ENSAYO

“Los sistemas socialistas les gustan mucho a los “intelectuales”, porque en ese mundo son ellos los que mandan: los planificadores, los técnicos, los ingenieros. Ahí están felices porque ahí gobiernan ellos. En el mundo del mercado, cualquier vendedor de patatas gana más que nosotros. Entonces no nos hace gracia, con lo listos que somos…” (Miguel Anxo Bastos)

Ha sido históricamente difícil transmitir la importancia de que los ámbitos culturales estén lo más alejado posible de la órbita de la religión de la época: el Estatismo. En este aspecto, el relato que encadena las acciones y puestos desde el Estado con respecto a la cultura y su acción real y simbólica, construye una coartada auto-justificante donde los propios beneficiarios moralizan sobre la necesidad de recibir los beneficios -renta, poder, casta- que el Estado ofrece.

Por Diego Andrés Díaz

Disidencia y hegemonía cultural

En su columna de Búsqueda del jueves 28 de mayo de 2020, Facundo Ponce de León plantea, claramente, una coyuntura donde la oposición puede  arrebatarle al FA -¿a la izquierda?- el monopolio hegemónico de los relatos, hecho que redundaría en sanear los ámbitos culturales en una perspectiva democrática.

La acción de disentir frente al pensamiento hegemónico, la disidencia dentro de la hegemonía cultural, entendida ya como una realidad tangible, basada en instituciones, agentes, puestos y sobre todo, “legitimidad” para referirse con libertad a la “realidad”, nos permite observar una de las naturalezas más específicas de la misma: la “plaza pública” como espacio de discusión no logra construir, crear, ámbitos sustancialmente receptivos, o mejor señalado, el ámbito en común para el debate suele estar diagramado por la hegemonía cultural. Las reglas de juego, los límites, el sentido, los conceptos, las preguntas pertinentes y aceptables y las respuestas deseables y permitidas, ya están preconfiguradas por el discurso hegemónico.

En general los disidentes, antes de señalar cualquier cuestionamiento a la hegemonía, deben “pagar peaje” explicando y explicitando claramente que no han sacado los pies del agua “donde todos los peces nadan” y, generalmente, advierten de su condición de estar inspirados por una “sensibilidad de izquierdas”, o, a lo sumo, por ser “librepensadores”. La clave del peaje, que representa una especie de anhelo de perdón por el pecado, es sobre todo no ser tildado de derechas, neoliberal, procapitalismo, o más simplemente, de facho. En esta realidad cultural, la “plaza pública” no parece ser un espacio común de debate, sino más bien un nuevo kiosko de la hegemonía cultural.

No parece ser un camino equivocado el asociar este punto con la situación bastante frecuente en la cual los desafíos mayores que enfrenta la hegemonía provengan de personas que se consideran de izquierdas y que, luego de pagar los peajes necesarios, plantean reparos.  La “derecha cultural”, que en general no existe y solo es el grupo político a lo que la izquierda le llama así, se muestra totalmente asustada y ausente. Después de todo, el rol principal conferido a las derechas -conservadoras, liberales, nacionalistas- en la política moderna parece ser el de ser humilladas.

Renta, poder, casta: promesas seductoras de la hegemonía cultural

Una pregunta que podría formularse es cuáles son las ventajas objetivas que están detrás de formar parte de los ámbitos hegemónicos de la cultura: ¿Qué tiene para ofrecer el campo de la hegemonía cultural, a los agentes culturales, a los “intelectuales” que deben sostenerla?

La hegemonía cultural suele ser “cuestionada” -una vez que es advertida, y vaya que demoró en serlo- sobre todo en lo que se denominaría su dimensión “rentista”, es decir, en la enorme posibilidad material que ofrece a sus seguidores y participantes a nivel de premios económicos, seguridad material y un futuro de estabilidad, sin preocupaciones económicas. Pero quizás sean los otros dos ámbitos donde opera la hegemonía los más destacados a la hora de advertir su incidencia social: estos son el “político” -es decir, la capacidad de brindar poder real- y el ámbito “espiritual” -que es el más personal y psicológico, y en algún sentido, metafísico.

