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Aldo Mazzucchelli

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La laicidad tiene una acepción que bien entendida la lleva a favorecer la más amplia y radical discusión sobre asuntos metafísicos y políticos. Es la acepción que entiende que lo único que el Estado debe hacer al respecto de esos asuntos decisivos, es callarse la boca, abstenerse, y velar por la más absoluta libertad de expresión. Lo formuló -entre otros ejemplos ilustres- Thomas Jefferson en su carta a la Asociación Bautista de Danbury, el primer día del año 1802:

Creyendo con vosotros que la religión es un asunto que atañe únicamente al hombre y a su Dios, que no debe rendir cuentas a nadie más por su fe o su culto, que los poderes legítimos del gobierno sólo alcanzan a las acciones y no a las opiniones, contemplo con soberana reverencia aquella ley de todo el pueblo americano que declaró que su legislatura no debía “promulgar ninguna ley respecto al establecimiento de una religión, o que prohíba el libre ejercicio de la misma”, construyendo así un muro de separación entre la Iglesia y el Estado.”

Separar la iglesia del Estado (lo que no es lo mismo que laicidad, desde luego, pero importa marcar el punto fundamental de convergencia) quiso decir, entonces, permitir que el pensamiento sea libre en sociedad. Bien entendido: la libertad absoluta para que los ciudadanos se agrupen como quieran, y discutan, practiquen y promuevan cualquier creencia o ideología. Incluyendo que se asocien en una iglesia.

Cualquier creencia, quiere decir, también las religiones, y también todas las variantes de lo que la ciencia institucionalizada considera “irracional”, etc. Para ello, es imprescindible que el Estado no se convierta en un sujeto de saber, usurpando el lugar de la investigación y el pensamiento libérrimo en todos los campos. Lo decía sabiamente Jefferson: “los poderes legítimos del gobierno sólo alcanzan a las acciones y no a las opiniones“.

La evolución del Estado moderno en general, y de algunos estados en particular -como el uruguayo- han llevado a aquel principio expresado por Jefferson a convertirse y realizarse como su opuesto.

En lugar de hacer desaparecer el Estado de aquellos ámbitos de la sociedad en donde solo puede estorbar, hacer como que piensa, y financiar siguiendo los intereses -inevitablemente- de los financiadores, optó por entrar a saco con toda clase de imposiciones sobre el pensamiento ajeno, con la característica metodología de caos destructivo que es esperable en un monstruo descerebrado pero lleno de intereses en conflicto.

En lugar de ser el Estado un garante de que todo pueda expresarse y discutirse en los más variados espacios sociales, ha concebido su tarea como la de crear espacios exclusivos “públicos” (debería decirse estatales privativos, pues el Estado, así entendido, es un enemigo de lo público) y, en esos espacios monopólicos y monológicos, de los cuales el más importante pero de ninguna manera único es el así llamado sistema educativo, pasó a prohibir la libertad religiosa y de conciencia.

El derecho negativo se ha cambiado una vez más en dictado positivo. El Estado también aplica esta interpretación a las áreas que monopoliza y, paradójicamente, llama al mismo tiempo “públicas”, siendo especialmente clara su voluntad de controlar todos los aspectos de importancia simbólica, desde el canal oficial a los edificios “públicos” y su decoración.

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Según tal esquema de la laicidad represiva tal como se realizó, recién esbozado, debido a que el Estado dice no sostener ninguna creencia religiosa, resolvió entonces garantizar la neutralidad respecto de la enseñanza de todas las creencias religiosas (o metafísicas…) por el curioso método de eliminar ese tipo de enseñanza de todo curriculum oficial.

En Uruguay -que tiene una posición mixta y permite la enseñanza confesional siempre que se cumpla con ese curriculum estatal- la noción se extendió además a otro tipo de confesionalismo, el ideológico y partidario, y repetidamente se han dado discusiones sobre cosas como “el marxismo en las aulas” o algo parecido. Este tipo de confesionalismo político está perseguido incluso a nivel privado, aunque sea difícil de controlar, y aunque un 95% de lo que hoy pasa por enseñanza (pública y privada) sea política divisiva de la peor catadura, auspiciada por el onguismo omnipresente, o sino utilitarismo empresarial -otra forma de dogma, el que implica que el éxito y la ganancia son la forma contemporánea de acceder a cualquier ontología.

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Sea como sea, todo está basado en una curiosa postura, centralmente ideológica para la Modernidad, que consiste en inventarse para sí misma un supuesto punto neutral, u objetivo, que carecería de confesión, y estaría ajeno a cualquier tipo de creencias indemostrables.

Es decir, la legitimidad Moderna yace en la construcción de ese punto de ascética ausencia de creencias sobre los temas más dramáticos del sentido de la vida, la trascendencia, la política y la fe. Desde él, se pretende que se puede observar sin involucrarse u ostentar ninguna creencia a todos los demás, a los ciudadanos que creen, empujan, debaten y viven en función de algún sistema de creencias -que en su límite, inevitablemente implica una metafísica, aunque no se la formule.

Desde luego, ese punto no existe. Será a lo sumo el punto ciego de la conciencia moderna. Desde luego, los gobiernos modernos son creyentes en cierta metafísica materialista, y en la religión del cientifismo. Ocultan que tienen tal religión, por un lado. Por otro, queda ocultado que la laicidad es un ejercicio de fuerza contra los perdedores fundamentales de la modernidad occidental -la iglesia católica o el cristianismo en general, junto a otras religiones menores. Ejercicio de fuerza hecho para estabilizar y cementar la legitimidad alternativa conquistada.

Además, al impedir la discusión de este punto, ocultan que la legitimidad de los poderes modernos podría ser desafiada y desenmascarada si realmente se discutiese su metafísica, es decir, los fundamentos de la creencia en la objetividad, sustentados por la mafia institucionalizada y glorificada por los medios a la que llaman “la Ciencia”. Han creado un espacio de discusión aséptica y “privada”, con respecto al cual el poder (que se presenta como “público”) retiene estructuralmente una suerte de carácter oficial y, por ende, indiscutible. La “teoría” en las ciencias sociales y en las humanidades es un constructo que busca remedar en cierto modo ese espacio superior de lo intocable, desde el cual se podría hablar “desde arriba” de todo lo demás, sin involucrarse en un debate riesgoso y realmente abierto.

Cuando se miran las cosas desde esta especie de punto de revelación repentina, se comprende que la esencia de la modernidad está en impedir el pensamiento fundamental, y sustituirlo por el pensamiento operacional. La laicidad es, así, otro aspecto del mecanismo de cierre o censura fundador del materialismo y el cientifismo, religiones en que ha descansado la legitimación de la modernidad.

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