y sería muy feliz para siempre. En el apuro de esa situación tan difícil, ella olvidó mencionar justamente la frase mágica, la que realmente podría haber tranquilizado a su hija. Olvidó decirle que ella, su madre, estaría allí junto a la niña. Unos años más tarde la niña creció y recordó haberse imaginado totalmente sola, en una nubecilla, y haber sentido una tristeza muy profunda. Luego de haber escuchado esa anécdota, ambas, la relatora y yo, nos dimos cuenta de que la niña no le temía a la muerte, sino que había algo mucho más aterrador para ella, algo que realmente quitaba el sueño de la niña.
Recordé esa anécdota hoy durante un momento en el que todos fuimos confrontados súbitamente con la pregunta sobre la muerte y en el que muchos nos preguntamos ¿por qué le tememos tanto?
¿Quién le tiene miedo a la muerte feroz, muy feroz?
La primera hipótesis que me viene a la mente es la siguiente: quizás todos seamos como aquella niña. Quizás la respuesta correcta a esta pregunta sea: nadie. Al menos no le teníamos hasta hace poco el miedo tan terrible que parece imperar hoy, luego de que la normalidad fuera renovada de modo imperativo. Desde siempre, convivimos de modo pacífico con la parca, la conocemos bien, de hecho, aún es parte de nuestra mitología y de nuestra vida cotidiana. Los retratos y fotografías en repisas y mesitas nos recuerdan que la muerte es parte de nuestra familia. Los monjes budistas recomiendan pensar en la muerte para aprender a vivir en el presente. ¿Qué fue entonces lo que cambió con la llegada de la Nueva Normalidad (NN)?
Lo que voy a argumentar aquí es que a pesar de que en la NN hay un temor ambiental evidente, y a pesar de que la muerte es la gran protagonista de los medios de comunicación, lo que aumentó durante este año y medio, no fue el miedo a la muerte. Voy a tratar de convencer al lector de que hay algo a lo que le tenemos mucho más miedo que a la muerte, algo que queremos evitar a toda costa, y que justifica la aceptación que recibieron los profundamente incómodos tapabocas, y recientemente las oscuras vacunas. Quizás luego de haber escuchado a la niña de la anécdota inicial, muchos lectores estén pensando lo mismo que yo. Quizás otros estén en desacuerdo.
Quienes están en desacuerdo es posible que estén pensando lo siguiente: ¿si no es por miedo a la muerte, por qué tantas personas llegan a hacer largas colas para solicitar que se les inyecte una sustancia que desconocen, sólo porque han escuchado decir a algunos médicos que les salvaría la vida?
Avanzado un año y medio de la llamada “pandemia”, muchas personas aceptan e incluso reclaman administrarse estas vacunas que todos sabemos son experimentales. Tales vacunas comenzaron a administrarse al inicio de marzo, a pesar de que las instituciones oficiales (MSP, GACH y Udelar) habían declarado a fines de febrero públicamente que se desconocía su seguridad a mediano y largo plazo. Lo único que se sabe con certeza es que no se sabe si podrán protegernos de la enfermedad, quizás mitigarla un poco, y eso solamente en los casos en que la persona inoculada sea joven, completamente sana y que no tenga comorbilidades. También fue anunciado que sus fabricantes no se responsabilizarían de posibles efectos adversos, y que en los prospectos estaba incluida entre ellos la muerte tan temida. Los médicos que tanto las recomiendan deslindan toda responsabilidad, y solicitan que ésta sea asumida por los legos, es decir, por nosotros mismos, justamente aquellos a quienes tantas veces negaron el derecho a opinar sobre un tema que requiere gran especialización. Ahora, quienes no nos hemos especializado, o el Estado Uruguayo, que tampoco tiene especialización en este tema, debemos asumir esa responsabilidad para la cual las autoridades tampoco están capacitadas. Y quienes sí están capacitados se liberan de toda responsabilidad en el momento previo a la inyección. Cuando la persona firma, acepta inmunizar jurídicamente de todo posible reclamo, en caso de un daño que pudiera ser causado por el producto, a los especialistas que recomendaron la vacuna con insistencia y no poca presión. Es difícil no concluir que la muerte no es tan temida.
