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Por Rafael Bayce

A propósito de una imprudente invitación de un jerarca público del Vilardebó a la reinauguración de una antigua capilla católica en su interior, se desató la enésima discusión sobre laicidad en el Uruguay, debate multifacético que se reitera, con matices, desde mediados del siglo XIX en su aplicación política cotidiana, aunque esos debates aplicados fueron precedidos de debates teóricos internacionales y uruguayos.

En estas líneas pretendemos aportar en 4 sentidos a esos debates históricos que no han cesado aún.

Uno. La riesgosa polisemia mal educada del concepto

La peligrosa y poco elucidada polisemia básica de la noción de laicidad se da inclusive en el texto aún vigente sobre ella desde la Constitución de 1917, en vigor desde 1919.
Esa insuficientemente elucidada y polisémica noción de laicidad, impregna de ambigüedad el concepto, facilitando la incertidumbre sobre sus contenidos y el debate sobre su aplicación.

Si hubiera que optar por un conjunto de contenidos que el concepto de ‘laicidad’ hubiera encarnado, de los muchos emitidos en su transcurso político-cultural en el Uruguay, el texto que más se aproximaría a una síntesis de partida podría ser el del Presidente Tabaré Vázquez (ardua personalidad de casi imposible compatibilización: de izquierda, masón y católico conservador) en su presentación ante la Masonería uruguaya en 2005: la laicidad reuniría a antidogmatismos, antitotalitarismos, y antimonopolios formativos en la educación. Porque esos son varios, aunque no todos, los asuntos de fondo que han sido puestos sobre el tapete desde mediados del siglo XIX hasta hoy, con reclamos desde las tiendas más variadas y en las circunstancias más diversas.

Dos. Fuentes y vertientes de la cuestión laica en el Uruguay

Podríamos distinguir fuentes y vertientes en el desarrollo ideológico de la ‘cuestión laica’ en el Uruguay.

Uno, una etapa pre-crítica, cuando la laicidad aun no era conocida, sostenida ni blandida como arma ideológico-política. El Uruguay era, hasta comienzos del siglo XIX, un país católico, desde que el catolicismo, en especial el ferreño español del Renacimiento y la Unidad Nacional de entonces, fue importado e impuesto por la espada y la cruz. Pese a nuestra excesiva autoimagen laica y no dogmática, el Uruguay contiene un fuerte tinte católico, heredero de esa historia, que se plasma en nuestra primera Constitución independiente de 1830, que decía: “La religión del Estado es la Católica Romana”. Este texto es relativamente conservador en épocas en que ya la Ilustración (en especial la francesa) había tocado tierras americanas y rioplatenses. El supremo héroe patrio había dicho, en 1813, que “La libertad de cultos debe ser promovida en toda su extensión imaginable”. Pero, así como fue derrotado militarmente, Artigas fue borrado ideológicamente en todas las innovaciones que impuso como gobernante, entre ellas la programada defensa a ultranza de la libertad religiosa (proto laica), en artículos tomados por él de las constituciones estaduales norteamericanas pre-nacionales del último cuarto del siglo XVIII (i.e. Massachussets). La inaugural identificación estatal uruguaya como religiosa y católica no solo precede a la independiente debido a la conquista, sino que perdura hasta la Constitución de 1917, vigente desde 1919. Su art. 5º, que conceptualiza laicidad de modo muy imperfecto, dura, a su vez, hasta hoy, desgraciadamente sobreviviente e incólume a todas las reformas constitucionales posteriores.

De modo que, desde nuestros orígenes católicos como conquistados, pasando por la primera Constitución independiente de 1830, y hasta (al menos institucionalmente) 1919, el Uruguay es católico, y casi nada laico hasta entonces. Y es un telón de fondo duradero, aunque cuestionado y debilitado luego, en buena parte en base a la promoción de una laicidad inicialmente anticlerical y coyunturalmente anticatólica.

Dos. Sin embargo, desde mediados de ese siglo XIX hasta esa Constitución de 1917-19, se producen 4 tipos de escaramuzas opuestas respecto del catolicismo y la religiosidad, que terminan debilitando la religiosidad y la catolicidad uruguayas, aunque sin borrarlas.

A, por un lado, desde aproximadamente 1850 hasta 1917, hay un conjunto de medidas de secularización y desmonopolización religiosa de instancias públicas que debilitan la presencia pública de la catolicidad en aras de la desdogmatización progresista: cementerios, crucifijos, feriados laborales, nomenclátor de poblaciones y calles, etc, son desmontadas o renominadas en desmedro de la religiosidad católica hegemónica y en pro del iluminismo racionalista y anticlerical de la Ilustración.

