ENSAYO

Por Carlos A. Gadea
Abril 13, 2020

I.

Es el año 2035, y el planeta Tierra ha sido devastado por un virus que acabó con la vida de millones de personas. Los que sobrevivieron, se refugiaron en comunidades subterráneas oscuras y húmedas, mientras en la superficie animales salvajes deambulan sin destino cierto. Un prisionero, de nombre James Cole, personificado por el actor Bruce Willis, se ofrecería como voluntario para viajar al pasado y conseguir una muestra del virus, gracias a lo cual los científicos podrían elaborar un antídoto. Durante su viaje conoce a una psiquiatra y a un enfermo mental de sorprendentes cualidades y razonamiento. El objetivo de James Cole era encontrar al ejército de los “12 monos”, un grupo radical vinculado a la mortal enfermedad. Serían ellos los eventuales responsables de aquella catástrofe. 

Muchos deben recordar uno de los más destacados filmes de los años 90, “12 monos” (1995), dirigido por Terry Guilliam. Deben recordar la tensión que vivía su protagonista, su permanente oscilación entre lo real y lo ficcional, el fruto del esfuerzo por comprender su entorno o el resultado de algún sofisticado efecto de la imaginación. James Cole perdía, por momentos, la noción del tiempo y el espacio: cuando creía estar en el pasado, estaba en su presente; cuando creía estar en el futuro, las imágenes lo devolvían al pasado. La incertidumbre parecía convertirse en el metarrelato de una distopía que lo arrojaba a un futuro cercano de múltiples informaciones de difícil comprensión. Señales, imágenes en las calles, voces, diálogos, encuentros con diferentes personas con distintos conjuntos de saberes y conocimientos se presentaban en total desorden para James Cole en su búsqueda por los rastros del virus y los “12 monos”. 

Cuando salía a la superficie del planeta iba protegido con un traje plateado apropiado para evitar cualquier supuesto contagio. A modo de casco llevaba en 

su cabeza una pesada burbuja de vidrio por la que se le suministraba oxígeno para respirar. Esta escena contrastaría con muchas otras en las que aparecería sin ninguna protección ante el supuestamente inminente contagio. Accidentalmente, o por voluntario agotamiento, James Cole se expondría al virus como si toda la información que había sido acumulado sobre él se hubiese pasado a un segundo plano, informaciones que sugerían un necesario comportamiento de reserva y cuidado. Con su accionar, parecía dar a entender que todo aquello vivido se presenta ambiguo y reversible y que, al fin de cuentas, es justamente con ciertas dosis de neurosis como las personas se protegen de forma más eficaz de la locura. Al final de esta experiencia, tal vez haya llegado a una primera conclusión: de que aquel virus, y el grupo de los “12 monos”, podrían haber sido una reacción defensiva de la especie humana en contra del riesgo de la promiscuidad total, del contacto próximo y directo que, paradójicamente, cada vez más dejaría al descubierto el síntoma de un creciente distanciamiento afectivo entre las personas. 

II.

Es el año 2020, y James Cole debe estar asistiendo en la televisión informaciones diarias sobre una nueva pandemia planetaria: el Coronavirus o Covid-19. Es muy joven aún, y no se imagina lo que el destino le depararía de aquí a 15 años. No se habla, por el momento, de ningún grupo radical o terrorista vinculado a su origen y diseminación, como sí se hablará de los “12 monos” en el año 2035. Sí se habla de China, de los efectos nocivos de las nuevas tecnologías de comunicación (el 5G) y el imperialismo norteamericano, del capitalismo, de los murciélagos y de las fallas en experiencias de laboratorios. Si hubiese algún voluntario en este momento, este tendría que viajar en el tiempo a, por lo menos, setiembre de 2019, cuando todo pareció haber comenzado en la localidad de Wuhan, en China. Hasta el día de hoy, a la luz de las estadísticas, se registraron 1.733.792 personas infectadas con el Coronavirus en el planeta, de las cuales, aproximadamente, 390.000 se han recuperado y 106.000 han fallecido. 

La definida nueva pandemia ataca sistemas inmunológicos frágiles causando problemas respiratorios semejantes a la gripe y generando, en casos más graves, dificultades para respirar. La forma de su contagio es lo que más parece preocupar. Objetos que han sido contaminados por el simple contacto con el virus, como un paquete de arroz comprado en el supermercado, y personas que lo portan aunque no lo manifiesten con una gripe o tos, por ejemplo, son situaciones que despiertan la inmediata alarma y sospecha acerca de su eventual letalidad y el peligro global al que se está sometido. Lo que parece más importante en todo esto es el propio contagio, aquello que sugiere el tomar contacto directo con los objetos y las personas. Por eso, no sería el propio virus, sino su virulencia social, su capacidad de circulación y proliferación y, por consecuencia, de la probabilidad de su contagio, lo que causa mayor temor. 