Estas dimensiones se relacionan unas con otras de forma directa, y necesariamente, se retroalimentan: la acción conjunta de estos tres elementos sobre los individuos que conforman la “cultura”, construye en general el “ejercito” de intelectuales y agentes culturales necesarios para que la hegemonía cultural sea sólida y continua.

Para ofrecer ventajas materiales -“rentas”- los espacios culturales a conquistar por la hegemonía deben en un principio, desanclar las lógicas de los mismos de las del mercado, es decir, desasociarlas de ser actividades preferidas por los demás, en el juego de la oferta y la demanda. Además de ello, deben de ser “ideológicamente” desancladas, es decir, profundizar la idea que estos espacios deben desamarrarse no solo de sus resultados materialmente productivos, también de cualquier condicionante social o cultural que involucre una impugnación económica a su existencia. Que sea deseable, fundamental y necesario que, en estos espacios, los resultados de la preferencia social no operen. 1

Un problema de este punto radica en que un profesor universitario, un escritor, un músico, un pintor, un bailarín, un periodista, o el actor cultural que sea, tiende a percibir que su suerte dependerá de su relación con el poder político y no con los vaivenes del mercado. La importancia de este factor parece ser alta, y puede llegar a ser la moneda de cambio necesaria -pero como veremos, no suficiente-. Sostiene Miguel Anxo Bastos que “Los sistemas socialistas les gustan mucho a los “intelectuales”, porque en ese mundo son ellos los que mandan: los planificadores, los técnicos, los ingenieros. Ahí están felices porque ahí gobiernan ellos. En el mundo del mercado, cualquier vendedor de patatas gana más que nosotros. Entonces no nos hace gracia, con lo listos que somos…”

Cuando un artista participa de un espectáculo financiado por el poder político, está actuando en una “zona liberada” de las vicisitudes e inestabilidades económicas que cualquier actividad genera, en un ámbito de competencia por las preferencias de los individuos. Esta práctica personal de “obtener una renta por actividades económicas cuyos riesgos no recaen sobre sus hombros”, necesita en buena parte de los actores culturales, de la legitimidad ideológica que las otras dos dimensiones le brindan: la oportunidad de “ejercer el control desde arriba”, y, especialmente, el necesario sentido de pertenencia a un colectivo especial, que se encuentra del “lado correcto de la historia”, que es “vanguardia” y “resistencia” y que, en última instancia, es el monopolista del bien y la bondad universal.

Este conjunto de elementos -ofrecer rentas, brindar poder real sobre la sociedad, ofrecer una identidad o título de intelectual comprometido con el monopolio de la moralidad- es un combo demasiado apetitoso para cualquier agente cultural que observe a la sociedad en la que actúa y analice los costos y beneficios de sus decisiones.

La hegemonía cultural como ideología dominante ofrece a estos actores, además, el blindaje necesario ante las amenazas que existen sobre su lugar de prestigio en el andamiaje. La existencia de la hegemonía coloca barreras visibles, claras, que construyen identidad dentro del colectivo cultural y definen claramente los que están “dentro de los muros”. La competencia por rentas, posiciones y prestigio pasa así a ser fuertemente endogámica, retroalimentando las lógicas del discurso hegemónico. Y en el caso de la hegemonía cultural, la base “igualitarista” de su ideología unifica al grupo perteneciente a la misma alejando a los competidores que no reivindican esas lógicas.

La “endogamia” cultural genera una protección/barrera que alejas posibles competidores por las rentas estatales o paraestatales de origen político que puedan adquirir, y, sobre todo, actúa a niveles sociales y psicológicos de forma muy poderosa. Cuando un artista participa de estos “espacios liberados” de la cultura, recibe todo el combo completo: rentas/subvenciones sin tener que competir en el mercado, poder cultural de acción a partir de la difusión/posición/titulo/propaganda, sentido de pertenecía y prestigio de ser parte de la “cultura” de una sociedad, con un alto reconocimiento individual y un poderoso sentimiento “misional” de su labor.