Si fuera tan temida, las personas no dudarían en seguir muy de cerca la información y también los datos oficiales relativos al aumento de fallecimientos posvacunación. Si fuera tan temida la muerte, ante el primer fallecimiento que pudiera ser asociado por correlación – aún antes de que sea probada la existencia de causalidad- todos se unirían a nosotros, sumarían su voz fervorosa para exigir que se dilucide la causa de dicho fallecimiento. Y si no lo han hecho ante el primer fallecimiento posvacunación, seguramente lo harían luego del segundo, o bueno, luego del tercero, o…. Si temiesen la muerte de sus hijos, los padres de adolescentes serían los primeros en reclamar autopsias, antes de autorizar la vacunación. Y los propios adolescentes vendrían temerosos a pedir a los adultos amparo y protección.
¿Cuál es el miedo imperante en la comarca de la Nueva Normalidad?
Si las personas están dispuestas a exponerse a la enfermedad y a la muerte ¿de qué es lo que estas vacunas desconocidas los estarían salvando?
Y de allí surge una serie de preguntas que muchos “negacionistas” nos hacemos cotidianamente. Con este término tan denostado se designa a quienes nos “negamos” a aceptar una serie de imposiciones arbitrarias con los ojos cerrados. También nos negamos a renunciar a preguntarnos, a abandonar el permanente diálogo interno que nos ayuda a entendernos a nosotros mismo y a los demás. Cuántas veces nos hemos preguntado: ¿qué es lo que lleva a tantos amigos y familiares a desconocer lo que para nosotros son simplemente principios básicos de la lógica como es el de no contradicción? ¿Cómo llegan a entender el enunciado que explica que las vacunas inmunizan, pero “puedes contagiarte y contagiar a otros luego de haber sido inmunizado”? ¿Cómo logran tener una paciencia que nos parece infinita? ¿Cómo logran no enojarse, cuando escuchan a los miembros del GACH, en quienes tanto confiaron, solicitarnos más sacrificios? Luego de un año y medio de habernos prohibido absolutamente todo salvo comer y dormir, tras habernos colocado un tapabocas que nos impide conversar, caminar y hasta respirar adecuadamente, luego de haber sido vacunados con vacunas inseguras nos solicitan con tono imperativo y carente de toda autocrítica que debemos autoimponernos aún más restricciones de movilidad, de contactos y de todo lo demás. Ahora sí, luego de haber sido vacunados llegó finalmente el momento tan ansiado de… ¡“bajar la térmica”!
Si al empezar a escribir este texto lo dudaba, ahora estoy convencida de mi hipótesis inicial de que las personas no se vacunan por temor a la muerte. Ahora estoy convencida de que no le temen a la muerte. Pero la vacuna promete una salvación. ¿De qué promete salvarnos?
Y de nuevo vuelve a mi mente, tenaz, persistente, locuaz, la anécdota de la pregunta de la niña frente a la muerte. ¿Por qué la encuentro tan llena de enseñanza? Desde que empecé a trabajar con niños, no dejo de sorprenderme de la enorme sabiduría que demuestran. Quizás porque hablan desde una etapa del desarrollo en la que estamos menos influidos por conceptos aprendidos a partir de la educación. Más allá de los valores loables que muchas veces se imparten con la enseñanza, muchas veces la educación confía en métodos basados en premios y castigos. Ese método puede tener éxito para muchas cosas, pero, por definición, nos aparta de los designios que provienen de nuestra propia naturaleza y por eso interfiere con la capacidad de confiar en nosotros mismo.
Los niños aún confían en lo que les dice su cuerpo, en las preguntas que su mente inquieta y curiosa les propone, y en sus impulsos vitales.