A diferencia de la experiencia vivida por James Cole en 2035, en el año 2020 el virus forma parte de un problema con una solución biológica sin perspectiva inmediata, haya vista la propia imposibilidad de viajar hacia el tiempo pasado. Por eso, de considerarlo un accidente, una fatalidad, una anomalía, pasa a comprendérselo por su posterior capacidad de contagio hacia todo el sistema, la comunicación, la información, los datos estadísticos, las variables matemáticas, las decisiones gubernamentales, la capacidad de acción de los individuos. El Coronavirus es transbiológico; está más allá de una inmunodeficiencia de nuestro cuerpo. El mundo real se presenta, así, tal cual un orden de especulación racional que ha sido objeto del ataque de invisibles sujetos sin escrúpulos: el virus, el entorno viral. La clave sería evitar el contacto, una suerte de profilaxis social; el distanciamiento social no más entendido como el síntoma de la anomia y sí de una racionalidad que supone múltiples consecuencias prácticas.

En este sentido, el objeto parece estar siendo otro: del virus se pasa a la virulencia social. Esta “distancia sicológica”, de la que ya hablaba G. Simmel para describir la vida en las metrópolis modernas, parece tomar la forma extrema de la hipersensibilidad y la ansiedad. Puede también tomar la forma de la indiferencia, de la actitud de reserva y protección continua, de una búsqueda de autopreservación individual que termina afectando el modo de interacción en la vida de las ciudades. En el año 1903, G. Simmel ya decía que esta actitud de “reserva extrema” hacia los otros no tendría su origen meramente en la indiferencia social o simple apatía, sino en una “aversión débil, una mutua extrañeza y repulsión” que surgiría en situaciones de un contacto más cercano y directo, como ser ante un abrazo, un apretón de manos y hasta una mirada, interpretada como fuera de lugar. La vida en las grandes ciudades tuvo su fundamento, según Simmel, en el incremento de la vida nerviosa, que emerge del cambio rápido y continuo de los estímulos exteriores, del continuado bombardeo de los sentidos con nuevas o cambiantes impresiones, produciendo lo que ha denominado como “personalidad neurasténica”. El resultado fue el intento por crear una distancia entre las personas y su entorno social y físico valiéndose de una multiplicidad de justificativas. En el centro estaba el temor a establecer un contacto demasiado próximo con los objetos, en la medida que estos pueden causar algún tipo de dolor o frustración. 

La sensación de sentirse oprimido por las exterioridades de la vida moderna no pararon en el diagnóstico sobre la metrópolis que Simmel brillantemente realizó. Si a esta sensación se la puede considerar propia de desajustes sociales derivados de la experiencia de la modernidad, durante el siglo XX otros tipos de desajustes se fueron presentando prácticamente en una misma dirección. El SIDA, por ejemplo, al servir como un argumento fuerte para una nueva prohibición sexual y, al mismo tiempo, para el establecimiento de nuevos comportamientos en las relaciones sexuales. O el terrorismo, con su violencia política y el miedo. Ambos son fenómenos irradiados desde la invisibilidad, imprevisibilidad y la incertidumbre. El SIDA y el terrorismo son formas igualmente virales, fascinantes por su permanente desafío al principio del funcionamiento esencial del sexo y de la política, multiplicadas por la virulencia de las imágenes que transmiten los medios de comunicación. Por esto, tanto el SIDA, el terrorismo como este nuevo Coronavirus tienen un aire de familia. El contagio y la reacción en cadena que cada uno supone no solo es activo al interior de cada uno, es decir, al interior del sexo (de su práctica), de la política y la biología. Los tres giran por igual en torno a una figura genérica: la catástrofe.  

III.

La catástrofe es una figura social y, como tal, tiene su fuerza expresiva derivada de los sentidos que la han producido socialmente. Uno de ellos, al pensarse el actual Coronavirus, es la estadística, la variable funcional que el número adquiere en escalas que suponen que algún fenómeno social aumenta o disminuye cuantitativamente. Muertes o infectados pueden constituirse en datos numéricos significativos y, evidentemente, es de lamentarse las pérdidas de vidas ocasionadas durante los últimos meses. La muerte no es un número, de hecho. Existe una dimensión subjetiva que lo trasciende. No obstante, muchos ya pueden advertir que la estadística ha sustituido al virus real, y que es desde ella que se sustenta la postura del distanciamiento y aislamiento social, por ejemplo. Así, las muertes e infectados adquieren significado si se los asumen integrados a la legibilidad de las curvas de gráficos, formas exponenciales de los números y las imágenes que circulan por los medios. El virus se ha convertido en un dato estadístico en el horizonte de una realidad social que ya no se puede representar por sí misma. Las estadísticas producen el virus como una realidad anticipada y, así, una catástrofe acelerada, diariamente contabilizada, pasa a cumplir la función de resguardar el sentido del “cuerpo social”, de la sociedad misma, cuerpo-objeto final del Coronavirus. Lo que parece estar en juego es la función de lo social como término dotado de sentido. Ahí están las campañas de solidaridad, los happenings alrededor de alguna música, el éxtasis colectivo a través de las redes sociales virtuales, todo para recrear/simular lo social, en un sistema transparente a partir de una reacción en cadena. El Coronavirus afecta estructuras verdaderamente transversales, desde la información y la comunicación, hasta el dinero y el trabajo. Para la tranquilidad emocional de algunos, lo social parece posible de ser representado. 