Cultura y estado

Ha sido históricamente difícil, crecientemente difícil, transmitir la importancia de que los ámbitos culturales estén lo más alejado posible de la órbita de la religión de la época: el Estatismo. 2

En este aspecto, el relato que encadena las acciones y puestos desde el Estado con respecto a la cultura y su acción real y simbólica, construye una coartada auto-justificante donde los propios beneficiarios moralizan sobre la necesidad de recibir los beneficios -renta, poder, casta- que el Estado ofrece. En ese sentido la izquierda cuenta con una serie de ventajas fruto de la vulgata utilizada para justificarse, así como un entramado institucional que manejaba con bastante libertad desde mucho antes de llegar al poder político en 2005.

En ese sentido, la posibilidad de otorgar poder real, y “ejercer el control desde arriba”, es una jugosa posibilidad que “ningún activista de izquierda que se respete desaprovecharía” como diría Sir Roger Scrutton.  El Estado y la educación estatal operan aquí como un ámbito naturalmente ideal para climatizar un ambiente cultural amigo, de una forma extendidamente naturalizada.

Surge así una doble circunstancia ya que el avance de la izquierda sobre el estado tiene dos lógicas diferentes, en lugar del clásico prebendarismo. Esto lleva a que se tome como “normal”, fruto de supuestos criterios transparentes y basados en méritos y formación, adjudicación de cargos notoriamente resultado de la red cultural que la izquierda construye y sostiene.

Podría señalarse el prebendarismo como un ejemplo histórico de relación tóxica entre cultura y estado; una vieja práctica que naturaliza y legitima  las designaciones, las políticas, los planes y los premios, pero no es solo el potencial “cargo al amigo” , al “camarada” o al “compañero de partido”, incluso a un simple simpatizante de las ideas dominantes o gobernantes, el centro del asunto con respecto al rol del Estado y su relación con la hegemonía cultura es que ésta construye un ambiente donde los lugares son ocupados inevitablemente por personas de ideas de la izquierda progresista, gracias a que no se concibe bajo ningún concepto que otra voz exista allí, nadie se atrevería, nadie viviría ese escarnio, no se concibe.

Esto es notorio en los ámbitos académicos: están tan pero tan dominados que los “debates” son entre diferentes formas de radicalismo de ultra izquierda, y donde se forma una especie de auto celebración endogámica. Las señales de saturación suelen surgir cuando el sectarismo empieza a degradar la convivencia entre las diferentes expresiones del progresismo local.

El “asalto al estado”, entonces, puede darse en un esquema doble: acomodar a sus amigos a la “vieja usanza”, y construir ambientes donde la formalidad esconde una férrea dictadura ambiental impermeable a toda existencia de ámbitos disidentes.

Los procesos de hegemonía cultural suelen operar por lo menos en cuatro ámbitos concéntricos y relacionados, cuando la coincidencia entre estado y hegemonía se torna potencialmente total:- De forma directa (a través de la ley, o la educación formal obligatoria, el marco normativa consagra finalmente la cultura hegemónica)
– indirecta (promoción en todas sus dependencias, promoción en su discurso público, promoción en los ámbitos educativos, académicos, comunicacionales, no es un marco normativo sino un ambiente consensual de política pública sin matices)
– tangencial (financiación y promoción de actores sociales que las reivindiquen y militen por las ideas hegemónicas)
– marginal (lugar preponderante y dominante que ocupa el estado en el mercado de bienes, capitales, servicios e ideas, repartiendo y decidiendo a su antojo ganadores y perdedores del mismo)

Sin este factor fundamental y distorsivo que es el Estado, los relatos “metapoliticos” corren con la misma suerte que cualquier factor en oferta en un sistema de competencia libre. El drama, en sí, es la condición de agente monopólico que tiene el Estado en esas, por lo menos, cuatro dimensiones.

