ENSAYO
Por Mariela Michel
Salgo de casa, pero no “por Arenales” … pero sí “lo de siempre en la calle y en mí, cuando de repente…” de dentro de ese contenedor, “aparece él”, mezcla rara de habitual linyera y de ser sobrenatural y felino a la vez. Un ser humano polvoriento… pero majestuoso, del que emana una seguridad en si mismo y un atrapante halo de indiferencia con respecto a su entorno. A diferencia de la letra de Horacio Ferrer, no podría describirlo con las palabras “penúltimo linyera”. Tampoco es el antepenúltimo, porque se trata de uno de los muchísimos hurgadores que han entrado y salido de contenedores inmundos tantas veces, a juzgar por su destreza y por la notable elegancia de sus movimientos atléticos.
Pensé incluso que podría ser uno de los incontables que han dormido sobre sucias veredas y pisoteados zaguanes a lo largo de esta interminable y “temible pandemia”. Mientras lo miro, pasan por mi mente flashes de imágenes de mi misma de año y medio atrás, cuando con cuidadosa pulcritud lavaba uno por uno los productos traídos del supermercado. Confieso haberlo hecho, a pesar de que esa costumbre no llegó a convertirse en costumbre en mi caso, gracias a otras reveladoras sorpresas que sacudieron mi ingenuidad tempranamente. Hoy, la realidad volvió a golpearme, durante la aparición súbita de una criatura que parecía llegada de otro mundo por su total contraste con el grupo de transeúntes del cual yo formaba parte, y que caminaba con aquel aire de “lo de siempre en la calle y en mí”.
La rutina quedó por un momento quebrada por un ser que era a la vez un humano caído y una deidad lo suficientemente elevada como para que no la afecte el mundano temor a terrenos virus y bacterias a los que es totalmente inmune. Tampoco parece afectado por las ondas televisivas que inundan el espacio mediático con mandatos y restricciones que nos llenan de desesperanza. Al mirarlo con atención, también se vuelve notoria la presencia de aquel enorme recipiente que permanecía ignorado hasta este momento de incontinencia urbana. La aparición también dio protagonismo al inhóspito contenedor que, sin embargo, supo dar a luz a esta persona inusual y normal a la vez. Los contendores delimitan de modo muy impreciso los espacios más sucios de
los barrios.
Una más de las contradicciones de esta llamada “pandemia” es que las medidas de distanciamiento social han convertido a los contenedores en uno de los raros lugares de encuentro de los barrios. Encuentros indirectos, es cierto, pero encuentros más carnales que los intermediados por pantallas. Justamente, uno de los espacios más impresentables de la ciudad se ha vuelto uno de los pocos ámbitos de sociabilidad en los cuales todos nos encontramos, y nos sentimos conectados de modo concreto y palpable. Allí, la distancia social se ve disminuida por la intermediación de cosas que han pasado de mano en mano, de olores que emanan de sustancias putrefactas que estuvieron en las mesas del vecindario, y de excreciones corporales de transeúntes desclasados y sin tapujos. Son personas que en lugar de usar tapabocas están en contacto directo con los tapabocas usados y desechados en masa dentro de bolsas que llegan a las manos de estos laboriosos hurgadores, que las abren, las pisan, las rompen.
Los tapabocas infectados por toda clase de deshechos siguen viaje por las veredas, donde varias personas se sientan e incluso duermen. Luego de muchos meses, este trabajador urbano emerge de los espacios mugrientos, tan airoso, tan completamente impertérrito y vital, rodeado de un brillo atrayente y encandilador. Surge diestro y animado, con un aire impávido que lo distingue nítidamente de los transeúntes inestables cuyas miradas están perdidas, y sus rostros circulan semiocultos detrás de implacables tapabocas.
Atraídos por la palabra ‘impávido’ acuden a mi mente los versos de aquella antigua rima LXVI de Bécquer, que formula una pregunta que muchos nos hacemos y que los caminantes no se hacen: ¿por qué no brota sangre de la herida, por qué el muerto está en pie? Está en pie como un enorme signo revelador de la gran mentira. Él es una innegable insignia de todo lo que no está pasando la poderosa encarnación de la verdad ha salido de un contenedor como si tal cosa. Se trata de una imagen de la negación más rotunda, pero no del negacionismo vulgar y denostador, sino de la empecinada negación de esa enorme amenaza inexistente.