B, por otro lado, hay una lucha interna en el catolicismo global, y que se refleja en el Uruguay, entre un catolicismo más ecuménico y progresista, más liberal, y un catolicismo radical, anti-modernista, deudor de Pío IX, que aspira a recuperar la hegemonía cuasi-integrista católica impuesta desde Roma y Constantino, contraria a la separación de la Iglesia y del Estado, que en el Uruguay databa, institucionalmente, al menos desde 1830, y que había sobrevivido hasta principios del siglo XX. Esta dicotomía intracatólica determinará importantes avatares en los modos de oposición-a o de uso-de la laicidad por parte de la Iglesia Católica.

C, de modo más sutil, sin embargo, hay una pervivencia deseada de la religiosidad y en especial de la católica: la llamada ‘idea volteriana’ de la religión, que afirmaba la utilidad de la normatividad y fe religiosas para afirmar la moralidad, obediencia y orden en capas sociales especialmente temidas en el cotidiano: la ‘levantisca’ (sic) juventud urbana y la barbarie rural. Ambas, fuentes de caos que la normatividad y fe religiosas podían servir para morigerar. En medio de los combates a la simbología católica, se fomenta, de modo aparentemente paradojal, la creación del Arzobispado de Montevideo, como centro emisor de moralidad, orden y obediencia, sin importar las creencias trascendentes fundantes de esas actitudes, en las que no se creía y que se combatían al mismo tiempo por oscurantistas e irracionales.

D, la invención, tipos y usos de la laicidad también están enmarcados por la introducción al Uruguay del positivismo racionalista antirreligioso (i.e. Comte), y de la identificación de la civilización con la ciencia y de la barbarie con la religión (i.e. Sarmiento).

En cuanto al positivismo, el que se adopta por aquí es el de Auguste Comte, francés, que se afirmaba en la ‘ley de los 3 estados’ de Condorcet, donde el estado ´positivo’ sobrepasa al ‘religioso’ más primitivo y al posterior ‘metafísico’, oscurantistas y sin racionalidad suficiente. Mucho más sutil es el mal llamado ‘positivismo’ de Herbert Spencer, muy mal conocido y aplicado en el Uruguay, que acepta, con maravilloso pionerismo, la convivencia de la religión y la ciencia; pero eso no se sabe de él, perjudicado por una vulgata simplista y poco informada. Entonces, el anticlerical jacobinismo ilustrado del positivismo comtiano será el que nutre y funda entre nosotros lo que de anticlerical y civilizadora tiene la lucha por la laicidad.

Pero podemos también aproximarnos al tema desde alguna cronología de la lucha política que usa ese tan poco elucidado concepto de laicidad como antidogmatismo, antitotalitarismo, antimonopolios formativos, más allá del anticlericalismo primigenio de la laicidad histórica.

Tres. Etapas en la lucha política por la laicidad

Primera etapa. Laicidad como anticlericalismo

Todo el contenido de la Modernidad Ilustrada se concentra en la lucha de la razón contra sus adversarios (como la fe), representando las religiones el más claro rival de la ciencia y de la razón en su marcha progresiva hacia la verdad, sin tomarla desde dogmatismos revelados impuestos sino conquistada como empresa colectiva dialógica. El anticlericalismo es la primera manifestación politizante de la Modernidad ilustrada racionalista; y se manifiesta tanto como corriente interna del liberalismo (i.e. Comte) como de crítica radical al capitalismo (Feuerbach, Marx). Cabe mencionar, aunque los episodios no alcancen como para delinear otra etapa en la lucha política laica, que la misma Iglesia Católica invocó una laicidad que la había destronado para defender su derecho a una presencia institucional y educacional junto a otros credos y corrientes, en un desesperado intento de permanencia mínima en un sistema que, como laico, era más que nada anticlerical.

Segunda etapa. Laicidad como antitotalitarismos de derecha

En el Uruguay, a impulsos de corrientes coyunturalmente argentinas de principios de los 1940, hay un posicionamiento laico que enfrenta, más que a las religiones, a los totalitarismos de derecha (fascismo, nazismo, falangismo); puede ser consultado Francisco Araúcho, en 1947, al respecto, que advierte contra “Las dictaduras de derecha de tipo nazi-fasci-falangistas. Se exceptúan los ‘principios marxistas’ porque ‘a nadie que encare el destino humano con interés y amor puede ocultársele toda la elevación trascendente y el idealismo que para la futura condición humana puedan llevar en sí mismos los principios marxistas”.