Otro de los sentidos que alimentan la catástrofe es el principio de incertidumbre, de imprevisibilidad, que viene acompañada de una sensación creciente de desconfianza, evidenciando una paradoja crucial de nuestro tiempo. En una sociedad que imaginábamos bajo el control de nuestros artificios técnicos, no sin engañarnos sobre sus persistentes problemas históricos y recientes, surgen nuevos desafíos, dejando el cuerpo social sin defensas. El terrorismo, por ejemplo, había surgido como un tipo de violencia novedosa, nacida de la paradoja de una sociedad permisiva y pacífica. Las nuevas enfermedades, por otro lado, emergen de los cuerpos superprotegidos de las más diversas técnicas de la medicina y la cirugía, aunque vulnerables a todos los virus. En las salas quirúrgicas el ambiente desinfectado es tan importante que ningún microbio o bacteria podría sobrevivir. No obstante, parece ser que justamente allí es donde nacen ciertas enfermedades misteriosas, virales, ya que estos proliferan tan pronto se les deja espacio. Paradójicamente, de la propia desinfección, nace el virus. Análogamente, el cuerpo social, al igual que el cuerpo biológico, pierde sus defensas según avanza la sofisticación de sus artificios técnicos, la comunicación generalizada y el éxtasis por la información. 

La incertidumbre ha ganado terreno de manera proporcional al avance mediático del Coronavirus. Y aquí radica una fuerza expresiva importante: el temor o miedo no es tanto el del virus o del accidente como el de la incertidumbre y la persuasión. Lo que a todos nos está restando es la enorme incertidumbre que se encuentra en el centro mismo de esta euforia global en torno al Coronavirus, y esto tiene sus consecuencia prácticas. Lo paradójico es que se insiste en escapar de este estado de ánimo con más información y comunicación, agravando con esto la relación de incertidumbre. Es un círculo vicioso al que cuesta mucho poder salir; resultado de la virulencia social a la que se debe comprender integrado el Coronavirus. 

La información no es el antídoto para la incertidumbre, sino aquello que, paradójicamente, parece hacerla proliferar aún más. La virulencia social es la de los medios de comunicación y las informaciones, que ingresan en nuestros repertorios de reflexión diarios aportando más elementos a la comprensión de nuestra realidad práctica. Así, desde la incertidumbre y la desconfianza generalizada, el virus permite, igualmente, reconsiderar toda la vida social a la luz de la hipótesis de la catástrofe, de la posible muerte o el contagio. Permite revisar todo el espectro de las enfermedades, de la salud de la población, de los servicios públicos, a la luz de la hipótesis de la desestabilización de la vida social y la sobrevivencia misma.  

IV.

Incertidumbre, falta de confianza, distanciamiento social, éxtasis de comunicación, sociedad de la información. Nociones que, en una segunda conclusión, ciertamente habrían ocupado las reflexiones de James Cole en el planeta encontrado en el año 2035. El vio el espectáculo de aquel virus en la desaparición de toda vida humana en la superficie del planeta, y la catástrofe materializada en la oscura sobrevivencia subterránea de las personas. Muy diferente es la vivida en la actualidad. Ahora todo es mostrado, medido, codificado, expuesto, calculado, saturado de información. Lo que nos queda es la información que nos brindan la ciencia, los medios de comunicación y la tecnología. Informaciones que nos llegan en forma de estadísticas, variables económicas, crisis económicas y el paro social. 

El Coronavirus nos expuso, ahora, a una virulencia social que cuestiona los mandamientos de nuestro propio espíritu moderno y racional. El mundo global se había constituido bajo la premisa de la circulación libre de objetos e ideas, del contacto constante en espacios abiertos. La sociedad del contagio es, diferentemente, la de la interrupción del contacto, del freno de los flujos, de los miedos  melancólicos, la profundización de la neurosis de la vida urbana y el triunfo de lo digital sobre lo epidérmico. La estadística y el virus nos hablan de muertes y contagios y la proliferación de más y más contagios. El efecto multiplicador de las informaciones contrasta, al mismo tiempo, con la negatividad de lo social, con su recesión en proceso irreversible. La sociedad del contagio: circulación de la información y comunicación, al mismo tiempo que ejercemos el derecho a estar a salvo de cualquier contacto demasiado próximo. Lo virtual y digital están en alta.