Cada una de estas dimensiones está legitimada a través de postulados emocional-sociales que un ambiente consensual estatolátrico impuso en la sociedad: para cada círculo existen una batería de justificaciones basadas en la idea de generar un “bien social”, una “democratización”, o una “reparación histórica”, siendo que en general lo que promueven es premiar a los amigos de forma prebendaria, promover las ideologías afines, construir una red social y cultural dominante.

La “batalla por el estado”, así planteada, no solo es perversa por el hecho de apropiarse de un agente violento para aplicar ideas y valores a la fuerza (y creer que así se fomenta algún tipo de situación legítima) sino que esta misma lógica tiende a promover, acrecentar y legitimar el rol del Estado en la cultura dominante. Luego, los grupos en disputa compiten por tener “el sartén por el mango” y nos derraman sus ideas de forma obligatoria. Las “herramientas” para ello fueron ampliadas, así, por esta “batalla por el estado”. Este proceso dentro del Estado tiene un factor siempre peligroso para los “hegemonistas”: esas herramientas te sirven a ti y tus ideas, mañana son potencialmente útiles para tu adversario.

Esta batalla además, en esta etapa histórica específica, genera en nuestro país -entre otros- un problema extra: esta lucha distorsiona, difiere y enlentece los cambios educativos necesarios ante los nuevos desafíos tecnológicos que el mundo de la acción humana enfrentará en el futuro: para esto no existen soluciones mágicas, y, esta batalla pone el foco en las “soluciones desde el estado”, donde el centro de la puja política pasa a radicar en mantener ese poder directo de construcción de hegemonía que es la educación, aunque se apele a retoricas igualitaristas (“quieren privatizar la educación”) o anticapitalistas (los cambios “mercantilizan la educación”).

Un dilema constante en este proceso de extensión y contracción de la hegemonía cultural de la izquierda, para los sectores disidentes -culturales, políticos- gira entonces en torno al uso de las herramientas estatales que quedaron instaladas por la expresión política  de la hegemonía que gobernó recientemente, o el desmantelamiento de los resortes monopólicos y obligatorios que tiene el estado de imposición cultural. Me aventuro a sostener que poder político y cultura son caminos separados, que es deseable que la sociedad civil construya sus sistemas de valores, en libertad.

Entre la libertad cultural y la realidad política

¿Ganar elecciones? ¿Lograr espacios de libertad cultural? ¿las dos cosas a la vez? Estas preguntas pueden dialogar con el artículo de Búsqueda referido, ya que las condiciones de libertad cultural suponen en última instancia aquilatar la predominancia de los ámbitos culturales por sobre los políticos, o viceversa. Vayamos pues a reflexionar sobre esto.

Cuando algún tipo de entidad humana -civilización, nación, empresa, partido- encuentra alguna técnica o idea superior, en general tiende a idolizar ese aspecto que le ha brindado una posición preponderante frente a los otros. Por la misma naturaleza de los fenómenos culturales, una idea o estrategia superior suele ser más poderosa que una técnica, ya que la tecnología que te ubique por encima de los otros, rápidamente es aprendida e imitada, incluso superada, por los ajenos y adversarios. Les pasa a las civilizaciones, les pasa a los partidos y sus estrategias.

Dentro de las fuerzas políticas parcialmente contrarias a la cultura hegemónica, una de estas técnicas “idolizadas” es la que convierte en los logros políticos circunstanciales, realizados a cualquier nivel de costos, el centro de la estrategia, es decir,  una técnica transformada en estrategia. El duranbarbismo eclosionó como modelo de estrategia político electoral a partir de dos elementos: su pericia y dominio técnico con respecto a las nuevas tecnologías aplicadas a lo electoral, y una estrategia ideológica-discursiva -que podemos llamar, cultural- donde básicamente se huye de las posiciones rupturistas o pesimistas y se intenta caminar por lugares consensuales, amigables y “positivos”. Si cabe este neologismo, el duranbarbismo es una expresión típica del ambiente ideológico y social dominante en las academias de occidente, y de Latinoamérica. La hegemonía cultural suele generar, cada tanto, una burbuja autocomplaciente que nos permite observar más claramente las características de esta academia, ya que la misma no advierte de nuevos procesos sociales que cuestionan o perturban sus consensos. En el ambiente donde se manejan las figuras de la “academia”, se terminan convenciendo a sí mismos que sus discursos lanzados como operación cultural son en realidad un termómetro del humor social.