Tercera etapa. Laicidad como antidogmatismo y antitotalitarismo de cualquier punto del espectro ideológico

Después de las anteriores opiniones de Araúcho, representativas de esa segunda etapa en la batalla ideológica y la aplicación política de la laicidad, no pudo extrañar que, a principios de los 1970, la laicidad cuestionara, como vimos, no solo las religiones sino también corrientes ideológicas; pero ahora no solo los totalitarismos de derecha sino ahora también los de izquierda: “Como defensa del derecho a la libertad, la lucha contra el dogmatismo político de los Estados totalitarios: nazismo, fascismo y marxismo, como ayer frente a la religión” (Guillermo Ritter, 1972)

Cuarta etapa. Laicidad antiizquierdas, como antitotalitarismo y anti izquierdismo

Por ejemplo en el sistema educativo, por ello intervenido. En efecto, así como en los años 40 son condenados como antilaicos los totalitarismos de derecha y no los de izquierda, el proceso cívico-militar cuestiona solo a los totalitarismos de izquierda y no a los de derecha, ambos condenados a principios de los 70, como vimos.

Quinta etapa. Siglo XXI, en especial el Partido Nacional. Laicidad como antitotalitarismo y antidogmatismo de izquierda, absurdamente atribuido a un gramscianismo militante

Así como el proceso cívico-militar intervino el sistema educativo porque sería el formador de los ‘subversivos’ ideológicos, semilla de los ‘sediciosos’ en la práctica política del fin de los 60 y principios de los 70, así también las derechas, desde la recuperación de la democracia, y con mayor articulada insistencia antes y durante este gobierno, insisten en que hay una cooptación gramsciana de la sociedad civil y de la cultura política por parte de las izquierdas (antojadiza creencia huérfana de evidencia), que debe ser eliminada, justamente para proteger las libertades atacadas por dogmatismos lavadores de cerebro como se alega que son los de izquierda. Porque la laicidad es normalmente percibida como un modo de defender la libertad, las libertades; contra irracionalidades, dogmatismos, totalitarismos y lavados ideológicos de cerebro.

Es notable cómo las derechas y globalismos proponen y efectúan los espionajes digitales, las legislaciones restrictivas y las denuncias de dogmatismos alegadamente como modo de evitarlos; así, las legislaciones antiterroristas serían libertarias, la bomba atómica pacifista y las persecuciones sindicales protectoras de las libertades políticas y gremiales. Las denuncias de los abusos son para cometerlos, y las restricciones serían protectoras de las garantías y libertades. El poder comunicacional puede hacer y decir cualquier cosa casi impunemente en la actualidad.

Cuatro. El nivel teórico más venerable: desde Kant a Durkheim

El francés Émile Durkheim, una vez más, nos resulta un autor clave para entender cómo llega la laicidad al Uruguay y cómo se implementa a través al menos del sistema educativo.

En su último libro ‘La educación moral’, de 1917, uno de sus capítulos, ‘La moral laica’, desarrolla en profundidad perfecta qué es la laicidad y por qué debe desarrollarse en el mundo de ese entonces.

Emanuel Kant, a fines del siglo XVIII, en la ‘Metafísica de las costumbres’, la última de sus ‘críticas’, ya abogaba por el diseño de cosmopolitismos que pudieran superar los nacionalismos y las corrientes ideológicas que los alimentaran de modo conflictivo. También Durkheim pensaba que, en la medida que las moralidades nacionales estaban básicamente ancladas en normatividades religiosas reveladas e irreductibles, ningún orden cosmopolita supranacional ni ningún orden internacional ideológicamente plural podría sustentarse en ninguno de los órdenes nacionales actuales ni tampoco en las variedades religiosas que los inspiraban, a riesgo de provocar una guerra de todos contra todos de fundamentalismos, algunos de ellos aun integristas; tanto supranacional como intranacionalmente, deberían crearse, artesanalmente, ‘morales laicas’ que se tejieran desde Estados o centros de poder que abarcaran las ya existentes, pero que las trascendieran, aunque les dejaran un lugar privadamente, no públicamente porque ofenderían a los otros ingredientes y excitarían su conflictividad. Hay una elaborada construcción sociológica que explica cómo la cohesión social menguante por decadencia relativa de las religiones, de la familia y de los artesanatos feudales, debería ser sustituida por nuevas fuentes de cohesión social como el Estado, los cuerpos sociales intermedios y construcciones morales no trascendentes; es demasiada la enorme visión social de Durkheim, cuyo contenido debe admirarse por su aliento sin por eso compartirla, y menos aún los modos como fue aplicada, por ejemplo por estos lares.