Entonces propongo preguntarnos: ¿A qué le temen los niños cuando piensan en la muerte? Recurro entonces a otra niña, a una anécdota que escuché durante la pandemia. Se trata de una niña que vio un monumento que representa un bombero rescatando a un niño de una construcción rectangular. Probablemente inspirada por las imágenes televisivas, la niña vio en ese rectángulo tridimensional una tumba. Por eso, no aceptó seguir caminando hasta no acercarse a observarla. Luego explicó que quería ver como abrirla por si llegaba a morirse, y quedar atrapada dentro de una tumba similar. A su edad, no era posible concebir la muerte como el fin de la vida. Su desesperación por acercarse a la tumba y resolver el enigma de cómo abrirla, se asocia a su pánico ante la idea de un extenso encierro en soledad. Frente al clima amenazante que se vivía en su entorno social en “pandemia”, ella lograría vencer su peor temor, un temor que no era el de enfermar, ni siquiera el de morir, sino el de vivir en soledad.
Sin conocerse, separadas en tiempo y espacio, estas dos niñas expresaron una misma concepción de la muerte y una misma angustia: el miedo a la separación. Lo terrible para el ser humano es imaginarse solo frente a la eternidad; eso es lo insoportable. Esa imagen fue la que imperó, reinó, invadió varias veces nuestra mente, durante este año y medio. Todos, adultos y niños, haríamos cualquier cosa, hasta exponernos a la muerte verdadera, para evitar la intolerable amenaza de la separación y la soledad eterna.
Los adolescentes frente a la angustia de separación
Pero, las preguntas que nos hacemos no tienen que ver sólo con respecto a los niños. Los adultos sí podemos concebir la muerte como el final de la vida. Entonces aún quedan preguntas. Por ejemplo, queda la duda, ¿a qué le tememos más? ¿Al fin de la vida o a la vida en soledad? Propongo que la imagen de la muerte no representa otra cosa que la separación, tanto para los niños como para los adolescentes e incluso para los adultos. Y eso lleva a plantear una nueva hipótesis. Durante este año, fuimos no solamente atemorizados con la separación, sino que la sufrimos día a día, hora a hora. En nuestra familia extendida, en nuestro grupo de amigos, y en nuestro núcleo familiar. La sufrimos bajo la forma real y como amenaza constante. También sufrimos, porque la amenaza de separación, no importa la forma que adopte, se transforma estrés; el estrés permanente se transforma en estrés tóxico; el estrés tóxico altera de modo prolongado nuestro equilibrio hormonal, físico y psíquico. La alteración de nuestro equilibrio amenaza con destruir nuestros vínculos y aumenta la angustia de separación. Encerrados no solamente en los hogares, sino en este círculo vicioso que promete la soledad eterna, todos, niños, adolescentes y adultos, no podemos sino ver a la vacuna como llegando de la mano de aquel bombero salvador que nos arrancará del encierro tan solitario que resulta más asfixiante que cualquier tapabocas.
Los adolescentes salen a vacunarse; ellos piden una vacuna como nunca antes lo habían hecho. Cuando son entrevistados en la televisión, nos explican que no la piden para prevenir la enfermedad, tampoco lo hacen para evitar la muerte, sino para recuperar la libertad. ¿Y eso cómo se explica? Esa libertad les había sido prometida por el solo hecho de crecer, por haber ido a la escuela, por haberse portado bien durante la infancia. La libertad no debería exigirles poner un brazo; la libertad es un derecho humano básico, laico, gratuito y necesario. Los adolescentes llegaron a la etapa de buscar el encuentro con sus pares, a buscar las fiestas, la música, la danza hasta la hora en que el mandato de sus padres libres rompiera momentáneamente el hechizo. A las 12 de la noche volverían a sus casas, habiendo dejado por ahí varios zapatitos que los llevarían paso a paso hacia un futuro soñado. Pero ahora debieron esperar un año y medio. Tuvieron que esperar hasta la llegada de una vacuna que, en la ingenuidad de su mundo fantástico y soñador, aparece como una varita mágica que trae un hada madrina que les permitirá salir de la vida cenicienta y opaca hacia la fiesta eterna. Será una fiesta llena de príncipes y princesas encantadas por el impulso vital que enrojece sus mejillas y mueve sus pies hacia lugares insospechados.