El duranbarbismo, efectivo en el manejo de las tecnologías, no es en el sentido ideológico más que una manifestación del progresismo de la academia. En este sentido la propuesta estratégica aplicada en su momento fue exactamente una lectura al revés de la realidad, y esa lectura equivocada tiene como origen el ambiente que domina en la academia, que se convenció que sus prejuicios eran el termómetro social.

En nuestro país esta circunstancia también parece operar en este sentido: los actores culturales más notorios suelen alinearse como un coro monolítico sobre ciertos temas -la seguridad es uno bastante notorio- parados en sus sensibleras y progresistas piernas. La hegemonía condiciona los ámbitos de debate, y en ese sentido el gobierno eligió como estrategia una propuesta “positiva”, “amigable”, “amortiguadora” porque la realidad cultural es propiedad del adversario -la izquierda- y no hay que tensar la cuerda. La crisis sanitaria por el Covid 19, en algún sentido, afloja esa tensión, y le ha permitido a la coalición pasar a la ofensiva y anotarse algunas victorias, como bien señala Ponce de León en su artículo.

Política y Hegemonía: Algunas consideraciones sobre las elecciones del 2019

Luego del último proceso electoral, mucho se habló de las causas de los resultados. En aquel periplo, dentro de los factores que mayormente se manejaron para comprender los procesos vividos y los cambios de último momento -sobre todo relacionados con la exigua ventaja de la coalición multicolor en noviembre frente al FA-  se hice fuerte hincapié en el video que el líder de Cabildo Abierto hizo circular en las redes a último momento.  En general esta -junto a otras causas menos especificas- no logran soslayar la enorme y poderosa herramienta que apareció en el último tramo electoral -la hegemonía cultural- que jugó su papel a conciencia, generando lo que suele generar a nivel de la psicología de masas.

En última instancia, las diferencias notorias entre la elección de octubre y noviembre marcan bastante claro las diferencias de funcionamiento entre un partido y una “cultura identitaria”: en octubre la gente votaba partidos y allí no estaba tan clara la dimensión cultural que si se expresó de tan diversa forma en noviembre. Sea por pulsiones tan diversas que van del temor y el terror hasta la naturaleza con que se consideran portadores de valores superiores, los factores psicológicos y ambientales que pone en juego la hegemonía cultural fueron llevando la inicial distancia a una mínima expresión.

En aquel contexto, fue evidente que para derrotar a una expresión cultural tan poderosa y amplia como es la cultura hegemónica de izquierdas que encarna el FA, se tienen que sumar una enorme cantidad de partidos que traten de transmitir, de forma algo difusa y volátil, la idea de “contracultura”. Incluso no apostaron a ello, sino más bien a hacer tenue y silencioso el posible cambio, prometer poca transformación y dejar que la “ola” también empuje a buena parte de los partidos opositores hacia la orilla del gobierno.

Que fuesen cinco los partidos coaligados para vencer al FA, tiene su lógica, dentro del análisis planteado. Porque esos partidos, que son diferentes y tienen ideas diversas en varios puntos, son partidos lealistas al sistema, son partidos del “tipo siglo XX. Expresiones politico-electorales que pujan por el gobierno. En el período entre octubre y noviembre, estos partidos se enfrentaron a un fenómeno cultural mucho más amplio y complejo, que tiene como expresión política al FA. 

Los fenómenos parecen ser de naturaleza lo bastante diferente que, en última instancia, compararlos puede tener algo de absurdo. El Frente Amplio es la expresión electoral de algo más amplio, y necesariamente más complejo. Y ese fenómeno, que es identitario, que se basa en construir “ambientes consensuales”, en instalar un “espíritu de época”, y en darle a sus miembros una autopercepción “misional” y “sacra” de su existencia, acción y conciencia, constituye una fuerza poderosa, que se mostró arrolladora entre 2005-2015, a la cual unos partidos políticos intentaron frenar, con impensado éxito.