Durkheim implementa su propuesta en la organización del sistema educativo, que en el Uruguay se articula básicamente cómo lo propuso Durkheim en Francia, en lo atinente a laicidad. Debería haber una educación pública estatal, laica, pero que respetara instancias privadas de cultivo de religiones, etnias o creencias componentes de esa laicidad resultante. Decía que excepcionales instituciones privadas, en medio de una laicidad pública dominante, debían ser ‘habilitadas´ (así se llaman los liceos que en el Uruguay desarrollan formaciones privadas sumadas a las formaciones mínimas públicas laicas obligatorias, recordemos) para formar en lo suyo desde esa laicidad pública rectora, que se les sobrepone; pero sin negar, laicamente, a las creencias privadas cultivables en privado pero no aceptables como para aspirar a la hegemonía pública, que podría ser parcial y conflictiva con ese impulso. Pero lo que no podía pasar, por ejemplo, era lo que sucedía en el Sacré Coeur (el edificio que hoy ocupa la Universidad Católica del Uruguay): que se cantara la Marsellesa y no se supiera el himno nacional uruguayo; la inspección primaria lo corrigió; la privacidad de una institución educativa católica y francesa no podía oscurecer que se estaba en un Uruguay hispanoparlante con sus festividades nacionales respetables.

Entonces, las más profundas reflexiones y aplicaciones sobre laicidad, posteriores a las kantianas (donde no aparece el término) están en Durkheim, especialmente en el capítulo ‘La moral laica’, de ‘La educación moral’. Aunque no necesariamente deban achacarse a la idea matriz durkheimiana todos los avatares y características de la laicidad uruguaya y de la combinación de laicidad y ‘habilitación’ privada del cultivo de ideologías y religiones que fue muy notoria en el sistema educativo, en especial en primaria y secundaria.

Cinco. El último avatar de la laicidad en el Vilardebó

Como nunca ninguna formulación del principio de laicidad ha tenido fineza conceptual como para elucidarlo de modo inequívoco, el matusalénico art. 5 de la Constitución de 1917, vigente desde 1919, es polisémico cuando afirma que el Estado no debe ‘sostener’ religión alguna. ¿Qué es ‘sostener’? ¿Cuándo se sostiene y cuándo no? La reforma y reinauguración de una capilla católica en un hospital público, ¿es o no sostener una religiosidad católica violadora de la laicidad? ¿En qué influye que la capilla no haya sido reconocida como del dominio de la Iglesia Católica porque era parte del patrimonio de instituciones estatales, que debían ser laicas, según el mismo art. 5?

¿Qué prerrogativas e interdicciones tienen jerarcas estatales laicos al gestionar símbolos de creencias privadas, dentro de sus laicas instituciones?

Creemos que: a, hubo falta de sensibilidad en la invitación frente a una idea radical de laicidad que está en el liberalismo del Partido Colorado, vía positivismo comtiano, quizás Vázquez y Vega en el pasado, y ahora Ope Pasquet; y al choque con la masonería anticlerical radical; b, quizás haya reacción exagerada de Pasquet y de la masonería uruguaya frente a un hecho indudablemente menor pero que obsesivos sabuesos cazadores de violadores de la laicidad pueden tomar como principio de violación católica de la laicidad; c, hay que definir con más rigor ‘laicidad’, teniendo en cuenta sus etapas anticlerical, antidogmática y antitotalitaria, y sus usos posteriores, que parecen reducir, hoy, los dogmatismos y totalitarismos a los de izquierda; porque aunque no hay definición indebatible ni que impida usos arbitrarios, una mejor y más actualizada noción de ‘laicidad’ puede prevenir choques innecesarios y a veces anticuados.

Aunque el equilibrio a través la polémica también puede ser valorable; no siempre la ausencia de conflictividad o consenso consumado protege mejor la paz y equilibrio sociales que polémicas públicas que confrontan argumentativamente; en época de prensas crecientemente cooptadas y de redes sociales simplistas y enardecidas, una polémica como éstas no debe ser rehuida en aras del equilibrio y de la paz; quizá los promueva más que dañarlos.


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