La teoría del amor en el desarrollo humano
La teoría define al apego como un recurso del que la naturaleza nos ha dotado para asegurar la supervivencia de la especie. En la infancia, el apego garantiza que el bebé en desarrollo estará siempre a una distancia prudente de una persona que opera como su “base segura” y estable, de la cual puede alejarse con confianza y volver para recuperar energías. El apego es lo que impulsa el desarrollo en todas sus formas, emocional, social y cognitivo. Se trata de la modalidad humana del concepto de imprinting. El instinto asegura que los animales se mantendrán cerca de sus cuidadores, aún en los casos en que ese animal sea de otra especie. En los seres humanos, el apego reúne un componente emocional y una base biológica. El apego es más notorio en la infancia y sienta las bases de nuestros vínculos adultos. Nacemos con la predisposición biológica al apego, y morimos con ella. El apego es el nombre técnico que en psicología se le da al amor. Ergo, no hay como zafar del amor. El apego es la búsqueda de unión, de cercanía, de contacto con las personas que amamos.
En la Nueva Normalidad, la separación reina, y el amor nos pone en peligro. Ese es el motivo por el cual ya nadie le teme a la muerte. Los niños temen ser culpables de la muerte de sus abuelos. Tanto que creían quererlos, y sin embargo…. Tanto que querían ser buenos, portarse bien para ellos, y no obstante, en su interior, ahora se les informa que habita un arma letal. Los niños preferirían morir antes que matar a sus abuelos, antes que dañar a sus padres, a sus tíos, a sus hermanos, a sus amigos. En el pasado, los niños se sentían malos por sus enojos, por su mal comportamiento. En la Nueva Normalidad, se sienten malos por su amor. Esa es la razón por la cual ellos aceptan que se cumpla su peor pesadilla: la de estar vivos y sanos, pero totalmente solos, parados en una nubecilla por toda la eternidad. Los niños no le temen a la muerte, le temen al desamor bajo la forma de separación.
En esta Nueva Normalidad, los adolescentes tampoco le temen a la muerte. Temen quedarse eternamente quietos, con sus cuerpos desbordantes, que ya no caben en ese espacio protegido de la niñez. Desterrados de su espacio infantil, sentados frente a una pantalla bidimensional, ellos miran un mundo real e ilimitado al que no tienen acceso. Cuando se apaga la pantalla, quedan solos en el espacio ceniciento de un hogar, pero sin salida. Los adolescentes temen no tener acceso al amor.
Y los adultos, ¿a qué le tememos? No hay un abuelo al que le haya preguntado si prefiere renunciar a ver a sus nietos para salvarse de la muerte que no haya elegido, sin dudarlo, correr el riesgo de muerte. Aunque ahora muchos nietos han quedado dentro de la burbuja, y entonces ya no tienen que enfrentar ese dilema, siempre temen y temerán por sus abuelos, y se acercaran poco a ellos. De modo similar, todos los adultos jóvenes que le han extendido el puñito a un adulto le han dicho, “no es por mí que temo, es por ti, es por cuidarte a ti”.
Luego de un año y medio, y luego de haber recorrido todas las edades, queda bastante claro que ninguno de nosotros le teme a la muerte. Todos tememos dañar a otros, tememos sobrevivir, tememos la tristeza eterna de encontrarnos solos en una nubecilla, en el mejor de los casos. El tapabocas no nos protege del aire que entraría en nuestros pulmones, sino que protege a los demás de nuestro daño potencial, de nuestra maldad imperceptible, asintomática, bajo la forma de un círculo erizado tóxico e invisible que podría salir de nuestras entrañas.
Frente a ese destino aterrador, tenemos dos salidas posibles. Una consiste en recuperar la confianza en nosotros mismos, en volver a creer en la bondad sintomática y vociferante que nos lleva al apego, al amor, al encuentro, a la risa y al canto. Si no lo hacemos, si no reconocemos nuestra inescapable capacidad de amor, si dudamos de nosotros mismos y de nuestra bondad inevitable, podremos ceder a la tentación de enmascarar nuestra naturaleza, de querer salvar nuestra alma impura con las redentoras vacunas ,a pesar de que sabemos que nos llevarán directamente a la boca del lobo.