La clave de la hegemonía cultural parece ser “identitaria”, no ideológica. Puede ser acusada de estar cargada de lugares comunes ideológicos, eslóganes, ideas algo superficiales y clichés, pero su potencia, su verdadera naturaleza, radica en un fenómeno vivencial, que construye un sentimiento de pertenencia, una identidad. Ser parte de una “comunidad” cultural que promete prestigio, protección, casta, sentimiento de pertenencia, ambiente consensual sobre cuáles son los verdaderos valores a reivindicar, auto afirmación de ser parte de una movida misional, solidaria y altruista, y del “lado bueno de la historia”, ostentar incluso una superioridad moral -la que cita Ponce de León como base del relato caído-; son los elementos clave para que, de forma radical y consciente, o de forma superficial e intuitiva, las personas abracen las ideas de izquierda o, simplemente, no las cuestionen, en una estrategia más relacionada a que “los lleve la corriente”.

El ambiente consensual, materializado en todo ámbito y visible en el “voto a voto” fue bastante determinante: como ya fue referido antes, este ambiente es la característica que existe en amplios espacios de sociabilidad en los cuales opera sobre ellos – de forma no normativa- una especie de “consenso” cultural e ideológico que es autónomo de los individuos que componen ese ámbito social. Hay que tener en cuenta que este consenso, estos límites, operan en el plano de la psicología y las relaciones sociales.

La hegemonía cultural es algo así como “el agua donde todos los peces nadan”. En la elección de octubre operó más débilmente y no logró sumar más del 39%. En noviembre, es donde se hizo más evidente, y allí fueron muchos los que no pudieron “salirse del agua” y cambiaron la elección. Casi, la dan vuelta.

Luego de los resultados de noviembre de 2019, se instaló -¿Cómo análisis real, como estrategia de la cultura hegemónica?- la idea de una “victoria triste”. Si el análisis tiene en cuenta la notoria diferencia de naturaleza de las fuerzas que se enfrentaron, podría manifestarse que esta idea es bastante pobre, y poco sostenible, ya que vencer circunstancialmente a la expresión política de una hegemonía cultural es un trabajo hercúleo. Titánico. Algo hicieron bien los partidos de la coalición multicolor, seguramente.

Un elemento para tener en cuenta a la hora de tratar de cuantificar el peso de la cultura dominante en los cambios electorales entre octubre y noviembre es analizar cómo se comportó el llamado “voto culposo” o “voto vergonzante” en las dos elecciones.

La incidencia de la hegemonía cultural pudo operar en el mismo, y el voto culposo en la primera vuelta de octubre- una puja más relacionada a la política electoral de partidos- estuvo preferentemente en el votante del FA. Este factor se diluyo en noviembre pasando de culposo a orgulloso, volvió el perfil misional a los discursos de los militantes frentistas y se planteó una especie de ambiente de cruzada donde la realidad práctica se esfumó dando paso a una retórica de “lucha épica”, materializada en la campaña del “voto a voto”

Por eso uno de los fenómenos sociales que es necesario investigar para comprender la naturaleza y expansión de la Hegemonía cultural, es el llamado “voto culposo”, es decir, votante que esconde o evita exponer su voto a los demás porque en algún punto siente alguna especie de culpa social en adherir al mismo.

A modo de análisis preliminar, el voto culposo puede tener tres dimensiones diferentes:

a) el voto culposo interpersonal: es decir, el que siente una culpa psicóloga individual por razones domésticas, históricas y/o personales de cada uno.

b) el voto culposo coyuntural. Es el menos relevante, el que se da a partir de sentir algún tipo de vergüenza, culpa o incomodidad frente a la elección propia. Este voto culposo es coyuntural porque ese sentimiento se relaciona a circunstancias específicas del momento político y social. Es típico luego de una coyuntura difícil para una fuerza política gobernante, o luego de un fracaso económico o medidas impopulares. En general se advierte este tipo porque el cuestionamiento al votante no tiene una gran carga argumental o ideológica: “se robaron todo”, “son unos chantas y corruptos”. El voto culposo en este caso es bastante intercambiable entre partidos e ideologías, es una manifestación “espejo” de la realidad política del momento, pero, como veremos, está también influenciado por el voto “c”. Tiendo a creer que este fue el dominante en octubre, y peso fuertemente como problema en el FA en la mediad que su partido político cargaba sobre sus hombros diferentes niveles de acusaciones sobre nepotismo, corrupción y desidia, disconformidades y enojos a nivel social.

c) el voto culposo estructural. Este tiene como característica que sus manifestaciones son más complejas y sus resultados más importantes. Está basado en el ambiente que domina en todos los ámbitos de la sociedad y la culpabilidad manifiesta se basa en ellos. Está relacionado con el anteriormente referido “ambiente consensual”, de las ideas dominantes, de “sentido común” que estructuran el “pensamiento hegemónico” y que llevan a que los antagonistas de estas ideas vivan diferentes niveles de escarnio social, hasta sentirse “fuera del mundo”. Este voto vergonzante creo yo es más importante porque se basa en las estructuras ideológicas dominantes de la sociedad, y lleva a último momento a decir, al que vive el ejemplo “b” y se auto percibe de izquierda, a decir, “bueno, estoy enojado con mi gobierno, pero soy de izquierda y ese es el bien universal”.

Es entonces que no sería descabellado creer que en noviembre operó mucho más la hegemonía cultural en las decisiones políticas, y allí el voto culposo cambió de bando. En octubre era una “gestión”, en noviembre se jugaban “esencias” e “identidades”.

¿Estamos ante la caída del relato?

Uno de los puntos más interesantes del artículo mencionado es que plantea la necesidad de que exista una “cultura liberada”, para que las virtudes sociales no estén monopolizadas por un sector ideológico, y así “desarrollen todo su potencial”. Más allá de lo dicho en el artículo, plantea con bastante claridad la existencia de un ámbito colonizado y monopolizado. Esto traza varios problemas: uno de ellos radica en que tantos años de hegemonía cultural tiende a naturalizar su dominio: nos hemos acostumbrado, aclimatado, nos hemos habituado al agua tibia de la pecera. Cuando la frontera que nos contiene parece débil, como parece ahora plantear esta coyuntura, existe la posibilidad de romper con varias de las lógicas hegemónicas, y abrir el debate. El muro de la hegemonía es invisible, sólo está en nuestras cabezas.

Notas

1 “Los intelectuales piensan que son las personas más valiosas, las de mayor mérito, y que la sociedad debería premiar a la gente en función de su valía y mérito. Pero una sociedad capitalista no cumple el principio distributivo “a cada uno según sus méritos o valía”. Aparte de los regalos, las herencias y las ganancias del juego que se dan en una sociedad libre, el mercado distribuye a aquellos que satisfacen las demandas de los demás expresadas a través del mercado, y lo que distribuya de este modo depende de lo que se demande y del volumen del suministro alternativo. Los empresarios fracasados y los trabajadores no sienten la misma animadversión al sistema capitalista que los intelectuales forjadores de palabras. Solamente la conciencia de una superioridad no reconocida, o de unos derechos traicionados, produce esa animadversión”. Robert Nozick. (volver)

2 Sostiene acertadamente Hans H. Hoppe en “Libertad o Socialismo”: “…los intelectuales son ahora típicamente empleados públicos, aunque trabajen para instituciones y fundaciones nominalmente privadas (…) Hay excepciones pero, si prácticamente todos los intelectuales son empleados en las diferentes ramas del estado, ¿debería ser sorprendente que la mayor parte de su más voluminosa producción, por comisión u omisión, sea propaganda estatista?” (volver)

3. Los debates internos de la coalición sobre el monopolio de Ancap y su posible apertura a la competencia, o la constante apelación a la libertad y el respeto a los derechos de propiedad por parte del presidente, parecen sugerir esto. (volver)